24. Por ellos
Permaneció con la vista clavada en esa puerta de madera por la que su amigo había salido. Ahí, quieto, completamente entumecido, casi rozando lo catatónico. Pero sus ojos vacíos no veían lo que miraba. En ellos solo estaba la sombra de Justi volteando y cerrando la puerta tras de sí, como una película en repetición. Sacudiendo la cabeza..., negándose a creerlo. Negándose a esa realidad. Negándose a él. Horrorizado..., asqueado.
Oía susurros que gritaban en su cabeza, y quería gritar con ellos. Su espíritu parecía haber sido golpeado con tal fuerza que había caído de su cuerpo y se arrastraba por el piso. Desde ahí observaba todo y se veía a sí mismo y a lo que lo rodeaba, sin fuerzas para poder volver a su sitio, viéndose obligado a arrastrarse entre la mugre del suelo y las pisadas llenas de mierda de su superficie. Ahí, a donde pertenecía, entre la suciedad y la inmundicia de las que era parte.
Como la rata que era.
Sintió que una creciente angustia lo cubría, una que comenzaba a entremezclarse con desesperación. Al final ambas se unieron y lo envolvieron como una bruma fría y sucia que desdibujaba y deformaba.
La vio alrededor de ese pelado de ojos negros que entró por esa misma puerta y que reconoció. La siguió viendo cuando sus palabras sin sentido y sus risas burlonas entraban por una oreja, denigraban, rompían y cortaban, y después salían por la otra, mientras sus manos obscenas se metían debajo de su ropa y aferraban su miembro, sorprendentemente tieso. Lo vio todo desde el piso, con esos ojos como de otro, ojos que ya no estaban en su cuerpo.
Le dio a Pelusa un puñetazo en el estómago que lo tomó por sorpresa. Así solían acabar las conversaciones entre ellos, después de todo.
Se alejó casi sin fuerzas mientras esa bruma se arremolinaba en sus tobillos y subía, se metía bajo sus costillas y se removía tras sus ojos.
La sentía licuar sus entrañas a cada paso que daba, mientras regresaba al lugar donde paraba Lara, y ahora también él. Intentó ver su reflejo en el autobús, pero no pudo: éste solo mostraba un poco su pelo, que brillaba bajo la mortecina luz. El resto era oscuridad.
Entró arrastrando los pies, cabizbajo, y se metió en el cuartucho que compartían. Charló con ella con un hilo de voz. Lara contemplaba sus ojos vacuos mientras él le contaba lo sucedido. Y él podía ver cómo sus brazos rodeaban su cuerpo, cómo sus manos acariciaban su espalda y cómo sus dedos secaban sus mejillas húmedas. Pero no las sentía. Nada de eso era suficiente. Porque esas manos no podían meterse adentro de su pecho, ni podían suturar el tejido tajado y sangrante de su corazón. Había abierto sus propias costillas para sacárselo y ofrecerlo. Después lo había rajado él mismo para mostrar lo que había adentro.
Qué idiota había sido. Había hecho algo que jamás, jamás, jamás debía haber hecho. Se había apuñalado a sí mismo con palabras que nunca debían haber salido de su boca.
—Arruiné todo —susurró.
—Tenías que decírselo. Algún día tenías que decírselo —respondió Lara.
—Arruiné todo —repitió otra vez, apretando los ojos tanto como podía, mientras gruesas lágrimas marcaban surcos en la suciedad de su rostro.
Lo dijo cien, mil veces, como un trastornado, repitiendo esas palabras que gritaban en su cabeza, pero que salían como un susurro apenas hilvanado a través de sus labios.
Las oía dentro de su mente, junto a otras todavía más dañinas. De esas se encargaba esa plaga de parásitos que reptaba en su cerebro y se expandía por su sangre como una infección, esa que pudría, descomponía y corrompía todo a su paso, hasta vaciarlo de todo eso que alguna vez fue, dejando solo esa carcasa putrefacta, vacía de amor y llena de odio. Esa plaga que exigía su alimento: ese polvo mágico que la calmaba y que embellecía todo con su fulgurante blancura. Que hacía que todo volviera a la normalidad. Mientras durara. Porque cuando se acababa..., entonces la plaga despertaba otra vez, y se expandía, mordía y consumía todo con sus pequeños y filosos dientes, ávida de nutrirse de cada ápice de voluntad, de cada emoción y de cada puta partícula de cordura que aún quedara en pie, dejando solo frío, oscuridad y veneno.
