El Altar
https://youtu.be/PZ2rNvqiSWM
No tenía muy claro que me iba a encontrar en Kaenpolus. Esperaba el Inpher'i —del que poco se habla en el Daema Rexö— lleno de: infieles empalados en un eterno suplicio; otros vagando con los ojos arrancados, caminando sobre cristales rotos o tropezando, cayendo al vacío o siendo acuchillados por los hijos de Lavos sin saber de dónde vendría la siguiente estocada; algunos serían perseguidos por bestias cuadrúpedas, sin descanso, siendo finalmente alcanzados y devorados. Estos eran unos pocos —y pintorescos— ejemplos que nos daban los religiosos.
Bien que no estamos en ese lugar, pero la denominación de Kaenpolus no me hacía esperar nada agradable. Tampoco lo encontré.
Ante mí me hallo con una ciudad construida con una piedra oscura, derruida y carente de vida. Me recuerda a las fotos de las ruinas de los primeros asentamientos en Hidria. Altos edificios, de fachadas impresionantes, escoltadas por gruesas columnas que resistían en pie, al contrario de los techos derrumbados, tras cientos de años de soledad y descuido.
La orografía se divide en niveles por los que se distribuyen palacios, villas y otras casas más humildes —que harían empequeñecer a las casas de los más poderosos en Dëkifass. La arquitectura urbana es impresionante. Altos pórticos, calles y avenidas amplias, escoltadas por columnas y grandes jardines. Aun así, toda la decoración, el ambiente, el arte de la ciudad sigue siendo ominoso. Es como si alguien hubiera querido crear la contraparte de Tempros. Una blasfemia materializada. Si hubiera estado aquí por otro motivo, habría temido por mi alma.
En el punto más alto de Kaenpolus se encuentra el único lugar que no parece haber sido afectado por el tiempo y, a diferencia de las demás, es una casa construida con materiales claros, remates de oro y piedras preciosas engarzadas en los frisos cuyas figuras no puedo distinguir desde la distancia. Es una vivienda señorial que, incluso desde la distancia, te deja sin habla. Siento respeto y miedo al mirarla. No sé por qué. Es el único edificio al que no querría entrar ni aunque me invitaran.
—Ese es mi hogar —dice Erenz apareciendo a mi espalda—. Me está costando mantenerlo en pie.
Por un momento me imaginé a Erenz limpiando, haciendo reparaciones o pintando su casa. No pude evitar reírme —es increíble que pueda hacerlo dadas las circunstancias.
—¿Qué es eso tan gracioso?
—Perdona, estoy un poco inestable con el nerviosismo...
Acordarme de que Ricca está aquí vuelve a cambiar mi estado de ánimo. Tengo mucho miedo. Ella debería estar corriendo por este maldito lugar. Yo debería estar escuchando sus risas, sus preguntas ocurrentes o haciendo pucheros por no poder vernos a su padre o a mí.
—¿Por qué en este lugar? ¿Qué es lo que lo hace tan especial como para que fuera llevada aquí? ¡Ah! Creo que me lo dijiste, es un lugar de poder o algo así. Y, déjame adivinar, tu casa sigue en pie por esa extraña magia, en cuyo vórtice se asienta.
—Tu sarcasmo es delicioso. Como bien dices el centro de Kaenpolus es mi casa, la primera morada de Lavos en Henyêr y, posteriormente, la de la casa de Valdemir. Nuestro querido señor hizo la promesa de que este lugar resistiría todo tipo de desastres hasta el fin del mundo.
—¿Y tú dejas que maten niños en tu casa?
—Hablas como si yo tuviera la capacidad de oponerme a los dioses del bosque —comenta, con su sonrisa burlona—. Mi vida depende de mi obediencia debida.
—¿Y Lavos no puede restituirte? ¿Les tiene miedo a los espíritus del bosque?
—¿Te crees que los dioses son tus mascotas que hacen lo que les ordenas? No. Lavos es como Thelos, Nâtar o los espíritus que moran aquí. Son egoístas y sólo escuchan las plegarias de quienes les interesa, si es que alguna vez lo hicieron. Además, Lavos es también el señor de los dioses del bosque. ¿Por qué debería favorecerme más que a ellos?
—Los eremaven sois su creación...
—¿Thelos o Nâtar han devuelto a tu hija tras escuchar tus plegarias? —No puedo decir nada. Es más que evidente que no.
Suspiro y avanzo por la amplia avenida que lleva directamente a dicho lugar. Quiero correr y no soy capaz de hacerlo. ¡No entiendo de qué tengo tanto miedo! Cada paso me cuesta más que el anterior. No hay ni un ruido, ni la más mínima señal de vida... ¡Nada! No quiero... ¡No puedo ni pensar en el peor de los casos!
