11. El hombre más afortunado
Salieron del bar a los tumbos. Justi llevaba a Emilia en brazos e intentaba llegar hasta el auto de ella sin tropezar, lo cual estaba resultando una tarea bastante dificultosa.
Con cada amenaza de caída Emilia se aferraba más fuerte a Justi y soltaba unas risitas, así que él empezó a exagerar aun más sus balanceos, por lo que ella chillaba y lo apretaba y reía más; hasta que al final cayeron de verdad, mientas Justi hacía todo el esfuerzo posible por lograr que ella no se golpeara, y acabó cayendo de lado con ella encima, quien le dijo que era un idiota, mientras seguían riendo. Él se incorporó un poco, la besó y después se acomodó más hasta quedar encima de ella, y le dio otro beso más largo y más profundo, apretándose contra su cuerpo.
El auto estaba estacionado en una calle tranquila contigua al bar, y estaban a pocos metros de alcanzarlo. Cada tanto pasaban algunos borrachos, pero la noche todavía no terminaba, así que la mayoría de las personas que estaban de juerga todavía estaban en sus lugares elegidos.
Justi miró a ambos lados y después le lanzó una mirada llena de picardía.
—Sabés, no sé para qué te llevo hasta el auto, si ya te tengo acá.
Emilia le dirigió una mirada pícara mientras Justi deslizaba una mano desde su cintura hacia arriba, pasándola por su panza y sobre su teta izquierda, apretándola un poco. Su blusa azul era de una tela tan delgada y ceñida al cuerpo que casi parecía estar tocando su piel.
—No hay nadie de gente. Y no podés correr —dijo Justi por lo bajo.
La miró fijamente con una minúscula sonrisa que intentaba disimular, hasta que no pudo contenerse más y rio con soltura, apoyando su frente en el hombro de Emilia, a quien no le había parecido tan gracioso, aunque sí bastante caliente; pero también acabó por contagiarse de su risa.
Justi volvió a levantarla, y, esta vez, tomándoselo más en serio y con mucho más cuidado, sí llegó hasta el auto. Emilia le había dado la llave a él, ya que con el tobillo jodido no iba a poder manejar, así que Justin, después de dejarla cuidadosamente en el asiento de acompañante, dio la vuelta al auto y se sentó en el lugar del conductor. Arrancó y, a pesar de estar borracho, esta vez no tuvo problema alguno en recordar cómo hacerlo; pero la conexión entre sus pies y su cerebro parecía estar defectuosa, así que anduvieron zigzagueando por un rato, y logró avanzar casi tres calles enteras hasta que un poste de luz osó interponerse en su camino. Después de frenar de golpe a tan solo unos centímetros del poste y mirarse uno al otro con expresiones muy serias entendieron, por fin, que no estaban en condiciones de manejar.
Así que Justi arrancó una vez más, pero solo para dejarlo estacionado. Y lo dejó bastante bien, tanto que supuso que los polis de tránsito se apiadarían de su claro intento por hacerlo perfecto y no le dejarían ninguna multa.
—Parece que los autos no son lo mío.
Se miraron uno a otro nuevamente, sonriéndose, hasta que pequeñas risitas los alcanzaron, y esas pequeñas se hicieron un poco más grandes, y acabaron a los besos otra vez, cada vez más intensos, apretándose más uno con el otro.
No había mucho espacio, pero el deseo era demasiado como para seguir esperando. Apagó el motor del auto y se pasaron a los asientos de atrás y siguieron besándose, hasta que Justi empezó a echarse más sobre ella para recostarla en el asiento trasero, pero Emilia tenía otros planes.
—Sos mío, ¿te acordás? Y puedo hacer con vos lo que se me cante.
Así que lo sentó, se sentó encima de él y comenzó a restregar su cuerpo contra el suyo muy despacio, besándolo suavemente, mordisqueando su labio inferior, y después con mayor intensidad, explorando con su lengua hasta lo más hondo. Él le levantó la blusa por encima de su cabeza hasta sacársela por completo.