Intentó aplastar con más polvo toda esa mierda en su pecho, acallar esas palabras en su cabeza y esos sentimientos en su corazón, pero eran demasiado estridentes. Eran ensordecedores, chillidos que perforaban. Garras que se clavaban en la tráquea, dientes que se hundían hasta el hueso. Uñas que desgarraban la carne. Intentó aplacarlos con más y con más y con toda la que tenía, sin pausa, hasta que por fin sintió su cuerpo temblar. Pudo oír el aire rozando su piel, a cada latido arrítmico y frenético de su propio corazón. A todos los perros, gatos, grillos, murmullos del barrio. Todos esos sonidos se entremezclaron en un zumbido atronador y agudo. Y el piso, el techo y los muebles de ese cuartucho parecían haberse cubierto de esa misma bruma que salía de él y que se había expandido a todo lo que lo rodeaba, nublándolo todo, dándole vida, haciendo que se transformaran y movieran, que el piso se retorciera bajo sus pies y que el techo se fundiera con las paredes. Sintió líquido caliente deslizándose por sus piernas como pequeñas víboras hasta llegar a sus pies, y esa bruma se hacía cada vez más densa, más oscura. Y pudo ver sombras moverse dentro de esa oscuridad, y pudo verla arremolinándose en su cuello y metiéndose por su nariz, cada vez más densa, más pesada, endureciéndose en su garganta, impidiéndole respirar.
Entonces vio una sombra cruzando la puerta. No podía verla bien. Pero sintió sus manos. Le parecieron garras que se clavaban en su carne. No distinguió su rostro, aunque se le hizo familiar. Le aterrorizó su figura, creyó que era la muerte misma, que venía por él. Le pareció verla reír. Sus dientes excesivamente largos y afilados, sus labios replegados dejaban ver la totalidad de sus encías. Pero no podía verla bien tras esa bruma negra y espesa. Hasta que la penumbra fue demasiada y lo cubrió todo por completo.
Estaba cayendo. No podía verlo, ni sentirlo, pero lo sabía. Y caía y caía y deseaba por fin tocar el piso y despedazarse, pero ese abismo parecía no acabar nunca.
Entonces sintió sus sacudidas, sus uñas hundiéndose en la piel de sus hombros. La volvió a ver frente a él, esta vez sí la reconoció: era Lara. Vio terror en sus ojos, y sintió lo mismo. Creyó que moriría. Lo hubiera querido, pero ella no lo permitiría... Se dio cuenta de que estaba en el piso, ella lo había volteado de costado. Podía respirar mejor, a pesar del dolor agudo en el pecho. Sentía el sabor metálico de su propia sangre. Le ardían la lengua y la nariz.
Tomó algunas bocanadas de aire y se giró para verla de nuevo y asegurarse una vez más de que era ella. Sí... Ella lo abrazó, desesperada, y permaneció así, a su lado, durante lo que parecieron minutos infinitos, horas, días, una pesadilla estirada en la eternidad. Una de la que no podía huir, porque ya no le quedaba con qué. Y Lara lo apresaba con su lástima.
No quería la lástima de nadie. Ni que nadie sintiera pena por él, ni que lo salvara. Lo que quería era abrazar a esa oscuridad, dejarse caer en ese abismo, hundirse en su profundidad y no volver a la superficie jamás.
Pero no podía irse todavía.
Aún tenía algo por hacer. Porque se lo había prometido, no al idiota de Fran, sino a sí mismo.
Por Lara y por Justi.
Fran le había jurado que, si no cumplía, los buscaría, a ambos, y esta vez sí los metería tras las rejas y haría todo lo posible en sus manos por estirar su estadía. A él no le importaba su propia libertad, pero sí la de Justi. La había cagado, y con ello casi acabado con la libertad de su amigo. Era consciente de eso. Él sí que no merecía ese destino. Él merecía lo mejor que esta vida podía darle.
