18. Todo lo que quería oír

Justi no había pegado un ojo desde que la vio. Su cerebro casi echaba humo a causa de la vertiginosa sucesión de pensamientos acerca de ella, acerca de Ceferino y acerca del ataque. Pero sobre todo acerca de ella. Cualquier otra cosa que pensara acababa con un encimado recuerdo de sus labios sobre los suyos y con el de sus manos tibias deslizándose sobre su espalda. Así que después de preguntar por quinta vez el horario a personas que pasaban, decidió ir a buscarla a la salida de su trabajo. Quedarse en ese hospital más tiempo tampoco tenía mucho sentido, ya que no lo dejaban entrar a la misma sala que Ceferino, por no ser horario de visitas.

Por suerte, ese mismo enfermero que había atendido a Ceferino se había apiadado de él, y le había prestado una remera suya antes de que él se subiera a la ambulancia junto a su amigo. Se preguntó si tendrían idea algunas personas de cuán lejos podía llegar la luz de esos pequeños actos.

La esperó por un buen rato, sentado en el escalón de una entrada de la vereda de enfrente, restregándose el cuello mientras recordaba el apretón que le había dado el grandote idiota que trabajaba con ella y salía a este mismo horario.

Hasta que la vio salir con un grupo de compañeros, como siempre. Pero esta vez se despidió inmediatamente de ellos y se dirigió a paso apretado al estacionamiento contiguo, y, si él seguía tardando mirándola, se iba a quedar sin poder hablarle, así que empezó a moverse a su misma velocidad, hasta que de casualidad ella desvió la mirada en su dirección y lo vio. Entonces ambos se detuvieron y se contemplaron por varios segundos, enfrentados en veredas opuestas, inmóviles y con sonrisas que se comenzaban a esbozar en sus labios, mientras acelerados autos pasaban invisibles frente a sus ojos y ellos solo veían los del otro como si fuera lo único existente sobre esta tierra.

Emilia le hizo un gesto con la mano para que él siguiera caminando, y después se metió al estacionamiento. Justi le hizo caso, un tanto confundido, pero después de avanzar media calle, sin dejar de mirar atrás, vio salir al auto. Entonces siguió caminando más tranquilo. Ella bajó la velocidad cuando estuvo más cerca, y también la ventanilla cuando estuvo a su lado.

—¿Te llevo a algún lado, corazón? —dijo, con una sonrisa.

Justi le devolvió la sonrisa. Ella detuvo el auto a un lado de la calle y él subió. Emilia se giró para verlo mejor y él hizo lo mismo. Se contemplaron por unos segundos, después ella estiró una mano para agarrar la suya y la acarició con el pulgar.

—¿Cómo estás? —preguntó.

—¿Ahora mismo? Estoy muy bien —dijo él, con un semblante agotado y una tímida sonrisa, mientras apretaba su mano con suavidad.

—Estás hecho mierda —dijo ella, y rieron entre dientes.

—Vos estás preciosa. —Justi le dedicó una sonrisa más amplia.

Entonces ella también ensanchó la suya y comenzó a arrancar el auto nuevamente.

—¿Te parece bien si vamos a desayunar algo a algún lugar tranquilo? Obvio que yo invito, así que no te preocupes por eso.

—Gracias. Pero te advierto que me muero de hambre y que voy a pedir muchas cosas, ¿está bien? —dijo Justi, soñoliento y sin dejar de sonreír, y ella rio.

Era tan agradable estar a su lado, oír su risa fresca y suelta, que todo lo que había sufrido y ese dolor latente en su pecho parecían haber quedado ocultos bajo un grueso y suave manto de algodón.

—¿Y tu amigo?

Justi soltó un largo suspiro y se hundió más en su acolchonado, mullido, comodísimo asiento.

—Está triste... Perdió algo muy importante para él entre las cosas que se quemaron. Creo que eso le duele mucho más que las quemaduras.

—Ay... Me da mucha pena por él.

—A mí también...

