Haz Lo Que Yo

—¿Crees que ellos se preocupan por nosotros? ¿Crees que se molestarían en darte una de esas finas máscaras que los protegen completamente? ¡Claro que no! Ellos están igual de cómodos si nosotros apenas nos tapamos con un simple pedazo de tela que no nos cubre por completo la nariz y la boca.

Caesar sacudió las solapas de su saco, intentando que el polvo imaginario se desprendiera de ellas, y guardó silencio mientras el hombre en la celda de al lado se tomaba un tiempo para digerir lo que escuchaba.

Al otro lado de la celda, sentado sobre el deficiente catre, se encontraba Alex, escuchando atentamente cada palabra que salía de la voz de aquel hombre.

—Entonces, ¿qué es lo que debemos hacer? —preguntó el hombre de la celda vecina a Caesar.

—¡Esa es la cuestión! —respondió con una energía que Anton, quien se encontraba mirando el vaivén de los soldados desde la puerta, encontró molesta—. Tenemos que tomar lo que nos pertenece, lo que ellos se adjudicaron, y construir algo que se adapte a nuestras necesidades mientras este mundo deja de agonizar y muere finalmente.

El hombre veía a Caesar extrañado, intentando hilar las palabras que habían salido de su boca en oraciones que él lograra entender.

—¿Y dónde piensas construir este gran lugar? —preguntó Anton con una combinación de hartazgo e incredulidad.

—Resulta que tengo una pequeña fortaleza —respondió orgulloso—, justo a las afueras de la ciudad, lo suficientemente lejos para que la marea de mierda que está a punto de azotarla no la salpique.

—¿Fortaleza? —cuestionó Alex, quien hasta el momento se había quedado callado, mientras la imagen de antiguos castillos y torres venían a su mente.

—Es un lugar lo suficientemente grande para que podamos empezar de nuevo. Un lugar donde la podredumbre del exterior no podrá alcanzarnos, niño.

—¿Y cuál es esa podredumbre de la que has estado hablando todos estos días? Lo único que he escuchado salir de tu boca son tonterías para venderles humo a estas personas —Anton encaró a Caesar, obteniendo sólo una sonrisa llena de soberbia como respuesta.

—Al parecer has estado demasiado tiempo en este lugar como para saber lo que sucede allá afuera. —Caesar habló en un tono que hizo sentir a Anton idiota, como si él sólo fuera un niño ignorante viendo a su maestro reprendiéndolo por ello—. ¿Viste esos videos por los que se tomaron tantas molestias en desacreditar? Puedo decirte que son completamente ciertos. Y puedo hacerlo porque vi lo que esta enfermedad les hace a las personas.

—¿Qué es lo que les hace? —interrumpió Alex.

—Las transforma en algo... inhumano —respondió Caesar con un tono sombrío y melancólico—. Les quita todo lo que fueron alguna vez, dejando sólo monstruos que no hacen nada más que destruir.

—¿Qué tan de cerca los has visto? —Anton mantenía las dudas sobre las historias que contaba el sujeto, preguntándose si pudiera ser cierto.

—Tan cerca como tú estás de mí.

—¿Nos puedes llevar? ¿A tu fortaleza? —preguntó el hombre desde la celda contigua, acompañado de sus compañeros que habían sido atraídos por las palabras de Caesar.

—Todos tienen un papel en este nuevo mundo —respondió, de nuevo con una sonrisa de suficiencia mientras le mantenía la mirada a Anton—, y todos ustedes me tienen lugar ahí, para ayudarnos mutuamente.

—Cuenta con nosotros —respondió el hombre, siendo coreado por las afirmaciones de sus compañeros de celda.

—Y conmigo, siempre y cuando puedan ir mi madre, mi tía y mi novia —continuó Alex, con un poco de esperanza, reemplazando la que había perdido durante esas semanas.

—Claro que son bienvenidas. ¿Qué hay de ti, vaquero? ¿tú también quieres venir? —preguntó Caesar a Anton.

—Iré para cuidar al chico —respondió en un tono seco—, pero si es mentira, haré que lo lamentes.

—Bien, entonces sólo tenemos que esperar —dijo mientras giraba y se dirigía hacia la ventana.

Detrás del cristal, la ciudad se mantenía quieta, con las luces de los edificios brillando en un cielo artificial. Caesar aspiró ruidosamente, llenando sus pulmones con el frío aire que se colaba por el pequeño resquicio que se creaba entre el vidrio y la pared. Sabía lo que debía esperar, sabía la señal, y estaba completamente atento a ella.

—¡Mierda! ¡Ayuda! ¡Necesitamos ayuda! —Gritos desesperados comenzaron a escucharse al otro lado del pasillo. Todas las personas dentro de las celdas comenzaron a acercarse a la valla metálica más cercana a la fuente del sonido en un intento de encontrar su razón de ser.

