14. Veneno

Safa, pero tiene que haber algo mejor..., no..., no..., mierda..., este tampoco... Este sí, tiene bastante, se dijo Justi, mientras examinaba una colilla de cigarrillo entre los dedos. Siguió revolviendo el cenicero del tacho un minuto más, hasta que vio a un empleado del restaurante acercándose a él, entonces se alejó y, en el camino de irse, aprovechó para agarrar un pedazo de hamburguesa mordisqueado que alguien había abandonado en una mesas de afuera. Los pocos clientes que había cerca lo miraban con desprecio, pero ya no le importaba.

Ya no le importaba una mierda.

Lo único que le había importado desde que había caído en esa miseria se había desvanecido. Se le había escapado, escabullido entre los dedos como una ilusión. No la merecía, después de todo. Solo había sido un manotazo desesperado al reflejo arcoíris de un cristal. Una bocanada de aire para alguien que se ahogaba en un pantano. Y, aunque ese sueño había durado poco, había sido uno de los más hermosos de su vida. Y despertar... Despertar había sido terrible. Era una realidad con la que se había cansado de luchar.

Se alejó lo suficiente y se sentó en el cordón de la vereda para comer el pedacito rescatado, mientras se rascaba las mejillas barbudas y la nuca.

El sabor delicioso de ese pedazo deshaciéndose en su boca le abrió el apetito aun más, y empezó a escuchar el rugir de su propio estómago.

La noche anterior no había podido comer. Había ido a hacer franela en una de las calles más transitadas de San Aurelio, con balde en mano y trapito al hombro. Consiguió unos pesos durante la tarde. Hasta que un pibe muy enojado apareció de pronto, con su propio balde y las muelas apretadas, y comenzó a gritarle que esa era su zona y que le diera toda la plata que había ganado, que le correspondía. Lo enfrentó, por supuesto, ¿quién mierda se creía? Pero entre tirones, empujones y manotazos, aparecieron sus amigos y, por muy flacuchos que fueran, tres contra uno no era nada alentador. Salió corriendo y logró perderlos, un buen rato después, escondido en un patio al que se coló y en el que tuvo que quedarse demasiado tiempo para evitar la golpiza. Tanto tiempo que, cuando por fin pudo salir, ya se había pasado el horario límite de entrada al parador. Así que no probaba bocado desde hacía casi treinta horas, en un desayuno que había consistido en pan duro y café aguado.

A veces Ceferino le ofrecía un puñado de porotos que cocía en una cazuelita, pero a Justi le daba pena sacarle lo poco que tenía, y había decidido arreglárselas solo.

Se limpió la mostaza de los dedos en el pantalón y después encendió la colilla, que le duró un par de caladas.

Extrañaba cuando Alan lo invitaba a comer, pero hacía ya un par de semanas que éste se guardaba cada centavo para algo más: había encontrado a alguien que le vendía, según sus propias palabras, una merca que te reventaba la cabeza. Desde entonces Justi solo comía el desayuno y la cena del parador, y, si lo asaltaba el hambre entre medio de ambas, no le quedaba otra que aguantarse..., o arreglárselas así.

Se metió por una callecita en la que desembocaban las partes traseras de un par de restaurantes y casas de comida rápida, a ver si tenía suerte y encontraba algo para Ceferino también. Había algunos cirujas revolviendo unos tachos más lejanos, pero ellos tenían un carro y juntaban cartones. A veces juntaba alguna cosa que podía ser útil para armarse uno y poder hacer lo mismo, a pesar de saber que la paga era miserable y el trabajo extenuante. Otras veces ni siquiera juntaba la voluntad de levantarse de la cama.

Se centró en su tarea: la mayoría de los tachos estaban casi vacíos, ya que todos los negocios de comidas acostumbran tirar su basura después de cerrar sus puertas, por la noche. Por el mismo motivo, si entrabas a pedir comida, te decían que pasaras de vuelta pasada la medianoche. Pero él casi nunca estaba ahí a esas horas, porque no podías llegar muy tarde al parador o ya no te dejaban entrar. Pero estaba bien: ahí tenía su ración de polenta pegajosa y después un colchón, así que no le importaba perderse los manjares que los solidarios empleados nocturnos de los restaurantes tenían guardado para él u otros como él. Y seguramente había otras personas que los necesitaban más. Porque algo que le habían enseñado estos últimos meses es que el pozo de desgracia no tiene fondo.

Rebuscó entre lo poco que había, después de abrir las bolsas con esfuerzo y cuidado. Luego intentaba cerrarlas, una vez acabado el examen. Le pareció que había encontrado algo genial: una bolsa llena de sobras de panchos y hamburguesas como la que acababa de comer, algunos pedazos grandes, todos entremezclados unos con otros, y aplastados, pero eso era lo de menos. Era comida, sana y deliciosa, y ya se le estaba acumulando saliva en el labio inferior, hasta que probó un pedazo y notó unas piedritas entre los dientes. Era polvo, mugre. Escupió, se sacó de la boca un par de pelos y escupió otra vez. Mierda. Se había apurado a dar el mordisco sin tener el pedazo bien revisado: algún idiota había tirado la basura del piso, lo recolectado en la pala después de barrer, en la misma bolsa.