Y también Lara. Estaba ahí, perdiendo el tiempo con él, escondida en esa pocilga. Rota ella misma, con los sueños hechos añicos y el alma quebrada..., intentando ayudar a otro infeliz.
Todo por culpa de ese pedazo de basura que no merecía respirar ni un segundo más.
Lo haría por ellos.
Justi salió de ahí en un arrebato, empujando cuerpos al pasar, casi sin verlos. La luz azulada del lugar le daba a todo un toque aun más frío, más sofocante, más surreal, y todo comenzó a girar. Se le revolvieron las tripas y los pensamientos. La bilis derramada se deslizó por sus entrañas. Sentía a su corazón palpitando en su garganta. Tenía la piel de los nudillos corrida por golpearlos con todas sus fuerzas contra los huesos bajo la fina y endurecida capa de carne de su amigo. Su gran amigo.
Qué mierda acababa de pasar...
Había tomado su botella, de camino. Gracias al cielo, aún le quedaba casi la mitad. Estaba agitado, necesitaba aire, así que se detuvo a pocos pasos de la puerta, se inclinó con las manos sobre sus rodillas e intentó respirar hondo, pero solo logró que sus tripas convulsas descargaran todo su contenido sobre las baldosas de la vereda y sobre sus propias zapatillas. Se restregó la boca con el dorso de la mano y se puso a caminar, aunque no sabía hacia dónde. Deseaba desesperadamente ir con Emilia pero, Dios, ¿otra vez? Volver destruido a sus pies y a su misericordia... Lo deseaba tanto. Pero acabaría con su paciencia. Entonces recordó que por esas horas ella trabajaba, así que la decisión se tornó más fácil. Simplemente vagaría por ahí y se echaría sobre algún banco.
Avanzó sin pensar mucho hacia dónde, tambaleándose a través del aire frío y pegajoso de esa noche húmeda. Cansado, confundido, herido... Pero lo que más le dolía no eran los golpes, sino ese hueco enorme en su interior. Esa falta de algo, algo importante. Esa falta que solo había dejado pedazos de algo roto.
Caminó durante lo que le parecieron horas. Estaba exhausto. Y tentado a simplemente tirarse en el piso en un rincón cualquiera. Pero el frío de la noche penetraba en sus huesos, necesitaba una suerte de refugio. Hubiera vuelto al hospital para dormir en la sala de espera, pero había caminado sin rumbo por bastante tiempo y ya ni sabía dónde se encontraba. El transcurrir del tiempo estaba tan pegajoso como el aire mismo. Su furia se había reducido en gran medida, aplastada por la conmoción que le había producido la confesión de Alan, pero no había desaparecido por completo. Le costaba creerlo, al principio creyó que era un intento desesperado para que dejase de golpearlo y lo soltase. Pero... Cuando le habló de toda la mierda que habían vivido..., entonces lo entendió. Y comenzó a recordar pequeños gestos y actitudes a lo largo de los años, que siempre había confundido con el carácter efusivo de Alan. Abrazos demasiado largos, miradas demasiado profundas, demasiados besos estampados en sus mejillas. Su incomprensible aversión hacia las novias que había tenido.
Recordó esa vez algunos años atrás, en que Alan estaba tan feliz de por fin haber vuelto a su casa. Ya rozaba la mayoría de edad y sabía que hacía rato habían dejado de buscarlo para meterlo a un hogar de menores, así que se había aventurado a echar a patadas al ocupante que la invadía, y lo había logrado. No había entrado en detalles de cómo o, al menos, no los recordaba, pero sí recordaba lo borrachos que habían terminado y que Alan se había abalanzado sobre él y le había dicho que era el hijo de puta más hermoso de todo el planeta, y le había dado un beso demasiado largo y demasiado apretado en la mejilla. Después le había pedido que viviera con él. Pero Justi estaba muy cómodo con su tía y temía que esa casa acabase convertida en un aguantadero para todos los amigos callejeros de Alan, así que se había negado. Y todavía más años atrás, incluso antes de que Alan se saliera de la escuela..., recordó cómo sus amigos se habían burlado al terminar un partido de fútbol, después de que todos se sacaran la ropa sudada para cambiarse y Alan sufriera una erección instantánea al verlo. Alan había devuelto las burlas persiguiendo a los bufones con el miembro erecto bajo su calzón, riendo y gritando que les iba a desvirgar el culo a todos. Era un recuerdo gracioso, no le había dado muchas vueltas al hecho de que "eso" le había pasado justo con él...
