21. No nos vamos a morir hoy II
Justi empezó a correr como un rayo y le devolvió el arma mientras se alejaban. Alan también corría, la adrenalina era demasiada y había sanado todas sus heridas momentáneamente, aunque iba un poco más lento. Justi volteó la vista hacia su amigo, solo para ver detrás de él un auto de luces azuladas a un par de calles viniendo en su dirección.
—Mierda, mierda, mierda —masculló. Aferró a su amigo de la ropa y tiró de él para darle velocidad—. ¡La yuta! —dijo a viva voz y cerca de su oreja, para que pudiera escucharlo a pesar del torrencial.
Doblaron en la primera esquina, corriendo tan rápido como sus piernas se lo permitían, y se metieron por una intersección. Alan se paró en seco, aferró el brazo de Justi y tiró de él hacia un paredón.
—Podemos saltarlo, vení.
Enredó ambas manos para hacer pie para Justi, y tuvo que darle un empujón en el culo porque le estaba costando subir. Éste pasó al otro lado y se jodió un poco el tobillo al caer, pero siguió avanzando sin siquiera notarlo, por el mismo motivo que su amigo no notaba sus propias heridas. Alan tomó carrera y de un salto alcanzó la parte superior del paredón y, mientras escalaba, vio una ola de luces azuladas y titilantes pintando las paredes de los edificios y haciendo que las gruesas gotas de lluvia resplandecieran. Se lanzó para bajar, sorprendido igual que Justi al ver que era una callecita angosta y larguísima que desembocaba en otra calle. No serviría de escondite siendo así.
Justi le tendió la mano y ayudó a incorporarse; después de correr media cuadra notó que su amigo se había quedado muy atrás, haciendo vaya uno a saber qué con una tapa de alcantarilla que cerraba.
—¿¡Qué mierda hacés!? —le gritó.
El otro no le respondió; se incorporó y acercó a su amigo tan rápido como pudo y siguieron corriendo hasta que vieron a las luces azules otra vez, aterrados. El patrullero se detuvo de un frenazo justo frente a ellos, donde la callecita desembocaba. Patinaron sobre sus propios pies en un frenético intento de volver sobre sus pasos antes de que la patrulla doblara y se metiera en esa pequeña calle, y corrieron por ese mismo camino tan rápido que sintieron sus pulmones quemar; ahora en dirección contraria. Justi echó un vistazo sobre su hombro y vio en un borronazo a un tipo que los corría y quizás gritaba algo, pero no pudo escuchar nada más que a la tormenta. Volvió la cabeza al frente para ver con terror al paredón otra vez. Mierda, ¡puta mierda!, él no era tan ágil como su amigo, que lo era incluso estando roto. Éste iba delante y seguramente iba a poder saltarlo una vez más sin problema, pero Justi temió no poder lograrlo y terminar solo frente al poli como un idiota. Sin embargo Alan se detuvo: lo esperó, volvió a ayudarlo a saltar, y, cuando Justi estuvo encima del paredón, miró atrás una vez más y vio que el azulado casi los alcanzaba. Estiró la mano para su amigo y después tiró hacia arriba con todas sus fuerzas para ayudarlo a subir, mientras veía al tipo desenfundar y gritarles algo.
Un disparo.
El estruendo superó con creces a los truenos de la tormenta. El corazón de Justi se saltó un latido y cayeron al otro lado de mala manera; Alan se incorporó enseguida y lo levantó tirando de su ropa. No parecía herido, se movía bien. Justi tampoco, pero estaba aturdido, tanto que no podía escuchar nada más que a su corazón y no podía ver más que al resplandor de ese disparo, que había quedado grabado en su retina. Dio unos pasos hacia atrás con la vista todavía clavada en el paredón, mientras percibía que su amigo se alejaba.
Escuchó el frenazo de un auto, otra vez, esta vez a pocos metros a su derecha. Giró la cabeza medio idiotizado cuando unos bocinazos exigieron que se moviera y saliera del medio de la calle. No era una patrulla, era un auto cualquiera. Los faros enceguecedores hicieron que apretara los ojos. Y los apretó más. Y más. Y quiso desaparecer, pero no pudo.
De pronto el estruendo de un vidrio al explotar. Abrió los ojos. La ventana del conductor había estallado en mil pedazos y Alan apuntaba al tipo. Había vuelto, otra vez. El hombre alzó las manos, balbuceó algo y abrió la puerta. Alan lo agarró de la ropa y lo lanzó afuera del auto, se metió del lado del conductor y abrió la puerta del copiloto. Justi pestañeó varias veces hasta que reaccionó y se metió también.
