2. Y en las peores

En el camino a casa no pudo dejar de pensar en los hijos de puta de la construcción, en cómo lo habían cagado a sobremanera y si habría alguna forma de hacérselas pagar. Pensó que no valdría la pena intentar nada por el lado legal, ya que no había entrado con un verdadero contrato, solo era un ayudante temporal, después de todo. Le dio vueltas y más vueltas al asunto, pero no se le ocurrió nada que no rozara —o se zambullera de lleno— en lo criminal. Pero eso no era lo suyo, no quería meterse en problemas.

En su camino cruzó con un par de linyeras por los que, apenas vio, cambió de vereda, los vio de reojo a la distancia y evitó mirarlos por completo cuando pasaron cerca de él. Apestaban a alcohol.

—Eh, amigo, ¿tené una monedita que te sobre?

—Nada, disculpá.

Se preguntó qué tan malas decisiones tenías que tomar en la vida para terminar así.

La tarde se despedía cuando llegó a la calle de su casa. Se moría de hambre y quería darse un baño. Dio la vuelta a la esquina y se detuvo en la puerta del edificio para darle una última calada a su cigarrillo.

Apenas entró al patio central divisó al señor Ramírez, quien estaba en el pasillo del piso superior, cerca de su puerta, agachándose y volviéndose a parar. Un mal presentimiento lo envolvió cuando fue a la angosta escalera y vio bajar a su vecina con una cafetera eléctrica en las manos, igual a la suya. Exactamente igual a la suya. Ella intentó ocultarla con su cuerpo mientras pasaba a su lado, después aceleró el paso, dirigiéndose hacia su propia habitación, en el piso de abajo.

—¡Disculpame! —le dijo, mientras se alejaba. Pero después se detuvo, se volvió y lo miró apenada—. Te la voy a devolver a penas puedas regresar, ¿sí? ¡Suerte!

—Dios, no... —balbuceó Justi, lanzándose escaleras arriba, salteando escalones—, no, no, no, no...

Sí. Todas sus cosas estaban en el pasillo, tiradas sin cuidado; algunas estaban en bolsas de basura grandes, otras simplemente arrojadas por ahí, y había incluso algunas que habían caído al patio, por la barandilla.

—Mierda, che..., dale, no me hagas esto.

—No digas nada, no quiero escucharte —dijo el hombre, mientras seguía entrando y saliendo con más bártulos.

Justi se abrió paso entre los trastos. En bultos, sobre un par de sillas, estaba toda su ropa; había una caja de cartón repleta de libros, cómics, mangas y dvds, y también había varios por el piso, rodeándola. Sobre un bulto había una pila de cuadernos llenos de dibujos. Miró con nostalgia un trofeo de fútbol que había ganado en su adolescencia y había traído consigo a ese lugar. Esos sí que habían sido buenos tiempos.

—La puta madre... —susurró con voz quebrada, restregando su frente—. Ni siquiera esperaste a que volviera de trabajar.

—No tengo tus horarios anotados, Justino. ¿Trajiste la plata, sí o no? —dijo Ramírez, exasperado, mientras se incorporaba.

Justi gesticuló con la boca varias veces sin lograr articular una sola palabra.

—Eso pensé —dijo Ramírez, con dureza.

—Vas a pensar que te estoy jodiendo, pero...

—Basta. No sigas —dijo, con el ceño fruncido y el semblante afectado—. En serio, ya no quiero escucharte. Me pediste que te esperara hasta hoy, y lo hice. Ya me tenés podrido con tus súplicas y promesas. Las promesas no pagan.

Justi no se sentía capaz ni con la energía suficiente como para implorar por su hogar. Sabía, en el fondo, que esto iba a pasar; pero había estado negándose a la realidad, como si con eso pudiese evitar que sucediera. Cayó rendido contra la pared y se quedó sentado mirando cómo el desgraciado de Ramírez lanzaba sus últimas cosas afuera.

—Podrías tratar mis cosas con más cuidado, ¿no?

—Toda esta mierda la tenías que haber hecho vos —replicó, irritado.

Al cabo de unos minutos dio por finalizada la tarea, se sacudió las manos y la ropa mientras resoplaba, y cerró la puerta con llave. Se encaminó hacia Justi y se quedó de pie a su lado, dirigiéndole una larga mirada.