Dios, ¿desde hacía cuánto tiempo? ¿Cómo no se había dado cuenta antes? Se sintió tan idiota y vacío... A veces una realidad demasiado surreal es difícil de creer, aunque la tengas frente a tus ojos, y le terminás asignando montones de explicaciones muy lógicas para vos, pero completamente ilógicas para el resto del mundo.
Se sentía sucio, dolido y honrado al mismo tiempo. Y traicionado. Mentido en la cara. Se preguntó si realmente habían sido amigos alguna vez... ¿Era posible, siquiera, con esa careta puesta durante tantos años? Se respondió que sí..., que eso no sacaba todas esas veces que había estado ahí cuando más lo necesitó, todas las veces que lo había apoyado cuando nadie más creía en él, todas las veces que lo había escuchado, ayudado, acompañado en todo, ni los millones de veces que le había arrancado carcajadas hasta por los codos. Ese idiota de mierda que festejaba con él sus conquistas, que le presentaba chicas y le conseguía citas y en el fondo sufría por ello... ¿Por qué no se lo había dicho antes? Siempre le pareció verlo tan feliz, tan positivo ante todo, aun con toda la mierda que le caía encima. Lo admiraba por ello. Y ahora le dolía saber que lo había herido sin saberlo. Y todos esos sentimientos de mierda le hacían desear un poco más de coca, entonces lo puteaba, y recordaba las idioteces que había hecho por su culpa, y lo puteaba más fuerte.
Empinó la botella para dar otro sorbo, pero no cayó siquiera una gota. Buscó un tacho. Entonces levantó la mirada y, a pesar de que todo lo veía borroso, reconoció el lugar. Había ido inconscientemente al Balbán, el hospitalito donde trabajaba Emilia. Sus piernas débiles habían recordado el camino. Dios, qué mierda estaba haciendo ahí... Lo invadió un repentino y ardiente deseo de entrar y sentirse rodeado por ella y por su calor y su olor y su ternura. Quería decirle que la amaba, que la necesitaba, que no quería perderla a ella también.
Se acercó hasta la entrada, tambaleándose. Se quedó un rato ahí, observando la puerta abierta, dudando. Ella estaría trabajando. No quería meterse con eso, para algunas personas el trabajo es sagrado, especialmente para quienes están en el área de medicina.
Dentro parecía tan acogedor.
Quizás estaba demasiado borracho. O quizás no. Estuve peor, pensó, mientras intentaba mantenerse en pie.
Tal vez..., tal vez sí podría verla. Solo un rato. Solo necesitaba estrujarla entre sus brazos, detener ese terremoto sobre el que estaba parado, aunque fuera por algunos minutos, o algunos segundos. O un instante.
Oyó una sirena a lo lejos mientras se dirigía a la entrada, justo cuando unos tipos salían. Ambos tenían uniforme, uno parecía un doctor y el otro un enfermero. Dio unos pasos vacilantes hacia atrás, para dejarlos pasar, pero eso le hizo perder el equilibrio y caer al piso. Intentó incorporarse, y vio una mano tendida hacia él, dos manos..., no, era solo una. Mierda, tal vez sí estuviera algo borracho.
Sintió el tirón que lo levantó del piso y agradeció con la lengua adormecida y retomó camino, pero una mano lo aferró del brazo y lo detuvo. El tipo que lo había ayudado se puso frente a él y lo atravesó con su mirada, y después lo examinó de arriba a abajo con... ¿desprecio? El rostro se le hizo familiar.
—Sos vos —dijo—. Mierda que sos un desastre...