Entonces vieron las luces azules otra vez, seguidas por la patrulla. El auto dobló, entrando por la misma calle que ellos, ambos autos enfrentados. Alan apretó las muelas, metió reversa y pisó a fondo el acelerador. El auto arrancó hacia atrás con un chirrido y escucharon las sirenas encenderse. "Empieza la cacería, hijos de puta", parecían decir con ellas. Alan se inclinó hacia delante preparándose para el siguiente movimiento, la vista clavada en la borrosa figura de la patrulla a través del parabrisas empañado. Se relamió y, en cuanto llegó a la intersección dando reversa, giró rápidamente el volante, bloqueó con el freno y mientras giraba puso segunda.
El giro había sido bueno, muy bueno, pero no había tenido en cuenta a la mierda de tormenta, y el auto comenzó a deslizarse sin control por la falta de tracción y zigzagueó entre chirridos como si lo manejara un borracho después de la décima botella, hasta que chocaron con la cola a otro auto que, de hecho, ayudó en gran parte a que pudiese retomar el control..., y cuando por fin lo tuvo notó que había terminado en una calle de dos carriles y YENDO EN CONTRAMANO, PUTA MIERDA, y autos que se acercaban tuvieron que apurar maniobras evasivas mientras gesticulaban improperios inaudibles tras los bocinazos, las sirenas, la tormenta y su propio corazón martillando sus oídos.
Alan giró de vuelta en la primera que pudo, y el caos vehicular que había dejado atrás colaboró a que la patrulla se les distanciara bastante. Siguió acelerando, ahora derecho; quería aprovechar esa pequeña ventaja y alejarse lo más posible. Jadeaba y tenía los dedos blancos de tan fuerte que apretaba el volante, y la adrenalina bombeaba su corazón a tanta velocidad que su sangre hirviendo evaporaba al agua de lluvia que empapaba su piel. La sirena comenzó a oírse más lejana a medida que ganaban velocidad. El espejo retrovisor estaba mal ajustado para su altura, pero no tenía tiempo de cambiarlo. Lanzó una mirada rápida a su amigo: el semblante de Justi parecía rozar la inconsciencia de tan descompuesto. Alan se preocupó.
—¿Estás bien? —gritó por encima del rugiente motor y de todos los demás sonidos. Justi pareció sorprenderse a sobremanera y le dirigió una corta mirada llena de terror.
—Nos van a alcanzar.
—No.
—Nos van a volcar el auto a los tiros —gimió.
—Hey. Mirame, Jus. No nos vamos a morir hoy, ¿me oís? Ni nos van a agarrar. Te lo prometo —dijo Alan. Lo miró de reojo—. Jus, ponete el cinturón.
Justi se removió en su asiento, tiró del cinturón de seguridad demasiado fuerte varias veces y no pudo desplegarlo, y rugió y se restregó toda la cara con una mano temblorosa.
—Respirá, Jus, respirá... Hacelo de nuevo, más lento.
Justi quiso respirar hondo, pero solo logró estremecerse con violencia. Repitió el intento.
—No puedo, ¡no puedo, la reputa madre! Esta poronga está trabada —la desesperación le quebró la voz.
Volteó hacia atrás y vio los faros y las luces estroboscópicas. De nuevo hacia delante, los limpiaparabrisas luchando frenéticamente contra el torrente en lo que parecía un tonto de juego de niños. Respiró hondo una vez más. Tiró del cinturón y esta vez lo logró.
Necesitaban perderlos. Alan decidió alejarse hacia calles más desoladas en donde los escondrijos abundaban y las cámaras escaseaban. Sabía exactamente dónde ir. Giró hacia la izquierda de un volantazo, avanzó unos kilómetros, y después a la derecha en una calle lateral y otros kilómetros más. Las calles mojadas y la velocidad dificultaban cada giro, pero lo mantuvo. Ya no veían autos y los edificios que pasaban a los lados en un precipitado borrón eran cada vez más humildes; pero los polis estaban ganando terreno, podían oír la sirena aproximarse. Aplicó un golpe al freno para un giro cerrado y con un patinazo brusco metió al auto en una callecita oscura. De pronto las luces azules bañaron las paredes de ladrillos desnudos y atravesaron la tormenta, haciéndola brillar. Demasiado pronto. Alan masculló puteadas entre dientes. Quiso verlos y ajustó el espejo retrovisor. Mierda, estaban mucho más cerca. Cuando volvió los ojos a la calle vio una moto cruzándose por su camino. Inhaló aire y lo contuvo al ver el semblante blanco de expresión aterrada del tipo con su mochila enorme de delivery, deslumbrado por la luz de sus faros. Había llegado a una intersección sin pavimentar. Dio un volantazo y los neumáticos patinaron con rabia sobre el barro y de pronto volvió a perder el control del auto y comenzó dar un giro enloquecido e interminable en el que todo lo que estaba fuera se convirtió en un borronazo de estelas de luz y cascadas de agua corriendo por los vidrios, y escucharon el ruido pegajoso y burbujeante del barro en las llantas. Se aferraron de donde pudieron, se miraron mutuamente con terror cuando el auto se puso de lado sobre sus ruedas laterales y rechinaron los dientes cuando sintieron la gravedad suspendiendo sus cuerpos. Después el latigazo del primer golpe junto a la explosión de cristales golpeando y rasgando sus rostros, seguido de otro golpazo en sus cabezas junto a un crujido. Entonces la vista de Justi se ennegreció..., y, por un instante confuso, lamentó no haber podido despedirse de ella.
