Epílogo

Descalza ante la ventana de su departamento, vistiendo apenas una camiseta deportiva y unos pantalones cortos para que su piel disfrutara de las últimas semanas de verano, Leya siguió con la vista al muchacho de uniforme que subía las escaleras con dificultad por cargar una caja pesada. 

Reconoció al instante ese rostro bajo la luz cálida del amanecer. Había pasado más de un mes desde que resolvió el caso de Candelaria Redes, desde entonces tuvo oportunidad de conocer a cada habitante de Bosques Silvestres. Algunos la consideraban una joven agradable a la que invitaban a reuniones sociales, otros la despreciaban con la naturalidad de quien estaba satisfecho clasificando a sus conocidos como amigos o enemigos.

—Hola, detective Leya —dijo el joven Fabrizio cuando ella abrió la puerta.

—Buenos días, Fabri. —La sonrisa cálida que Leya le dirigió lo dejó aturdido por un momento—. ¿Eres nuevo en el correo? ¿Cómo van las cosas con Candelaria? 

—Mi tío me contrató a medio tiempo. Cande… —Los colores subieron a su rostro cuando le ofreció la enorme caja— nos veremos esta tarde durante su sesión de equinoterapia. Ahora fue al hospital a leerle un cuento a Violeta, estamos seguros de que despertará pronto.

—Espero que así sea.

«Solo el cielo sabrá cuándo volverá a abrir los ojos», pensó. No sería fácil ver a su familia reconstruyéndose con un miembro en la cárcel, otro con el corazón roto y la matriarca intentando reparar el daño que el favoritismo había causado… Sin mencionar la singular mascota que Candelaria había adoptado, un lobo anciano y sobreprotector. 

«Los Redes son bastante extraños», meditaba desde su lugar de observadora externa.

—Cuidado, está pesado —le advirtió Fabrizio.

Leya levantó los veinte kilos sin dificultad. Se preguntaba de qué rayos se trataba esta vez. Desde que había ido al cumpleaños de su medio hermano, celebración en la que bebió más de la cuenta y pasó su dirección y datos de contacto a cada miembro de la familia, le habían enviado varios obsequios tardíos por su nueva mudanza. Ahora debía encontrarle un lugar a los nuevos cuadros, tazas, maquillaje, sombreros vaqueros, libros y cuchillos que sus singulares medio hermanos le habían regalado. Cada uno tenía su propio estilo e idea de lo que ella podría llegar a necesitar en un pueblo boscoso.

Sin reprimir una risa al pensar en sus hermanos y en la frágil pero optimista relación que ella iniciaba con sus padres, firmó la entrega. Luego se despidió y cerró la puerta.

Lo dejó en el suelo y se puso en cuclillas. Abrió con cuidado el envoltorio para no romperlo. Enarcó las cejas cuando descubrió el balde de pintura y un arcoíris de entonadores. Recorrió las paredes gris ceniza del departamento, el tono apagado le había satisfecho cuando llegó casi medio año atrás. No distraía su concentración y mantenía su estado de ánimo en un modo neutro, ideal para trabajar de manera eficiente.

Decidió que pintaría de colores vibrantes lo antes posible. Curiosa, buscó la tarjeta en alguna parte. Estaba pegada en la base del bote de pintura. Sus facciones se ablandaron al descubrir a la destinataria. Fabiola Rodríguez la había encontrado.

Levantó la carta a la altura de sus ojos y leyó el mensaje. «Tuve que rastrear a tu padre para que me pasara tu dirección, porque nuestra encantadora y desalmada teniente es una tumba que no abriría la boca ni bajo tortura. Este bote es algo que, conociéndote, necesitarás. ¡Saqué un vuelo para ir a verte la semana entrante! El día exacto lo tendrás que adivinar. Llevaré en pendrive todas las temporadas de Ladybug. Vamos a verlo juntas. Y vas a amarlo aunque tenga que obligarte, necesito a alguien para fangirlear. ¡Hasta la próxima, bella!».

Leya soltó una carcajada de lo profundo de su pecho. Cuando consiguió recuperar el aliento, la risa seguía burbujeando en su garganta. Le presentaría a Madeleine, dos torbellinos como esos debían conocerse.