—Ojalá pudiera hacer algo para ayudarlo. Al menos podés quedarte tranquilo de que está en buenas manos. Su curación va a quedar casi entera en manos de las enfermeras, ¿te lo explicaron?, y en el Fernandez hay de las mejores, conozco algunas con las que fuimos compañeras en la facu por un tiempo, aunque ellas estaban más avanzadas en la carrera. Y algunos de mis profesores también trabajan ahí, así que...

Emilia se interrumpió cuando notó que Justi se había quedado dormido. Así que decidió cambiar de rumbo.


Alan vio al perro asomar la cabeza y gruñir. Lo recordó. Era un perro del barrio que siempre andaba por ahí y el padre lo había adoptado para que la casa pareciera más protegida. Siempre había hecho lo mismo, cuando él era pequeño y adolescente, siempre había alguno dando vueltas por la casa. Pero Alan también recordaba cómo los trataba, y sabía perfectamente bien qué era lo que realmente querían. Así que antes de venir había pasado por la carnicería cercana y había pedido si le daban un manojo de sobras para un chucho. Le dieron sin muchas vueltas una bolsa con recortes de grasa y huesos. Apenas el perro lo olió levantó el cuerpo y se quedó sentado, callado y atento.

—Te tiene muerto de hambre, ¿no'cierto, pulgoso? —dijo Alan, con una sonrisa ladeada.

Se alejó casi hasta el terreno baldío mientras le daba palmadas a su pierna y el perro lo seguía. Volcó la bolsa entera y enseguida volvió a la casa.

Espió hacia adentro por todos los sitios que pudo: parecía vacía. Ignoró completamente el saludo de un vecino conocido que se lo había quedado mirando y después fue hasta una de las ventanas traseras con las persianas torcidas y caídas, y empujó una con ambas manos hacia arriba. Le costó bastante, estaba atorada con algo; pero logró levantarla lo suficiente como para correr el vidrio y meterse. Volvió a bajar la persiana con cuidado para que no hiciera mucho ruido al desplomarse. Miró pasmado a su alrededor: estaba bastante limpio y ordenado. Incluso había revoque nuevo en esa parte que se había desplomado hacía años. Estaba mucho mejor que cuando estaba a su cuidado, al menos. Parecía que el viejo quería poner un poco de orden en su vida desde que había salido... A ver cuánto le duraba. Cambió de habitación lo más silenciosamente que pudo, por si acaso, aunque las tablas del piso no dejaban de rechinar.

Su antigua habitación. Ahí todo seguía igual, con ropa por el piso, latas aplastadas de cerveza y de gaseosa, montones de envoltorios de papas, papelitos usados de coca y bolsitas rotas. Al menos ya no estaban las bolitas de papel ensangrentadas que se sacaba de la nariz: se las habría comido el perro. Le dio un poco de nostalgia ver su póster de Rata Blanca todavía colgado, lo único bueno que había heredado de su padre. Lo había colgado cuando todavía pensaba que la vida podía darte algo y no solo tirarte mierda.

Levantó la tabla floja del piso debajo de la cama y se alegró de que su Glock siguiera ahí. La levantó, estaba fría y le resultó más liviana de lo que la recordaba. Le puso el cargador lleno y seguía siendo liviana. Bien. La metió en la cintura de su pantalón con su remera y la campera gris de Justi por encima. Le encantaba tenerla..., pero se la devolvería apenas lo viera. Volvió a poner la tabla, listo para irse por donde había venido.

Escuchó pasos acercarse. Mierda. Hubiera querido no cruzárselo.

—¿Qué hacés acá? ¿Y adónde está mi perro? —dijo una voz, a sus espaldas.

Alan se incorporó. Su padre estaba en el umbral de la puerta.

—No está acá, ladrándote como debería, así que, ¿qué mierda le hiciste? —continuó.

—¿Y yo cómo carajo voy a saber dónde está tu perro? —dijo Alan, levantando una comisura de sus labios.

El padre se acercó unos pasos, apretando las muelas.

—Si lo tocaste, te vas a arrepentir —dijo, con el rostro ensombrecido.

