25. Disfraz
Se sentía muerto.
Rendido ante el abismo al que creyó caer esa noche. Sentía que realmente había caído y aún seguía dentro de él, suspendido en su infinidad. Sus pies pisaban la misma tierra que nuestros pies y sus pulmones respiraban el mismo aire. Su corazón palpitaba. Pero su espíritu se había roto; congelado, como ese frío que helaba su piel, y después destrozado en miles de fragmentos.
En algunos fragmentos había amor. En otros había odio.
Lara seguía escondida en la pocilga, lo cual le resultaba un alivio.
Estaba demasiado deprimida como para trabajar y temía que Lu llegase un día cualquiera y la llevase a rastras de vuelta, gritándole que se le habían acabado las jodidas vacaciones. Aún no tenía idea, por suerte, de que eso no sucedería. No tenía idea de muchas cosas, de hecho. Pero en cualquier momento se enteraría..., y lo odiaría. Allí acabaría su amistad de tantos años. Porque, por muy incomprensible e idiota que suene, Lara adoraba a ese pedazo de basura. Tenían una repugnante relación de amor-odio que le revolvía el estómago. Desde que lo conoció se había encaprichado con él. Se obsesionaba con respirar su hedor a perfume barato, con resbalarse en su pelo grasiento y con seguir el rastro de inmundicia de sus pisadas, cualquiera fuese el hueco sucio en el que se metiera. O quizás lo que la obsesionaba era su promesa constante de una vida mejor. Esa promesa de que trabajar de puta le abriría muchas puertas, cuando lo único que le habían abierto en realidad eran las piernas.
Comenzaron a salir y el saco de mierda la enamoró, la usó y la dejó lista para ser reutilizada una y otra vez. Y después la cambió por otra, a la que le hizo lo mismo: Samanta.
Quizás ahí, en esa pocilga, hundida en el fondo de su propia depresión, hallase algo de luz que finalmente le permitiera entender con qué clase de mierda se había enredado en realidad. Supuso que Fran la había estado ayudando a entenderlo. Tal vez algún día fuese capaz de escupir en su tumba..., y de perdonarlo a él. Pero sería un proceso largo, no sucedería de un día para el otro. Y entonces podría volver a sonreír, con esa luz que tenía en lo más profundo y que iluminaba a otros a través de su sonrisa. Esa que siempre lograba levantarlo en sus peores momentos. Pero no quería ahogarla a ella también con su propia mierda. No quería transmitirle más dolor.
Quizás una palabra sabia de su gran amigo Ceferino pudiese aflojar un poco esa negrura que oprimía su pecho y laceraba su alma. Nunca había movido un pelo por nada ni por nadie, ese viejo mamerto, pero siempre había estado ahí. Nunca lo había rechazado, ni insultado, ni levantado una mano, como todos los demás; y eso ya era bastante.
Para hacerlo tendría que pasar por un gran desafío: entrar al hospital. Hacía años que no pisaba por esos sitios, no desde que uno de sus mejores amigos había muerto adentro de uno. Lugares de mierda llenos de matasanos. Pero no sabía cuándo iban a darle el alta y ya no lo soportaba. Así que se armaría de coraje.
Tomó un gran respiro y continuó su camino hacia allá.
Justi se preguntó en qué mierda andarían, esos dos.
Siguió esperando al lado de la camilla vacía de Ceferino, desviando los ojos a la pantalla cada tanto. Seguían dando películas de vaqueros, como siempre. Esta estaba interesante: un vaquero se había aliado con una monja que al final resultaba ser una prostituta.
Pero había algo que le interesaba aun más y era qué sería esa "gran sorpresa" que Emilia iba a mostrarle.
Al rato la vio volver, caminando desde el otro lado de esa habitación alargada, acompañada de un tipo. Se preguntó quién sería. Desvió los ojos a la película unos segundos más, mientras su cerebro interpretaba lo que sus ojos acababan de ver. Ese tipo... Volvió los ojos una vez más.
Ese tipo no era cualquier tipo. El rostro bien afeitado dejaba ver un par de cicatrices pequeñas en el mentón; el pelo recortado, prolijo y brillante, peinado hacia atrás con cuidado; la mirada atenta y cristalina, como siempre, demarcada por decenas de arrugas que demostraban experiencias vividas. Su ropa impecable. Detuvo su caminar desgastado cuando llegó a su lado, se estiró, sacó un poco el pecho y, por un segundo, se vislumbró el buen porte que habría tenido años atrás.