Lo era. Apestaba a alcohol y a vómito, tenía la cara golpeada, estaba sucio y apenas se podía sostener.
De pronto sintió una garra hundiendo los dedos atrás de su cuello, una de sus manazas. El tipo era grandote y fuerte. Lo alejó varios metros de esa entrada, aferrándolo para que no cayera y apretando su cuello aun más para que sintiera dolor, y después lo soltó con brusquedad. Justi volvió a caer.
—Me chupa un huevo que estés hecho mierda, acá no vas a entrar —dijo, con un tono agresivo. Tomó aire y suspiró sonora y agriamente—. Qué carajo habrá visto en vos... —concluyó por lo bajo, mientras meneaba la cabeza y daba unos pasos hacia atrás. Después se volteó y trotó hasta la ambulancia que acababa de llegar.
Justi se quedó observando desde el piso hasta que todos entraron, todavía conmocionado. Ni siquiera recordaba que estaba herido. Pero sí recordó al grandote, era el exnovio de Emilia. Doctor. Parecía un tipo decente, a diferencia de él, quien, el tipo tenía razón..., era un desastre.
Una gota de sudor frío se deslizó hasta aterrizar sobre uno de sus párpados. Alan lo limpió con el dorso de la mano. Se esforzó por pasar un grueso trago de saliva por su garganta reseca y continuó revisando el lugar minuciosamente. Había entendido por las malas que no debía tomarse a la ligera a ese tipo, ni a nada de lo que lo rodeara. Quería hacerlo bien. Chequeó cada sitio y ángulo desde donde podría ser visto, desde adentro, desde afuera, desde los lados. También del otro lado, detrás de ese edificio, y las calles en que desembocaba; todo a la redonda. Parecía un buen lugar. Volvió a chequear la Glock una vez más, sacó el cargador, volvió a ponerlo, tiró de la corredera, la guardó. El cielo encapotado no permitía ver bien, ya que ni siquiera la luna podía alumbrarlo con su luz. Mejor. Había aprendido a hacer amistad con la oscuridad. Ya conocía el lugar, había pasado por ahí varias veces en los días anteriores y analizado cada centímetro, cada ladrillo y cada mancha del piso. Pero quería cerciorarse una última vez, porque no habría segundas oportunidades.
Había llegado el momento.
Sacó su bolsita y se dio su infaltable toque de suerte antes de hacerlo.
Ese rincón estaba muy cerca del hotel que Lu usaba como puterío personal, cerca de la otra esquina. Había un par de contenedores de basura y varias bolsas lanzadas fuera sin cuidado. Era el lugar ideal para acabar con un pedazo de basura hijo de puta como ese, junto a sus semejantes.
Observó su ruta de escape con detenimiento. Tendría que saltar sobre uno de los contenedores, después hasta el techo, pero había poca distancia entre lo uno y lo otro. No habría problema.
Ya era lunes, Samanta casi no tendría clientes. Caminó hasta un lugar donde pudiese observarla sin ser visto y esperó. No pasaba nadie por la calle. No cantaban los grillos. No soplaba el viento. Era un tiempo muerto, como tenía que ser.
Samanta, la otra puta de Lu, ya estaba en su sitio; podía ver el brillo rojo del cigarrillo brillar a la distancia. Aburrida, con la larga cabellera rubia rozándole el culo y contoneándolo cada vez que pasaba algún auto, cada demasiados minutos. La vigiló a una distancia prudente durante un buen rato. Vio salir a Lu y compartir un cigarrillo con ella, charlaron un rato, después le palmeó el culo y volvió a entrar a su cueva.
Había esperado a que eso pasara, quería que él no estuviese presente, pero sí cerca. Ella no tenía que verlo, así que avanzó con mucho cuidado. Salió de detrás de la pared que lo protegía de ser visto y avanzó lo más agazapado que pudo, arrastrándose por los rincones y esperando el momento oportuno. Se movió a través de la oscuridad, fundiéndose con ella.
