Comorbilidad
—El mundo se está yendo al carajo y nosotros seguimos encerrados aquí —Megan habló mientras sus ojos no se separaban de las imágenes que se proyectaban en la televisión. Salvajes enfrentamientos entre soldados y turbas de personas desesperadas por saber lo que sucedía en esos momentos.
—Al menos estaremos seguros —dijo Wallace mientras señalaba con la cabeza a una pareja de militares trotando a lo largo del pasillo con una mirada preocupada en sus caras.
—Y no estaremos solos —Megan miró a través de las paredes de cristal hacia las habitaciones contiguas. Algunas seguían teniendo dos ocupantes, pero otras se habían llenado al punto de tener al menos a cinco personas en ellas.
—¿Qué crees que piensen de los estúpidos comerciales que les dicen cómo lavarse correctamente las manos? —preguntó Wallace entre risas cuando apareció uno de ellos en la pantalla.
—Seguramente les molesta tanto como a nosotros que crean a las personas unas estúpidas —Megan rió por un minuto completo hasta percatarse que Wallace había guardado silencio por completo y veía hacia el vacío—. ¿Qué pasa?
—Es sólo que, nos reímos y hacemos bromas, pero, ¿esto no volverá a la normalidad de ninguna forma? —Wallace miró la intravenosa que entraba directamente a la vena de su brazo y dejó salir un suspiro.
—Debes estar delirando por la fiebre —dijo la chica intentando cubrir con humor algo que era posible—, cállate y mira los estúpidos comerciales. Son importantes para ti —añadió con sarcasmo.
—Apuesto que sigue aquel donde... —Wallace detuvo en seco su comentario y se llevó la mano a la garganta.
—¿Estás bien? —Megan miró al chico, estaba completamente paralizado con los ojos clavados en la sábana. No emitía ningún sonido, no se movía—. Me asustas, ¿Wallace?
La chica bajó de su cama y caminó lentamente hasta la de él, conocía a la perfección la distancia que las separaba, pero en ese momento le pareció eterna. Iba a mitad del camino cuando Wallace vomitó una sustancia viscosa y de color negro.
Megan cayó de espaldas y se arrastró hasta que su dorso chocó con la cama.
—¡Enfermera! —gritar fue lo único que se le pudo ocurrir —, ¡ayuda!
La chica se enfocó en la cara de Wallace después de que terminó de salir aquella cosa de su boca. Su piel estaba tan pálida que las venas en su cara y cuerpo comenzaron a notarse de un color oscuro, casi negro.
—Meg... —Wallace apenas pudo hablar antes de desplomarse en el suelo frente a Megan. Un grupo de enfermeros entraron llevando un carrito médico con ellos.
Una enfermera ayudó a la chica a volver a su cama mientras los otros intentaban reanimar a Wallace. Megan sólo podía ver las convulsiones involuntarias que el cuerpo del chico tenía mientras aplicaban presión de manera rítmica en su pecho.
—No está funcionando —La enfermera que había tomado la muestra el primer día gritaba mientras hundía la aguja de una jeringa en el antebrazo del chico.
Después de los minutos más largos que Megan había experimentado en su vida, los enfermeros dejaron de presionar el pecho de Wallace.
El chico estaba tendido en la cama, inmóvil. Su pijama estaba manchada al igual que la ropa de cama.
—¿Por qué no despierta? —Megan se mantenía en su cama junto con la enfermera que le había ayudado a levantarse. Estaba petrificada. Sabía lo que había pasado, lo entendía, pero no quería enfrentarlo—. ¿Por qué se detienen?
—No podemos hacer nada —contestó la enfermera —. Tenemos que llamar al doctor.
Lo siguiente pareció ir en cámara lenta para Megan. Los enfermeros saliendo dejándola sola en la habitación con el cuerpo de Wallace. Personas iban y venían en los pasillos, tan preocupados que les era indiferente lo que acababa de ocurrir. Todo se movía fuera de ese cuarto.
Pero no era así.
El sonido de la puerta despabiló a la chica, sacándola del trance en que su mente había entrado en un intento por mantener fuera la situación que se desenvolvía en ese cuarto.
Harrison entró al cuarto, seguido por otro doctor más bajo y regordete. Ambos parecían haber pasado por algo difícil, pero la bata de Emmerett estaba tan sucia que Megan sólo podía llegar a la conclusión de que había sido tirada en un charco de lodo a propósito.
—Lo siento —La voz del segundo doctor rompió el silencio en el que se había quedado la habitación—. Debe ser difícil ver algo así.