Justi se quedó boquiabierto. Después sonrió.
—Dios... —dijo, por lo bajo—. No puede ser...
Ceferino también sonrió. Justi se adelantó y lo estrechó en un abrazo seguido de unas palmadas. Después miró a Emilia. Ella estaba embelesada con la alegría de Justi y saboreaba cada detalle de sus expresiones y movimientos. Hacía días que no veía esa sonrisa radiante y ese brillo en su mirada.
—Esto sí que no me lo esperaba.
—Y esa no es la mejor parte —dijo Emilia.
—¿Eh?
Ella giró su rostro para ver a Ceferino. Él se tomó unos segundos antes de responder, en los que Justi aprovechó para apreciar su nueva pinta y el par de décadas que parecía haberse sacado de encima, tal perro que se sacude la tierra después de haber jugado fuera por demasiado tiempo. Ceferino meneó la cabeza y suspiró, mientras miraba la piel lisa, brillante y enrojecida de sus manos baldadas.
—Voy a intentarlo —Levantó su mirada de ojos brillantes.
—¿Intentar qué? —preguntó Justi, levantando las cejas.
—Hablarle. A mi..., a la que fue mi esposa. Estuve pensando mucho acerca de lo que me hablaste el otro día.
—¿Me decís en serio?
Él asintió.
—Por eso Emilia me ayudó a ponerme este disfraz.
—No te puse un disfraz, te saqué uno —replicó ella.
Ceferino la contempló por unos segundos.
—Sos una buena piba —dijo, mientras se sentaba otra vez en la camilla y soltaba un cansino suspiro—, y agradezco mucho tu esfuerzo; pero no creo que sirva de mucho.
—Dale, sé positivo. Si no resulta, no perdés nada —respondió ella.
—Ya sé. Salvo lo que me queda de dignidad.
—Bueno, pero es muy poca, ¿no? No perdés tanto —dijo Justi, con una sonrisa. Ceferino también esbozó una—. ¿Cuándo te dan el alta?
—En un par de días.
—Será porque se encariñaron con vos. No quieren dejarte ir.
—Seguro.
Salieron a esa tarde fría de otoño unos minutos después; una de esas en que estás bien al sol, pero te congelas a la sombra o con la más mínima brisa. Y el viento se apuraba para llegar a rincones más distantes, mientras helaba todo en su camino, revoloteaba hojas secas al pasar y las arremolinaba en pies y tobillos.
Emilia sabía que la felicidad de Justi no iba a durar mucho. Algo andaba mal con él. Muy mal. Ya le había contado que se había peleado con su amigo por manejar borracho y volcar el auto, pero había más. Algo que lo lastimaba por dentro. Algo que apagaba la chispa de sus ojos y que le pesaba tanto que casi podía verlo ahí, sobre sus hombros, haciéndolo arrastrar los pies, encorvar la espalda y agachar la cabeza.
Bajó un poco la velocidad de sus pasos mientras esos pensamientos apagaban su alegría. La de él ya había vuelto a apagarse apenas cruzado el primer umbral.
Justi iba escaleras abajo y se volvió al ver que Emilia se había detenido. Ella lo contemplaba con una mirada un tanto apenada.
—¿Estás bien? ¿Qué pasa? —preguntó Justi, regresando a su lado.
—Es justo lo que quería preguntarte. —Lo tomó de ambas manos y examinó su rostro, como si hubiese respuestas escritas en él que aún no lograba leer—. Sé que estás triste. También sé que no es para menos... Por cómo vivís y por las cosas que pasaste últimamente, con Ceferino internado, el accidente con el auto y tu pelea con tu otro amigo, pero... No sé... Algo me dice que hay algo más. Decíme, corazón, ¿me equivoco?
Justi no respondió. Ya sabía que no era muy bueno ocultando sus sentimientos, especialmente a ella. La abrazó, al tiempo que soltaba un suspiro, y se mantuvieron unidos en ese abrazo un largo rato, hasta que Justi tiró de su mano para que se sentara junto a él en la escalinata.
Tragó saliva con dificultad y buscó tras sus párpados cerrados las palabras para explicar lo que tenía encerrado en su pecho. Tenía tanto que decirle... No podía seguir guardándolo. Se había prometido serle sincero y no estaba siéndolo completamente. Dios, no estaba siéndolo en absoluto. Seguía siendo el mismo puto mentiroso de siempre. Y eso estaba comenzando a carcomerlo, como un vidrio roto oculto entre el frágil tejido de su cordura.