—Mirá, flaco..., sé que no sos mal pibe. Y que tenías toda la intención de pagarme. Por eso mismo te dejé quedarte por tanto tiempo. Pero ya pasaron varios meses, Justino, que me debés. Estoy perdiendo mucha plata teniéndote ahí metido, ¿entendés? —soltó un largo suspiro—. Llevate todo lo que puedas, y lo que todavía esté acá a la mañana lo voy a donar.

El hombre comenzó a alejarse, pero de pronto se detuvo y volteó, con una mirada severa que endurecía sus facciones.

—Ah, puede que no encuentres algunas cosas. Las agarré como parte de pago. Y todavía me debés mucha plata, Justino —dijo, apuntándole con el dedo—. Si te vuelvo a ver un pelo después de hoy y no es para traerme la guita, no te vas a llevar un buen recuerdo de mí.

Justi lo miró alejarse. Permaneció ahí echado durante un rato, intentando asimilar lo que acababa de ocurrir. Al cabo de unos minutos, se puso a rebuscar entre sus bártulos para rescatar lo más importante, y armó un bolso grande. No podía llevarse todas esas cosas: no tenía dónde ir.

El resto de sus pertenencias valiosas —las que el señor Ramírez se había dignado a no sacarle— se las dejó a ese vecino que siempre se había mostrado amable con él.

Mientras se iba vio la pila de cuadernos y libretas de dibujo, tomó la más vacía y la guardó en el bolsillo de su pantalón.


Deambuló un rato entre fábricas grises y moles de cemento, con el bolso al hombro, adentrándose en calles más y más desoladas, más tibias, más silenciosas. Buscaba la quietud sin notarlo, mientras la negrura de la noche se empezaba a derramar sobre la tarde moribunda. No tenía dónde ir a parar y se sentía absolutamente desgraciado.

Se sentó en el cordón de la vereda y contempló el asfalto resquebrajado y las huellas que dejaban sus zapatillas en la tierra acumulada del rincón. Solo había alguien en el fondo de su mente y su corazón. Sacó su celular del bolsillo para buscar su lista de contactos. Se detuvo en el de su amigo Alan y observó pensativo esas letras sobre la pantalla.

De pronto sintió un tirón: una persona que pasó a su lado le había sacado el celular y había echado a correr. Justi lo miró alejarse, estupefacto. Estaba tan perdido en sus pensamientos que apenas había notado que alguien pasaba tan cerca. ¡Mierda! Se paró de un salto cuando comprendió lo que acababa de pasar, y fue tras él a la carrera. No permitiría que su desgracia fuese aun mayor, así que iba a agarrar a ese chorro hijo de puta y a recuperar ese teléfono.

El pibe llevaba ventaja, pero Justi también era rápido, y estaba harto de que la mierda le cayera encima, así que se obligó a atraparlo a cualquier coste. Un frenesí se apoderó de él. El ladrón dobló en la primera esquina. Cuando Justi llegó ahí lo buscó con la mirada y lo vio en la vereda de enfrente, a unos treinta o cuarenta metros, saltando una cerca. Tenía que acelerar aun más si no quería perderlo. Se dirigió ahí a toda la velocidad que pudo, con la vista fija en esa cerca, hasta que unos estrepitosos bocinazos lo despertaron de su profunda concentración. El corazón le dio un vuelco al ver, aterrorizado, que un auto estaba a punto de atropellarlo. El pánico lo llevó a intentar detenerse, pero la fuerza de inercia lo salvó, y el auto pasó detrás de él, chirriando mientras frenaba.

—¿¡Estás ciego, pendejo pelotudo!? —rugió el conductor, quien se asomó por la ventana del auto y siguió profiriendo insultos.

Justi le dirigió una mirada de soslayo, pero apenas escuchaba sus palabras: estaba demasiado aturdido.

Se dio la vuelta y volvió sobre sus pasos, tambaleándose. No recordaba por qué calle había venido. Se quedó parado en medio de la vereda, tratando de recordarlo, restregándose la cara con ambas manos. Cuando se calmó un poco y lo recordó, regresó a buscar su bolso: en el apuro por perseguir al ratero lo había dejado olvidado. Claro que ya no estaba.

Volvió a sentarse en el mismo lugar, apoyó los codos en sus rodillas y hundió su cabeza bajo sus temblorosas manos, agotado. Intentó enfocarse en cómo proceder, concentrarse, pero sus pensamientos iban y venían sin poder visualizarlos con claridad. Estaba rendido. Pasó un largo rato en esa misma posición, hasta que comenzó a notar una única luz del alumbrado encendiéndose a duras penas, parpadeando y zumbando. Levantó la cabeza lentamente y vio a las primeras estrellas, que brillaban casi con temor. Intentó pausar su mente agitada para contemplarlas: un par de pequeñas gotas de luz dándolo todo en la oscuridad de ese cielo inmenso. Una leve brisa de aire cálido se deslizó por sus brazos y sus mejillas.