—¡Uy, qué miedo que me das! —respondió Alan, abriendo mucho los ojos y sacudiendo las manos con las palmas abiertas. Después chasqueó la lengua y suavizó el semblante—. Dale, seguro se pudrió de vos y se tomó el palo.

—¿Qué mierda hiciste con mi perro? —insistió, levantando la voz y acercándose más, con el rostro endurecido y los puños apretados.

A Alan se le erizó la piel cuando lo vio venir de esa forma y, por un instante, se sintió como si tuviera trece años otra vez. Pero apretó las muelas y recordó que ya era un tipo grande, y que estaba armado. Sacó la pistola de la cintura en un movimiento fugaz.

El hombre se detuvo abruptamente y dio un paso atrás al verla en su mano, y después levantó la vista hacia los ojos encendidos de su hijo.

—¿Qué carajo pensás hacer con eso?

—Todo lo que te imaginás.

—¡No seas pelotudo! O vas a terminar como yo.

—¿Borracho y patético?

—Todo es una gran joda para vos, ¿no? Vas a dejar de reírte cuando estés atrás de las rejas.

—¿Para qué perdés el tiempo diciéndome esto? Te importa un carajo si termino preso o muerto o qué mierda pase conmigo.

—Estuve en esa tumba siete putos años.

—Sí, ¿y?, ¿qué mierda querés?, ¿una medalla?, ¿que te aplauda?

—Nos vas a joder a los dos si andas jugando con esa mierda. No voy a volver a pasar un solo segundo más ahí adentro por tu culpa.

—Por mi culpa, por mi culpa, por mi culpa un carajo. ¿Yo te pedí que lo hicieras?, ¡no lo hiciste por mí! Lo hiciste por vos. Por tu ego, y para dejar claro que lo tuyo es tuyo y de nadie más. Porque no querías que nadie se metiera con tu saco de boxeo... No lo hiciste por mí, lo tengo claro. Un pedazo de mierda inservible. Todavía ahora no te cansás de decírmelo. Y no, no voy a andar jugando. Me lo tomo muy, muy en serio. De verdad —concluyó, con una sonrisa en sus labios, pero no en sus ojos.

—Creéme, no va a parecerte tan divertido cuando estés adentro y te agarren entre cuatro para abrirte el culo. Los más pendejos y flacuchos como vos son blanco fácil.

—No me interesa la historia de tu vida. Además, ¿no sabías que soy puto? Me va a encantar.

—¿Sos qué?

—Ya me escuchaste —se encogió de hombros.

El tipo soltó un profundo suspiro.

—Siempre te las rebuscaste para decepcionarme, Alan... —dijo, meneando la cabeza—. Siempre fuiste un pelotudo, siempre rompiendo las bolas, siempre metiéndote en quilómbos. Mirate, mirate en el espejo, pibe. Fijate cómo tenés la jeta. Cada día más hundido en la mierda.

—Mi importa tres chotos lo que pienses de mí —dijo, y se adelantó hasta estar casi a su lado—. Movete.

—No. Primero devolveme el fierro. Es mío.

—Ya no.

—No vas a irte de acá con eso.

—A ver cómo me lo sacás —dijo Alan, aún sin apuntarla.

El hombre se acercó unos pasos más y lo aferró del pecho y estampó contra la pared con una mano, mientras alzaba el puño cerrado en el aire con la otra. Alan apretó el gatillo. Ambos se sobresaltaron por el estruendo, pero ninguno estaba herido. Había un agujero en la madera del piso, entre ellos. Aprovechó la perplejidad de su papá para empujarlo y decirle algo de cerca, antes de irse.

—Si me volvés a meter una sola trompada más en toda tu mierda de vida, te juro que la próxima no va a terminar en el piso.

Volvió a guardarla en su cintura, oculta bajo su ropa, y salió.


