7. Te voy a cuidar

Caminaron un par de calles en las que Justi no dejaba de tambalearse, hasta que tropezó con sus propios pies y cayó al piso.

—No podés ni sostenerte, pa. Te necesito más despejado, amigo. Vení, vamos a despertarte un poco.

Así que fueron al lugar del que Alan tanto hablaba, y tuvo que llevarle un brazo sobre sus propios hombros para que no se volviera a caer.

Se quedaron ahí hasta que cerró, a la una de la madrugada, y un par de cafés negros, una botella de agua y un copioso vómito en el baño lograron dar a Justi cierta lucidez.

—¿Cómo te sentís?

—Como nuevo —dijo con voz ronca y comprimiendo sus sienes.

—¿Estás listo?

—No.

Alan lo miró fijamente y con cierta preocupación en el rostro. Suspiró.

—Está bien... Vamos.

El tren iba vacío a excepción de ellos dos y el conductor, por lo que el trayecto resultó bastante tranquilo, aunque lo que menos sentía Justi era tranquilidad. Él estuvo casi en completo silencio durante todo el viaje, intercambiando miradas nerviosas con Alan, mientras él le hablaba sin esperar respuesta, y Justi se limpiaba el sudor de las manos en las piernas de su pantalón.

Salieron de la estación y caminaron. Lo hicieron bajo el cielo negro de esa profunda noche sin luna, iluminados únicamente por las mortecinas lámparas del alumbrado. La zona estaba en obras en varios lugares y nadie trabajaba por ahí a esas horas, por lo que las calles estaban prácticamente desiertas. Hasta que por fin lo vieron: el edificio en construcción, de ahora nueve pisos de altura, y no pararían hasta los doce y todos los detalles de última moda en el mundo inmobiliario. El lugar en donde Justi había trabajado durante una semana entera sin recibir paga alguna.

Una pared de chapas de dos metros de altura cerraba el perímetro de la obra. Un par de ellas que hacían de puerta estaban cerradas por una gruesa cadena.

Esperaron unos minutos a una distancia considerable, hasta que terminaron de pasar por esa calle un tipo con sus perros y un par de autos.

—Che, viejo, no sé..., no estoy muy seguro de esto —dijo Justi, en voz baja.

Alan hizo oídos sordos mientras miraba hacia todas partes en busca de cámaras de seguridad y de potenciales testigos, evitando las luces del alumbrado, refugiándose en la oscuridad. Notó que habría alguien adentro al ver un auto estacionado a poca distancia, y que la cadena no tenía el candado fuera, sino adentro, pero no dijo nada. No quería espantar a su amigo, que lo seguía unos metros más atrás.

—Vamos —dijo Alan, cuando el momento pareció propicio, y cruzó la calle.

—Esperá, esperá... ¡Esperá, Dios, pará un poco!

—¿Qué? —preguntó con impaciencia, abriendo los brazos y mostrando las palmas.

Justi sacudió la cabeza y miró a Alan. Una mirada penetrante y turbada.

—No entremos.

—¿Cuál es el problema, Jus? ¿Te dieron ganas de ir a mear? —preguntó con cierta irritación.

—No..., no quiero entrar. Me arrepentí.

—Dale, amigo, no la cagues justo ahora.

—Escuchá..., esperá.

—No hay tiempo para tomarse un tecito y filosofar, Justi. Yo me mando. ¿Venís o no?

—Alan...

La luz del alumbrado apenas acariciaba su rostro, y pudo ver su mirada suplicante. Entonces Alan suspiró profundamente y se removió en su sitio para sacarse algo del bolsillo. Le daba la espalda a la luz, y lo único que Justi podía distinguir era su silueta.

—Tomá un poco, amigo, es justo lo que te hace falta: confianza.

Justi no veía una mierda, pero ya sabía qué le ofrecía. Se lo pensó. No hubiera sido la primera vez, solo que... Mierda, haber visto a su amigo tan enganchado últimamente le había dado una nueva perspectiva que no le gustaba ni un poco... Pero estaba cagado de miedo, y eso le gustaba todavía menos. Y ya estaban ahí, con los pies en el barro y las manos en la masa.

—Está bien, dale... Solo un saque —dijo Justi, con recelo.

