28. Moriría por vos I
Justi despertó al cabo de un minuto, desorientado. No tenía idea de qué había sucedido, ni siquiera sabía dónde estaba. Ese techo mohoso no le resultaba familiar. Miró a su alrededor y vio a una mujer, que tampoco reconoció, moviéndose cerca suyo. Recordó su herida en cuanto el dolor volvió, de forma repentina. También reconoció a Lara y recordó dónde estaba. Entonces también volvió a su mente todo lo que había sucedido y ese recuerdo le pegó como un martillazo todavía más fuerte que el golpe que le había dado Alan en el mentón.
Se quiso levantar de un salto, pero algo apresaba sus manos. Levantó la mirada y observó lo que era sin comprenderlo por completo, como si fuera una escena surreal de una película experimental. También vio que Lara le había sacado el trapo y le estaba colocando un verdadero vendaje.
—¿Qué..., qué mierda pasó?
—Alan te pegó un botellazo y ató acá.
Justi recorrió la habitación con la mirada una vez más, mientras su desesperación aumentaba a la par que la velocidad de sus latidos. Volvió a dirigir su mirada hacia Lara.
—Lara, soltame. Por favor. Necesito salir de acá.
—Justi, no...
—¡¡Soltame!! ¡Soltame, por el amor de Dios! —gritó mientras se sacudía con violencia en un repentino arrebato.
—¡Basta, eh! ¡Pará! ¡Vas a lastimarte!
Justi se dañó las muñecas con el cable que las estrujaba y se estropeó la venda que Lara había comenzado a ponerle, pero no logró hacer mucho más.
—¡¡Dios, pedazo de hijo de puta!! ¿¡Dónde mierda está!?
—Ya se fue.
—¿¡A dónde!? ¡Por favor Lara, necesito que me sueltes!
—A buscar a la flaca.
—¿Qué? No, no, no, no, Dios, no, él no tenía que ir solo, ¡no tenía que ir solo! Lara, necesito que me sueltes, ¡tenés que soltarme!
—No puedo soltarte Justi. Alan me odiaría si te dejo ir y te llega a pasar algo. Querés hacer que te maten. Tiene razón en eso.
—¿Y él? ¡Él también va a que lo maten, yendo solo! No tenía que ser así, por Dios santo, teníamos que ir juntos, Lara, ayudame, te lo ruego.
—Justi, no sabés en lo que te estás metiendo. Sé que pensás que podés ayudar, pero vos no conocés a esa gente, no conocés ese lugar, no sos de ese mundo. Alan sí. Si vas ahí puede que..., que seas su punto débil, ¿entendés?
—Alan necesita que le cubra las espaldas, Lara, tal vez todavía pueda alcanzarlo. Necesito ir. Nosotros la metimos en esto... Yo la metí en esto. Tengo que sacarla. Tengo que ir ahí y hacer por ella todo lo que pueda, no me importa el riesgo, voy a hacer lo que sea para recuperarla.
—Entiendo que la ames Justi, pero ella no te necesita muerto.
—Dios santo, Lara, cada minuto que pasa, cada segundo, ella está ahí, en las manos de esos tipos. No sé qué le van a hacer, no sé si va a salir viva. ¡Necesito ir allá, tengo hacer esto por ella! —dijo, con una desesperación que rayaba la necedad.
—Justi...
—Lara, Lara, solo decime esto... ¿Amaste a alguien alguna vez? ¿De verdad, con toda el alma?
Lara lo observó con una mirada brillante y la garganta anudada. Suspiró mientras veía imágenes tras sus párpados cerrados, y las sentía en su corazón. Asintió.
—Entonces sabés de lo que hablo... Me entendés. Jamás permitirías que algo le pase a esa persona, ¿no? Harías todo lo que pudieras para ayudarla. —Lara apretó los ojos aun más y dejó escapar una gruesa lágrima. Después la limpió con el dorso de la mano—. Lo harías por amor... Y por Alan. Él también fue a que lo maten, así, solo. Teníamos que ir juntos. Necesito alcanzarlo.
—Es demasiado peligroso...
—Ya lo sé.