Se rindió a la oscuridad que tiraba de él.
Un zumbido. Después, la tormenta, amortiguada y distante. Después gemidos entrecortados, y puteadas entremezcladas con los gemidos, también distantes. Sentía un leve dolor en el cuello y la cabeza. Cuando abrió los ojos vio que estaba de cabeza, y que el techo del auto estaba repleto de esquirlas de vidrio, todo bañado por una luz azulada y titilante. Entonces recordó al patrullero que los seguía. Ya no se escuchaban las sirenas. Intentó moverse, pero no pudo, sentía los músculos rígidos. Soltó una trémula y larguísima exhalación y volvió a intentarlo. ¿Había contenido el aire todo este tiempo? Logró moverse un poco. Estaba en una posición un poco extraña, con la cabeza caída contra el techo del auto y el torso suspendido por el cinturón. Palpó cerca de su cintura para desabrocharlo y se ayudó empujándose hacia arriba un poco con la otra mano para no caer más sobre su cabeza. Apretó y se soltó, y cayó por completo con un ruido sordo.
Estaba entrando agua y barro por las ventanas destrozadas, a través de la cual vio borcegos negros acercándose. Vio cómo se hundían en el lodo junto a más fragmentos de vidrio. De pronto dos manos, que lo agarraron y tironearon para afuera. Un oficial lo arrastraba fuera por el agujero, rasgando su espalda y hombros con las esquirlas que habían quedado en el marco. El tipo lo soltó, y él se arrastró un poco más por el barro con dificultad; intentó incorporarse, pero en cuanto se apoyó de manos un pisotón entre los omoplatos volvió a desplomarlo y se le metió barro en la boca y nariz. Tosió y escupió mientras la rodilla del tipo se le clavaba en la espalda, sobre la cual el hijo de puta volcaba todo el peso de su cuerpo. Le hablaba, pero estaba demasiado aturdido como para interpretar los sonidos de su boca en palabras comprensibles. Le torció los brazos hasta que los tuvo sobre su espalda y le puso las esposas. Le palpó como pudo en casi todas partes, excepto el frente, por estar de boca al suelo. Después lo aferró y levantó de un tirón; sintió que no tendría la fuerza para mantenerse en pie, pero sí la tuvo. Y caminó, casi a rastras y llevado por el policía, hasta la parte trasera del auto en el que habían escapado. De un empujón lo hizo caer sobre sus rodillas. Volvió a palparlo. Después comenzó a alejarse hasta donde estaba su compañero.
Justi aprovechó y miró todo su alrededor. Vio a la patrulla detenida de lado a unos veinte metros. Podía ver las luces azules rebotar hasta bastante distancia, iluminando un poco la oscuridad y la miseria de la villa. Vio a un viejo sentado en una silla de plástico abajo de un techito de chapa, observando todo con mucha tranquilidad, sin dejar de sorber su mate y acariciar un minino tan apacible como él. La tormenta había amainado, aunque no sentía las gotas. Tampoco sentía que estaba empapado, congelado y golpeado.
Escuchó los gemidos otra vez, atenuados por sus sentidos entumecidos. Cayó en cuenta de que iban a meterlo preso.
Atrás de las rejas.
Emilia.
Mierda. La reputísima madre. No quería ni pensarlo..., no podía pensarlo, no con claridad: seguía demasiado conmocionado; sin embargo, no pudo evitar un nudo en la garganta por la sola idea, negándose a comprender la profundidad de esa realidad que se encontraba en pleno desarrollo.