Miró la hora en el reloj de pared. Dejaría esas tareas pendientes para otra oportunidad. En ese momento debía aprovechar la apacible madrugada. Se calzó unas zapatillas deportivas, colgó su teléfono en la funda en su brazo, se colocó los auriculares inalámbricos y se dispuso a hacer ejercicio como todas las mañanas. Era una rutina que había aliviado sus dolores abdominales causados por el estrés reprimido, y mantenía su estado de ánimo en los niveles saludables. 

En el momento en que abrió la puerta, estuvo a punto de chocar contra Fabrizio, quien estaba de pie en el segundo escalón. El adolescente se rascó la parte posterior de la cabeza, titubeando.

—¿Olvidaste algo, Fabri?

—Tengo un mensaje de Mady —dijo sin mirarla a los ojos, demasiado avergonzado por algún motivo desconocido.

—Presiento que será incómodo —Metió la mano en su bolsillo en busca de algo de dinero—. Te daré una buena propina.

—Ella no quería escribirlo y me hizo memorizarlo —confesó con las mejillas enrojecidas como un niño. Se aclaró la garganta y se enderezó en toda su altura—. Sus palabras fueron... Él está de regreso, ¿qué esperas para saltarle a la yugular? Lleva protección, y no me refiero a tu revólver de detective.

Fabrizio aceptó la propina y se marchó lo más deprisa que sus jóvenes piernas le permitieron. Leya se quedó de pie ante las escaleras, su boca abierta en una perfecta O. 

El último mes, Madeleine la había convertido en el foco de sus bromas picantes, puesto que Leya había sido la culpable de que su mejor amigo se marchara a la ciudad para hacer rehabilitación. Blaise no habría podido subir ni las escaleras a su departamento hasta que la herida sanara por completo, y era más fácil ceder a la presión familiar que le exigió mudarse unas semanas con ellos para poder cuidarlo. 

No habían hablado desde entonces. Ella no habría sabido qué decirle y le parecía invasivo llamarlo sin advertencia.

«Él está de regreso», repitió en su mente. Le tomó tres latidos comprender. 

Cerró la puerta con llave y bajó lentamente las escaleras. Aspiró el perfume que la naturaleza desprendía. Encendió la música. Sus piernas iniciaron el trote suave con el que entraba en calor. 

Cerca de una hora después se detuvo en un bebedero en medio de la Plaza de las Hadas. 

Agitada, sopló los mechones sueltos que habían escapado de su cabello recogido. Se quitó el elástico, dejando que las hebras respiraran en libertad contra su espalda. Entonces se dispuso a estirar los músculos.

Los otros atletas que también usaban esos lugares para hacer ejercicio levantaron un brazo en señal de saludo. Leya les devolvió el gesto con una sonrisa, habían coincidido tantos días que ya se conocían.

Sus ojos se clavaron en la fuente. Fue consciente de sus propios latidos, acelerados por algo más que el ejercicio. Su piel cosquilleaba cuando giró la vista hacia la calle Los leñadores. La herboristería aún no abría. Madeleine había pospuesto el horario de apertura porque su avanzado embarazo le dificultaba levantarse tan temprano. Como la gerente, tenía esa autoridad.

Antes de que se diera cuenta, sus pies la llevaron hasta la vidriera. A su izquierda, unas escaleras que la llevarían al departamento del primer piso parecían atraerla como el polen a una abeja. 

Ese no era el mejor momento. No así. Con ropa tan casual, despeinada y el rostro libre de maquillaje, tenía la apariencia de una adolescente desaliñada.

—Solo es… un viejo amigo —murmuró para sí—, no hay nada raro en pasar a saludar. Más absurdo es tener la misma discusión sobre tomates y pimientos con la misma anciana cada vez que paso por la misma verdulería.

Nerviosa, subió la escalerilla y presionó el timbre. Una melodía de cinco segundos se reprodujo en el interior. Contuvo el aliento, las manos ocultas tras su espalda. Decidió que si la puerta no se abría en ese primer toque, se iría. Volvería cuando recuperara su sentido común y no se sintiera como una niña en su primera cita.

No hubo respuesta.

«Es mejor así», pensó. Se dispuso a marcharse, un poco decepcionada, gran parte aliviada… 

La puerta se abrió. Sus ojos se vieron atraídos por los largos rizos oscuros que en ese momento eran una maraña salvaje, de una mujer que nunca había visto. Con una camiseta que dejaba su abdomen al descubierto y unos pantalones hindúes holgados, parecía un genio que acababa de despertar de su lámpara. El enorme bostezo que soltó le confirmó dónde había dormido.