Ahí estaba, otra vez, su mayor enemigo: el condenado sostén.
Apretó sus tetas por encima, y después intentó desabrocharlo, pero esta vez no tuvo que batallar, ella misma se lo desabrochó y sacó en un instante. Y ahora sí, por fin, las tenía frente a él, las tetas protagonistas de sus sueños más húmedos.
Dios, a veces los sueños sí se hacen realidad.
Se echó hacia atrás con un suspiro mientras contemplaba su forma, firmeza y tamaño: perfectas. Miró a Emilia con una sonrisa de niño travieso, mientras ella se divertía con su reacción, como si fueran las primeras que veía en su vida, e inmediatamente después pasó de lleno a meterse una en la boca, y a apretujarlas, lamerlas y mordisquear suavemente sus pezones. Emilia cerró los ojos y soltó un levísimo gemido mientras le pasaba una mano por el pelo, alborotándolo aun más. Le sacó la remera y lo volvió a besar lo más profundo que pudo, apretándose contra él, mientras deslizaba ambas manos por su torso hasta llevarlas a su cintura, después le desabrochó el cinturón y el pantalón, metió la mano dentro y acarició su pene en toda su extensión por sobre la tela del bóxer, haciendo que Justi se estremeciera y que se erizara su piel. Emilia se agachó en el reducido espacio que tenía y tiró de su pantalón hasta bajárselos hasta los pies. Le sonrió traviesa y empezó a lamer esa erección en toda su longitud, jugueteando con su lengua especialmente en la punta, después la escupió y esparció la saliva masajeándola con una mano, mientras que con la otra le acariciaba suavemente las pelotas, y cada tanto lo miraba para verlo apretar las muelas, tragar sonoramente, suspirar y relamerse. Entonces se la metió en la boca y comenzó a bajar y subir de forma cada vez más enérgica, y Justi echó la cabeza hacia atrás con los ojos cerrados y la respiración jadeante, y comenzó a acompañar con una mano tras su cabeza y movimientos leves de su propio cuerpo. Al rato Emilia aferró su miembro y lo apretó con todas sus fuerzas, sobresaltándolo un poco. Después se incorporó y lo hizo recostarse en todo lo largo del asiento trasero, casi sentándose sobre él, pero todavía no, todavía les quedaban varias horas de la noche por delante, y ella tenía muy presente, por cierto, que Justi le pertenecía y que podía hacer con él lo que quisiera. Y lo que más quería en ese momento era ver su cara de desesperación..., sí, esa misma, Justi, exactamente esa. Así que se quedó encima, sin apoyarse por completo, apenas jugueteando con ese glande baboso en su abertura. Y cuando ella misma no pudo contener más el deseo de sentirlo adentro tomó un preservativo de entre su ropa, en el piso del auto, y se lo puso con cuidado. Su piel volvió a erizarse mientras se introducía en ella poco a poco, muy despacio, hasta que quedó entero dentro y una ola inmediata de placer la recorrió. Se reclinó sobre Justi para besarlo, entre jadeos, y él pasó sus manos por su espalda, sintiendo su piel tersa y caliente, después las bajó hasta sus nalgas, le dio un bofetón y las aferró, mientras acompañaba el compás de sus movimientos con su propia fuerza. Sintió el cuerpo de Emilia temblar y estremecerse bajo sus dedos, sintió sus espasmos en su propia carne, cada jadeo exhalado en su cuello y su nombre gemido en su oído, y se sintió el hombre más afortunado del universo. Excepto su novio. Él era más afortunado.
¡Mierda!, pensó. ¿Justo ahora se me tenía que pasar por la cabeza la imagen del tipo?
Emilia siguió disfrutando al sentir los muslos de Justi tensarse bajo sus propias manos y ver sus ojos muy apretados mientras gemía.