Las hojas doradas se encuentran entreabiertas de forma que yo puedo deslizarme por ellas de costado. Las siento tan pesadas que necesitaría todo un regimiento para empujarla.
Me cuesta dar el paso. He invertido tanto tiempo, tanto esfuerzo para llegar a este lugar que... ¿Por qué Ricca no sale por esa puerta correteando? O, ¿por qué no está llorando, tras pasar horas sin vernos ni a Orph ni a mí? ¡Por qué no grita!
Incluso cuando la hemos dejado a veces en casa de mis padres o mis suegros, pasado un tiempo empieza a preguntar por nosotros. Necesita nuestros besos, nuestros abrazos o, simplemente, contarnos una historia o alguna travesura que ideara contra Celenis.
Mi Ri-ri nos necesita. ¡Me necesita! Ella precisa de mi beso de buenas noches. Ya incluso está atenta cuando le leo sus libros favoritos. Se ríe cuando le hago voces o ruidos mientras narro las aventuras de su heroína preferida, que también es Aleis —es mi culpa, porque no dejo de hablar de ella.
¿Y si es cierto lo que me contó Erenz? ¿Y si de verdad Orph...?
Tengo que racionalizar. Puede ser que esté encerrada en algún lugar insonorizado y, aun en este maldito silencio, es imposible escucharla.
Miro al suelo y veo dos pares de huellas. Unas grandes y otras pequeñas. El corazón me late desbocado porque sólo veo a una de ellas salir. Me encantaría poder decir que no reconozco los dibujos de ambas, pero he visto día tras día las suelas cuando he agarrado esos calzados para ponerlos en su lugar. Desearía poder decir que el par más grande no es de él porque hay más personas que llevan esas botas —importadas de Selmek— en el pueblo, pero sólo hay dos hombres que las usan: mi suegro —y él no puede ser pues, debido a su enfermedad, no sería capaz de llevar a Ricca por Efasthereth— y...
—¡Orph! —exclamo, tras caer de rodillas—. ¡No! ¡Tú, no!
Erenz se aparece y me pone su mano en el hombro. Volteo para mirarlo y apenas puedo distinguir sus facciones por las lágrimas.
—Tú sabías que era él. M-me dijiste que podías olerlo. Po-podrías reconocer que ambos están impregnados de los mismos olores. Que eran familia. ¡Y no me dijiste nada!
—¿Me habrías creído si te lo hubiera dicho?
No lo habría hecho. No desde luego en los primeros compases de esta maldita tragedia. Me cuesta creerlo ahora y lo estoy viendo con mis propios ojos. Se me ocurren miles de excusas o posibles explicaciones como: le robaron el calzado u otra persona empezó a usar el mismo modelo. Y lo desmentiría con: ayer las usó y antes de venir estaban en casa. Además, ¿a qué desconocido seguiría Ricca sin armar escándalo? ¡No habría salido ni de la puerta de casa! La nueva pregunta: ¿estaría drogada? La respuesta: el par de huellas pequeñas sugieren que ella entró por su propio pie. Y esas huellas no muestran señales de pies arrastrando o de las zancadas nadie huyendo.
—¿Tuvo ayuda para llegar aquí? —pregunto—. Si no hubiera sido por ti, yo misma habría sido asesinada infinidad de veces. Orph no puede haber hecho la ida y la vuelta en una noche sin haber sido llevado por algo o alguien.
¿Quién mejor que Erenz para conducirlo a las puertas de su hogar? ¿No llevó a Celenis a una velocidad endiabla hasta la linde del bosque? ¿No podría hacer algo similar con...?
—Contigo siempre va a ser así. Yo soy el eremav, el asesino, ¿quién mejor culpable que yo?
—Dime que me equivoco.
—Te equivocas. Porque los asuntos de los dioses no son mi maldito problema. Es cierto que los ayudó llegar a Kaenpolus, pero yo no fui el elegido sino Efast Gherö, el espíritu del bosque y lugarteniente de Themegherö Qinand, el Rey Demonio. ¿Te olvidaste de que yo soy un apestado? Creí que los galameth erais más inteligentes —reprocha, tan enojado que, si pudiera, se lanzaría a mi cuello y me dejaría seca.
—Pe-perdona, Erenz. E-estoy tan confundida.
Erenz me agarra del brazo y tira de mí, obligándome a ponerme en pie. Cierro los ojos, esperando el ataque, y lo que siento es un abrazo tan fuerte que me vuelvo a romper. ¿Es posible que, quien yo esperaba que fuera un monstruo, mostrase más empatía que cualquier habitante de Dëkifass? Siento que estuve equivocada toda mi jureki vida. Los monstruos reales vivían conmigo.