Harrison llegó hasta el lado de la cama de Wallace y comenzó a revisar lo que quedaba de él.
—¿Qué es esa cosa? —dijo Megan mientras Harrison mojaba sus dedos en la sustancia oscura que Wallace había vomitado.
—No lo sé. Parece sangre.
—La sangre no es negra —reclamó la chica.
—Lo es cuando se coagula —contestó el otro doctor—. Una hemorragia interna podría explicar prácticamente todo, los moretones, la coloración extraña, el vómito.
—¿Y qué causó esa hemorragia? ¿Su estúpida gripe? —Megan se había levantado de la cama y ahora caminaba hacia Harrison—. Estuve semanas con él y no pude ver nada fuera de lo común más allá de la pulmonía. No necesito ser doctora para saber que no estaba infectado.
—Tienes razón, no eres doctora, pero no hay forma de saber si la infección causó esto —Emmerett miró los ojos inmóviles de Wallace que se habían tornado del mismo color que las manchas en su pijama.
—Nos tienen aquí contra nuestra voluntad, a mí y a todos los de las demás habitaciones —Megan miró a través del cristal que la mantenía encerrada en las demás habitaciones. Del otro lado, un hombre se arrastraba mientras el líquido oscuro escurría de su boca—. A todos ellos les pasa lo mismo.
—¿Ahora entiendes? —habló Harrison—. Esto era lo que queríamos evitar, pero ya no es muy diferente lo que pasa aquí y lo que sucede allá afuera.
—Pues sólo lograron que muchas personas se contagiaran al tenerlas en un mismo lugar —Un pensamiento cruzó como una saeta la mente de Megan, incendiando con ira todo en ella—. ¡Wallace pudo contagiarme! ¡Me mantuvieron aquí con él!
—No pasó eso... —dijo Harrison.
—Hicieron las putas pruebas y sabían, y aun así me dejaron aquí.
—¡Por las pruebas es que te quedaste aquí! —El grito de Harrison inundó la habitación haciendo que Megan se callara—. Tú estás infectada, él no.
Megan se heló por completo cuando escuchó esas palabras. Sintió como si un carbón ardiendo fuera presionado desde el interior de su cuerpo contra su piel justo donde la maraña de líneas rojas se extendía en su cuerpo.
—Él está ahí tendido y yo no. No puedo estar infectada.
—Wallace tenía neumonía, su sistema inmunológico estaba muy dañado. Tú lo contagiaste y la infección actuó más rápido en él —explicó el otro doctor con voz condescendiente mientras se acercaba al cuerpo del chico para poder examinarlo—, esa puede ser la explicación lógica.
—¡Entonces es su culpa que esté muerto! —La voz de Megan de nuevo se encendía con ira—. ¡Dejaron que se contagiara al estar tan cerca de mí!
—¡No sabía que esto pasaría! —Harrison gritó por sobre la voz de la chica. La impotencia que sentía al verse incapaz de ayudar a las personas hacía que sintiera demasiada ira en él.
—¡¿Qué demo... —Harrison y Megan giraron por el grito preferido por el Doctor Enzo Fossati. Sus manos sostenían las delgadas muñecas de Wallace, quien intentaba ferozmente alcanzarlo, lanzando gruñidos y alaridos contra él.
Antes que cualquiera de los presentes pudiera reaccionar, el chico logró alcanzar el cuello del doctor con sus dientes, mordiendo y destrozando la piel. Harrison se lanzó hacia Wallace y lo tomó por los hombros en un intento de separarlo de su compañero. Cuando al fin lo logró, un trozo de carne se desprendió del cuerpo de Fossati, dejando escapar una fuente carmesí que empapó al joven y a Emmerett antes de caer al suelo, intentando detener la hemorragia con sus manos.
Wallace giró para hacer frente a Harrison, quien aún lo detenía por los hombros. Ambos forcejearon por unos segundos hasta que el chico lo venció y mordió su hombro izquierdo. El caos se desató mientras el doctor intentaba sacárselo de encima, chocando con todo a su alrededor hasta que en un intento desesperado golpeó al chico contra la pared haciendo que lo soltara.
Wallace se levantó como si nada, la sangre del doctor se mezclaba con la sustancia oscura y goteaba en el suelo. Harrison se sostenía el hombro y se mantenía al lado de Megan en la parte más alejada de la habitación.