Se echó sobre él, se abrazaron y se besaron. Justi acarició su pelo y su espalda, y le susurró que deseaba poder recordar este momento y que la borrachera no se lo borrara. Emilia se apartó un poco para contemplarlo. Le sonrió con dulzura, mientras el brillo en sus ojos delataba ese incipiente sentimiento compartido, ese que ni siquiera tenía forma, pero que se sentía tan bien. Como un perfume delicioso o un reencuentro. O como un abrazo en un día difícil. Lo besó despacio, muy despacio..., mientras disfrutaba del tacto de las yemas de sus dedos sobre su espalda..., y su olor..., y lo cierto es que hubieran seguido dándole durante toda la noche, pero la somnolencia potenciada por el alcohol pudo más, y se quedaron dormidos así.
Alan caminaba tambaleándose mientras intentaba decidirse si ir hasta algun antro gay o si directamente buscar algún culo maricón que ya conociera. Lo cierto es que se había propuesto coger, a ver si Lara tenía razón y era lo que estaba necesitando.
Se decidió por uno que ya conocía, porque estaba más cerca, y porque solía tener merca de la buena. Lo único malo era que Pelusa era un turro muy hijo de puta. Así que caminó, porque le gustaba caminar y pensar, mientras la noche avanzaba y la primera claridad amenazaba con llegar y joderlo todo.
Llegó a un edificio en una calle húmeda y oscura, salvo por las luces de neón del comercio frente al que estaba parado. Estaba cerrado y no se veía para adentro por tener la vidriera cubierta de carteles. Se oía música fuerte, apaciguada por las paredes, que venía desde el interior. Pero lo que él buscaba estaba abajo. Así que rodeó el edificio y bajó unas escaleras de cemento hasta el sótano de ese tugurio y golpeó la fría y abollada puerta metálica. Como nadie abría volvió a golpear más fuerte y más veces hasta que algún hijo de puta le abriera, porque estaba seguro de que adentro había alguien.
—¿Quién carajo es? —Se escuchó al fin.
—Alan.
—¿¿Quién??
—Rata, abrí —dijo Alan.
Unos segundos después, se escuchó un cerrojo correr. Abrió un adolescente platinado y blando que no conocía, o tal vez sí, mientras se restregaba los ojos. Alan se metió adentro. Había otro tipo tirado en un sillón desarrapado, en el centro de la sala, mirando una tele bastante grande que era la única fuente de luz.
—Rata, ¿qué hacé?, ¿otra vez por acá, perrito? —dijo.
El techo era bajo y mohoso, el piso rebosaba de basura y porquerías varias. Botellas, latas de cerveza, tucas, algodones con sangre seca. No pudo oler de qué era el humo por su olfato empobrecido y su nariz ensangrentada, pero se lo imaginó. Una lámpara encendida parpadeaba detrás de unos muebles, al fondo.
—¿Y Pelusa? —preguntó Alan.
—Atrás.
Sorteó los desperdicios del piso y fue hacia allá. Al fondo había media pared que subdividía el lugar y una especie de cocina roñosa del otro lado. Había un tipo rapado, algunos años mayor que Alan, con la cara muy blanca y huesuda y la piel oscurecida alrededor de los ojos negros. Chupaba una pipa de metal mientras calentaba una piedra que descansaba encima con un encendedor. Estaba sentado en una mesa redonda junto a otro adolescente que tampoco conocía, o tal vez sí. Lo miró, entrecerrando los ojos.
—¿Otra vez? ¿Cuántas veces voy a tener que rajarte a patadas?
—No vine a quedarme.
—¿Y entonces? ¿Viniste a rogar o tenés guita?
Alan buscó en el bolsillo de su pantalón, sacó unos billetes y los lanzó sobre la mesa, entre la tiza a medio picar y la bolsa abierta de bicarbonato.
—Esta es de la buena, Ratita. Vas a necesitar más que eso.
—Más, más y más, siempre pedís más, Pelusa. Sos un insaciable de mierda. —Se miraron y Alan le guiñó el ojo, Pelusa le sonrió, se levantó y acercó a él mientras se acomodaba las pelotas. Le dio empujoncitos hasta que Alan quedó acorralado contra la pared baja y apoyó las manos en ella. Pelusa hizo lo mismo, rodeándolo.