Forros hijos de puta, pensó. Ni que fuera tan difícil usar dos bolsas diferentes, Dios.

Rebuscó un poco más, sin éxito. Las bolsas buenas tenían comida sana, pero ese día todas estaban mezcladas con basura. Las bolsas malas tenían comida podrida, con cucarachas o gusanos; esas las volvía a cerrar rápido, antes de que algún bicho reptara por su mano.

Y ni hablar de las ratas. Por esas sí que no sentía simpatía, y si escuchaba sus chillidos se alejaba un par de metros con una mueca de asco.

Pero su estómago no dejaba de rugir, así que pasó cerca de las mesas de otro restaurante. Las examinó a todas con la mirada, mientras pasaba lentamente por el pasillo abierto en medio. Entonces vio algo que le llamó aun más la atención que cualquier delicia despreciada: ahí, sobre una mesa, sola, completamente desprotegida..., una cartera abierta con una billetera casi asomando. Mierda, parecía un regalo. Rememoró haber visto, hacía unos segundos, a una señora levantarse y encaminarse al interior del restaurante. Su pulso se aceleró y su andar se lentificó. Tragó saliva con dificultad y metió la mano al pasar, sin detenerse y casi sin mirar. Siguió caminando, como si nada hubiera pasado, hasta que se adelantó varios metros y comenzó a apretar el paso. Dobló en la primera esquina, se largó a correr y corrió por un par de calles.

Se sentó en el cordón, agitado, hundiendo los pies en las hojas rojas y ocre. Se limpió el sudor de la frente con una mano temblorosa, mientras sentía los golpes de cada palpitación entre sus costillas.

Mierda, eso... Dios, ¿por qué carajo hice eso?, se dijo, restregándose la frente. Cómo va a dejar la cartera así, vieja boluda, la reputa madre.

No quería sacarse la billetera del bolsillo: no quería tocarla de vuelta. Pero sí quería sacársela de encima. Así que la tomó y la miró. Era de cuero, o algo parecido, rosa salmón, y grande. Abrió el botón imantado y lo primero que vio fue una pequeña foto de un par de mujeres pasándose un brazo por sobre sus hombros. Abrió el compartimiento de billetes: tenía un puñado y se humedeció los labios al verlos. Los sacó y se levantó, miró a los lados y la lanzó lo más fuerte que pudo por encima del techo de un edificio.

Y seguís cayendo, Justi, pensó para sí mismo.

Con ese dinero compró dos vastos sándwiches con gruesos filetes de carne, jamón, queso, tomate, lechuga, huevo frito y todos los aderezos habidos, para Ceferino y para él. No le podía decir que eran un regalo, o no lo querría. Y si le decía que lo había comprado, se daría cuenta. Pero ya no le importaba. Alan no lo hubiera aceptado, se arreglaba solo. Además, no quería escuchar el discurso con el que hubiese recibido el ofrecimiento.

Ceferino miró el sándwich envuelto en nailon y subió la mirada hacia su amigo. El pecho de Justi se apretó un poco y le tembló el labio cuando abrió la boca para pedirle que no se preocupara, que no había robado nada, pero... pero no era del todo cierto. No había otra justificación más que la realidad en la que estaban inmersos y, por mucho pesar que le causara, Ceferino lo entendía.

Se sentó a su lado y comieron con caras largas. Justi observó cómo su amigo masticaba con avidez, mientras miraba distraídamente a la distancia.

—Cefe... —Él arqueó las cejas y lo miró de reojo—. ¿Por qué nunca aceptás la comida que te quieren dejar los que pasan? Si solo te quieren ayudar.

Ceferino volvió a mirarlo de reojo y siguió masticando por un rato. Después meneó la cabeza.

—Es peligroso. Una vez... —Por un momento se perdió en su memoria y dejó de ver lo que sus ojos miraban—. Me acuerdo de sus ojitos..., él tenía su comida de perros, que me regalaban de un lugar; pero me miraba con esos ojos negros enormes. Así que le di el sándwich que me habían dado. Al rato empezó a vomitar sangre... Tenía veneno. —concluyó, frunciendo las cejas y entrecerrando los ojos.

—Uh... Disculpá, no quería hacerte acordar de un momento de mierda.

—No pasa nada. Algunas personas son peores que la mierda.

Justi asintió en silencio y encendió otra colilla.