—No me gustaría estar en tu situación, Zhora, de verdad. Piensa que ya estás a nada de encontrarla.
—¿Sabes dónde está?
—Sí —responde, mortalmente serio.
—Dímelo, ¡por favor! —exclamo.
Mi corazón está a punto de reventar. Late desbocado y siento que voy a hiperventilar. Erenz pone su mano delicadamente sobre mi pecho, calmándome de una forma tan extraña. El dolor sigue, el miedo no desaparece. Al menos no me dará un ataque al corazón.
—Ricca está en el altar. Puedes llegar al nivel inferior tras la puerta de la izquierda nada más entras en el vestíbulo.
No lo dejo terminar que las fuerzas me vuelven y me marcho. Aún sin sus indicaciones, no tendría más que seguir las huellas que siguen siendo claras. La puerta al altar se encuentra abierta y me hallo ante una intrincada y oscura escalera de caracol. La bajo saltando peligrosamente los escalones. A estas alturas, ya me da igual todo. Está aquí. ¡Ricca está aquí y me está esperando!
—¡Ri-ri! ¡Ya voy hija! —exclamo, esperando una respuesta que no llega—. ¡Mamá ha llegado!
Llego a la base, salgo por otra puerta y recalo en una sala de dimensiones exageradas. ¿Tanto bajé?
La oscura sala —con más de las omnipresentes yaltas columnas— lleva hasta un altar, a un par de centenares de metros dedistancia, al cual se accede por medio de más escaleras. Corro con todas misfuerzas. Estoy tan cerca que casi puedo sentirla. Boyr Thelos!
Dealguna forma llego a los altos portones del palacio de Erenz. La oquedad es detres veces mi tamaño y, por las marcas que veo en su dintel, seres de mayoraltura se han internado, dejando sus garras para la posteridad. ¿Sería ese eltestimonio de la presencia de Lavos en este lugar?
Las hojas doradas se encuentran entreabiertas de forma que yo puedo deslizarme por ellas de costado. Las siento tan pesadas que necesitaría todo un regimiento para empujarla.
Me cuesta dar el paso. He invertido tanto tiempo, tanto esfuerzo para llegar a este lugar que... ¿Por qué Ricca no sale por esa puerta correteando? O, ¿por qué no está llorando, tras pasar horas sin vernos ni a Orph ni a mí? ¡Por qué no grita!
Incluso cuando la hemos dejado a veces en casa de mis padres o mis suegros, pasado un tiempo empieza a preguntar por nosotros. Necesita nuestros besos, nuestros abrazos o, simplemente, contarnos una historia o alguna travesura que ideara contra Celenis.
Mi Ri-ri nos necesita. ¡Me necesita! Ella precisa de mi beso de buenas noches. Ya incluso está atenta cuando le leo sus libros favoritos. Se ríe cuando le hago voces o ruidos mientras narro las aventuras de su heroína preferida, que también es Aleis —es mi culpa, porque no dejo de hablar de ella.
¿Y si es cierto lo que me contó Erenz? ¿Y si de verdad Orph...?
Tengo que racionalizar. Puede ser que esté encerrada en algún lugar insonorizado y, aun en este maldito silencio, es imposible escucharla.
Miro al suelo y veo dos pares de huellas. Unas grandes y otras pequeñas. El corazón me late desbocado porque sólo veo a una de ellas salir. Me encantaría poder decir que no reconozco los dibujos de ambas, pero he visto día tras día las suelas cuando he agarrado esos calzados para ponerlos en su lugar. Desearía poder decir que el par más grande no es de él porque hay más personas que llevan esas botas —importadas de Selmek— en el pueblo, pero sólo hay dos hombres que las usan: mi suegro —y él no puede ser pues, debido a su enfermedad, no sería capaz de llevar a Ricca por Efasthereth— y...
—¡Orph! —exclamo, tras caer de rodillas—. ¡No! ¡Tú, no!
Erenz se aparece y me pone su mano en el hombro. Volteo para mirarlo y apenas puedo distinguir sus facciones por las lágrimas.
—Tú sabías que era él. M-me dijiste que podías olerlo. Po-podrías reconocer que ambos están impregnados de los mismos olores. Que eran familia. ¡Y no me dijiste nada!
—¿Me habrías creído si te lo hubiera dicho?
No lo habría hecho. No desde luego en los primeros compases de esta maldita tragedia. Me cuesta creerlo ahora y lo estoy viendo con mis propios ojos. Se me ocurren miles de excusas o posibles explicaciones como: le robaron el calzado u otra persona empezó a usar el mismo modelo. Y lo desmentiría con: ayer las usó y antes de venir estaban en casa. Además, ¿a qué desconocido seguiría Ricca sin armar escándalo? ¡No habría salido ni de la puerta de casa! La nueva pregunta: ¿estaría drogada? La respuesta: el par de huellas pequeñas sugieren que ella entró por su propio pie. Y esas huellas no muestran señales de pies arrastrando o de las zancadas nadie huyendo.