La noche está preciosa, pensó, a pesar de su pesadumbre.

Decidió ir a visitar al único amigo con el que podía contar en las buenas, en las malas y en las peores.


Alan seguía viviendo en San Aurelio, el barrio que los vio crecer, en las afueras del conurbano. Para llegar debía viajar un largo trecho, y lo mejor iba a ser el tren. Allí podría recuperarse un poco del trabajo y de los golpes, y podría pagarlo gracias a los maravillosos bolsillos de su pantalón: su billetera y su libreta descansaban ahí, cobijados, completamente indiferentes a las vivencias de su portador.

Le gustaba el tren, siempre le había gustado. Disfrutaba mirar sobre los tejados y azoteas, y perderse en sus pensamientos mientras la brisa acariciaba su rostro y soplaba las ondas de su pelo alborotado.

Salió de la estación y admiró con cierta nostalgia las calles. San Aurelio era un barrio de mierda, pero era donde había vivido toda su vida, primero con sus padres, luego con su tía. Hasta hacía unos tres años, que se había mudado solo a esa habitación en plena zona fabril de la Warnes, cerca de la facultad en la que estudiaba, y el ambiente era muy diferente. Acá todo era más verde, había más árboles, pájaros anidaban en ramas o postes de luz por igual, perros huesudos deambulaban por calles tranquilas, pasto y raíces crecían victoriosos entre los escombros de las veredas rotas, cientos de cables cruzaban los cielos y grafitis cubrían cada centímetro de cada pared. Le gustaba. Se podía respirar mejor, a pesar de las pilas de basura que se acumulaban en ciertas esquinas. Hacía tiempo que no venía, y se sentía como una eternidad.

Bordeó las vías del tren por un largo trecho, a través del pasto largo, pasando cada tanto a estructuras de hierro carcomidas por el óxido, de trenes abandonados hacía añares. Estaba completamente desolado, iluminado únicamente por la luz de la luna, y eso le fascinaba. Además de que Alan vivía en la peor zona del barrio y, de hecho, se sentía más seguro ahí que por caminos más transitados. Lo cierto es que esos caminos le encantaban: amaba la quietud que se palpaba en el aire, amaba el perfume de las flores silvestres de manzanilla, amaba el canto de los grillos ocultos en el pastizal, amaba la gran vista que tenía de las estrellas y amaba que la única luz que tocaba su piel fuera la suave luz de la luna.

Ya estaba completamente oscuro cuando llegó a la casa de su amigo. La casa parecía abandonada, como siempre, con matorrales tan altos en el pequeño espacio del frente que casi tapaban las ventanas de persianas torcidas y caídas. No tenía timbre y, apenas se acercó, un perro que no conocía, grande, descuidado y de aspecto amenazante, apareció y se puso delante de la entrada, gruñendo y mostrando los colmillos. "¿Ya viste mis lindos dientes?, ¿querés saber qué tan filosos están?", parecía preguntar el muy hijo de puta. Lo único que le faltaba. Quería acercarse a golpear la puerta, pero el perrazo se interponía. Justi lanzó un silbido, pero solo logró que se pusiera de verdad nervioso y comenzara a ladrar y a gruñir y a echar asquerosas babas.

—Alan —balbuceó primero, restregando las manos por las piernas de su pantalón, pero sus palabras resultaron inaudibles, incluso para él mismo.

Se alejó unos pasos más, por si acaso, antes de volver a intentarlo.

—¡Eh! ¡Alan! —gritó con más entusiasmo, con la esperanza de que éste lo escuchara a pesar de los ladridos—. ¿Hay alguien?

El perrazo gruñía y ladraba más agresivamente y ahora parecía que todos los perros del barrio le hacían eco. Justi empezó a retroceder, hasta que la puerta se abrió y se asomó alguien que no esperaba. El perro salió a esconderse con la cola entre las patas. El hombre le dirigió una larga mirada despectiva antes de hablar.

—Alan ya no vive acá —dijo al fin—. Volá.

—Solo quería...