—Viniste a otra cosa, ¿no? Sabés, me alegra que no quieras quedarte, porque sos un mamerto insoportable, pero hay algo que no te voy a negar: mi culo te extrañaba.
—¿Ah sí? ¿Entonces, qué te parece si lo que falta te lo pago de otra forma?
Pelusa lo aferró del brazo y lo llevó a una habitación y cerró la puerta tras de sí.
El cuartito era muy chico. Un póster de una mujer lavando un auto con las tetas al aire y pose sugerente colgaba sobre una cama de caño de una plaza. También había un armario de madera carcomida por termitas, una mesita de noche, una bombita demasiado baja que colgaba de un cable pelado, y revoltijos de ropa, botellas y poppers vacíos tirados por el piso.
—¿Por qué no avisaste que venías? Me hubiera preparado para recibirte —dijo sonriente, mientras se sacaba la ropa.
—Ni cabida, no me va a matar un poco de mierda —dijo Alan, mientras se sacaba la suya. Pelusa rio entre dientes, pero Alan estaba serio.
El pibe se sentó en la cama, masturbándose y mirando a Alan de arriba a abajo.
—Parece que tu pija no me extrañó ni un poco..., vení acá.
Alan se acercó, sin muchas esperanzas, y Pelusa intentó reanimársela de la misma forma que Lara, pero obtuvo el mismo resultado. Así que Pelusa se levantó, abrió una de las puertas del armario, abrió un cajón y sacó una pastilla azul de una tira. Se la mostró, sosteniéndola entre el pulgar y el índice, y después se la metió a Alan en la boca.
—Lo dejamos para dentro de un rato. Pero yo me la empiezo a cobrar ahora, ¿sí? —dijo Pelusa, casi jadeando, mientras empezaba a morderle el cuello.
—Pará. Dame un poco.
—Después —dijo, cerrando los ojos y lamiéndole la oreja.
—Ahora —replicó Alan, apartándolo.
Pelusa soltó los brazos de alrededor de su cuello y se separó un poco. Suspiró y pareció pensarlo. De pronto se incorporó y salió de la habitación, desnudo y con una erección, se escucharon unos murmullos a la distancia y volvió con algunas cosas en la mano.
—Para que veas que está nuevita y no me vengas a reclamar.
Sacó una jeringa de su envoltorio, le sacó la aguja y calentó un poco de coca y agua en una cuchara y la metió adentro.
—Así todos salimos ganando, ¿eh? Vos tenés tu merca y yo tengo tu culo —le sonrió, enarcando las cejas.
Alan puso una mano en su mejilla y le dio una palmada suave.
—Está bien.
Subió a la cama y se puso en cuatro, esperando recibir su dosis. Pelusa se acomodó detrás de él y apretó uno de sus glúteos huesudos, mientras le metía la jeringa solo un poco, lo suficiente, y apretaba el émbolo.
—Ya tenés lo que querías. Ahora chupámela, Ratita —dijo, mientras empujaba a Alan sobre su costado para que se incorporara otra vez—. Dale, quiero verte chuparla, arrastrado de mierda.
Alan hizo lo que le pidió: aferró su verga erguida y se la meneó y comió hasta dejarla palpitante, roja y ardiente; Pelusa lo apartó, empujándolo del hombro, y se estiró para sacar un preservativo del cajón de la mesita al lado de la cama, y se lo puso. Empujó a Alan boca arriba, se abalanzó encima de él y se la metió entera sin ningún cuidado, tan duro y profundo como pudo, y empezó a darle. Alan apenas lo sintió, entumecido por la coca, pero sabiendo que al rato lo sentiría, probablemente durante toda la noche. Pelusa siguió moviendo las caderas y jadeando por un rato, en el que Alan se dedicó más que nada a esperar impacientemente al subidón. Entonces la cocaína empezó a hacer sus maravillas con mayor intensidad de la que acostumbraba, y le hizo sentir que podía hacer todo lo que se le diera la reverenda gana, que era el Dios de los culos maricones y que si quería partírselo, se lo partiría. Aunque su pene no opinara igual. Y ya se había cansado de que le cayeran gotas del sudor de Pelusa encima, y de verle esa cara de pajero que tenía, así que de pronto lo empujó para sacárselo de encima, pero Pelusa no lo permitió.
