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—¡Eres un idiota! —Harrison se levantó de la silla con tal fuerza que la tumbó. El hombre al otro lado del escritorio se llevó la mano hacía su rostro y masajeó el puente de su nariz, intentando dejar de lado el estrés que la conversación le provocaba—. Estamos al borde del colapso y no tienes las pelotas para actuar como se debe.

—Son las órdenes que tenemos, Emmerett, no podemos hacer nada —El hombre tiró la espalda para atrás haciendo que su silla se desplazara en la misma dirección.

—¿Sabes lo que pasa en el resto del mundo? —Harrison sacó su celular del bolsillo de su bata. Lo desbloqueó y mostró la colección de fotografías y videos que varios colegas en diferentes partes del mundo le habían enviado.

El director Fossati, un hombre bajo y regordete, tomó el móvil para poder apreciar las imágenes con detenimiento. Una sala de espera llenas en una clínica polvorienta, camas de hospital con personas atadas de sus extremidades, el video de una mujer expulsando una extraña sustancia de su boca. El hombre rascó el tupido bigote, no quería seguir, no quería enfrentar la realidad que el comunicado abierto en su computadora relataba.

—Esto es una pandemia, tenemos demasiados casos en el hospital como para ignorarlo. Tenemos que darlo a conocer.

El reloj en el escritorio marcaba las 2:34 am. La oficina del director era iluminada sólo por una lámpara de pie haciendo que las sombras se alargaran alrededor de los dos hombres. Aunque Harrison había parado de gritar, la tensión dentro de la habitación aún se sentía.

El celular de Fossati vibró sobre el escritorio haciendo un estruendo que resonó en toda la oficina. El hombre lo tomó y revisó el mensaje que había recibido.

—Mierda —El hombre resopló pesadamente mientras volvía a masajear el puente de la nariz—. Lo que me faltaba.

—¿Qué? —Harrison levantó la silla que había tirado en su arranque y de nuevo ocupó ese lugar mientras mantenía su vista fija en el director.

—El secretario de salud.

Tres golpes en la puerta anunciaron la llegada de alguien nuevo al lugar. Antes de que cualquiera de los dos pudiera llegar para abrir la puerta, esta se abrió dejando entrar a un hombre casi tan alto como Harrison, y al menos 20 años más joven.

—Director Fossati, doctor Emmerett —El hombre hablaba con desdén que el poder le otorgaba. Harrison lo miró con disgusto mientras caminaba hasta el escritorio, ignorándolo más allá del saludo.

—Secretario, ¿qué lo trae aquí? —Fossati se sentó de nuevo en su silla mientras veía al recién llegado tomar el asiento frente a él. Harrison se dejó caer pesadamente en uno de los sillones al lado de la puerta de la oficina.

Emmerett rebuscó en el bolsillo interior de su bata hasta dar con su licorera, la abrió y le dio un gran sorbo sin que el secretario lo viera. Fossati se limitó a lanzarle una mirada severa a Harrison mientras el joven rebuscaba en el portafolios metálico que había llevado con él.

—Sería mejor si usted y yo estuviéramos solos director —El secretario Cunha miró sobre su hombro al hombre sentado desgarbadamente en el sofá, quien le regresó la mirada de manera sarcástica.

—El doctor Emmerett está al tanto de la situación actual —Fossati mientras comenzaba revisar un archivo que el secretario le había entregado—, estoy seguro que puede escuchar cualquier cosa que tenga que decirme.

—No, estoy más que al tanto —ladró Harrison en un tono que lo hizo sorprenderse y que llamó la atención de los otros dos hombres en la habitación—. He estado atendiendo cada caso de esta cosa que ha llegado a nuestra clínica, secuestrando a cada persona con el más mínimo síntoma y encerrándolas en las habitaciones de observación que, si me permiten agregar, están saturadas. Llevo tres semanas prácticamente viviendo en este maldito lugar, mientras ustedes dos se la pasan escondidos detrás de un escritorio con sus trajes caros.

Cunha lo miró desde que inició su pequeño discurso, primero con sorpresa, y después con desagrado en cuanto el olor a alcohol que emanaba de su aliento lo alcanzó. Fossati estaba un poco más impresionado y asustado. Emmerett podía ser un fastidio, pero era un excelente doctor, y el director prefería tenerlo de su lado que en su contra.

—Creo que debe entender que son sólo órdenes, Emmerett —Cunha habló con apretando los dientes. La paciencia que tenía estaba a punto de agotarse, y se iría más rápido si un simple doctor le seguía gritando—. La OMS es quién ha solicitado mantener todo este asunto en secreto.