—Carajo —suspiró Caesar, mientras se alejaba de su puesto frente a la ventana y miraba sobre la cabeza de Alex—. Parece que la marea de mierda nos alcanzó antes de lo que esperaba.

En una de las celdas al otro lado del pasillo, un hombre se encontraba arrodillado junto a otro quien se encontraba tirado en el suelo mientras su boca expulsaba una grotesca sustancia oscura y su cuerpo temblaba descontroladamente.

—Tenemos que salir de aquí, ahora —Caesar tomó la puerta de la celda y comenzó a agitarla frenéticamente, en un intento de hacer que se abriera. Cuando eso no funcionó, comenzó a patearla, obteniendo el mismo resultado.

—¿Qué está pasando? —preguntó Alex mientras veía al hombre que yacía en el suelo llevar sus manos a la garganta en un desesperado intento por respirar mientras su cuerpo seguía sufriendo violentas convulsiones.

—Está infectado. Y si él lo está significa que alguien más en este agujero también —contestó Caesar mientras seguía en un intento por abrir la puerta—. ¿Puedes volverte útil y ayudarnos a salir de aquí? —gritó a Anton.

Las voces llenas de confusión y miedo comenzaron a llenar de ruido el lugar en el que se encontraban. Las puertas que daban acceso al salón se abrieron, dejando pasar a al menos cinco soldados que rápidamente llegaron hasta la celda donde el hombre ahora se encontraba inmóvil, con la mirada fija en el techo mientras las últimas onzas de líquido se escurrían desde la comisura de sus labios.

Los militares entraron a la celda. Uno de ellos se arrodilló frente al cuerpo y comenzó a inspeccionarlo, mientras el resto apuntó sus armas a los otros ocupantes de la celda.

—Creo que tengo una idea —Anton tomó a Caesar por el hombro y lo obligó a girarse hasta que quedó frente a él—. Toma en cuenta que tú lo pediste —Y, sin más advertencia, atestó un puñetazo en el vientre del hombre, haciendo que cayera al suelo y vomitara un poco de la comida que les habían servido ese día.

—¡¿Qué acabas de hacer?! —preguntó Alex con terror, mientras imaginaba las consecuencias que podían tener las acciones de si compañero.

—Improviso. ¡Ayúdennos, por favor! —Anton comenzó a gritar mientras agitaba sus manos para llamar la atención de los soldados—. ¡No puede respirar!

Uno de los soldados que mantenía protegiendo la entrada de la otra celda le dio una palmada en el brazo a su compañera y señaló hacia el confinamiento donde se encontraba Anton. Ambos avanzaron hasta ellos y entraron, imitando el procedimiento que habían hecho con los otros.

—¡Espaldas contra la reja, ahora! —gritó el joven soldado mientras apuntaba su rifle hacia Alex y Anton, y su compañera examinaba a Caesar, quien seguía quejándose en el suelo.

—Oye, calma, sólo quiero que ayuden a mi compañero, no tienes porqué apuntarle a un niño —dijo Anton mientras señalaba a Alex.

—¡Silencio! —gritó el soldado con la voz llena nerviosismo mientras empujaba el pecho de Anton con el cañón de su arma.

Sin previo aviso, en apenas una fracción de segundo Anton tomó el rifle del militar por la bocacha del rifle y, haciendo un movimiento que Alex sólo había visto en las películas de acción, capturó su cuello con su brazo, haciendo que este comenzara a manotear con desesperación.

La soldado notó lo que pasaba con su compañero e instintivamente llevó su mano en busca de la pistola que colgaba en su cinturón, pero un escalofrío recorrió su espalda cuando el tacto de sus dedos se encontró con la funda vacía.

—No lo creo, cariño —Caesar empujo suavemente la punta del arma contra el costado de la mujer, haciendo que levantara las manos y se incorporara lentamente.

Anton soltó el cuello del joven, quien había dejado de luchar para ese punto, y acomodó el rifle entre sus manos mientras su víctima caía indefensa.

—Por favor, sólo queremos ayudarlos —habló la mujer dejando que su voz fuera reprimida por la máscara que llevaba, mientras veía a los dos hombres apuntarle—. Tengo familia, un hijo.

—Calma, nosotros no somos los malos —Caesar aún luchaba con el dolor que le causaba el golpe de Anton, abrazando su vientre con un brazo mientras sostenía la pistola con la otra mano—, sólo necesito que te des vuelta, por favor.

La militar se giró lentamente, con el miedo que sentía reflejándose en los temblores que sufrían sus piernas. En el momento en que le dio completamente la espalda a Caesar, un violento impacto en su nuca hizo que cayera al suelo fulminada.