Lara pareció dudarlo. Alan estaría absolutamente destruido si le llegaba a pasar algo a Justi, y ella jamás se perdonaría. Pero menos se perdonaría si llegaba a perder a su amigo. Prefería verlo triste que muerto. Tomó una bocanada de aire. No había mucho tiempo para pensar. Alan ya estaba yendo para allá. Se dispuso a soltarlo.
—Pero tenés razón... Ellos no te quieren a vos, después de todo. Lo quieren a él. Si te dejo ir, tenés que jurarme algo —dijo, inclinándose sobre él, con una mano en su mejilla y una penetrante mirada clavada en la suya—. Jurame que lo vas a proteger. Por favor. Y que lo vas a traer de vuelta. Sacá de ahí a tu novia, pero no permitas que vaya a buscar a Lu también... Si se ven, alguno de los dos va a terminar muerto, y no..., no quiero ni imaginarlo —concluyó Lara casi en un sollozo. Justi asintió con nerviosismo mientras tragaba saliva y veía esos ojos llenos de lágrimas acercarse a los suyos—. Él te ama muchísimo Justi. Sé que te lo dijo, pero no sé si lo entendés... Él moriría por vos. Por favor, si lo apreciás aunque sea un poco, no permitas que se encuentre con Lu... No quiero perderlo. Traémelo de vuelta.
Lara se dio por vencida en su intento por desajustar los cables, así que fue a por un alicate y los cortó. Justi se incorporó de forma abrupta y sintió una punzada repentina de dolor que escalaba desde el mentón y le partía la cabeza, producido por el golpe de esa gruesa botella.
Lara retomó su trabajo con la venda, con la brusquedad de sus nervios crispados.
Justi sentía que las heridas le ardían aun más que antes, imaginó que Lara les había echado algún desinfectante en el minuto que había estado desvanecido. Notó que también tenía un vendaje en la herida de su abdomen.
—Gracias Lara. Te lo agradezco con todo mi corazón.
—No me lo agradezcas, solo tráeme a Alan de vuelta —dijo, dirigiéndole una mirada penetrante. Justi no pudo sostenerla. Inspiró una bocanada de aire y volvió a asentir, con la vista al piso—. Dijo que iba a buscar a tu novia a la cueva de Pelusa —prosiguió Lara, mientras terminaba de ajustarle el vendaje.
—¿A la cueva de Pelusa? Pero dijeron que se la iban a llevar a Lu.
—Alan piensa que la van a tener ahí hasta... Hasta que estés muerto. Tenés que tener mucho cuidado, Justi. Por eso te voy a dar algo.
Lara salió de pronto y regresó un par de minutos después con un revólver.
—No es mío. Espero que sepas usarlo.
Justi lo miró con reticencia. Lo tomó entre sus manos temblorosas y lo observó: no tenía idea del modelo, pero era viejo: estaba rayado y desgastado. No le infundía tranquilidad, le infundía terror. Recordaba que la última vez que había sostenido un arma había sido uno de los peores días de su vida. Quizás este fuera el último. Pero cualquier cosa que pudiese usar para alejar a esos hijos de puta de ella era una bendición.
Iba a encargarse de ese pedazo de basura, esta vez sí. Lo arrancaría de este mundo desde la raíz, como la peste podrida que era. Imaginaba las mil y una formas en que le haría pagar por haberse metido con sus amigos..., con su gran amigo... Con la persona más importante de su vida. El recuerdo de su propia confesión volvió arder. Le había costado tanto durante tantos años entregarse a esa verdad que hasta le era difícil decirla en sus propios pensamientos. Pero ya nada importaba. Solo cumplir su promesa, traer a la puta de Justi y después matar a Lu. Aunque matarlo era tan poco en su mente... Quería verlo sufrir, arrastrarle la cara por su propia inmundicia hasta que su piel se deshiciera en jirones, machacar su carne, quebrar sus huesos, quería que su alma ardiera de dolor hasta verlo enloquecer en su tormento. Quería llevarlo a ese lugar que estaba incluso más allá, debajo de todo ese frenesí y esa locura... Quería llevarlo a las profundidades de ese lugar negro, vacío y helado en que él mismo se encontraba. Quería que conociera la agonía de estar muerto en vida..., y después compartir el infierno con él, para verlo sufrir por el resto de la eternidad.