El secretario le entregó un sobre más pequeño que a Fossati. En cuanto lo tuvo en sus manos, Harrison sintió la calidad de papel y supo que era algo importante. Le tomó sólo unos segundos leer el documento que, con palabras rimbombantes, pedía a las autoridades médicas de cada país mantener en confidencialidad los contagios de la enfermedad.

—Aquí no mencionan el nombre de la enfermedad —señaló Emmerett—, ¿siquiera saben qué es?

—Indeterminado —respondió Fossati mientras hojeaba el archivo—. Todas las pruebas han tenido resultados indeterminados.

—¿Mencionan cómo tratarlo? ¿cómo protegernos de esto? —El tono en la voz del hombre comenzaba a elevarse de nuevo. No sabía si era el escocés en su sangre o el enojo reprimido, pero sentía sus mejillas hirviendo en ese momento.

—La enfermedad...

—Los antibióticos, retrovirales y antiparasitarios no han tenido efectos como tratamiento —interrumpió Fossati a Cunha—, las quimioterapias sólo parecen empeorar y acelerar la infección. No se ha concluido cómo se transmite, pero se sabe que tener un contacto secreción - mucosa es la principal forma de contagio.

—No saben qué carajo es, no saben cómo tratarlo, ¡¿hay alguna mierda que sepan?! —Emmerett lanzó el folder al suelo exasperado.

—Lo que sabemos es que debemos mantener todo este asunto en secreto para el público, ¡evitar el pánico generalizado es nuestra principal prioridad —Cunha había llegado a sus límites. La discusión, junto con el clima caluroso y el llevar un traje de tres piezas gris Oxford, habían hecho que el sudor hiciera caer un rizo negro azabache sobre su frente.

—¡¿Y qué hay de las vidas humanas?! —El valor inducido por el alcohol había golpeado a Harrison. Ahora no sólo el hervía el rostro, todo su cuerpo se sentía en llamas—. ¿Qué pasará cuando todas las personas bajo nuestro cuidado mueran?

—Pero eso no pasará, ¿o sí? —Cunha se acercó tanto al doctor que invadió su espacio personal. Harrison sintió náuseas en el momento que el aroma a colonia que provenía de aquel hombre llegó a su nariz. ¿Cuántas personas han muerto desde que todo esto empezó?

La expresión de Harrison cambió. La mueca de enojo había sido reemplazada por un semblante de incredulidad. Todo esto había empezado hace tres semanas, al menos en ese hospital, y durante ese tiempo ninguno de los pacientes había pasado de un estado crítico. Ni siquiera sus colegas en otros países, quienes le habían hecho llegar noticias desde hace cuatro meses como mínimo, le habían comentado de alguna muerte.

—Así es. Hasta donde sabemos, el miedo mismo es tan peligroso como la enfermedad —Cunha se pasó la mano por el cabello, devolviendo aquel rizo a su lugar original—. No voy a comprometer la seguridad de esta ciudad, o del país, por una enfermedad con una tasa de mortalidad menor al resfriado común.

Lo siguiente que vio el secretario de salud fue el puño de Harrison viajando hacia su pómulo, después, un dolor agudo surcó todo el costado derecho de su rostro. El impacto hizo que cayera sobre sus cuartos traseros, tirando con él su portafolios y desparramando el resto de papeles que contenía. Fossati quiso intervenir desde el momento en que vio la rabia consumir a Emmerett, pero el impacto de la escena lo había paralizado.

Cunha se puso de pie en cuanto la conmoción del golpe pasó. Tomó los papeles, formando una desordenada pila, y los metió dentro del portafolios. El secretario encaró de nuevo a Emmerett, lo miró a los ojos inyectados de sangre, y dejó salir una exhalación tan fuerte que pareció un bufido.

—Tiene suerte de que yo sea un caballero, Emmerett —El hombre pasó de nuevo su mano por el cabello, intentando remediar su peinado—, y que la situación necesite de todo el personal médico.

El secretario se acomodó la corbata e inició el recorrido hacia el exterior de aquella oficina. Harrison y Fossati seguían en la misma posición, impresionados de lo que acababa de pasar.

—Secretario, el archivo —El director encontró la fuerza para salir de aquel trance y estirar la mano con el documento en dirección a Cunha.

—Quédese con él —El hombre salió de la habitación, azotando la puerta en el proceso.

Los dos hombres pasaron unos minutos más en un silencio tan profundo que el zumbido producido por la bombilla en la lámpara de pie era perceptible. Harrison simplemente suspiró y tomó asiento que hasta hace unos minutos había ocupado el secretario de salud.