—Volá de acá, pibe. No me interesa lo que quieras —lo interrumpió—. No tengo ni puta idea dónde está, ni tampoco me importa. —Hizo una pequeña pausa para escupir al piso con desprecio—. ¡Volá! —Cerró, dando un portazo.

El padre de Alan. Siempre tan simpático. Varios años atrás fue protagonista de uno de sus primeros recuerdos traumáticos. Se disponía a irse cuando dicho recuerdo acudió a su memoria:

Alan había entrado a esta misma casa, mientras Justi y otros nenes lo esperaban afuera, espiando por una de las ventanas sucias, a través de la cual podían ver a un hombre, pelirrojo al igual que su amigo, dormido en un sillón de cara al respaldo. Incluso desde fuera se escuchaban sus ronquidos. Junto al sillón había varias latas de cerveza que el chiquito tuvo que sortear para poder pasar. Después entró en otra habitación, y ya no lo veían.

—Vas a ver que no la va a traer. Te digo que es puro cuento —dijo uno de los niños.

Al cabo de un rato salió, esta vez con una pistola en la mano. Una que parecía real. Cruzaron un enrejado caído que estaba detrás de la casa y que daba a un terreno baldío. Caminaron una centena de metros a través de pastizales y basura hasta dar con un par de viejos autos abandonados, completamente carcomidos. Todos los niños hicieron un círculo para ver al arma. Alan se las pasó y la tuvieron uno en uno en la mano, mirándola con afectada impresión, y después vieron embobados cómo Alan sacaba el cargador vacío y colocaba las balas una por una empujándolas con el pulgar, y cargaba la recámara tirando de la corredera hacia atrás. Decidieron poner unas latas en el techo de un auto y probar su puntería.

—Che, ¿estás seguro de que nadie va a venir a ver qué está pasando? —dijo alguien.

—Vengo acá todo el tiempo, a hacer esto mismo. A nadie le importa —respondió Alan—. Va, yo voy primero y les muestro cómo se hace. Miren y aprendan, manga de giles —concluyó, y guiñó un ojo.

Disparó dos veces y dos latas desaparecieron por los aires. Se habían tapado los oídos con las manos, pero, aun así, el estruendo fue mucho más fuerte de lo que esperaban. Alan les sonrió, muy sobrado. Después dos chicos hicieron un intento cada uno, pero ninguno acertó.

Entonces fue el turno de Justi. Tomó el arma, y solo sentir su peso hizo que sus manos comenzaran a temblar. La contempló unos instantes. Todavía podía oler la pólvora quemada en el aire. Intentó levantarla, pero su mano no dejaba de temblar, así que la volvió a bajar.

—Solo respirá, Jus —dijo Alan—. Respirá, aflojá el agarre... Mirá, el truco es este: pensá en algún hijo de puta, como el gordo Tomás. ¿No está siempre rompiéndote las pelotas? Bueno, imaginá que cada lata es una bolsa de grasa adentro de su panza mugrosa de chancho, y que con cada tiro que embocás, la estás desinflando.

Los demás nenes reían, un poco nerviosos. Justi cerró los ojos, respiró hondo, volvió a apuntar, ahora sujetándola con ambas manos, y puso un dedo sudado en el gatillo. Empezó a presionar muy despacio, cuando de pronto escucharon a alguien que se acercaba con andar violento y mascullaba palabras ininteligibles.

—Mierda —dijo Alan.

Todos dieron media vuelta, sorprendidos, y luego unos pasos atrás al ver ese rostro descolocado con ojos encendidos de furia.

—¡Pendejos de mierda! ¿¡Qué te dije del fierro, Alan!?, ¿¡QUÉ CARAJO TE DIJE!? —rugió.

Justi intentó volver a voltearse y correr al ver que el padre de Alan venía directo hacia él, pero éste lo sujetó dolorosamente de la muñeca con su mano izquierda, rápido como un rayo y fuerte como una prensa, y le arrancó el arma con la derecha. Después le estampó un cachetazo tan fuerte que lo hizo caer y, en un arranque de furia y borrachera, siguió golpeándolo aun cuando ya estaba desarmado y en el suelo, protegiéndose inútilmente con sus debiluchos brazos. Los otros chicos salieron todos corriendo.

—Dejalo... —balbuceó Alan, con voz apenas audible—. ¡Ya dejalo, papá! —repitió gritando.