Justi despertó por una línea del sol poniente que tocaba su rostro. Se asomaba por entre las cortinas mientras eran mecidas por una ligera brisa. Hundió la cara en esa esponjosa almohada y la apretó un poco. Se estiró para desperezarse y sintió la plácida suavidad de las mantas deslizarse por sus pies descalzos y sus piernas desnudas.

Enfocó la vista en la ventana, en las motas de polvo que resplandecían al tacto del sol y parecían danzar cuando el leve soplo entraba y las agitaba. Después desvió la mirada y divisó a una serie de búhos de madera que lo observaban con atención. Entonces cayó en cuenta de en dónde estaba. Y de que no tenía puesto el pantalón. Se incorporó de golpe cuando lo asaltó un instante de pánico en el que recordó de nuevo al apretón del cuello, pensando que el tipo podía estar ahí. Después la vio a Emilia recostada a su lado y se relajó un poco. Tomó un respiro y sonrió. Lo había llevado a su casa. Recordó levemente bajar del auto y caminar siendo guiado, medio dormido, tan agotado y tan entre sueños que su mente apenas lo había registrado. Y Emilia estaba ahí, a su lado. Tenía que ser una buena señal, ¿no? Ella le daba la espalda, estaba recostada encima de las mantas y vestida completa, aunque descalza, con ropa cómoda de entre casa. Estaba dormida. Miró la hora en su pequeño reloj despertador. Dios, había dormido toda la mañana, mediodía y tarde. Emilia solamente dormía hasta pasado el mediodía, por lo que asumió que para ella solo sería una pequeña siesta. Apreció la silueta del perfil de su cuerpo y sus curvaturas, y vio cómo las ondas de su cabello caían sobre la manta, dejando su cuello y su oreja derecha completamente libres, y vio los pequeños vellos de su piel brillar con la luminosidad de la habitación. Alzó una mano para deslizarla por su cintura y después besar su cuello, como solía hacer, pero se detuvo. No estaba seguro de lo que estaba pasando, ni de qué era lo que ella pretendía, así que prefirió ser más prudente, ahora que se sentía bastante bien como para lograrlo.

Quería despertarla, pero también le gustaba verla dormir. Se acercó un poco, con mucho cuidado, y la contempló desde arriba. Su semblante estaba tan relajado y era tan hermosa... Tenía miedo de despertarla y hablar con ella, y terminar despertando también él de este bello sueño de esperanza. Temía que todo terminara definitivamente. Solo quería observarla por un rato más, admirar su belleza. Quizás fuese la última vez que podría, después de todo. Así tan de cerca, al menos. Sé acercó un poco más, con cuidado de no tocarla, y cerró los ojos mientras inhalaba el perfume de su piel, que lo impregnó y encendió su deseo aun más, y comenzó a sentir su corazón latir más deprisa y un hormiguero recorrer todas sus extremidades. Además de verla y olerla, quería sentirla, besarla, saborearla entera: sus labios y cada rincón de su piel, y sentir el calor adentro de su cuerpo. Se levantó de pronto para ir a descargar su erección en su baño. No quería que ella despertara y lo viera así y parecer un depravado.

Caminó con calma; la puerta estaba abierta, así que solo la empujó un poco más para poder salir del dormitorio e ir al baño con cuidado de no hacer ruido. Sí que era agradable, su casa. La temperatura siempre era perfecta, siempre había una leve brisa, los muebles de madera clara se combinaban de manera armoniosa con otros colores tenues, todo olía bien y cada rincón le recordaba a ella.

Entró, cerró la puerta tras de sí muy despacio y soltó un suspiro una vez dentro. Se miró en el espejo mientras se frotaba distraídamente la entrepierna por encima del calzon. Tenía una pinta terrible: estaba ojeroso, chupado, barbudo y con el pelo muy crecido y hecho una maraña negra y salvaje. Se rascó una mejilla barbuda mientras su mirada se desviaba a la toalla que veía en el reflejo. Dudó unos instantes, pero la certeza de que mientras más lo dudara más tiempo perdía lo llevó a sacarse la ropa en pocos segundos y saltar a la ducha. Solo necesitaba dos minutos. Ella seguiría durmiendo cuando acabara. Abrió el agua tibia y la dejó caer sobre su rostro y pecho mientras se enjabonaba, prestando especial atención a las axilas, y después se dio la vuelta y dejó que discurriera por su espalda mientras se enjabonaba las pelotas y de paso se la tiraba, aprovechando la cremosidad del jabón, y con el vivo recuerdo del cuerpo desnudo y caliente de Emilia bajo sus manos.