El resto del día lo pasó tirado en el piso de la entrada del comercio. No tenía ánimos siquiera para dar una mano a Ceferino en su eterna búsqueda de porquerías útiles, como hacía a veces. Apenas se levantaba cuando el estómago le rugía de hambre, o cuando su garganta seca rogaba por algún líquido que la humedeciera. Entonces cruzaba a la plaza y llenaba alguna botella con el agua de una canilla vieja que años atrás habría servido para regar. A veces se mojaba la cabeza un poco. A veces lavaba como podía alguna ropa.

Ya había oscurecido, y lo único que sobrepasaba el rugido de su estómago era el de su deseo por un cigarrillo y un poco de coca. Solo para sacársela de la cabeza. Se incorporó despacio, adolorido y embotado, preguntándose dónde andaría Alan. Se restregó la cabeza y la cara mientras soltaba un suspiro. Hasta que lo vio venir, más lejos. Se acercaba con dos cajas de pizza en la mano y una expresión presuntuosa. Justi se limpió los ojos con el dorso de la mano, al tiempo que su boca empezaba a producir demasiada saliva y sus ojos a brillar como los de un nene que va a recibir un premio. O algo delicioso. Se saludaron con un apretón de manos y Alan se sacó la mochila y la abrió. Adentro había varias latas de cerveza.

—Si no venís a la fiesta, amigo querido, la fiesta viene a vos —dijo, mientras abría un par de latas y se las pasaba a sus amigos, y otra para él.

—Capo, ni siquiera puedo levantarme, ¿y ya me querés voltear?

—Al contrario, amigo, quiero que revivas y bailes conmigo, quiero que le patees el culo a tu depresión y te pongas a cantarle a la luna, o lo que sea —dijo, acompañando sus palabras con los brazos abiertos al cielo y unos pasitos de baile—, lo que quiero es no verte más ahí tirado, y ya sé que no querés dartela en la pera esta noche, pero con esto al menos vamos a poder divertirnos un rato, papu, ¿qué decís? —preguntó, antes de tomar un trago largo.

—No sé... —respondió Justi, analizando la lata abierta en su mano—. Si tomo no voy a poder ir al parador. Y me siento medio mal hoy.

—¡Olvídate del parador un cacho, amigo! No lo desprecies, pa, que traje todo esto especialmente para vos. —Se sentó al lado de Justi y acomodó una caja de pizza encima de sus piernas. Justi miró expectante cómo su amigo metía la mano en un bolsillo, y clavó los ojos ansiosos en ese contenido que era vertido con cuidado hasta formar dos prolijas líneas blancas—. Y no te preocupes que no vas a terminar dado vuelta, guachín, solo son birras y nevaditos, más tranqui imposible —dijo, mientras humedecía la punta de un porro y le restregaba toda la línea de coca—. Mirá, tal vez divertirte es pedir mucho, pero al menos podés tratar de pasarla bien un toque, ¿sabés?, relajarte —concluyó, mientras se lo pasaba a Justi. Después de hacerse uno igual puso música con el teléfono de vaya a saber quién.

—Comé algo Justi —intervino Ceferino, que ya había abierto la otra caja y masticaba con ímpetu—. Que está muy buena. Gracias, pibe.

—¿Ves? Él sí lo aprecia. Dale amigo, comé algo, y tomate aunque sea una birrita. Después vas al parador igual, total, ¿quién está en la puerta? ¿El gordo chupapija? Ese negro choborra ni siquiera se va a dar cuenta, lo va a confundir con su propio aliento, el puto.

Justi restregó una mano por su pantalón antes de sacar su encendedor.

—Y bueno... —dijo, mientras encendía su porro nevado, evitando el contacto visual con los ojos de Ceferino—, dale.

—¡Eaaa! ¡Ahí va, papá, así te quiero ver! ¡Dale, Cefe, sumate vos también! Brindemos, loco, que ya casi es de noche y esto recién arranca. No se pueden quejar, ¿eh? Papi Alan aporta, amigos, ¿se dan cuenta? Ya sé que no es la gran cosa para los tres, pero es algo. Y vos también podrías, Jus, aportar a esta familia hermosa que armamos. No te estoy diciendo que lo hagas, porque ya sé lo que me vas a decir. Solo digo que podrías, si quisieras, ya sabés, vivir mejor.

—No jodas siempre con lo mismo, Alan —respondió Justi, mientras daba una calada.

—Dale, no te pongá la gorra, pa. ¿No estás hasta las bolas de morfar basura?

—Sí, pero prefiero eso.