Estaba a punto de volver a salir de detrás de unos escalones cuando ella se giró hacia atrás de improvisto. El sobresalto le estrujó el estómago y se agazapó aun más. Ella observó entornando los ojos hacia donde él se encontraba, pero no lo vio. Seguramente lo había oído acercarse. Unos segundos después suspiró, lanzó el cigarrillo al piso, lo pisó con la punta de la bota y siguió esperando.
Alan ya estaba lo suficientemente cerca y no tenía tiempo que perder. Cabía la posibilidad de que algún idiota con ganas de meterla llegara y arruinara todo. Tanteó el arma en su cintura una vez más, apretó los ojos con todas sus fuerzas y tomó una última profunda bocanada de aire. Lo contuvo en el pecho inflado por unos segundos y lo soltó lenta y entrecortadamente. Después despegó la espalda de la pared y se lanzó hacia ella en un rápido trote.
Ella oyó los pasos y comenzó a darse la vuelta, pero Alan la atrapó a tiempo antes de que lo hiciera por completo.
La aferró del pelo y apretó tanto como pudo para que gritara, mientras pasaba el otro brazo por debajo de su pecho y comenzaba a tirar de ella hacia atrás. Ella empezó a gritar y patalear al notar que era arrastrada; la hija de puta le encajó un par de buenos taconazos en las piernas, por los que no pudo más que apretar los dientes. Se obligó a mantener silencio: si ella se enteraba de quién era, Lara se también se iba a enterar. A los pocos metros comenzó a llamar a Lu a los gritos. Mierda, estaba tardando más de lo debido, Lu no tenía que salir antes de que él llegara al sitio, y todavía tenía que avanzar varios metros con ella a rastras, así que aceleró el paso.
Hasta que alcanzó el lugar elegido, entonces sí, le tapó la boca con una mano y se metió en ese rincón entre edificios. Se arrojó al piso con ella tras uno de los contenedores. La puta de mierda se revolvía tanto que logró zafarse la boca y morderle la mano con toda la potencia de sus mandíbulas; pero no pudo más que eso. Alan gimió un chillido contenido y cambió de mano. Sacó el arma de su cintura, apuntó al vacío y esperó: Lu no tardaría en aparecer.
Aferraba el cuerpo de Samanta con todas las fuerzas de su brazo izquierdo y sus piernas. La mano con la que sostenía el arma le temblaba, le dolía y le sangraba por la mordedura, pero con la otra no tenía nada de puntería. También le temblaban los labios. Se relamió una gota de sudor que había caído sobre ellos.
Escuchó los pasos acercarse, ella también y comenzó a removerse con más fuerza y a gritar como pudo tras sus labios sellados. Alan se apretó contra el rincón, apretó la mano sobre la boca de Samanta, apretó los dedos que aferraban la pistola y posó uno sobre el gatillo.
Lu apareció de repente, con un tubo metálico en alto aferrado con ambas manos, lanzándose sobre él con un rugido.
Dos estruendos iluminaron el lugar por una fracción de segundo.
El tipo cayó sobre ellos con la fuerza de la inercia y Samanta logró zafarse de vuelta. Alan se incorporó y la vio voltear al tipo con dificultad, transformar su expresión tensa en una mueca horrorizada al ver la sangre en su abdomen, y comenzar a chillar como una idiota.
Tenía que huir, y rápido.
Se volteó y de una corrida saltó sobre la tapa cerrada de uno de esos enormes contenedores. De pronto sintió una mano aferrando su tobillo, que lo hizo trastabillar y caer y machacarse la cara contra la pared. La mano tiraba y, al girarse, vio que era ella. Había dejado al tipo desangrándose solo para ir a buscarlo. Lo miró directo a los ojos, con los propios cargados de odio, y lo reconoció. Le gritaba con rabia mientras le clavaba las uñas en el tobillo y tiraba de él, pero Alan se la sacó de encima con una patada que la hizo tambalear y caer al piso.
Le dirigió una última mirada a Lu, mientras la sangre se expandía sobre la tela y comenzaba a brotar entre sus dedos; rodeado de basura y porquerías.
Grabó esa imagen en su retina, después podría reproducirla en su memoria y disfrutarla con más tranquilidad.
Saltó al otro techo, luego a otro y a otro, hasta perderse en la noche.
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