Estaba a poco de acabar cuando oyó la puerta del baño abrirse.

Emilia entró y se quedó parada y quieta por varios segundos, observándolo a través de la mampara de la ducha apenas empañada. Él hizo lo mismo. Hasta que ella comenzó a desnudarse, y él a sentir sus palpitaciones acelerar. La contempló sacándose la ropa, y una gota que se deslizó por el plástico le permitió ver su pezón izquierdo a la perfección. Después vio su silueta acercándose y definiéndose más, hasta que corrió la puerta a un lado y entró, volviendo a cerrarla tras de sí. Admiró su cuerpo completamente desnudo, tal como lo recordaba, y una oleada de ardiente lujuria lo inundó, y un anhelo que casi dolía lo hizo estremecerse de pies a cabeza. Se humedeció los labios, electrificándola con sus ojos relampagueantes. De pronto se abalanzó hacia ella y la aferró de la cintura, la levantó y atrajo hacia sí, debajo del agua, y la besó y apretujó sus tetas, con la espalda de ella contra la pared empañada. Después comenzó a lamer y mordisquear uno de sus pezones, mientras que apretaba y retorcía el otro entre sus dedos, sintiendo su dureza y escuchándola suspirar. Siguió bajando mientras rozaba la piel de su vientre con los labios, apreciando las gotas de agua que bajaban por su cuerpo, y esparciendo el jabón de sus manos por su espalda. Delineó la circunferencia de su ombligo con la lengua, mientras sus manos se deslizaban por su cintura y enjabonaban sus glúteos, apretándolos, hundiendo los dedos en su carne, y su boca continuaba bajando hasta encontrarse con su entrepierna. Después jugueteó con la lengua dentro de la abertura de sus labios, y con unos de sus dedos acarició y refregó la otra, mientras ella gemía y sus rodillas temblaban y abría las piernas cada vez más. Justi continuó hasta dejarla inflamada y jugosa, y con todo el cuerpo estremeciéndose.

—¿Tenés uno? —preguntó en su oído, tras incorporarse. Ella negó con la cabeza, y él le susurró que entonces se saldría.

Levantó sus piernas y la penetró; pero al sentirse dentro suyo, sentir su interior caliente ajustándose a la perfección a su miembro, y todo ese deseo acumulado que había estado sintiendo por ella, sumado a la paja que había comenzado justo antes de que ella entrara, hicieron que tuviese que salirse unas pocas embestidas después, así que se echó hacia atrás con brusquedad y soltó un gemido que casi fue un rugido, al tiempo que explotaban en el aire una seguidilla de chorros blancos que acabaron por escurrirse bajo las rendijas de la rejilla. Después apoyó la frente en uno de sus hombros, todavía jadeando.

—Perdón —dijo, tras una pausa de silencio, y ella empezó a reírse entre dientes y su risa se le contagió, hasta que ambos rieron con soltura.

—¿Pero no vas a dejarme así, no? —preguntó ella, unos segundos después.