—Bueno, papu, solo te digo, que no me va que la estés pasando para el orto. Tenés que soltarte, ¿entendés lo que digo? Te quedaste estancado en el medio. Cortala con darle tantas vueltas a lo que piensen de vos, o lo que tu yo pasado hubiera pensado, o lo que esa mina flashaba. Olvidate de toda esa mierda, macho. Superálo. Sos más que todo eso. Necesitás soltarlo y divertirte un toque. —Se levantó de un salto y sacudió el cuerpo como un perro mojado, y comenzó a caminar y dar vueltas mientras seguía hablando, acompañando todo con algún gesto o alguna sonrisa—. Tenés que sacarle el jugo a toda esta mierda, papá, porque, ¿sabés una cosa?, todo lo malo tiene algo bueno. Pero para entender eso necesitás ubicarte en este plano, amigo, dejar de cajetear, bajar de la luna y que tu cabeza esté donde están tus patas, ¿sabés lo que digo? Dejá de pensar tanto en lo que fue o en lo que podía haber sido, o en qué poronga hubiera pasado si las cosas fueran diferentes, porque no lo son, guachín, y es al pedo darle tantas vueltas. Pensá en dónde estás y en cómo estás y en eso que te electriza los dedos, pa —acercó las manos a la cara de Justi, moviendo los dedos con rapidez—, no en lo que te hace cerrar los ojos por más tiempo cuando llega la noche, porque entonces la vida sería un embole, amigo, y ni valdría la pena vivirla, ¿no te parece? —Se quedó con los brazos abiertos, esperando una respuesta.

—¿Sabés qué me electrificaría los dedos? Hundir la cara en las tetas de Emilia —respondió Justi con la boca medio llena, apoyando la mejilla en un puño cerrado. Alan resopló.

—Emilia, Emilia, Emilia, ya me tenés las bolas llenas de escucharte tirar ese nombre sin parar, loco, olvidate ya, sacátela de la cabeza, pa —dijo, con repentina irritación.

—No quiero olvidarme. Me gusta acordarme de ella. No salió bien, pero al menos la tengo ahí, en mi cabeza.

—Bueno, entonces dejátela ahí bien guardadita en el bocho y dejá de mencionarla, ¿sí?

—¿Y ahora qué te pasa, che?, ¿te jode que siempre hable de lo mismo? Mierda, ¿y vos, boludo?, ¿te escuchaste hablar alguna vez? Parecés un disco rayado, loco, y yo no te rompo las pelotas por eso.

—No me jode que hablés de lo mismo, me jode que hablés de ella como si hubiera sido lo mejor que te pasó en la vida, cuando lo único que hizo fue pisotearte con el taco lleno de mierda, amigo.

Alan bufó y se dio unas palmadas en la pierna nerviosamente, mientras miraba a Justi con impaciencia y a Ceferino con el rabillo del ojo.

—Oíme... —le dijo en un tono más bajo y acercándose más a su oído—. Hay otras cosas que pueden acelerar más tu corazón que un recuerdo de mierda, y ya sabés a lo que me refiero. El compa que te comenté, el que tiene la de primera, no la va a tener por mucho tiempo más, ¿sabés? Siempre termina habiendo algún... quilombo, ¿sabés lo que digo, pa? Siempre. Cuando es buena dura poco y mientras mejor sea, menos dura. Desaparece. O la nieve o el tipo. Siempre. Te lo digo por experiencia. Y no puedo dejar que pase de largo, papu, esta vez no. Es una pena que tengas hambre, pero yo también tengo, amigo. Y no la aguanto. Lo vas a entender cuando la pruebes, te va a volar la cabeza. Solo necesito..., necesito un poco más de guita. ¿Por qué no me tirás una manito, Jus? No necesito mucho más, pa, solo un poco. Con una sola vez más ya estaría bien, ¿sabés?, pero una buena, una que rinda.

—Vas a tener que arreglarte solo, capo.

Alan se restregó la parte trasera del cuello varias veces y después el pelo grasiento, mientras resoplaba con desasosiego.

—Está bien, amigo, no importa. Ya voy a ver qué hacer... —dijo con un tono forzado, dándole a Justi unas palmadas en el hombro—. Mejor cambiemos de tema y levantémonos un rato de la tumba, ¿qué decís?

Alan buscó una canción que sabía que lo pondría de buen humor. Le dirigió una mirada encendida cuando comenzó a sonar y tiró de su brazo para que bailara con él, pero Justi solo tomó un trago largo de la lata, con movimientos lentos, y volvió a sentarse. Sin embargo, Alan no se iba a dar por vencido tan fácilmente. Consiguió sacarle una risita a su amigo un par de latas después, con su demostración de un ridículo baile estilo robótico. Aunque también consiguió que moqueara y sollozara por un rato, luego de otro par de latas más. Y ni siquiera estaba borracho de verdad. Solo triste.