El chico avanzó hacia ellos, sus pasos eran torpes y tropezaba con todo lo que había en el suelo tirado como resultado de la pelea. Casi había llegado a la mitad del camino cuando la puerta se abrió de golpe.
—¡Está infectado! ¡deténganlo! —gritó Harrison mientras Wallace se giraba para toparse con tres soldados. Todos empezaron a dispararon en su contra. La chica creyó ver que soportaba todos los disparos como si no le hicieran daño, pero la idea se fue cuando el chico cayó fulminado. Nadie sabía qué pensar, Megan estaba aterrada por la escena, pero Harrison sabía que estaba en jaque—. ¡Ella también está infectada!
No hubo tiempo de pensar. Para Megan, los últimos segundos de su vida se resumieron en la sensación de terror profundo, el sonido de un disparo y la sensación de ardor en su pecho antes de que todo se apagara. La bala atravesó el delgado cuerpo de la chica salpicando de sangre el vidrio detrás de ella. Todo quedó en silencio.
—¿Está bien, doctor? —Un soldado se acercó hasta Harrison quien aún sangraba.
—Estoy bien, no es nada —Con la mano aún en su hombro, Harrison caminó hasta el cuerpo de Fossati y giró para ver el resto de las habitaciones a través del cristal manchado de sangre—. Eliminen al resto de los infectados y desháganse de sus cuerpos.
Los soldados dejaron el lugar y Harrison se quedó solo. Por unos minutos, apreció el cuerpo del único hombre que pudo considerar un amigo desde su época de universidad. Un atisbo de culpa lo embargo mientras miraba sus ojos inyectados de sangre, presas de una expresión de terror absoluto.
El doctor Emmerett salió rumbo a su oficina dando tumbos por el dolor que recorría por completo su brazo izquierdo. A mitad del camino, se topó con la cabellera rojiza de Erin.
—¿Qué sucede, Harry? —preguntó mientras sus ojos se situaban en la mancha escarlata en su bata.
—Todo se fue a la mierda, tenemos que salir de aquí —Harrison tomó a la mujer por el brazo y comenzó a llevarla en dirección a la salida trasera.
—No puedo. Mi hijo se dirige para acá, dice que un amigo suyo está enfermo —Erin se detuvo en seco y miró su celular ansiosamente, deslizando su dedo por la pantalla en busca de algún nuevo mensaje.
—Dile que se aleje de él lo más pronto posible —contestó de forma abrupta—, dile que se quede lejos de la ciudad y después ve con él. Dile a tu esposo que saque armas de la estación de policías donde trabaja y váyanse lo más lejos que puedan.
—Harrison, ¿dónde está Fossati? —Erin miró detenidamente la mancha roja que se extendía por su bata.
—Erin, encuentra a tu esposo, encuentra a tu hijo y váyanse lo más lejos de aquí —escupió Emmerett, dando nuevos empujones a la mujer en dirección a la salida—. Esto sólo se pondrá peor.
—Entonces ven tú también —respondió Erin mientras lo tomaba por el brazo de la misma manera en la que él lo había hecho con ella.
—¡No! —la detuvo tajante—. Tengo que quedarme a ayudar en lo que pueda. Tú vete.
Harrison reanudó su camino dejando a Erin con la mitad de su cuerpo fuera de la puerta que se dirigía al estacionamiento del personal mientras algunas lágrimas caían sobre su bata. No tardó más de cinco minutos en alcanzar el armario de escobas que el hospital le había dejado como oficina, apenas cabía el escritorio y el librero cubría prácticamente la mitad del cuarto.
El hombre cerró la puerta de entrada con llave y se dirigió a su baño privado. Ahí, después de quitarse la bata y su camisa, con ayuda del espejo, pudo notar lo que el chico le había hecho. Una buena porción de carne había desaparecido de su hombro, tanta que estaba seguro de que la clavícula estaba a menos de un par de milímetros bajo la piel viva.
—Maldita sea —maldecía de vez en cuando mientras la aguja e hilo cerraban aquellas zonas donde la sangre no paraba de emerger.
Cuando había terminado de suturar estaba listo para poner una gasa esterilizada y evitar que la piel siguiera en contacto con el exterior. Antes de que la tela quirúrgica tocara su hombro, el doctor Harrison Emmerett notó como unas cuantas venas que rodeaban la zona empezaban a contrastar en su piel con un color oscuro, casi negro. Sin más que hacer, tomó una de las botellas de escoces que escondía en su oficina, y se sentó en el suelo a beberla mientras apoyaba su espalda contra la puerta.
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