Entonces Justi se le acercó con una gran sonrisa y le susurró al oído que no se preocupara, que la haría explotar igual que lo había hecho él, y deslizó una mano por su cintura y la otra por todo su vientre hasta su entrepierna, y dejó que sus dedos se entretuvieran por un rato trazando espirales, presionando y deslizándose por sus pliegues viscosos y calientes, hasta que sus gemidos colmaron la habitación y sintió los espasmos de su cuerpo contra el suyo, que luego se convirtieron en suaves temblores, mientras él la apretaba contra sí y besaba su cuello. Permanecieron abrazados por un rato, bajo la tibia lluvia de la ducha y rodeados del leve vapor que emanaba. Después se separaron un poco, lo justo para poder apreciar bien los ojos del otro, con la intriga de qué habría en su mente, el miedo y la casi certeza de que poner las cosas en palabras significaría cagarla y arruinar lo poco que les quedaba: la ilusión. Así que, simplemente, decidieron disfrutar del silencio mientras Emilia masajeaba el pelo de Justi con el shampoo, intentando desenmarañarlo, y mientras se enjabonaban uno al otro. Hasta que a Justi se le volvió a parar mientras deslizaba sus manos espumosas sobre sus tetas, así que volvieron a hacerlo, esta vez ambos de cara a la pared, con el agua discurriendo por sus espaldas y sus gemidos como única conversación.

Pero la intriga comenzó a carcomerlo y, por mucho que hubiera deseado estirar cada minuto y cada segundo tanto como la eternidad, lo cierto es que tenían que poner las cosas en claro. Estaba aterrorizado ante la idea de que esto fuese una despedida, pero también de que ella quisiera volver a lo mismo, que se hubiese arreglado con el grandote marmota y que quisiera seguir teniéndolo a él de perrito faldero. Si esa era su idea, entonces también sería como una despedida, ya que él tenía toda la intención de rechazarla, de terminar con todo cortando por lo sano, desde la raíz, y no volver a verla nunca más. Porque, mientras más feliz ella lo hacía, esa espina clavada en su talón más se infectaría, y le pudriría la sangre como una gangrena hasta joderle el corazón, y entonces volvería al edificio de la construcción y subiría a ese mismo octavo piso, esta vez solo para lanzarse a la calle.

Pero..., no estaba tan seguro de poder rechazarla y terminar con todo. Porque se conocía a sí mismo, y sabía que a veces era un verdadero gil.

—Qué bueno que estabas ahí y lo sacaste —dijo ella, despertándolo de sus pensamientos, mientras esparcía un poco de mermelada sobre una tostada—. Podía haber sido mucho peor. Mi compañero me contó todo.

Apenas habían salido de la ducha habían ido a la cocina a preparar algo para calmar el apetito y, tras atacar las alacenas, se habían sentado a la mesa uno al lado del otro. A Justi le rugía el estómago, pero se le estrujó un poco al escuchar eso.

—Supongo que sí. ¿Así que..., te contó todo? ¿hasta los detalles? —preguntó, con la mirada perdida en la cerámica del piso.

—Todo lo que vos le contaste, sí.

—Entonces... —Justi hizo una pausa para restregarse la frente con una mano sudada y temblorosa—, supongo que ya te diste cuenta..., ¿no?

—¿De que no vivís con tu tía? —preguntó Emilia. Justi tragó saliva con dificultad y sintió su corazón arrítmico golpeando su pecho. Levantó la vista y se sorprendió ante su afable mirada— ¿Te digo la verdad, corazón? —Su semblante se suavizó aun más—. Tu pinta te delata más que lo que contaste —concluyó, con una leve sonrisa.

Justi se estremeció, sobrecogido ante esa reacción que no esperaba, y clavó los codos sobre la mesa, ocultó su rostro tras sus manos mientras un escalofrío recorría su cuerpo, y las restregó por sus ojos y por toda su cara varias veces. Permaneció así por un rato, incapaz de ver sus compasivos ojos de nuevo, tras haber sido atrapado en una de sus mayores mentiras, sintiéndose indigno de ella y, al mismo tiempo, debilitado, golpeado por el pesado puño de su propia realidad.

—Entiendo por qué no me lo contaste, Justi.

Él sacó las manos de su rostro, se giró completamente hacia ella y se las tendió, cabizbajo. Ella también se giró completamente hacia él, encajó sus rodillas entre las suyas, y las tomó. Justi continuó con la mirada fija en el piso por unos segundos más, hasta que al fin la levantó, tímidamente. Tenía los ojos enrojecidos, las cejas caídas y todo su semblante reflejaba su abatimiento.