Agarró la bolsita, sacó un poco con el dedo y lo aspiró. Repitió un par de veces más, por las dudas. Después Alan lo tomó por los hombros y lo miró de frente, como acostumbraba hacer.

—Mirame, Jus. Mirame. —Justi lo intentó, pero su cara estaba en la oscuridad total—. Tenés miedo, ya lo sé. Pero escuchá: estamos juntos. Así que tranqui, amigo..., y respirá... Todo va a salir bien. No va a pasar nada, ¿está? Te voy a cuidar. Te lo juro —dijo en un tono tranquilizador, frotándole los brazos con ambas manos—. Solo seguíme, ¿sí?

Justi suspiró entrecortadamente, sintiéndose como un nene, mientras su amigo le frotaba la espalda y le daba un par de palmadas.

Alan se alejó un poco y buscó con la mirada qué podrían usar para saltar al otro lado de las chapas, y divisó un par de palets dejados en un costado de la vereda sobre una pila de cascotes. Agarró uno, lo apoyó en el piso sobre uno de sus lados y contra la chapa. Escaló encima y saltó ágilmente para pasar al otro lado, con cuidado de hacer el menor ruido posible.

Justi se quedó solo por un minuto en la penumbra de la noche, sintiendo los golpes fuertes que daba su corazón, escuchando cómo su respiración turbulenta aplastaba al rumor confuso de la ciudad.

Su amigo ya había cruzado y estaba esperándolo

De pronto se dio cuenta de que ya no tenía miedo y que podía hacerlo. Claro que podía. Y no estaba solo: Alan lo acompañaba y lo iba a acompañar hasta el mismísimo infierno, de ser necesario. Amó a ese hijo de puta que le había dado esa mierda tan buena. Sí. Estaba listo. Él era el rey y les iba a romper el culo a los hijos de puta de la construcción. Todo iba a salir bien.

Cerró los ojos muy fuerte y respiró profundamente una vez más, apoyando la espalda en esas chapas.

A la mierda con todo.

Dio media vuelta e intentó subirse al palet, pero cayó para atrás un par de veces. Miró con nerviosismo a todas partes, el ruido que hacían las chapas podía llegar a llamar la atención de algún curioso. Pero parecía que no, así que se propuso que la tercera fuese la vencida, y tomó un poco de impulso antes de intentarlo una vez más.

Saltó, aferrándose al borde de la chapa misma, pero era demasiado fino y su propio peso hizo que se cortara la mano al cruzar, y cayó al otro lado como un saco de papas. Se tambaleó al levantarse, mientras apretaba su herida y puteaba por lo bajo. Recorrió con la mirada los alrededores.

Otra vez ahí.

No lo había extrañado en absoluto, la verdad. Todo el esfuerzo físico sin paga, la piña en el ojo, y la suerte que lo acompañó después hicieron que estar ahí le diera náuseas.

Se arrastraron por la oscuridad, sorteando pesados equipos y pilas enormes de material, hasta llegar al contenedor que hacía de oficina. Se oían ronquidos desde fuera, Justi se sobresaltó al oírlos e inmediatamente dio media vuelta para cancelar todo y escapar, pero Alan lo agarró de la muñeca con fuerza, lo atrajo hacia sí y le habló al oído.

—Recatate un poco, Jus. Está repalma, ¿no oís? Ni se va a dar cuenta.

Los ronquidos llegaban desde una pequeña ventana corrediza abierta.

Un poco de suerte, una vez en la vida.

—Oíme, no vamos a hacer el más mínimo ruido. No hay bondi. Ni se va a enterar que estuvimos acá. Solo... bajale un poco, ¿sí? Tranqui.

Justi suspiró, se restregó la frente mientras asentía.

Alan se asomó a la ventana, después se coló adentro y al rato hizo un gesto con la mano a Justi para que se metiera también él.

Lo hizo. Lo único que iluminaba el lugar era la linterna de un teléfono de Alan. Los ronquidos venían del otro lado de un armario que hacía de divisor de espacio.

Alan se puso a revisar los cajones del escritorio con cuidado, y Justi se acercó y asomó al lugar detrás del armario, con la llama de su encendedor para ver al tipo que dormía.