—No. No te equivocás. Sí hay algo. Es solo que... Yo... —comenzó a decir. Pero su voz se quebró y no supo cómo continuar. Gesticuló varios intentos de un comienzo, pero cualquier palabra se ahogaba a medias en un balbuceo incomprensible.
—No me lo digas si no querés decírmelo. Apenas estamos empezando a salir de verdad y no quiero que pienses que soy de esas personas que necesitan saberlo todo. No hace falta que me digas todo lo que te pasa en la vida... Sé que hay cosas que uno prefiere guardar en su corazón. Pero... también sé que hay otras que son mejor decirlas, especialmente cuando pesan y lastiman.
Justi acarició su mejilla y su pelo hasta su cuello.
—No quiero tener secretos con vos. —Los labios le temblaron y sus ojos comenzaron a empañarse. Bajó la mirada—. Las cosas que no te dije... Es solo que... Perdoname, es que... —concluyó, restregándose la frente con una mano temblorosa.
—Corazón, pará. Pará. —Acarició su espalda intentando tranquilizarlo—. Así no. No quiero presionarte. Y sea lo que sea, se nota que no estás listo.
—No. Quiero decírtelo. Dios... Es que... —tomó una bocanada de aire, después otra—. Si no te lo dije es porque esa persona... no soy yo. Yo no soy así, ¿entendés? —dijo, enjugando sus mejillas con un dorso de la mano—. Lo que te conté que pasó con mi amigo Alan, lo del auto y después mi pelea con él..., no fue así. Me duele haber sido tan boludo. Todo lo que hice y todo lo que no hice... Me siento vacío, Emi..., y triste. Y un pelotudo. Y que no te merezco. Lo que hiciste ahí arriba, por Cefe... Sos demasiado buena. Y yo solo soy una mierda. Las cosas que hice... Dios, no puedo. No puedo hacer esto. Nunca me vas a perdonar.
Justi ocultó su rostro tras sus manos y lo restregó mientras sacudía la cabeza. Emilia sacó las manos que lo cubrían con suavidad y le limpió una mejilla.
—Dejame a mí decidirlo —dijo por lo bajo, casi en un susurro—. Acompañame a casa y ahí vamos a poder hablar mejor, ¿está bien?
Justi la contempló durante algunos segundos, admirando cada detalle de su piel, de sus ojos y de sus labios. Quería decirle que la amaba. Era difícil decirlo... La última persona a la que se lo había dicho le había roto el corazón de una manera cruel, respondiéndole que también lo amaba y actuando como una basura a sus espaldas. No quería hacerle lo mismo a ella... Pero se lo estaba haciendo.
Asintió.
—Está bien.
Se besaron con ternura y Justi sintió su piel erizarse, apreciándolo como si fuera el primero y temiendo que fuese uno de los últimos, ese fantasma que lo perseguía a cada momento y seguiría persiguiéndolo hasta que no fuese verdaderamente sincero. No podía seguir mintiéndole. Nadie más merecía salir lastimado por culpa de sus decisiones y su propia estupidez, nadie más que él... Y mucho menos ella, la persona más tierna y luminosa que había conocido en su vida.
Se incorporaron y siguieron bajando las escaleras, hasta que Emilia se detuvo una vez más.
—Esperá. —Tanteó sus bolsillos y chequeó dentro de su cartera—. Me parece que me olvidé el celu adentro. Lo habré dejado con Ceferino. ¿Querés adelantarte hasta el auto? Voy y vengo en un minuto.
Sacó las llaves del auto y se las tendió.
—Dale.
La observó unos segundos mientras ella subía las escaleras y volvía a entrar. Después volteó y se dirigió al estacionamiento contiguo.
El sol ya se había ocultado, la luna comenzaba a vislumbrarse y el cielo violáceo se debatía entre la luz y la oscuridad, abrazando a ambas por unos minutos.
Justi entró al estacionamiento contiguo al hospital. Pasó junto a las ambulancias que había ahí detenidas, delante de todo. Había algunos autos esparcidos sobre el asfalto resquebrajado. Un par de enfermeros charlaban y fumaban cerca de la entrada.
El auto de Emilia estaba más al fondo. Lo buscó con la mirada y se dirigió ahí en cuanto lo vio, cruzando el estacionamiento casi completo, mientras sus pensamientos le apretaban como una mano fría alrededor de su corazón. Se preguntaba si tendría el coraje de hablar con Emilia, y qué tan lejos llegarían su compasión, su comprensión y su capacidad de perdón. Se preguntó si realmente eran infinitos, como creía algunas veces. Cualquiera fuera la respuesta, tenía la certeza de que no los merecía.