—¿Hace mucho que vivís así?

—Algunos meses... Desde el mismo día que te conocí, de hecho.

—¿El día que estabas borracho en el bar porque te acababan de echar del laburo?, ¿el mismo día?

—Sí, el mismo día.

—Qué día de mierda.

Justi asintió con una apenada sonrisa, apretando una de las comisuras de sus labios.

—¿Y ese señor te acogió?

—Más o menos. Pero solo durante el día. De noche me voy a un parador. Con Ceferino nos hacemos compañía, pero en realidad, el que de verdad me tiró una soga fue mi amigo, el pelirrojo de la cicatriz en la frente, ¿te acordás de él? Bueno, cuando me quedé sin nada, fui a buscarlo, y resulta que él estaba peor que yo. Pero igual me ayudó. Yo solo, en la calle, sin un mango partido al medio y con la depre que venía..., no sé cómo hubiera hecho. Me quería morir. Me levantó un montón volver a verlo. Él me hizo lugar ahí, en su entradita frente a la plaza, me presentó al Cefe, me llevó al parador, me mostró dónde daban comida, agua, remedios, ropa, a dónde podía lavarla, a dónde lavarme yo, todo. Me bancó con guita, con morfi, con abrigo, con... con todo, por poco que fuera... Hasta corrió a chorros que nos quisieron afanar lo poco que teníamos, más de una vez. Siempre ahí, el flaco, haciéndome el aguante. Haciéndome cagar de risa cada vez que me quería largar a llorar. Está bastante reventado y tiene sus quilombos, pero sin él... no sé si la contaba. Le debo un montón.

Emilia sintió una ola de sentimientos cruzados al oírlo hablar de ese pibe que la había martirizado con una sarta de insultos y palabras hirientes que la habían dejado con las lágrimas a flor de piel y sintiéndose una porquería. Pero lo había ayudado a él, y eso era algo que no podía menospreciar.

—No tenía idea de lo difícil que estaba siendo todo para vos... —dijo Emilia, acariciando sus manos con ambos pulgares y dirigiéndole una mirada conmiserativa—. Sabés, cuando Seba nos agarró, lo primero que pensé fue que todavía no era el momento, que no estaba lista para que eso pasara y menos así... Pero hubo algo que me hizo dudar mucho, no te lo voy a negar.

—Creo que adivino qué... —Justi volvió a bajar la mirada, y comenzó a restregarse la frente.

—Yo sé que también me mandé las mías, pero siempre fui honesta con vos, y vos en cambio me mentías en la cara. Y no con boludeces... la mentira de la falopa fue la gota que rebalsó el vaso.

—Emi, no..., no es lo que parece. Si te mentí con eso es porque no quería que pensaras que estaba enganchado, porque no lo estoy.

Emilia examinó su expresión al detalle mientras se recostaba en el respaldo de su asiento.

—¿Te acordás lo que te dije cuando me llevaste al vagón, en el terreno baldío? ¿Que mi familia también la había pasado mal?

—Sí, me acuerdo.

—Y que yo era una pendejita revoltosa, ¿te acordás? —Justi sonrió, asintiendo—. Lo que no te conté es que ya había pasado por esto antes, Justi, con alguien que negaba todo y después le robaba a su vieja para comprar más. Mi hermana mayor. Por eso me asusté cuando me mentiste. Sabía que me estabas ocultando cosas, y de repente apareció Bastian y todo se fue al carajo. Una noche hermosa que terminó siendo una pesadilla.