Su plan de alegrarlo no estaba yendo nada bien, pero Alan estaba decidido a extirparle el veneno de esa trola de una vez por todas, y si no podía lograrlo él por su propia cuenta, quizás pudiera lograrlo ella, su gran amiga, que con su toque mágico podía curar las penurias de los más necesitados. La hija de puta había resultado un cascote en el culo tan grande que tenía su propio campo gravitacional, uno que Justi gustaba tanto de orbitar que solo un fuerte sacudón podría arrancarlo. Su amigo ya ni recordaba al albergue, solo quería quedarse a seguir tomando coca y alcohol hasta desfallecer, algo que se repetía cada vez más seguido con el pasar de los días. Y le encantaba compartir esos momentos con él, pero ya no soportaba verlo sufrir así.

Alan le insistió en que lo mejor para cerrar la noche sería una visita rápida a Lara. Todo a cuenta de su amigo y salvador, según sus palabras. No hubiera logrado convencerlo estando sobrio, pero la cerveza y la coca ayudaron en gran medida.


—Por ahí está con alguien... Mejor nos vamos.

—Vos fumá, amigo, ya va a aparecer.

Se sentaron sobre el capó de una camioneta vieja, y Justi recostó la espalda sobre el vidrio delantero, mientras tomaba los últimos sorbos de su lata de cerveza.

—Al menos acá se está cómodo. Casi mejor que en nuestro cuchitril. Si no aparece rápido, me podría pegar una siestita acá mismo.

—Qué siestita, papu, la noche es joven, no te duermas todavía.

—No tengo ganas de nada, chabón. Todavía no sé por qué te di bola de venir hasta acá...

—Porque tu amiguito de ahí abajo está muy solo y se muere de frío, Justi, y necesita un lugar calentito y apretado al menos por un rato, no seas tan cruel con tu pichón —dijo, burlón.

Justi estaba a punto de responderle cuando escucharon un gemido que llamó la atención de ambos. Uno lastimoso, casi femenino. Miraron a su alrededor hasta que vieron de dónde provenía: un tipo en el interior de un coche cercano estaba gimiendo como un perro, y por la expresión de su rostro, adivinaron que de dolor. Se acercaron más para ver mejor, rezagados tras otros coches. Una mujer tenía una mano hundida entre las piernas del tipo y le hablaba. Él apuró a abrir su billetera y darle algo, entonces ella lo soltó y salió con un fuerte portazo. Le gritó algo desde adentro, a lo que ella respondió con un insulto y un gesto obsceno de su mano.

—Nos vemos más tarde, amigo, a ver si llego a agarrar a este boludo antes de que salga.

Empezó a correr, encaminándose a la puerta del estacionamiento, mientras Justi observaba con atención si lograba alcanzarlo o no.

—¿Justi? —dijo una voz, de pronto.

—Lara —respondió, esbozando una minúscula sonrisa.

—¿Qué hacés acá? ¿Estás con Alan?

—Ya no. Se fue a tratar de frenar al del auto, pero no creo que llegue.

No llegó. Volteó hacia Justi con los brazos y las palmas abiertas, y después los saludó a ambos, a la distancia.

—Está chiflado el flaquito.

—Bastante. —Ambos sonreían—. Che, ¿qué pasó en el auto? ¿Era un loco con esos fetiches raros, o no quería pagarte?

—Quería pagarme, pero de otra forma. Con algo que no quiero ni ver.

—¿Falopa? —preguntó Justi, con las cejas elevadas.

Ella asintió.

—A veces agarraba viaje, de tarada, porque era más fuerte que yo. Le dejé claro que ya no se puede pasar de vivo. Ya pasé de esa mierda. Y odio que quieran arrastrarme de vuelta a ese pozo.

—Qué bueno escuchar eso, Lara. Alan siempre me habló rebien de vos.

—¿Sí? Bueno, él nunca colaboró mucho con eso, la verdad. Pero sé que tiene buen corazón, en el fondo.

Lara lo tomó de la mano y comenzó a guiarlo hacia el hotel, pero Justi se detuvo unos pasos después.

—Esperá. ¿Podemos hablar?

—Podemos hablar todo lo que quieras, mi amor, pero mi tiempo vale guita, y más a esta hora.

—Tranqui, Alan me dio un poco para vos. Escuchá, vas a pensar que soy un boludo, pero... no quiero..., ya sabés, coger. No vine por eso.

Lara rio.

—¿Y entonces? ¿Solo querés un abrazo? No parecía que fueras de esos la otra vez —dijo, con voz provocativa, muy cerca de él y acariciando su barbilla. Justi sonrió, un poco avergonzado.

—Solo quiero..., no sé..., entender las cosas desde otro lado... Saber qué piensa una mina. Por ahí vos lo entendés mejor.

—Ah, cosas de amor, ¿no? Yo a los temas del corazón los arreglo de otra forma, pibe, no hablando. Pero podemos probar —dijo con una sonrisa, y volvió a tomarlo de la mano—. Y sos amigo de Alan, uno de los piolas. Dale, me va a copar charlar un rato con vos.

—Gracias, Lara —respondió él, suspirando.