Entonces los gemidos que no paraban se convirtieron en alaridos. No alcanzaba a ver, no sabía lo que estaba pasando; pero recién ahora entendía que era su amigo y que debía de estar herido. Dios..., mierda. Puta mierda. Cerró los ojos con fuerza por unos segundos y después intentó arrastrarse por el barro hacia atrás para ver mejor. Vio a los polis agacharse y tirar. Más alaridos. Entonces vio que sacaban a Alan de la misma manera que a él. Lo dejaron en el suelo boca arriba y cruzaron miradas. Parecía que hablaban entre ellos. Después uno de los dos lo aferró y lo levantó, igual que habían hecho con él. Alan podía caminar y parecía lúcido. No dejaba de hablarle a uno de ellos en especial, y de intentar detenerse, pero el poli lo mantenía aferrado y lo empujaba, mientras él seguía moviendo los labios, girando la cabeza para ver al policía a los ojos, intentando detenerse continuamente. Estaba herido: Justi pudo ver que el buzo empapado y rasgado estaba empezando a ponerse rojo en su brazo izquierdo.
De pronto el poli se detuvo. Soltó a Alan, que se giró para poder seguir su perorata mirándolo de frente. El otro policía pareció molestarse, pero el primero estiró una mano y la sacudió en el aire en un gesto que le indicaba que se callase. Alan seguía hablando con el primero, más delgado que el otro. El poli solo escuchaba y lo miraba fijo a los ojos. Justi no podía oír ni una palabra. Primero pensó que Alan estaría insultándolo, pero el poli no parecía enojado. Después pensó que estaría..., ¿defendiéndose?, ¿justificándose? No, eso no tenía sentido.
Justi agudizó la vista entrecerrando los ojos, intentando atravesar la lluvia con la mirada para ver mejor a Alan, el cual de pronto volteó hacia él. Entonces Justi pudo ver ese rostro empapado..., oprimido..., desesperado. Después Alan volvió a mirar al policía que tenía enfrente y de pronto hizo algo que nunca pensó que vería: se arrodilló frente al tipo. Justi sintió un escalofrío helado estremeciendo su cuerpo cuando cayó en cuenta de que estaba rogando. El otro poli, el robusto, pareció reír, pero el más flaco estaba serio y tenso. Éste contempló a Alan por unos segundos, después apretó los ojos y llevó las manos a sus sienes y las restregó, apretándolas. Entonces el otro se enojó más y se acercó, pero el primero lo detuvo de un empujón en el hombro, después le dio otro más fuerte en el pecho que casi lo hace caer, hasta que el delgado lo agarró del chaleco y lo sacudió con ambas manos en una acalorada discusión que parecía estar a poco de llegar a los puños.
Justi y Alan volvieron a cruzar miradas. Justi no tenía idea de qué carajo pasaba. Intuyó que Alan habría provocado la discusión para poder escapar, pero... estaban rotos. No tenían la fuerza como para hacerlo. Y Alan ni siquiera parecía intentarlo.
Tampoco hubieran tenido tiempo: la discusión se terminó a los pocos segundos. El policía más flaco se acercó de vuelta a Alan, muy tenso y sin sacarle la mirada de encima, después tomó una bocanada de aire, lo soltó despacio. Y asintió con la cabeza. Alan se sentó sobre sus talones, bajando la cabeza. Parecía muy aliviado.
De pronto el poli robusto se acercó a Alan de unas zancadas, arrebatado, y le dio un puntapié en las pelotas que le hizo soltar un rugido de dolor y lo dejó con la frente hundida en el barro; después, le dio un enfurecido pisotón en el brazo herido, por el que Alan soltó un alarido. Intentó pisotearlo de nuevo, pero el policía delgado lo detuvo tirando de él hacia atrás. El enojado se soltó con brusquedad, regresó para levantar a Alan de un tirón y hacerlo caminar a los empujones. Justi vio cómo el tipo se acercaba, embravecido como un puto toro, y cerró los ojos con fuerza cuando éste arrojó a su amigo sobre él, enfurecido. Sus cuerpos chocaron y terminaron los dos en el barro, otra vez. Después el poli enfurecido se acercó a Alan para aplastarle el taco del borcego en la cabeza, hundiéndola en el lodo.
—Esta vez te salvaste, turro de mierda. Pero no te va a durar mucho. Vas a acordarte de mí cuando vuelvas a cagarla —dijo, con desprecio. Justi al fin era capaz de oír y comprender por completo sus palabras. Su conmoción estaba bajando y la lluvia también.
Apretó el pie con saña, hundiéndole la cara aun más. El poli delgado se había alejado, se tapaba la cara con una mano y parecía estar demasiado enfrascado en sus propios pensamientos. El lodo empezó a burbujear alrededor de la boca de Alan y comenzó a arquearse y sacudirse en un intento desesperado de salirse. Un hormigueo que se comenzó a sentir como agujas en su columna vertebral urgieron a Justi a pedir clemencia por su amigo.