»Quería volver el tiempo atrás, revertir todo a cuando las cosas estaban bien, a la base. Y mi base era Bastian. Porque estando con él fue que te conocí, estando con él fue que fui feliz con vos... ¿Entendés? Así que le dije que solo eras alguien que me comí estando medio en pedo, que ni te conocía, que no eras nadie —continuó Emilia, mientras el estómago de Justi se apretaba más—. Pero el solo hecho de escuchar mis propias palabras me hizo darme cuenta... de qué mentira más grande que era eso. Sentí que te traicionaba, pero también a mí misma —dijo, y soltó un largo suspiro durante el cual mantuvo los párpados cerrados—. Él me creyó..., pero me di cuenta de que no quería que me creyera —los abrió y sus centelleantes ojos volvieron a atravesarlo—. Lo que quería era verte a vos. Hablarte. Volver a verte y sentirte. Así que cortamos. Le dije la verdad de todo, todo lo que sos para mí. Y después te busqué, cuando caí de que no iba a volver a verte si no te buscaba. Pero no sabía por dónde, así que fui a todos los lugares a los que fuimos juntos. A todos. Varias...

Justi la interrumpió con un beso. No le hacía falta escuchar más. Ya había dicho todo lo que quería oír y el sosiego que le produjeron sus palabras ya había entrado en su pecho y calmado el ritmo frenético de su corazón.

Un beso suave y tierno. Percibió la forma y textura de sus labios a través de los suyos, y de su lengua junto a la suya, mientras las manos posadas en su mentón rozaban los lóbulos de sus orejas y las puntas de sus dedos se hundían entre las ondas de su pelo. Después contempló sus ojos y le dedicó una sonrisa sincera. Y ella se deleitó volviendo a ver esa sonrisa que tanto había extrañado, y no pudo evitar sonreír también.

—Perdoname por haber tardado tanto, Justi. Ahora me doy cuenta de que solo me daba miedo cambiar, miedo a enfrentar las cosas cuando fueran diferentes. Lo mismo que con mi hermana. Me daba miedo enfrentarlo, y la solté con tal de no hacerlo. No quiero que me pase lo mismo con vos, Justi. Quiero enfrentar con vos lo que sea.

—Y yo con vos, hermosa.

Sus ojos centelleaban. Los nervios que le apretaban el pecho desde que la vio en la guardia del Balbán se habían disipado por completo, y tomó una bocanada de aire que le llenó los pulmones de una paz tibia que ya casi no recordaba.

—Sabés —continuó—, creo que si te hubiera visto en algún lugar, buscándome, me hubiera desmayado. Casi me pasó, cuando te vi en la guardia —dijo, y ambos rieron con ganas. Con esas ganas de reír juntos otra vez.

—Hubiera sido una buena oportunidad para aprovechar y traerte a mi casa y hacerte de todo.

—Ah, ahora entiendo porqué me desperté acá —dijo, y volvieron a reír, entre dientes—. Entonces..., ¿estás sola?

Ella asintió.

—¿No estás saliendo con nadie?

Ella negó.

Justi ensanchó su sonrisa todavía más.

—Bueno, sí hay alguien... —dijo seria, con la mirada perdida en la mesa. Justi también se puso serio —. Un pibe que no deja de aparecer en mi vida, de ojos azules y pelo negro —dijo, mientras una pícara sonrisa comenzaba a aparecer en su rostro. Pero la de Justi no retornó. De hecho, su semblante se ensombreció un poco.

—Y..., ¿no te importa que ese pibe sea un pobre infeliz que apenas si tiene con qué vestirse?

—No me importa para nada. Vos seguís siendo vos. No me importa en qué vengas envuelto.

Justi meneó la cabeza y se restregó la frente.

—Prometeme algo —dijo, clavando sus ojos en ella. Emilia enarcó las cejas—: que no vas a tratar de ayudarme... económicamente.

—No quiero prometerte eso.

—Solo prometelo.

—¿Pero por qué te empeñás en...?

—Por favor...

Emilia lo contempló, incrédula, durante varios segundos. Meneó la cabeza mordiendo su labio y soltando un largo suspiro.

—Está bien, supongo. Te lo prometo —dijo, con resignación. Era su vida, después de todo. Y si esa era su decisión, ella la respetaría.

Entonces Justi la miró fijo y serio por unos segundos, hasta que una sonrisa comenzó a vislumbrarse y a ensancharse más, mientras deslizaba sus manos tras su cintura y la atraía hacia él y después apretaba sus labios contra los suyos.


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