—¿Qué pasa, no te gusta? Ahora te jodés, no te vas a poder salir, rata roñosa. Querías murra y la vas a tener.
Le aplastó el cuello con el antebrazo, volcando todo su peso sobre éste, y con la otra mano lo agarró del pelo, mientras seguía embistiéndolo. Alan sintió la presión en su garganta cada vez más fuerte, apenas podía respirar y su cabeza empezó a ponerse roja. Vio la cara de hijo de puta de Pelusa, deformada por la ferocidad y el gozo de la agresión, y de pronto le pareció que lo veía doble y que su cabeza y el techo empezaban a dar vueltas al unísono. Necesitaba aire. NECESITABA RESPIRAR. Y, bendita sea la coca que le había dado fuerza más allá de sus límites, porque pudo levantar el brazo que le aplastaba la tráquea lo suficiente como para inhalar con desesperación, entre toses, una bocanada de aire que le permitió no desmayarse. Forcejearon, hasta que Alan logró sacárselo de encima y tirarlo al piso. Alan se incorporó más rápido que Pelusa y le pegó una patada en la cabeza, tan fuerte y tan acertada, que salió sangre disparada por los aires y dejó una mancha alargada en la pared, dejando así por escrito que él ya no era uno de esos adolescentes que tanto le gustaban, que se dejaban usar y abusar a gusto.
—¡Hijo de puta de mierda! ¡Sos un forro hijo de puta! —le gritó Alan con voz ronca y dolorosa, mientras seguía pegándole patadas y pisotones.
Entonces su mirada se desvió hacia la puerta, que alguien estaba abriendo, y se adelantó y la cerró de un empujón con ambas manos, golpeando con ella a quien estuviese del otro lado, que chilló; corrió un cerrojo que había en la parte superior de la puerta y, con el pecho hirviendo, se volvió hacia el hijo de puta, quien ahora apenas se movía y chorreaba sangre por la boca. Se agachó a su lado y le levantó las caderas, se llevó una mano a la boca y soltó en ella un grueso esputo de saliva, y le metió dos dedos y después otros dos, y Pelusa soltó un quejido y quiso librarse, pero Alan le clavó un pie entre los omóplatos y lo taladró lo más hondo y rápido que pudo.
—¿Era esto lo que querías, eh, pedazo de mierda? ¿¡Era esto!?
Después de unos segundos lo soltó de un empujón contra la pared y se limpió la mano en la espalda de Pelusa.
Se calzó el pantalón y las zapatillas, abrió la puerta y pasó de largo delante de los otros tipos, entre quienes uno se restregaba la nariz sangrante, y ninguno dijo ni hizo nada, más que mirarlo irse.
Salió de ahí agitado y con el estómago revuelto y caminó a paso apurado. Se paró para vomitar al lado de un poste de luz, se limpió con el dorso de la mano y siguió caminando, ahora un poco más lento, comenzando a sentirse débil y mareado. Estaba empezando a sentir el efecto del Viagra y se daba cuenta de que esa combinación no había sido buena idea. Demasiado tarde. Sentía la entrepierna caliente, por primera vez en mucho tiempo, así que dobló por una callecita oscura y vacía, se paró frente a dos tachos, como si fuera a mear, se abrió el cierre del pantalón y se la jaló ahí mismo, pensando en... Sí. En él.
El día siguiente fue para Justin uno de los mejores de su vida.
Despertaron en el auto cuando un vago les golpeó la ventanilla, y se mataron de risa al darse cuenta de que se habían quedado dormidos casi completamente desnudos. Era temprano en la mañana y todavía tenían una migraña que les martillaba el cráneo, todavía tenían sueño y todavía tenían ganas. Así que Emilia los llevó hasta su casa y lo hicieron de vuelta un par de veces, esta vez en la cama, con todo el espacio y la comodidad que pudieran desear, sintiéndose embriagados, volados, pero no solo del alcohol, sino de ellos, uno del otro. Después siguieron durmiendo un rato más.