Llevó consigo las tinieblas de esa noche muda. Se unió a ellas en cuanto llegó al lugar y se dispuso a entrar. Conocía el lugar bastante bien, sabía por dónde podría ingresar. Se metió por el callejón lateral y lo recorrió hasta el fondo. Estaba lleno de basura y porquerías, como siempre. Movió algunas bolsas, las más grandes. No podía entrar por acá. Estaba enrejado y lleno de tipos. Chequeó las ventanas superiores con la mirada, después a las bolsas otra vez. Las necesitaba ahí para apaciguar la caída. Salió de ahí y rodeó el lugar una vez más. Escaló las rejas de un edificio contiguo y de un salto trepó a su cornisa. Cruzó el techo hasta la parte trasera y se asomó tras la pared del edificio que le interesaba. Ahí estaba la ventana a la que pensaba saltar. Miró hacia abajo: ahí estaba la pila de bolsas de basura. Si pegaba un salto desde allá hasta la ventana, podía intentar meterse. Solo debía aferrarse con fuerza a las molduras de la misma para no caer... Ya lo había hecho en otras oportunidades, cuando la manada de rastreros dormían o estaban demasiado dopados como para abrir la puerta. Pero entonces había estado mucho más volado que ahora. Esta vez no parecía tan sencillo. Y la humedad de esa noche lo hacía parecer casi imposible. A pesar de que era un solo piso, era uno alto, de esos de edificios antiguos y maltrechos. Pero no había muchas más opciones, no si pretendía entrar de forma sigilosa. Así que respiró hondo y se acercó lo más que pudo. Se limpió las manos húmedas en su remera, plantó los pies en la posición correcta, clavó los ojos en las molduras de las que se tendría que aferrar. Saltó.
Fue un buen salto. Llegó a la ventana, incluso a apoyar un pie en el reborde, pero sus dedos patinaron en la humedad de esa moldura a la que se quiso aferrar. Su cabeza se golpeó contra los postigos metálicos y sus brazos se atraparon al alféizar. La textura carcomida por el tiempo y su peso liviano ayudaron a que no cayera. Metió los dedos entre los agujeros de la celosía y con ello pudo sostenerse y ejercer la fuerza suficiente como para levantar su propio cuerpo y asentarse en ese pequeño reborde.
Respiró hondo un par de veces, hasta que su agitación se calmó. Lo había logrado. La época de oro de esa ventana había quedado en el pasado, así que sabía que lo siguiente sería lo más sencillo. Tiró de uno de los postigos tanto como pudo. Recordaba haber hecho lo mismo y, tal como esas veces, volvió a funcionar. Lo tranquilizó ver oscuridad detrás del vidrio. De todas formas tomó su arma, por si acaso. Después le dio un empujón a las hojas para destrabarlas y, una vez hecho, las abrió con cautela al tiempo que oía el suave rechinar de sus bisagras. Se adentró en esa oscuridad.
Lanzó su mirada alrededor. No había nadie, ni nada. Nada que pudiese ver, al menos. Ahí reinaba una oscuridad todavía más pesada que la de afuera. Se sumió en el silencio de esa habitación, el mismo que traía de la noche; ese que era tan espeso que ni siquiera esa música amortiguada podía sobrepasar. Lo tomó como si fuera un manto y lo hizo propio, envolviéndose en él y en su protección, haciéndose uno con él y con la nada misma. Esperó hasta que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad y, en cuanto pudo divisar cada mueble, cada ángulo y cada rincón, continuó avanzando. La puerta estaba entreabierta. Se asomó al pasillo: también estaba oscuro, pero aun así divisó un par de puertas entornadas, una a cada lado. Se movió agazapado, casi de puntillas y con la pistola en mano por si alguien aparecía de pronto. No solía haber gente en ese piso, ni siquiera era de ellos en realidad. Pero sabía que a veces se metían porque nadie quería alquilarlo, y pasaba largos períodos vacío. Nadie quería vivir encima de un puñado de faloperos turbios, después de todo. Tampoco lo habían tomado por completo para no tentar a la policía a revolverles el lugar. Pero esta vez sí había alguien: una de las puertas entornadas del pasillo despedía un halo de luz cambiante que hacía brillar a las partículas de polvo en el aire. De allá también provenía el murmullo de lo que parecía ser una televisión.