Lara cambió de rumbo para llevarlo a su casa rodante, y lo invitó a entrar. Y ahí charlaron tranquilos por un buen rato. El rato que el dinero de Alan alcanzó a pagar, claro, porque Lara no quería tener que dar explicaciones a Lu. Justi le contó su tragedia personal, una que Lara había oído decenas de veces entre gemidos, historias de hombres que creían ser los únicos y solo eran uno más, historias de traiciones y también de amores que jamás traicionarían, excusándose a sí mismos de que lo que estaban haciendo con ella era solo un desliz que jamás volvería a pasar. Y volvían a repetírselo la siguiente vez. Lara había escuchado muchas historias parecidas. Pero nunca había visto ojos tan brillantes mientras las relataban, ni oído ese dolor palpable en cada recoveco de sus palabras. No supo qué decirle para aliviar su dolor, pero lo entendía. Sabía lo que era amar a alguien y no poder estar con él más que a escondidas.

—No soy buena para estas cosas. Siempre fui un desastre en el amor, parece que no nací para eso. No hubo mucho amor en mi vida. Bueno, hasta ahora. Ni siquiera sé cómo recibirlo, pero espero poder darlo. Él... o ella, se lo merece.

—¿Él o ella?

—Todavía no sé qué va a ser —dijo Lara con una sonrisa, mientras se acariciaba la panza.

—¿Estás embarazada? —preguntó Justi, con asombro.

—¿No te lo había dicho Alan?

—No, no tenía idea.

—Carajo, pensé que ya sabías. Tengo que aprender a cerrar el pico. Solo..., no lo digas, ¿ok? A nadie más. Solo lo saben Alan y Fran. Y vos.

—¿Y Fran es... el papá?

—Papá —repitió, con la mirada perdida en la distancia—. Mirá... la verdad que no sé quién será el de sangre, pero él va a ser el del corazón. De eso estoy segura. Es la primera vez que siento que alguien me quiere así. Que me ama... De verdad.

—Ahora entiendo por qué no querías falopa del loco del auto...

—Y deberías intentarlo vos también, Justi.

—¿Intentar qué? ¿Quedar embarazado? —preguntó con una sonrisa, y Lara rio entre dientes.

—Dejar de drogarte. Parece que eso jugó en la decisión de tu chica. Igual sé que con Alan siempre ahí es difícil. Y aunque hayas perdido a tu Emilia, esto sí es algo que entiendo y de lo que te puedo aconsejar.

—No es para tanto. Emilia..., no sé, lo malinterpretó.

—Solo tenelo en cuenta.

Justi la contempló por un momento, con una sonrisa.

—Ahora entiendo por qué Alan es tan amigo tuyo. Son pocas las personas que brillan entre tanta mierda, y vos sos de esas.

Salió al rato, sintiendo la piedra de su pecho un poco más liviana. Solo un poco. Pero la tibieza que le había dado la charla se disipó inmediatamente al cruzar la puerta, con el frío de la mirada de ese tipo que estaba apoyado en el lateral de la furgoneta de Lara. Una mirada que helaba. Creyó que era un cliente, hasta que lo vio entrar con su propia llave, mientras él se alejaba.


La semana entera pasó, igual. Justi seguía igual. Alan seguía igual. La vida seguía, igual. El mundo continuaba girando, y le daban igual sus alegrías o sus desgracias. Justi parecía más miserable cada mañana, con algo lacerante atorado en la garganta, algo que todavía le hería. O alguien. Y Alan sabía muy bien quién. Ya lo había vivido dos o tres veces a lo largo de todos los años en que lo conocía, pero no recordaba haberlo visto tan enganchado y en tan poco tiempo por otra chica.

De cualquier forma, ya sabía con qué le levantaría el ánimo de verdad, algo que era mucho más efectivo: una vez que juntara la plata iba a conseguirse un buen pedazo, no un mísero papelito, ni una bolsita, ni una tiza de mierda..., esta vez no iba a dejarla pasar. En cuanto pudiese llenarse los bolsillos de guita compraría una buena cantidad, directamente. Un pancito, quién te dice. Claro que revendería una parte, cortada y estiradísima, para los giles. Pero necesitaba ahorrar. Porque si probaba una sola pizca de vuelta iba a perder la cabeza e iba a querer una pizca más y después otra y otra y terminaría rogando. Y no quería rogar. No, esta vez iba a hacer las cosas bien y hasta iba a poder compartir con su gran amigo del alma, porque se lo merecía. Porque quería verlo bien. Porque lo necesitaba..., igual que él.

Entró al Magia Negra. Justi no había querido acompañarlo, pero él necesitaba un poco de acción. Siguió su rutina de siempre: estrechones de manos, palmadas en la espalda, un par de líneas en el baño, alguna pepa si le convidaban, cervezas, unas líneas más, algún Rivo si necesitaba aflojar, mucho billar, soltar la lengua a gusto y bailar con quien quisiera seguirlo.