Despertar en esa habitación, en esa cama y con esa mujer a su lado, hicieron que Justi olvidara todos sus problemas. Porque esa sensación de tragedia inminente y peligro latente habían desaparecido a su lado. Y se podía, de verdad, disfrutar. Del momento, y más: de la vida. ¿No es una acumulación de momentos, después de todo? Y si cada momento pudiera vivirlo así..., mierda, eso sí que sería vida.
Se quedó un rato contemplando a Emilia dormir. Su rostro le evocaba paz... Parecía tan relajada y tan suave. Estiró una mano y acarició su mejilla con delicadeza, para no despertarla. Una sensación tibia le colmó el pecho, tibia como su piel.
Se dispuso a sorprenderla con un desayuno listo, pero, cuando corrió las sábanas y quiso levantarse, sintió que algo detenía su mano. Se giró y vio que sus ojos continuaban cerrados, pero cuando miró su mano vio que sus dedos aferraban los suyos. La volvió a mirar y ella seguía sin inmutarse, entonces se acercó mucho a su rostro, hasta quedar a pocos centímetros del suyo, y ella apretó más los párpados y las comisuras de sus labios, en una minúscula, apenas perceptible sonrisa que intentaba contener, mientras Justi la miraba muy divertido y con una sonrisa enorme. De repente se le acercó todavía más y le dio un lengüetazo en la nariz, y ella contrajo el rostro y soltó una carcajada que se contagió a Justi, quien, unos segundos después, corrió las sábanas y puso sus rodillas a los lados de las piernas de ella. Y se quedó así un rato, admirándola, admirando cada centímetro de su cuerpo completamente desnudo. Y ella rio por lo bajo al ver su miembro erguirse con voluntad propia. Justi se arrimó a ella lentamente y la besó y contorneó su mentón y su oreja con la lengua. Después la besó de nuevo y lo hicieron una vez más, entre caricias y besos que se convertían en apretujones y mordisqueos.
Prepararon café con tostadas y manteca, y Justi le preguntó si también quería unos huevos, a lo que ella respondió que ya había probado un par, que habían estado muy buenos, mientras le guiñaba un ojo. Justi le respondió que siempre que quisiera le tendría ese par listo, exclusivamente para ella.
Entre risas, charla y mate, intentaron conocerse un poco más.
Emilia le contó que estaba estudiando enfermería y que le quedaba poco para recibirse, y Justi le contó que dejó a medias su carrera de ciencias ambientales porque no le gustaba, no era lo suyo. Evitó contarle la parte de los cuernos gigantes con que habían adornando su cabeza y la depresión que conllevó después: no quería dar lástima. Por el mismo motivo había evitado contarle que su madre había muerto de cáncer cuando él era apenas adolescente, que no se hablaba con su padre y que su tía había ido perdiendo la cabeza a tal punto que prefería tener más trastos acumulados que darle un lugar a su sobrino. Le dijo, en cambio, que después de dejar la universidad había vuelto a vivir con ella, y que ahí vivía ahora. Y, por supuesto, por el mismo motivo, ni siquiera se le cruzó por la cabeza contarle la verdad.
Se divertían encontrando momentos en común en los que, de haber sido otra su suerte, podían haberse conocido antes; pero las respuestas de Justi se tornaban toscas y vagas cuando se trataba del presente o, por el contrario, con exagerado lujo de detalles. Como cuando Emilia le pidió que le explicara mejor por qué su amigo tenía un desastre en la frente y si de verdad lo había llevado a algún lugar, y él le contó que lo había llevado con un amigo, veterinario y muy responsable, que ya se había jubilado pero que, evidentemente, había perdido el toque.
Entonces ella lo miraba fijo, entrecerrando los ojos, y se ponía más seria.
Era difícil mentirle a Emilia, con aquella mirada profunda que lo atravesaba..., pero ya se acostumbraría.
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