—¿Piensas igual que él? —habló arrastrando las palabras. En ese momento comprendió que su dieta debía incluir algún tipo de alimento sólido si no quería que el escocés le afectara así.

—¿Puedo pensar de manera diferente? Es el secretario de salud, y es la OMS —respondió Fossati mientras señalaba el archivo en su escritorio.

—Y tú eres un idiota si no actúas conforme a la situación —escupió Harrison.

—Puedo activar el protocolo de riesgo epidemiológico, pero eso es todo —Fossati suspiró mientras un agudo dolor empezaba a taladrarle detrás de los ojos—. No voy a poner en riesgo mi empleo, y te sugiero que hagas lo mismo.

Emmerett se levantó de la silla. Se sentía cansado, derrotado, e indudablemente ebrio. Caminó torpemente hacia la puerta, tambaleándose con cada paso que daba.

—Harrison —Fossati lo interrumpió. El doctor giró para encontrarse con el brazo del director estirándose para darle el archivo que Cunha había dejado—. Deberías tener esto, tal vez se te ocurra algo que a la OMS no.

—Vete a la mierda, Enzo —El hombre le arrebató el documento y salió de la oficina.

Enzo Fossati, director de aquel hospital y aclamado neurocirujano, sacó una pequeña bolsa plástica muy bien escondida en el fondo del segundo cajón de la izquierda en su escritorio. Vació el polvillo blanco que contenía, lo acomodó en una línea recta con su gafete del hospital, y la inhaló con un billete enrollado. El hombre se recostó en su silla y dejó que la sustancia hiciera efecto.

Harrison llegó hasta la puerta del ascensor que lo llevaría a la zona de observación. La cantidad de personas que había en el hospital, aún con la contingencia que sucedía, era mínima, lo que le permitió sacar su licorera y vaciar el contenido en su garganta.

Cuando llegó a aquellas habitaciones hechas prácticamente de cristal, se encontró con aquella inconfundible cabellera roja.

—¿Qué tal te fue? —preguntó la mujer. Harrison suspiró y apoyó su frente contra el frío cristal frente a ellos—. ¿Así de mal?

—Así de mal —La voz del hombre sonaba apagada por la cercanía a la pared. Desde donde estaban, Emmerett podía ver a la chica que había atendido unas horas antes tendida en una cama, aún dormida por el sedante que le administró. En una cama contigua a la izquierda estaba un chico de cabellos rizados color cobre, vestido en una fina pijama que seguro doblaba el precio del traje que usaba el doctor.

Erin tomó su celular y comenzó a tapear sobre la pantalla, escribiendo un mensaje. Harrison lo notó en el reflejo tenue que le otorgaba el vidrio. Se quedó mirando la escena, mientras su intoxicado cerebro comenzaba a construir una idea.

El doctor llevó su mano hasta el bolsillo de su pantalón. Sacó su móvil y presionó el símbolo de la cámara. Lentamente apuntó la lente del dispositivo hacia las habitaciones, mantuvo presionado el botón rojo, y comenzó a recorrer el pasillo, donde había al menos 15 de ellas, mientras los segundos avanzaban en la pantalla. La mujer se quedó atrás de él, intentando no interponerse entre el camino del video.

—¿Qué haces?

—Ellos no quieren que esto se sepa, pero no podemos seguir así —Harrison tomó el archivo que llevaba bajo su brazo y lo acomodó en una estación de enfermeras convenientemente vacía. Empezó a fotografiarlo, hoja por hoja, hasta terminar.

—¿Y entonces por qué haces esto? —Erin comenzaba a preocuparse. Había aprendido a tolerar el alcoholismo de su mentor dentro del hospital, pero sabía que lo que hacía podía arruinar en verdad su trabajo.

—Porque el mundo necesita saber —El hombre encontró el símbolo verde chirriante de la aplicación de mensajería en lapantalla de su celular, la presionó y buscó desesperadamente el nombre de susobrina en los contactos. Cuando al fin dio con él, y con la espantosa fotografía de la chica sosteniendo unos globos metálicos con la forma de un "1"y un "7", abrió la conversación. El último mensaje que había recibido de ellaera una felicitación por la última Navidad que él jamás contestó, en esemomento, como una revelación inducida por el alcohol, entendió porqué no recibió una de Año Nuevo. Harrison presionó el pequeño ícono de clip, y comenzó a seleccionar el video que acababa de tomar, junto con las fotografías del archivo, y todas las imágenes que sus colegas le habían enviado—. Necesitamos que el mundo vea lo que sucede.

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