Y todo siguió igual que siempre, hasta que vio a alguien que hubiera preferido no ver.

La reconoció inmediatamente, a pesar de haberla visto solo un par de veces: una imagen de ella a los arrumacos con Justi se le había grabado con fuego, quemando dolorosamente algún rincón de su mente. Estaba sola, sin maquillaje, y lanzaba todos sus sentidos en exploración, recorriendo cada centímetro de piel de cada rostro con la mirada, tocando hombros para que sus dueños se girasen y poder verlos, analizando el tono de cada voz y la cadencia de cada carcajada, inhalando cada perfume y hasta cada partícula de sudor, y saboreando su propio labio inferior con nerviosismo. Estaba claro que buscaba a alguien, y Alan creyó saber a quién.

Entonces sus ojos se cruzaron, y él sintió el súbito deseo de adelantarse dando zancadas hasta ella y romperle la cara de un puñetazo, pero logró redirigir todo ese fervor hacia sus muelas y las apretó con tanta fuerza que se provocó una punzada de dolor. Ella se acercó, mientras él la miraba con el semblante oscurecido por la negrura de sus sentimientos, con la cabeza gacha y los ojos encendidos.

—¿Qué mierda querés, lindura?

Emilia lo miró perturbada, apretando los labios y con ganas de mandarlo a la mierda, pero quería hablar con Justi y no encontraba otra manera. Así que tragó saliva y su orgullo con ella.

—Necesito hablar con Justi.

Alan soltó un bufido entremezclado con risa.

—Ya ni te registra, ¿para qué perdés el tiempo?

—Mirá, no importa si resulta ser una pérdida de tiempo —dijo, meneando la cabeza—, igual quiero hablarle. Y no sé cómo contactarlo, su número no funciona y no sé dónde vive. ¿Me podés ayudar un poco y decirme...?

—Sshh, shh, shh... —Alan estiró una mano para taparle la boca, al tiempo que la miraba con una sonrisa burlona, pero ella se giró violentamente a un lado para sacarse la mano de encima—. Pará, pará, pará, ya sé: querés hablar con él para pedirle perdón por haber sido tan trola y rogarle de rodillas y besarle los putos pies, ¿no? —Emilia abrió la boca, enfadada, pero Alan no le dio lugar a hablar—. Porque al cornudo tampoco le copó tu jueguito y al final te quedaste sin el pan y sin la torta, ¿no? Parece que la única que la pasó bien fuiste vos, nena, así que mejor aprendé de tus cagadas y rajá de acá. Ya no vuelvas a romperle las pelotas, ¿ok? Dejalo en paz, flaca, ¿no te aburriste ya? —Ella empezó a retroceder, mientras Alan hablaba y avanzaba más sin detenerse—. ¿Querés convencerlo de que estabas medio confundida pero que no fue con mala leche, no? ¿Y después qué? ¿Vas a seguir boludeándolo? ¿Te le vas a subir a la pija de nuevo para tenerlo a tus pies, y después cogerte a otro mientras el pibe no está? —Emilia quiso dar la vuelta para alejarse, pero Alan la aferró del brazo para seguir escupiéndole más veneno—. ¿Querés pisotearlo un poco más, no? Es lo que te cabe, tenerlo en el piso rogándote por amor, a ver si te dignás a darle un poco, pero vos te cagás de risa nomás, como la flor de puta que sos.

—¡Soltáme, enfermo de mierda! —Emilia intentaba escapar de su garra, pero la apretaba como una tenaza.

—¿No te cae la ficha de que si no podés contactarlo, por algo será? No quiere que lo sigas jodiendo, flaca, así que respétalo, por una puta vez, ¡y no lo busques más!

Él empezó a tirarle del brazo hacia sí, y ella lo detuvo dándole vuelta la cara de un cachetazo. Él respondió con una sonrisa extraña. Aflojó la mano lentamente. Se miraron en silencio durante unos segundos, mientras ella seguía retrocediendo, hasta que dio la vuelta y se fue presurosa, con ojos enrojecidos y cargados y los labios temblorosos.

Alan se quedó mirándola hasta que cruzó la puerta. En cuanto la vio salir volvió al baño, apretando las muelas y agitado, dio un par de manotazos fuertes a una pared, y solo se calmó después de inhalar un poco de lo suyo.

Pasó lo que quedaba de la noche intentando olvidar el mal trago, pero, por mucha cerveza y coca que le tiró encima, no logró tapar el sabor amargo .

Salió casi al amanecer, como siempre, caminó todo el trecho, como siempre, y fue a tirarse sobre unos cartones en esa entrada que olía a meo, como siempre. Ceferino dormía. Cerró los ojos, pero sin dormir realmente, mientras oía el cantar de los pájaros y los ronquidos convergiendo en una extraña melodía.