Estaba tirado en un colchón sobre el piso. De ese lado todo estaba más desprolijo, con ropa tirada por el piso y una silla con libros y una lamparita encima. También había un gabinete chico y un montón de revistas tiradas al lado del colchón. Parecía que el tipo estaba viviendo ahí, por algún motivo. Había un ventilador de pie apagado y tenía la frente cubierta de sudor. Entonces le prestó más atención a su cara y se sobresaltó: era el supervisor. Su jefe. Justi no iba a borrar su cara de hijo de puta de su mente jamás, así que lo reconoció de inmediato.

Verlo ahí lo perturbó bastante, sin embargo era mucho mejor que fuese él antes que un guardia de seguridad armado incumpliendo su trabajo, que era con quien Justi se temía encontrar.

Así que se secó el sudor de las manos y de la frente y ayudó a Alan a buscar.

Revisaron todos los cajones del escritorio, el gabinete y revolvieron cada rincón del armario, pero lo único que encontraron que pareció útil fue dos llaves, unidas por una argolla, una pequeña que no decía nada, y otra más gruesa y con la inscripción MASTER LOCK grabada a un lado.

—Amigo, no hay una puta mierda. ¿Qué pasó con eso de que iban a tener la guita que pagan mañana? No hay un carajo —dijo Alan con notable irritación, susurrando en la oreja de Justi.

Él alzó las manos y los hombros y meneó la cabeza.

—Eso supuse —dijo después.

Alan lo miró a los ojos por unos segundos y Justi pudo notar un leve centelleo que reflejaba la luz de la linterna.

—Miremos del otro lado.

—No, no, no, no..., ni en pedo, boludo, que está el que era mi jefe. ¿Y si se despierta? Viejo, me puede reconocer.

—¿Tu jefe? ¿El tipo que no te quiso pagar?

Justi asintió y Alan comenzó a sonreír, entonces Justi comenzó a sacudir la cabeza en negación, y Alan a asentir.

—Quiero verle la cara de forro.

De pronto se paró y le sacó el encendedor de la mano y cruzó al otro lado del armario.

—¡No! —dijo Justi en un susurro alto, y miró cómo su amigo desaparecía adentrándose en el hueco negro, hasta que vio y una pequeña y trémula luz anaranjada.

Se asomó lentamente.

Alan estaba intentando pasar al fondo sin pisar las porquerías del piso. Se agachó y abrió muy lentamente el cajón superior de un gabinete metálico, y encontró una billetera.

El tipo seguía roncando, pero se removió en su sitio. Ambos se quedaron quietos como estatuas por unos segundos y después se miraron nerviosamente. Alan tomó los billetes y la volvió a guardar en su sitio. También tomó un teléfono celular, lo apagó y guardó en el bolsillo trasero de su pantalón y, por último, un manojo de llaves, entre las cuales una parecía ser de un auto. Las alzó para mostrárselas a Justi, mientras le sonreía y guiñaba un ojo. Justi le clavó una mirada muy seria, meneando la cabeza, pero Alan lo ignoró. Después miró adentro de la puertita del gabinete y se le escapó una risita al ver lo que había: una colección de revistas porno. Sacó una con mucho cuidado y se incorporó para dársela a Justi, dando por finalizada la búsqueda.

Justi la tomó, sin poder evitar que sus ojos se posaran sobre las curvilíneas figuras de la carátula. Hasta que, por el rabillo del ojo, pudo ver cómo Alan caía al piso mientras soltaba un insulto. El teléfono que iluminaba también había caído y pudo ver, bajo su luz, a una mano gruesa y tostada que aferraba el tobillo de su amigo como una garra. Alan se zafó y le pegó una patada en la cabeza, aunque el tipo era duro: se le abalanzó, le encajó una piña en la mandíbula y forcejearon, cayeron y se revolcaron. Alan logró sacar su navaja pero el viejo atrapó esa mano y la golpeó una y otra vez contra el piso mientras su boca rabiosa lo salpicaba. Alan aprovechó, le dio un cabezazo con toda la fuerza que pudo, y el tipo cayó hacia atrás, agarrándose la frente mientras soltaba un grito de dolor.

Justi se había quedado congelado, mirándolo todo como si fuese una película, hasta que vio cómo el tipo se giraba y sacaba de un fuerte tirón el cajón metálico del gabinete y, mientras su amigo intentaba ponerse de pie, el otro tomaba envión y lo golpeaba con el cajón en la cabeza. Alan cayó al piso con un ruido sordo.