Se asomó a la habitación a oscuras antes que a la luminosa: adentro solo pudo vislumbrar muebles raquíticos y olvidados, empapelados rasgados y manchas de humedad. Después se acercó a esa de la que provenía luz: había dos chicos jóvenes acariciándose distraídamente sobre un colchón raído tirado en el piso, mientras veían una película de terror en un aparato viejo. Vio dientes y sangre en la pantalla. Lo temió como una suerte de premonición. Siguió camino y bajó las escaleras, agazapado atrás de la baranda.
Ahí había otro pasillo oscuro. Al otro extremo había un baño con la puerta abierta, del que colgaba una lámpara titilante. Su luz iluminaba un poco al resto del lugar, permitiendo vislumbrar los graffitis que se extendían por todas las paredes. Era pequeño y sucio y Alan pudo notar la peste a pis que despedía, incluso con el olfato jodido como lo tenía.
Escuchó risas tras una puerta metálica negra que desentonaba por completo con las demás. De ahí provenía la música. Se asomó por la hendidura de la llave y solo puedo ver unas botellas arrimadas contra el rincón de una habitación de luces rojas. Se oían murmullos incomprensibles, pero no pudo ver mucho más. Temió que ella estuviese ahí, pero prefirió seguir revisando el resto de las habitaciones antes de asumir nada. Ese piso se parecía más a una casa verdadera, solo que abandonada, mohosa y llena de basura. Decidió asomarse a la habitación que estaba justo frente a la puerta metálica. Estaba abierta y entró muy despacio. Era más oscura que las demás: no tenía ventanas, y estaba repleta de cajas apiladas, casi hasta el techo. De pronto notó movimiento por el rabillo del ojo. Vio dos pies pequeños esconderse tras unas cajas. Entonces entró por completo y cerró la puerta tras de sí. La oscuridad fue absoluta. Hasta que encendió el fuego de un encendedor. Se acercó, y la figura intentó agazaparse aun más.
Era ella. Emilia.
Se guardó el arma en la cintura. Se acercó y agachó a su lado y la iluminó con esa tenue luz que se movía junto a las sombras. Tenía la cara golpeada y estaba ida. Las tetas al aire y rasguñadas. Parecía asustarse cada vez que él se movía, volteando la cara y agazapando los pies, pero un par de segundos después volvía a perderse. La cabeza le vacilaba sobre los hombros como si le pesara demasiado. Tenía un pañuelo metido en la boca, atado por una media alrededor de la cabeza. Una gota gruesa de saliva se le deslizaba por el mentón, reflejando el brillo de la llama. Sus manos estaban atadas con cordones de zapatillas a un radiador viejo y su brazo izquierdo tenía dos marcas de inyecciones. Mierda. Le costaría más sacarla de ahí si ni siquiera podía caminar.
La contempló por unos segundos, ahí, drogada y babeando, con las muñecas heridas y el pantalón meado. Al menos lo tenía bien puesto y abotonado. No se sintió bien verla así... No le dio pena por ella, pero sí un poco por Justi. Y rabia hacia Pelusa. Ese pedazo de hijo de puta que había tenido esa idea de mierda. Al menos estaba entera y no parecía tener heridas graves.
Sacó su navaja y se dispuso a cortar los cordones, pero entonces ella lo reconoció y comenzó a sacudirse a los lados tanto como pudo, mirándolo aterrorizada y soltando chillidos contenidos bajo el pañuelo. ¡Mierda! ¡Lo que le faltaba! Le tapó la boca con una mano, mientras le susurraba que dejara de chillar de una puta vez, y continuó cortando los cordones con la otra. Ella le pegó un manotazo débil en cuanto tuvo una mano libre y se arrojó a él y le pegó un par más en cuanto tuvo libres las dos, mientras chillaba más fuerte. Después quiso huir, pero Alan la atrapó y contuvo sus sacudidas bajo sus brazos.
—No vengo a lastimarte —le dijo al oído—. Sabés quién soy, ¿no? Por mí podrías estar muerta, serías una espina menos en el culo, pero no vengo a lastimarte. Vengo a sacarte de esta pocilga. Me mandó Justi. Justi, ¿todavía te lo acordás?
Ella asintió y pareció aflojar un poco la tensión de su musculatura. Entonces él le sacó la mordaza babeada y moqueada, y ella inspiró hondo hasta llenar sus pulmones un par de veces. Quiso decir algo, pero su lengua adormecida no le permitió más que un balbuceo ininteligible que Alan acalló con una mano sobre su boca, otra vez.