Algo de una hora después sí se durmió y, tras un par de horas más, ya había vuelto a despertarse. Se sacó las lagañas, se limpió los mocos, se desperezó. Revisó el carrito de Ceferino, con cuidado de no despertarlo, porque ahí guardaba su mochila, y en ella ese manojo de billetes que necesitaba para su dosis matutina. Sacó lo buscaba y volvió a guardarla bajo otras cosas, para que no quedara a mano de rateros. Caminó algunas cuadras, hasta lo de ese amigo que siempre le conseguía un poco, no de la buena, pero era el único que abría la puerta tan temprano. Volvió a su refugio. Cefe seguía durmiendo. Se sentó a su lado y se dio un par de toques mientras recordaba lo sucedido la noche anterior, y se alegraba de que Justi no lo hubiera acompañado.

Hasta que divisó a la distancia un patrullero. Su cuello y hombros se empezaron a tensar, como cada vez que veía uno. La patrulla empezó a bajar la velocidad, y Alan se levantó enseguida y se puso a caminar para alejarse lo más posible de su amigo. A veces los hijos de puta paraban para sacarles unos pesos, pero Ceferino les daba pena y no solían molestarlo. A él, en cambio, venían a joderle la puta paciencia cada vez que podían. Porque, así como los conocía él a ellos, ellos también lo conocían a él, y sabían que era un ratero barato. Y también sabían que siempre tenía plata que no era suya, y que bien podía compartir, junto con la coca que casi siempre tenía encima. Y, si había poca gente, hasta se daban el gusto con algún sopapo. Eso si lo atrapaban, claro, porque era bastante escurridizo.

Se puso a putear por lo bajo y a trotar al notar que el patrullero seguía a su mismo ritmo, y empezó correr en cuanto dobló en la esquina. Lanzó la bolsita atrás de una pila de basura al lado de un contenedor, justo antes de que el auto reapareciera, entonces se metió por un callejón angosto y gris, y un poli bajó para correrlo. ¡Carajo!

—¡Pará! —gritó el azulado.

El policía también era rápido, por lo que Alan tiró unos tachos en el camino para bajarle la velocidad, pero los saltó con agilidad.

—¡Pará, la reputa madre! ¡Solo quiero hablar!

Alan asumió que por hablar se refería a escuchar sus alaridos y responder con carcajadas, aunque era una forma extraña de decirlo, así que la curiosidad pudo más y miró hacia atrás. Al hacerlo cayó en cuenta de que lo conocía.

Lo sabía, ya se lo había advertido a Lara, y ahora por fin podía comprobar que tenía razón, esto es lo que este hijo de puta siempre había estado buscando, por lo que siempre le estaba lamiendo los talones a Lara.

La distracción hizo que casi se llevara una caja por delante y que perdiera velocidad.

Me cago en Dios y en toda la puta gorra, pensó, mientras el tipo lo derribaba al piso. Cayó de lado y se hirió un codo, que se estrelló y raspó sobre el cemento, y forcejearon.

—¿¡Podés quedarte un poco quieto!? ¡Pedazo de pelotudo, solo quiero que hablemos!

Le puso las esposas y lo giró para que quedara boca arriba. Alan intentó incorporarse mientras resollaba.

—No, no, quedate así —dijo Fran, con voz firme—. No quiero que largues a correr otra vez —agregó en un tono más suave, todavía jadeando por la corrida.

Se sentó sobre unas cajas y puso las manos sobre sus rodillas, mientras tomaba aire. Alan se quedó en el piso, mirando el cielo cubierto de nubes grises, tratando de adivinar en qué momento había metido la pata, en qué oportunidad se había descuidado, cuando fue que la cagó.

—Escuchá... —dijo el poli, con la respiración aún agitada—. Necesito tu ayuda.

¿Qué mierda...? Alan levantó la cabeza todo lo que pudo para ver sus ojos mejor, lanzándole una mirada inquisitiva que se tornó en una preocupada.

—Lara. ¿Sabés dónde está? —dijo Fran.

Un oscuro presentimiento comenzó a subir por las entrañas de Alan, apretándole el pecho. Negó con la cabeza.

—No la encuentro por ninguna parte —continuó—, y estoy preocupado. Ya hace casi una semana que no abre la puerta, ni está por donde anda siempre. Lu no quiere soltar la lengua, y por mucho que quisiera sacarle las palabras a piñas, la verdad es que cada pelo que le toque va a recaer en ella, cuando aparezca, y no quiero eso. Le pregunté a las otras putas con las que siempre anda y tampoco saben nada, y hasta les pagué solo por hablar y tampoco me quisieron decir nada. O realmente no lo saben. Ya..., ya no sé qué más hacer.

Alan apenas pudo escuchar por las palpitaciones de su propio corazón atronando en sus oídos.


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