—Bien pensado, vaquero, nos vas a ser muy útil en La Ciudadela —Caesar tomó unas esposas que colgaban del cinturón de la militar y se las lanzó a Alex, quien aún intentaba entender lo que había sucedido—. Vamos, pónselas detrás de la espalda, igual con él.

—Tenemos que salir de aquí —Anton comenzó a sentir la angustia arremolinarse en su estómago mientras veía lo que habían hecho.

—No aún, falta que nos den la señal para hacerlo —dijo Caesar mientras miraba de nuevo por la ventana.

—¿De qué hablas? —gritó Anton exasperado—. Atacamos a dos soldados en un complejo militar, ¡tenemos que irnos!

—¡Somos dos hombres con armas y un chico, que dudo que sepa disparar! Si tienes una forma de salir sin enfrentarte con todo un ejército, ¡te escucho!

—Nosotros podemos ayudar. Sáquennos —La voz del hombre de la celda vecina se escuchó sobre el escándalo que lentamente había subido de volumen a su alrededor.

—Voy a sacar a todos de aquí, pero tenemos que esperar hasta el maldito momento más oportuno —Los gritos de un hombre se elevaron sobre el ruido a su alrededor. Los presentes giraron hacia el origen de los alaridos, la celda donde el hombre había caído enfermo tan sólo unos momentos antes. Ahora, en lugar de encontrarse tendido sobre el suelo, se había prendido del militar que lo inspeccionaba, hundiéndole los dientes en el cuello—. Mierda, creí que tendríamos más tiempo.

Los militares que habían mantenido a raya al resto de los reclusos abalanzaron sobre el infectado, golpeándolo con la culata de sus armas en un desesperado intento de separarlo de su compañero.

El caos se desató cuando los primeros disparos salieron de las armas de los militares. Las personas dentro de las celdas comenzaron a arremolinarse contra las vallas metálicas que separaban cada uno de los confinamientos en un intento de escapar del lugar.

Los gritos fueron acallados por una explosión lejana que iluminó el cielo nocturno al otro lado de las ventanas. Caesar miró las llamas elevándose, esperando lo que venía.

Un resplandor se coló por cada una de las ventanas del lugar, seguido de un atronador estruendo que reventó los cristales. Todos se lanzaron al suelo, incluidos los militares, ignorantes de lo que sucedía en el exterior.

—¿Qué demonios fue eso? —gritó Anton en un intento de escuchar su voz sobre el zumbido en sus oídos mientras ayudaba a Alex a ponerse de pie.

—Es nuestra señal —respondió Caesar con suficiencia.

Los militares salieron disparados, con su compañero en brazos, por las puertas en cuanto el sonido de la batalla que se libraba en el exterior, dejando el lugar sin supervisión.

—Vamos —dijo Caesar mientras tomaba las llaves que colgaban del cinturón de la soldado que aún se encontraba inconsciente y se las entregó a Alex, junto con la pistola que llevaba el otro militar—, tenemos que sacar a todos de aquí.

El chico se colgó el arma en el pantalón, y caminó decidido abriendo una por una las celdas del lugar, obteniendo agradecimientos y elogios de las personas que se habían mantenido atrapadas en ellas.

Con temor, Alex se acercó hasta la celda donde se hallaba el infectado, quien ahora se encontraba en el suelo, inmóvil sobre la enorme mancha del líquido oscuro que había salido de su boca.

—Eso es lo que les sucede a las personas infectadas —Caesar posó suavemente su mano sobre el hombro del chico, y habló con el tono más reconfortante que pudo—. Esa cosa asquerosa que salió de su boca es su sangre. Dejó de ser completamente humano. ¿Ahora me crees, vaquero? —dijo dirigiéndose a Anton, quien había llegado hasta donde ellos se encontraban.

—¿Ahora qué haremos? —preguntó Anton, mirando a Caesar.

—Salir de aquí —El hombre caminó hasta las puertas que se encontraban al lado contrario de aquellas por donde habían llegado los militares. Inhaló profundamente y miró al resto de las personas que esperaban atentamente.

Cuando se abrieron las puertas, el sonido de disparos y gritos, tanto humanos como inentendibles, golpearon a la multitud. Una sensación helada recorrió por completo el cuerpo de Alex, dejándolo inmóvil. En su mente sólo veía el cuerpo de aquel hombre, de aquel niño tendido sobre el asfalto mientras se teñía de escarlata.

Alex apretó su mano, sintiendo el tacto de aquella lata junto con lo cálido de la sangre que le había salpicado y, frente a él, apareció aquella imagen del cadáver, inmóvil, con la cabeza destrozada.

—¿Estás bien? —preguntó Anton al chico, mientras veía como su mano sostenía con fuerza el mango de la pistola que Caesar le había entregado.

—No creo poder hacerlo —dijo con miedo en su voz—, no estoy listo.