—Ni lo intentes. Ni una puta palabra, ¿me entendés? Tenemos que hacer silencio absoluto. Ni siquiera respires —susurró.
La tomó de la mano y tiró de ella para que lo siguiera, él sorteando las cajas y ella llevándolas por delante. Volvió a sacar el arma y se asomó por la puerta con la máxima cautela de la que era capaz. Miró a ambos lados y salió con Emilia cuando comprobó que seguía despejado, pero ella perdió el poco equilibrio que tenía y se desplomó apenas cruzó el umbral. Entonces Alan la levantó de un tirón de la mano y la cargó sobre su hombro como si fuera una muñeca de trapo. Ella clavó los dedos en sus hombros, pero unos segundos después volvió a colgar de él sin energía. Subieron las escaleras y avanzaron a paso veloz, pero Alan se detuvo en seco y apuntó a la puerta de la que provenía el halo de luz en cuanto oyó voces demasiado fuertes. Permaneció estático durante unos segundos. Se oía una conversación. Decidió avanzar, antes que arriesgarse a esperar a que esos tipos salieran, pero sin dejar de apuntar a esa puerta.
Hasta que llegaron a la habitación por la que él había entrado. Cerró la puerta tras de sí con cuidado y soltó a Emilia en el piso. Allí todo seguía igual. Se asomó a la ventana y a las bolsas amontonadas en el callejón de abajo. Solo era un piso, después de todo. Un piso alto, pero solo un piso. Y estaban las bolsas. No tenían por qué romperse ningún hueso..., ¿no? Tal vez el tobillo, pero no mucho más. Tomó a Emilia y la llevó hasta la ventana.
—Escuchá, escuchame bien. —Acercó su rostro al suyo y levantó su mentón para que lo viera a los ojos y dejara de balancear la cabeza—. Te voy a bajar por acá. Solo es un piso —dijo, mirando a la ventana. Ella se asomó y comenzó a sacudir la cabeza frenéticamente mientras se alejaba y balbuceaba algo parecido a un "no" varias veces. Alan la aferró del brazo y atrajo de vuelta, y ella se tiró hacia atrás con más fuerza, pero él logró atraparla y taparle la boca una vez más—. ¡La concha de tu madre! —exclamó por lo bajo en un histérico susurro—. ¡Te dije que cerraras la boca, pelotuda! Escuchá, te voy a ayudar, te voy a bajar lo más que pueda, además puse bolsas ahí abajo, y no hay otra forma, ¿entendés? No queda otra.
Emilia lo miró desconcertada y aterrada; a su mente perturbada le parecía un precipicio, pero aun así asintió.
Volvieron a la ventana y Alan la alzó y sentó en el alféizar sin dejar de aferrarla. Se asomó a su lado. Secó el sudor de sus manos y con una agarró la de ella lo más fuerte que pudo y con la otra se aferró al borde interno de la ventana.
—Ahora. Bajá tanto como puedas. —Ella lo hizo—. Ahora soltate de la ventana, yo voy a seguir agarrándote. —Pero ella no lo hizo—. Dale, ¿qué esperas? Soltate de una puta vez, solo es un puto piso... Pensá en Justi, hacelo por él, ¿sí? Él te necesita.
Ella apretó los ojos, asintió y se soltó. No podía visualizar el piso: sus sentidos aturdidos y descompuestos no lo permitían. Tan solo le había parecido ver oscuridad, una viva y viscosa oscuridad que no acababa nunca y giraba y se arremolinaba y quería chuparla como un torbellino. Pero su nombre era como un halo de luz que la desmantelaba. Cuando lo dijo supo que debía hacer lo que él le indicase y depositar toda su confianza en esa mano huesuda que horas atrás se había apretado alrededor de su cuello. Él la mantuvo aferrada, tal como le dijo que haría, y comenzó a bajarla lentamente.
Pero entonces oyó la puerta abrirse.