Ambos se quedaron quietos por unos segundos, mirando a Alan ahí tendido y con sangre brotando de su cabeza, mientras uno respiraba turbulentamente y el otro apenas podía respirar.

Sangre.

Brotando de su cabeza.

Se miraron uno al otro y el tipo se abalanzó hacia Justi, lo aferró de la remera y lo estrelló y aprisionó contra la pared de chapa del contenedor, clavando los ojos sobre los suyos como lanzas ardientes, investigándolos. La garganta se le cerró por completo cuando creyó que iba a reconocerlo. Tenía que hacer algo. El terror envió una corriente eléctrica a sus músculos, y le dio un rodillazo en las pelotas tan fuerte que lo dejó doblado al medio y gritando de dolor.

Lanzó una mirada rápida a su alrededor y vio la silla de madera del otro lado del armario; la agarró rápido antes de que el tipo se incorporara, y corrió y usó el envión para partírsela por la cabeza.

El hombre cayó al piso con un quejido y quedó tendido al lado de Alan.

Justi se arrojó junto a su amigo y le apoyó una mano sobre su pecho. Le pareció que no sentía nada más que su propio corazón martillando sus costillas, entonces secó el sudor de su frente, respiró hondo y, con una mano temblorosa, volvió a intentarlo y... sí, esta vez sí..., bendito sea Dios y todos los santos..., sintió su pulso. Cerró los ojos y apoyó la frente sobre el pecho de su amigo, mientras pasaba las manos por su propio pelo y agradecía al cielo y a la vida.

Le tocó la herida en la frente para ver si podía distinguir qué tan grande era en realidad, pero la tibia humedad de la sangre en sus dedos le provocó un escalofrío que recorrió todo su cuerpo, y sacó la mano tan rápido como un rayo.

Agarró el teléfono de Alan, que había caído a su lado, también su navaja y después le revisó los bolsillos para sacarle las llaves, rogando que fueran de esas puertas.

Lo levantó sin dificultad —su peso era ridículo a pesar de su altura—, y pasó uno de sus brazos sobre sus propios hombros.

Intentó meter la llave pequeña en la cerradura, pero su mano temblaba demasiado y le costaba encajarla en el agujero. Abrió. Bien. Después de abrirla arrastró a Alan hasta la puerta de chapa y vio al grueso candado, tomó la otra llave para abrirlo y sí, también abrió, gracias a Dios.

Empujó la chapa y miró atrás, todavía conmocionado, y se tranquilizó un poco al ver que no los seguía.

Salieron de ahí y miró a los lados para comprobar que nadie se acercaba, y entonces vio al auto estacionado y se dio cuenta de que probablemente tenía la llave. Respiró entrecortadamente mientras apretaba los párpados y mordía su labio inferior, tan fuerte que se hirió, y, lleno de pánico, se decidió por intentar arrancar el Clío gris y usarlo para llevar a Alan hasta algún hospital.

Mientras arrastraba a su amigo hasta el auto que estaba a unos metros, notó que de pronto éste pesaba menos y el andar era más sencillo, entonces lo miró y el alma le volvió al cuerpo al ver que su amigo había vuelto en sí y colaboraba para caminar, aunque gimiendo y con un semblante que reflejaba dolor.

Se paró frente al auto y sacó la llave. Comenzó a temblar aun más al ver su propia mano a punto de introducirla en la cerradura de ese auto que no era suyo. Entonces levantó la vista y vio su propio reflejo en la ventanilla y se sintió asqueado y enojado, pero no había tiempo para estupideces como pensar, así que apretó las muelas y abrió la puerta, después la de atrás y apoyó a Alan en ese asiento.

Se metió adentro a toda prisa, y se dio cuenta de que ya no recordaba cómo mierda se manejaba un auto. Había usado el de su tía, por un tiempo, pero hacía años que no manejaba.

Se restregó toda la cara con fuerza, y después apretó sus sienes con ambas manos mientras miraba todos los elementos adentro del auto, pero lo sobrepasaba, esta estupidez lo sobrepasaba. Estaba demasiado nervioso y se había atorado con un grano de arena en el camino. Los iban a atrapar ahí, a dos metros del lugar, porque los muy pelotudos apenas podían caminar y no recordaban cómo manejar un auto. ¿No sería gracioso? ¡Sería graciosísimo! Estaría para CAGARSE DE RISA.