—Hey, mantén tus ojos en mí, y sólo en mí —Anton habló de manera comprensiva. Durante su tiempo de servicio había visto a muchos muchachos convertidos en soldados, creyendo que se volverían grandes héroes si iban a la guerra y quedándose petrificados en el primer momento en que un enemigo disparaba en su dirección. Sabía cómo tratar a aquellos chicos, pero esto era diferente, esto era algo que no debía estar pasando—. Detente cuando me detenga y avanza cuando lo haga. Haz lo que yo y estaremos bien.

Alex asintió, alejando un poco las imágenes presentes en su mente y aflojando el agarre de su mano en la pistola.

—Síganme —dijo Caesar llamando la atención de los presentes mientras salía por la puerta.

Cuando salió, Alex se encontró con una escena que jamás había cruzado por su mente vivir. Donde recordaba que había un muro que protegía el lugar, ahora sólo había un enorme cráter lleno de rocas y llamas que iluminaban el cielo con tonos anaranjados. Por todo el patio del complejo, militares se habían desplegado y disparaban a personas que corrían salvajemente hacia ellos, algunos alcanzándolos y golpeándolos con furia.

Caesar dirigió a las personas en dirección contraria a la batalla hasta alcanzar un enrejado igual al que servía en las celdas como paredes. En el extremo más alejado, la silueta de un hombre esperaba por ellos.

—¡Sebs! —saludó Caesar con efusividad.

—Señor, veo que tiene compañía —habló el hombre con una voz profunda y grave.

—Necesitamos a estas personas para construir el nuevo mundo.

Sebs asintió y, con una herramienta parecida a unas tijeras con mangos excesivamente largos, comenzó a cortar los alambres que componían la reja. Cuando se había creado una abertura lo suficientemente grande para cruzar, las personas comenzaron a salir.

—Dirígelos a La Ciudadela. Me quedaré hasta que todos estén fuera —ordenó Caesar a Sebs, quien se limitó a asentir de nuevo, y comenzó a alejarse del lugar, seguido por el resto de las personas.

—Iré a buscar a mi madre, la llevaré a tu fortaleza —dijo Alex, apresurándose a salir del lugar.

—¡No! El resto de la ciudad no es diferente a lo que dejamos aquí. Una maldita zona de guerra —intervino Caesar.

—¡Tengo que hacerlo! ¡Tengo que ayudarla! —gritó con desesperación el chico.

—No lo lograrás. ¡Estará más a salvo oculta que si tú la sacas en medio de este infierno!

—¡No puedo dejarla sola!

—Él tiene razón —interrumpió Anton mientras empujaba a Alex en la dirección hacia donde los demás avanzaban—. Iremos por ella cuando esto pase.

Unos gritos guturales retumbaron alrededor de ellos. Varias figuras comenzaron a correr desde la batalla hacia la abertura por donde escapaban.

—¡Vaquero! Llévate al chico de aquí, les daré un poco más de tiempo —gritó Caesar mientras abría fuego contra las criaturas, que habían multiplicado sus números en unos segundos.

Anton tomó a Alex por la cintura y comenzó a arrastrarlo, mientras el chico pataleaba en un intento de liberarse de su agarre. El resto de los prófugos comenzó a arremolinarse en la abertura, luchando para poder escapar.

Caesar se mantuvo ahí, disparan a cada uno de los monstruos que aparecía. El último de los hombres comenzó a cruzar el agujero en la reja, llamando la atención del tirador.

—Tú eres el que estaba en la otra celda, ¿cierto? El que dijo que me ayudaría construir un nuevo mundo —dijo Caesar mientras detenía al hombre tomándolo por la clavícula y aplicando la suficiente presión para hacerle daño mientras se paraba frente a él.

—Sí, pero por favor, déjame ir —La cara del hombre se transformó en una mueca de dolor mientras Caesar continuaba apretando su hombro.

—Dime, ¿cuál es tu nombre? —preguntó Caesar con malicia en sus ojos.

—Allan —los gritos de aquellas cosas se escucharon por detrás del hombre, acercándose peligrosamente—. Por favor, puedo ayudarte –rogó con terror.

—Oh, pero claro. Te dije que todos tienen un papel en el nuevo mundo, y éste es el tuyo —Caesar presionó el cañón de su arma contra la prominente barriga de Allan, causándole una enorme molestia, y disparó—, tú eres el que se sacrificará para que todos los demás logremos escapar.

Caesar lanzó a Allan de regresó por la abertura, dejándolo a merced de los infectados. Sin pensarlo mucho, dio media vuelta y comenzó a caminar tranquilamente en la dirección en la que se habían perdido el resto de las personas, dejando atrás los gritos de sufrimiento que provenían de Allan se combinaran con los alaridos proferidos por las criaturas.

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