—¿Tuvo ayuda para llegar aquí? —pregunto—. Si no hubiera sido por ti, yo misma habría sido asesinada infinidad de veces. Orph no puede haber hecho la ida y la vuelta en una noche sin haber sido llevado por algo o alguien.
¿Quién mejor que Erenz para conducirlo a las puertas de su hogar? ¿No llevó a Celenis a una velocidad endiabla hasta la linde del bosque? ¿No podría hacer algo similar con...?
—Contigo siempre va a ser así. Yo soy el eremav, el asesino, ¿quién mejor culpable que yo?
—Dime que me equivoco.
—Te equivocas. Porque los asuntos de los dioses no son mi maldito problema. Es cierto que los ayudó llegar a Kaenpolus, pero yo no fui el elegido sino Efast Gherö, el espíritu del bosque y lugarteniente de Themegherö Qinand, el Rey Demonio. ¿Te olvidaste de que yo soy un apestado? Creí que los galameth erais más inteligentes —reprocha, tan enojado que, si pudiera, se lanzaría a mi cuello y me dejaría seca.
—Pe-perdona, Erenz. E-estoy tan confundida.
Erenz me agarra del brazo y tira de mí, obligándome a ponerme en pie. Cierro los ojos, esperando el ataque, y lo que siento es un abrazo tan fuerte que me vuelvo a romper. ¿Es posible que, quien yo esperaba que fuera un monstruo, mostrase más empatía que cualquier habitante de Dëkifass? Siento que estuve equivocada toda mi jureki vida. Los monstruos reales vivían conmigo.
—No me gustaría estar en tu situación, Zhora, de verdad. Piensa que ya estás a nada de encontrarla.
—¿Sabes dónde está?
—Sí —responde, mortalmente serio.
—Dímelo, ¡por favor! —exclamo.
Mi corazón está a punto de reventar. Late desbocado y siento que voy a hiperventilar. Erenz pone su mano delicadamente sobre mi pecho, calmándome de una forma tan extraña. El dolor sigue, el miedo no desaparece. Al menos no me dará un ataque al corazón.
—Ricca está en el altar. Puedes llegar al nivel inferior tras la puerta de la izquierda nada más entras en el vestíbulo.
No lo dejo terminar que las fuerzas me vuelven y me marcho. Aún sin sus indicaciones, no tendría más que seguir las huellas que siguen siendo claras. La puerta al altar se encuentra abierta y me hallo ante una intrincada y oscura escalera de caracol. La bajo saltando peligrosamente los escalones. A estas alturas, ya me da igual todo. Está aquí. ¡Ricca está aquí y me está esperando!
—¡Ri-ri! ¡Ya voy hija! —exclamo, esperando una respuesta que no llega—. ¡Mamá ha llegado!
Llego a la base, salgo por otra puerta y recalo en una sala de dimensiones exageradas. ¿Tanto bajé?
La oscura sala —con más de las omnipresentes yaltas columnas— lleva hasta un altar, a un par de centenares de metros dedistancia, al cual se accede por medio de más escaleras. Corro con todas misfuerzas. Estoy tan cerca que casi puedo sentirla. Boyr Thelos!
—¡Ricca, mi amor, ya estoy aquí! —vuelvo a exclamar emocionada y asustada por no recibir respuesta alguna.
Al llegar a la base de las amplias escaleras, veo que una inmensa figura me observa inmovilizada por medio de dos gigantescas lanzas. En un principio pensé que sería algún dios guardando el lugar, pero no es más que una estatua. El ser podría haber sido tanto un dios como el propio Lavos, dada la corona que llevaba en su delgada cabeza de facciones duras y monstruosas. Ante su mirada siento miedo por mi alma y por la de mi niña.
—¡Ricca! —exclamo más fuerte todavía. No hay respuesta.
Mi mirada baja a un altar de piedra labrada, frente a la estatua. Hay alguien ahí...
—¡Oh, Thelos!
Daema Rexö: Libro sagrado de Arthelos —camino de Thelos, religión de Henyêr.
Estaréis maldiciéndome por mis finales con gancho (un buen gancho me daríais si pudierais, jajaja). Es que soy muy aficionado a las series que nos dejan sufriendo, aunque Netflix ya mató esa buena costumbre...
No me enrollo más. ¡Gracias como siempre por leerme y darme un sitio en vuestras bibliotecas!
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