El padre dio media vuelta con una expresión de "¿Y ahora qué? ¿No ves que estoy ocupado?". Justi, todavía en el piso, se quedó pasmado al ver que Alan había tomado el arma y que le estaba apuntando a su propio papá, quien lo miraba incrédulo. Justi vio cómo su rostro sufría varias transformaciones en pocos segundos: desde sorprendido, a enfurecido, a una extraña y tensa sonrisa burlona, con la que lanzó un bufido. Después lo vio encaminarse hacia Alan sin recaudo, apretando los puños llenos de venas gruesas.

Sí..., no había sido una idea muy brillante, ni salieron bien parados de eso. Pero lo importante era que, desde ese entonces, siempre estuvieron ahí el uno para el otro. A pesar de que las circunstancias de la vida los habían separado un poco, Justi sabía que podía contar con Alan.

Se alejó con un mal sabor de boca. El padre de su amigo no sabía nada de él, y él mismo hacía rato que no lo veía. No estaba seguro de hacía cuánto tiempo, pero... algo de un par de años, probablemente, o puede que más... Mierda, ¿tanto tiempo había pasado? Pensaba en eso cuando recordó un lugar en el que podía llegar a encontrarlo: un bar que ambos frecuentaban, y era viernes por la noche, por lo que había buenas chances. Lo único malo: tendría que caminar otra vez. Por suerte no estaba tan lejos; ya estaba rendido y harto de ir de un lado al otro.

Las calles se ponían cada vez más vivas, y al llegar a la principal se podía ver pasar a todo tipo de personajes, desde los más elegantes hasta los más roñosos, todos buscando dónde comenzar la gira. La noche era joven, así que pronto se llenaría todavía más.

Contempló el cartel de neón con nostalgia. Estaba agotado, pero había llegado. Parecía que hacía añares no entraba al Magia Negra.

Había estado tan ocupado con los estudios y ese mundo, y esos amigos de mierda y esa novia de mierda de ese mundo universitario de mierda. Hasta que todo acabó aparatosamente cuando la muy trola le metió los cuernos a lo grande abriendo las piernas con uno de sus mejores amigos... Dos perversos hijos de puta.

Entonces, con el corazón aplastado, se había sumido en una especie de letargo, un largo sueño de varios meses —aunque más parecido a una pesadilla—, durante el cual había dejado todo lo que alguna vez le interesó, para dedicarse de lleno a pasar las horas con la mirada perdida y sobreviviendo con lo mínimo.

Había comenzado a salir lentamente de ese sopor hacía unas pocas semanas atrás, ayudado por los sacudones del señor Ramírez... Y con el gran sacudón que acababa de dejarlo en la calle, ahora sí, era hora de despertarse.

El Magia Negra era un bar de mala muerte, pero estaba ubicado en la parte movida de San Aurelio, así que se llenaba bastante. Nunca faltaban los borrachos de siempre ni los drogones que se entretenían en la parte de atrás, así que se dispuso a entrar por allí, seguro de que sería más probable encontrar a Alan de ese lado.

Se metió por el callejón que daba a la parte trasera del bar y observó con atención: la luz mortecina y parpadeante iluminaba a duras penas a todos los presentes, que reían, fumaban y bebían su cerveza en enormes vasos descartables; pero ninguno era su amigo. Un poco desesperanzado, fue a echar una ojeada dentro.

Al cruzar la puerta notó cómo una ola de humo, olor a alcohol y música lo invadían, y de pronto se sintió energizado y optimista, y decidió que si no encontraba a su amigo igual se quedaría, y se gastaría los últimos billetes que le quedaban para pasar la noche entera bien chupado y tirado en alguna mesa.

Al pasar por la zona de billar divisó a algunos viejos compañeros de jodas nocturnas, que lo reconocieron inmediatamente.

Después de cruzar alegres saludos y explicar qué le había pasado en el ojo, sin dar muchos detalles, resumir el último par de años de su vida en unos diez segundos y repetir el proceso con distintas personas, le contaron que sí, que Alan andaba por ahí, y que probara a ver si lo encontraba en el baño.

Gracias a Dios. Exhaló un largo suspiro de alivio.

Fue hacia allá, deslizándose entre la música, el humo y las carcajadas, y casi chocó con alguien que en ese mismo momento también estaba cruzando la puerta.

—Movete, gil —dijo éste, al tiempo que lo empujaba a un lado sin siquiera mirarlo. Era muy alto y muy flaco, más de lo que recordaba, y, aunque no tuvo tiempo de ver bien sus facciones, esa cabellera naranja era inconfundible: Alan.

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