Justo antes de que un ataque de histeria lo poseyera, tuvo una buena idea: cerró los ojos, respiró hondo, e intentó calmarse, recordar y apelar a la memoria muscular: sin mirar, con la mano derecha sobre la palanca, y los pies sobre los pedales. Calmarse y recordar... Sacó el freno de mano, giró la llave y el motor ronroneó. Pisó el embrague y puso primera, aunque pisó el acelerador con demasiada fuerza, y el auto comenzó a andar con un intenso chirrido que cortó la paz de la noche como un cuchillo serrado. Avanzó unos metros de forma turbulenta y zigzagueando, pisó el cordón y subió a la vereda y se llevó por delante una pila de maderas que le dejaron una abolladura y rasguños del lado izquierdo, hasta que por fin consiguió controlar por completo el auto, recobrarse del susto y respirar de nuevo.Comenzaron a alejarse.

¿Y ahora qué?

Le gustaba la adrenalina, pero esto..., esto se había ido de las manos: esto era una puta mierda.

El tipo de la construcción probablemente ya habría recuperado la conciencia y llamado a la policía. No tardarían en encontrarlos, con las cámaras de la ciudad.

Decidió que lo primero sería alejarse lo más rápido que pudiera hacia algún sitio más abandonado, dónde no pudieran hacerles un seguimiento. Pero ahí atrás estaba Alan, herido. Se había echado en todo el espacio trasero, hacía presión en su frente con su mano izquierda y gemía.

Entonces una idea brilló en su mente, al darse cuenta de que había pocos lugares más abandonados por la ley y la justicia que su propio barrio, y que ahí había una clínica en donde podían atenderlo. Se encaminó hacia allá.

Por el espejo retrovisor vio que Alan se removía en su lugar, intentando escarbar con un dedo toda la coca que quedaba en la bolsita. Justi solo estaba feliz de verlo moverse un poco más.

—Viejo, ¿estás bien?, ¿podés hablar?

—Sí...

—Te voy a llevar a una guardia, y después me decís qué mierda hacer con este auto, ¿sí?

—Ni se te ocurra —dijo con dificultad.

—¡No me jodas! Te voy a llevar.

—Si me llevás a un puto hospital, Justi..., te juro..., que mañana te arranco los dientes.

—¡Perdiste el conocimiento, loco, no te pongas en pelotudo! ¡Y tenés un tajo enorme en la frente! Escuchá. No es un hospital, es una salita. ¿Te acordás de la Balbán? Es bien de barrio, de primeros auxilios. Ahí te arreglan primero y te preguntan después. Te voy a llevar ahí.

—Ni en pedo.

—Ni en pedo nada. Te voy a llevar ahí.

—¿No te das cuenta, Jus? La cana... Los hijos de puta van a querer saber qué giles se atendieron..., esta noche a esta hora..., por tener la cabeza hecha mierda, ¿entendés?... Cómo se llamaban, qué facha tenían, con quién venían... Justi, ni se te ocurra. Además, ni en pedo me meto en un puto hospital, ni a nada parecido. —Se retorció en su sitio y se aferró la frente aun más fuerte, con el semblante contraído por el dolor—. Esta mierda sí que duele, viejo hijo de puta...

—Ya, mejor dejá de hablar.

—Necesito un poco más... Llevame con el Cefe.

—¿Qué?

—Llevame con Ceferino, amigo..., necesito meterme unos pases ya. Él tiene mis cosas.

—Lo que necesitás es que te vean, loco. Creo que necesitás puntos. —Justi lo miraba por el espejo retrovisor.

—Solo necesito merca —dijo en un susurro, mientras se escondía en los asientos.

Justi determinó que su amigo no estaba en condiciones de tomar decisiones estando tan duro como estaba y con la cabeza magullada como la tenía, lo que, evidentemente, lo había dejado más terco de lo que normalmente era, así que siguió manejando hasta la clínica a través de calles pequeñas y oscuras, evitando la gente, evitando los centros, evitando la mirada de ojos curiosos.

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