—¿El lobo te comió la lengua, pequeño corderito? —fue su saludo afilado. Su voz estaba ronca por la somnolencia, aunque sus ojos despiertos parecían burlarse de ella.

—Dirección equivocada —pronunciaron los labios fríos de Leya. 

Sin aguardar respuesta, se dio media vuelta y comenzó a bajar las escaleras. Escuchó la puerta cerrarse. Sintió la humillación reflejarse en el rubor de sus mejillas. 

No era un buen momento para ser una visita inesperada, comprendió.

Por supuesto que Blaise encontraría a alguien más en la ciudad. Era un hombre encantador en más de un sentido, con el don de derribar las defensas del corazón de la mujer más fría del pueblo. Era de esperarse que no volviera solo, estaba en todo su derecho.

Si sacaban cálculos, el tiempo sin verse había sido superior al que pasaron juntos. Y aunque él lo hubiera sugerido, ella jamás habría aceptado un absurdo Te esperaré, de parte de ninguno de los dos. Esas promesas solo traían cadenas incómodas para ambas partes. Debían luchar contra la imagen idealizada que se creaba de la otra persona cuando la distancia los separaba.

—¿Quién era? —escuchó la pregunta de Blaise del otro lado de la puerta. 

Su corazón se aceleró. Sus pies se detuvieron al final de la escalera.

—Una chica —respondió la mujer con audible desinterés.

—¿Bonita? —oyó una tercera voz. Masculina, esta vez. 

—No era mi tipo. Lucía como si acabara de descubrir que otra mujer durmió anoche en la casa del hombre de su vida.

El segundo hombre soltó una carcajada.

—Eres cruel, Aura.

—Sigan con sus bromas y acamparán en la plaza esta noche —prometió la voz de Blaise—. Bajo tierra. 

La puerta se abrió de nuevo tras la espalda de Leya. Ella volvió el rostro para encontrarse con esos ojos almendrados que podrían haber dejado el pueblo por semanas pero permanecían en sus mejores sueños.

—¿Leya? —La sonrisa que le dirigió le robó el aire, poseía la calidez del hogar que siempre había admirado desde la distancia.

El hombre bajó de prisa el resto de los peldaños. Se detuvo a solo un suspiro de distancia de la detective.

—Hola —lo saludó algo sofocada por la repentina cercanía. De modo inconsciente, se llevó una mano a su propio cabello—. Madeleine comentó que habías vuelto y justo pasaba por la zona… Sé que te agradecí por tu ayuda en mi caso, pero nunca tuve oportunidad de… disculparme por los momentos traumáticos que te hice pasar.

«Por todo lo sagrado, ¿qué rayos estoy diciendo?», pensó, y se preguntó por la mejor forma de retroceder cinco minutos y volver a presentarse con más dignidad.

Se detuvo al ver los hombros del herbolario temblar. Cuando ella entornó los ojos, él soltó una carcajada clara y vibrante. Antes de que Leya pudiera reaccionar, Blaise la atrapó entre sus brazos y la atrajo contra su pecho.

—No te habría extrañado tanto si no te hubieras apoderado de mis sueños también —pronunciaron sus labios contra el cabello femenino.

Al principio estuvo rígida por la sorpresa, luego obtuvo el valor para devolverle el abrazo. Pudo escuchar el latido de su corazón contra el suyo, la esencia del bosque que parecía formar parte de él. Cerró los ojos, perdida en la niebla de paz que envolvió todo su ser. Su abrazo era una cabaña de troncos en pleno invierno, la calidez de un café ante la ventana tras la cual se observaba una tormenta.

Cuando se separaron, él se aseguró de capturar una de sus manos como si no deseara romper el hechizo que se creaba con el contacto piel con piel. Con su mano libre, apartó un mechón de la frente de Leya.

—Luces preciosa, tienes una energía que parece brillar a tu alrededor.

—¿Cuál sería la traducción lógica a eso?

Sintió sus dedos en las puntas de su cabello, algo que le produjo un agradable cosquilleo.

—Te ves feliz, y más linda de lo que recordaba.

—Creo que estoy aprendiendo a serlo. ¿Y tú? —También había entrenando su habilidad para seguir una conversación—. ¿Cómo te fue en la ciudad compartiendo de nuevo el hogar materno?