Volteó hacia atrás y vio a dos tipos acercándose con muecas apretadas y enfurecidas. La pistola, ¡la puta pistola! La había dejado a un lado para poder bajar a Emilia. Volvió la cabeza hacia ella e intentó bajarla lo más rápido que pudiese para poder volver a agarrarla a tiempo. Un pensamiento se cruzó por su cabeza como un rayo: si ella no salía de ahí rápido al caer la atraparían de vuelta. Intentó entrar en su mente confundida.
—¡Corré! ¡Apenas caigas, corré! ¡Corré y busca luz! ¡Busca luz y gente y andá para allá! —exclamó con más de medio cuerpo fuera de la ventana, aun aferrándola con todas sus fuerzas mientras unas manos que salían desde adentro lo aferraban a él, aferraban sus hombros y su pelo.
La soltó y ella cayó con un chillido sobre las bolsas y se enterró en ellas por la fuerza de la caída, al mismo tiempo que esas manos lo rodeaban entero y metían de vuelta, hundiéndolo en la oscuridad de esa casa.
La neblina se había engrosado y cargado de su propio terror, uno que lo rodeaba e inundaba, se metía por sus pulmones junto a aquella espesura, como un veneno paralizante que entumecía sus músculos, nublaba su vista y lo empapaba con su gelidez. Apenas podía moverse. Apenas podía respirar. Había viajado hacia allá mientras su corazón y cerebro eran carcomidos por la angustia, y no haber encontrado a Alan en ningún punto del trayecto la había aumentado casi al punto de la desesperanza total.
Estar parado frente a ese edificio gris y olvidado del que quizás jamás saliera le heló la sangre. Pero pensar en ella y en lo que podían estar haciéndole se la hizo bullir otra vez.
Se detuvo en medio de la calle a contemplar el lugar durante algunos segundos. El edificio estaba en una calle angosta y oscura, pobremente iluminada por las luces de neón de la vidriera tras la que provenía música fuerte, apaciguada por su propia estructura. El lugar parecía abandonado, lo hubiera jurado de no ser por el comercio, a pesar de que estaba enrejado y completamente tapado de carteles, páginas de diario y una gruesa capa de mugre. La puerta de la casa estaba tapiada. También tenía un piso superior, pero Lara le había dicho que el lugar que buscaba se encontraba en el sótano, así que rodeó el edificio y se metió por el callejón lateral. Divisó una escalera que bajaba hasta una puerta metálica abollada. Siguió avanzando y vio una pequeña ventanilla pegada al piso, protegida por un enrejado diminuto y apretado, pero fuerte. Mierda. Si no fuera por esa reja... Siguió avanzando un poco más con esperanza de encontrar otra, hasta que llegó al final del callejón, un lugar repleto de basura: montones de bolsas de plástico, casi todas abiertas y con el contenido derramado por el piso, tachos y más tachos de pintura vacíos, metales oxidados y retorcidos, maderas rotas. Divisó otra de esas ventanillas entre la basura y escarbó hasta lograr liberarla. También tenía reja... Mierda. Pero después de una inspección más cercana pudo notar que la basura húmeda la había arruinado casi por completo: el óxido la había carcomido. Era justo lo que necesitaba.
Palpó el arma en su bolsillo. La sacó y la contempló por unos segundos, mientras intentaba pasar saliva por su garganta reseca. Infló el pecho, inspirando una bocanada de ese hediondo aire, y lo soltó en una temblorosa y entrecortada exhalación. No pudo evitar volver a pensar que tal vez no saldría vivo de ahí. Pero ella lo necesitaba.
Se sentó en cuclillas, pero con una pierna hacia adelante. Practicó el movimiento que haría una vez, con suavidad. Apretó las muelas y dio una fuerte patada sobre esa reja oxidada. La abolló, sin embargo, no logró desencajarla. Sí logró desencajar otra chapa interna que habían puesto en reemplazo del vidrio faltante, la cual cayó hacia adentro con un estruendo. Puteó en sus pensamientos y rogó que la música hubiese camuflado el sonido, mientras arremetía un segundo intento con toda la fuerza de la que era capaz. Esta vez sí lo logró por completo: la ventanilla ya estaba libre de chapas y rejas.
Se asomó a la oscuridad interna, sin lograr divisar absolutamente nada. El aire era aun más pesado que fuera. Decidió entrar primero por los pies. Estaba comenzando a deslizarse hacia abajo cuando sintió un par de manos que aferraban sus piernas y tiraban de él.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top