—Basta, por favor... —dijo con un hilo de voz.
Creyó que no lo había oído, pero de pronto el tipo soltó a Alan y los rodeó para quedar al lado de Justi y le propinó una patada en un riñón, otra en el brazo y otra en el hombro. Sintió cómo cada golpe magullaba sus músculos, rebotaba en sus huesos y alcanzaba a los que estaban alrededor. Comenzaba a sentir todo el dolor de su cuerpo, a cada minuto con mayor claridad y agonía.
Alan tosía. El delgado al fin se acercó y se agachó a su lado. Le dijo algo que Justi no alcanzó a escuchar mientras lo libraba de las esposas. Después se estiró y se las sacó también a él.
Justi tragó saliva pesadamente. No tenía idea de por qué carajo los habían liberado, pero un mal presentimiento lo acechó, y temió que los esperara algo peor que la cárcel.
—Ya sabés lo que va a pasar si no cumplís. —Eso sí lo oyó, se lo decía a Alan—. Ahora corran, rajen de acá antes de que me arrepienta... ¡Dale, turros de mierda!, ¡levántense y rajen!
Se levantaron con dificultad, cruzando miradas. Después empezaron a trotar como pudieron, chapoteando en el lodo a cada paso bajo la lluvia, adentrándose en calles cada vez más angostas, más oscuras y más embarradas, hasta que dejaron muy por detrás al auto volcado y a la patrulla.
No iban a mandar más. No por una pizzería de cuarta y un puñado de pesos. A nadie le importaba tanto.
Siguieron trotando a duras penas, con el cuerpo magullado, sin ver ni pensar realmente por dónde iban.
Alan conocía un poco la zona y tenía un lugar en particular clavado en la mente, pero no podía distinguir bien en dónde se estaban metiendo. No tenía caso siquiera intentarlo, estando sumergidos en semejante oscuridad y bajo ese velo de lluvia incesante.
Justi solo quería alejarse de esa pesadilla lo más rápido y lejos posible. Continuó trotando, pisó lodo, se hundió hasta las rodillas en algunas callejuelas más bajas y forzó sus piernas al máximo, energizadas por el temor que no podía dejar de sentir. Y trotó y trotó y continuó trotando.
Hasta que no pudo más.
Su fuerza de empuje se desplomó cuando sus sentidos recuperaron cierta integridad. Al mismo tiempo que comenzó a sentir el dolor con más claridad, y la fatiga y el frío calándole los huesos.
Bajó la velocidad y apoyó las manos sobre sus rodillas. Intentó tomar una bocanada de aire, pero no podía inflar el pecho por completo sin sentir una punzada de dolor. Cayó rendido, sentado sobre el barro, en medio de esa callecita olvidada. Ocultó su rostro tras sus embarradas manos. Intentó calmarse, apreciar la oscuridad total que había tras sus párpados apretados.
Pero entonces sintió una mano sobre su hombro.
—Por acá, pa, seguíme —dijo Alan con dificultad—, creo que ya sé dónde estamos.
Justi abrió los ojos lentamente. Vio esa mano apoyada sobre su hombro. Vio ese torso, ese brazo rasgado y sangrante. Cerró los ojos de vuelta y sacudió la cabeza.
—No... —replicó Justi, sin levantar la mirada y por lo bajo, apenas audible, mientras sus palabras se fundían con la lluvia.
Alan no respondió. Escrutó sus movimientos, su expresión. Intentó agarrar su brazo para ayudarlo a incorporarse.
—¡No me toques, loco! —Justi se apartó bruscamente, como si su tacto ardiente lo hubiese quemado. Una furia repentina lo inundó. La sintió en su pecho, subiendo por su garganta, arrastrándose como un cosquilleo abrasador hasta sus manos.
—¿Qué...? —Alan intentó acercarse otra vez.
Justi se alejó de nuevo, antes de que su mano siquiera lograse rozarlo, y después se abalanzó sobre él y dio un fuerte empujón que lo lanzó al barro. Alan soltó un quejido lastimoso cuando la caída encendió el dolor de su brazo herido... Justi había cerrado los puños y se le acercaba dispuesto a sacudirlos sobre él, pero... al verlo caído, embarrado, herido y gimoteando de dolor, el fuego de su pecho se apagó un poco.
Se observaron durante largos segundos en muda contemplación, todavía jadeando, empapados, temblando.
Hasta que Justi dio media vuelta y empezó a alejarse. El hilo del que pendía su cordura había recibido demasiados rasguños..., casi desgarrado. Necesitaba parar. Necesitaba estar solo.
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