Blaise tardó el responder. La contemplaba con tanta intensidad que ella luchaba contra el impulso de apartar la vista.

—Amo a mi familia, daría mi vida por ellos… —contestó al fin— pero no puedo esperar el momento de tenerlos a kilómetros de distancia. Si pudiera irme a la luna para escapar de su radar, tomaría un cohete en este mismo instante. ¿Vendrías conmigo?

Ella soltó una risita ante el tono exasperado con el que soltó esa declaración.

—Yo estoy conociendo a mis hermanos menores —reveló ella, un detalle tan privado que en el pasado jamás habría soltado, mucho menos en vista de que no se lo había preguntado.

—¿De verdad? Apuesto que cuando te marchas ellos sueltan un Cuando sea grande, quiero ser como ella. 

—Es más bien un Leya es rara, no me gustaría quedarme a solas en la misma habitación, pero tiene su encanto.

—Quita ese No y ese Pero, y la afirmación será perfecta. Ahora vamos a lo importante. —Tomó el rostro femenino entre sus grandes manos—. ¿Ya podemos dar por resuelto todo caso policial que me involucre?

La joven parpadeó con confusión. 

—Si te refieres al caso Redes, ¿no recibiste el memorándum? Fuiste completamente absuelto y tu expediente vuelve a estar tan impecable que inspira desconfianza.

—En ese caso, debemos recuperar el tiempo perdido —Atrajo su boca contra la suya y probó su labio inferior—. Te enviaré la cuenta de los almuerzos y cenas que me debes.

—¿Qué hay de los desayunos?

—Haré los cálculos después del de hoy.

—Nunca imaginé a Blaise del tipo demostraciones de afecto en público —comentó una voz femenina con sequedad a través de la ventana abierta del primer piso—. ¿Crees que si no estuviéramos aquí la arrastraría a la habitación?

—¿Qué te hace creer que quiero tener esa asquerosa imagen en mi cerebro? —replicó otro rostro juvenil que se asomó lo suficiente para que Leya reconociera a Gene, el menor de los Del Valle Solei.

—Sobrevivirás —La desconocida chasqueó la lengua—. No podemos decir lo mismo de tus amigos invisibles.

—Ten más respeto por los muertos, bruja perversa.

Blaise soltó un largo suspiro y descansó la frente contra la de Leya. Su mirada se oscureció, sus ojos se entornaron.

—Si mis hermanos desaparecen de repente y sus cadáveres son encontrados bajo el césped de la plaza, ¿abriría una investigación, detective Hunter?

«¿Hermanos?», repitió en su mente. Levantó la vista hacia los dos jóvenes que espiaban con descaro desde la ventana. Cómo olvidarlo, los ojos de esa belleza latina tenían el mismo poder hipnótico que había sentido al conocer a Magalí Solei. 

Al contemplar esa sonrisa perversa y los párpados caídos en un gesto perezoso, supo que Aura Del Valle Solei había sido perfectamente consciente de la impresión que dio nada más abrir la puerta. Y no había tenido la mínima intención de aclarar el malentendido.

—Podría convencer al sargento Ruiz de que fue un accidente —respondió Leya con malicia.

—Esa es mi cazadora —La sorprendió al depositar un beso en su frente—, es bueno que saques las uñas antes de entrar a este aquelarre. Vamos, voy a presentártelos. Mis padres duermen, pero se despertarán en cualquier momento.

Capturó una de sus manos y empezó a llevarla a las escaleras.

El pánico que quiso apoderarse de Leya no tenía nada que ver con el nivel de madurez. Ninguna mujer, de veinte, cuarenta u ochenta años, reaccionaría con serenidad ante semejante situación.

—Aguarda, ¿qué? ¿Vas a presentarme a tu familia? —Sus ojos se abrían enormes ante la incredulidad—. ¿Ahora? ¿Así?

—No temas, ya no hacemos sacrificios humanos para nuestros rituales paganos. Solo usamos carne de pollo y res sobre una parrilla, aunque soy más partidario de los vegetales. Tenemos mucho respeto por los muertos, considerando que mi hermano puede verlos. 

—Tienes un sentido del humor que puede ser muy retorcido, Blaise.

—Querida Leya, apenas has visto la punta del iceberg —Una sonrisa felina curvó sus labios—. Bienvenida a la verdadera boca del lobo conocida como la familia Del Valle Solei.

FIN

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