No podés acostumbrarte al dolor. Los golpes no te hacen más fuerte. Solo te debilitan más y más. Y de algunos no podés curarte jamás. Había recibido uno que había destrozado algo en su interior, dejándole un enorme vacío. Había perdido todo. Había perdido a la amistad más larga e importante de su vida. A un hermano. Y no quería perderla también a ella. No podría soportar otro golpe más... Pero tampoco podía seguir ocultándose tras ese disfraz de tipo digno.
Se disponía a abrir la puerta del auto cuando vio a un hombre que se le apareció delante de forma repentina. Lo miró, un tanto confundido, porque ese tipo parecía atravesarlo con sus ojos burlones. Entonces oyó que alguien más se aproximaba por detrás. Se volteó a verlo. Lo rodeaban, uno a cada lado entre el auto de Emilia y la camioneta contigua. Ambos eran más altos que él y parecían tipos fuertes.
—No tengo plata. No tengo un centavo —dijo, casi sin mirarlos.
Los tipos avanzaron hasta acorralarlo contra el carro.
—Mirá vos... —dijo el pelado que estaba a su izquierda mientras lo escudriñaba de arriba a abajo con media sonrisa. Su rostro se le hizo familiar—, hasta quién nos trajo nuestro querido Ratita...
—¿Alan? —preguntó Justi, y volteó la mirada por sobre su hombro, buscándolo.
—No te preocupes por él. Ya entró, no nos va a interrumpir. Y nos acaba de dar justo lo que necesitábamos.
—¿Quiénes son? ¿Qué quieren? —preguntó Justi, clavando la mirada en ese pelado de palidez cadavérica y ojos negros que hablaba. Lo recordaba, pero no estaba seguro de dónde.
—Mirá, la verdad es que buscábamos al viejo, pero parece que encontramos algo mucho mejor. —Sacó una navaja y accionó el filo. La lanzó al aire y la atrapó nuevamente con habilidad. Los latidos de Justi se aceleraron. Agradeció al cielo el que Emilia se hubiese quedado adentro—. Porque hay algo que yo sé..., y es que vos sos mucho más importante para él que el viejo ciruja.
Justi se pegó al auto de Emilia en un vano intento por alejarse, mientras el pelado se acercaba aun más a él, apoyaba un brazo sobre sus hombros y una punta filosa en su costado. La mano del tipo se arrastró hasta apretarse sobre su boca, al tiempo que sentía un leve pinchazo bajo sus costillas.
—Me pidieron que fuese rápido y directo, pero... —continuó, dirigiéndole una mirada lasciva e inundándolo con el hedor tibio de su aliento tóxico—. Pero primero voy a divertirme un rato con vos. Me moría de ganas el otro día que te vi en el bar, Ojitos, pero estabas con esa rata de mierda. Lástima que no voy a poder ver su cara cuando vea cómo te dejamos. —La negrura de sus ojos parecía rebasar sus cuencas y extenderse bajo su dermis como una infección, ennegreciendo la piel que los rodeaba.
Justi se dijo en un atropellado pensamiento que podría vivir aunque la hoja le atravesara el riñón, pero que tenía que hacer algo.
Tragó saliva y dejó de pensar. Se sacudió con violencia y sintió el filo clavándose en su carne mientras le asestaba un codazo al pelado en el estómago. Logró zafarse de su agarre y lanzarse hacia atrás, pero el tipo se abalanzó de vuelta sobre él, sacudiendo la navaja en el aire; Justi alzó una mano para protegerse y sintió la palma arder. Soltó un chillido que quedó interrumpido cuando el otro tipo se abalanzó a él por detrás y le tapó la boca y lo aferró, atrapándole el brazo derecho y el pecho.
Entonces una de las ambulancias activó su sirena de improvisto. Justi se sacudió más y rugió bajo esas sudorosas manos que lo apresaban e intentó darle una patada al sujeto que tenía enfrente, pero el otro fue rápido de reflejos y atrapó su pie en el aire con su propia mano, la cual sacudió con un quejido.
—Este no es un buen lugar. Rajemos —dijo el que tenía a sus espaldas.
Comenzaron a arrastrarlo, al tiempo que la ambulancia arrancaba, y se alejaron por el lado opuesto.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top