Capítulo 7

Cuando Leya despertó dos días después, se encontraba abrazada a su portátil, sus pies cubiertos por una manta de hojas de papel. Se frotó con suavidad sus ojos cansados de haberse quedado hasta tarde digitalizando y clasificando expedientes de la policía.

Ya había terminado un veinte por ciento, en su mayor parte casos que habían ocurrido hace décadas. Gracias al cielo, las denuncias de los últimos nueve años ya estaban guardadas en el sistema online desde la llegada de las computadoras a todos los centros públicos de Bosques Silvestres.

Con cuidado, apartó una carpeta de accidente vial antes de que se desparramaran sus hojas. Estaba a punto de guardarla para seguirla otro día, pero algo en la etiqueta llamó su atención. 

Se levantó de la cama sin soltar la carpeta y fue a la pequeña cocina, más bien directo a la cafetera. Mientras el elixir oscuro que podría matarla algún día por exceso de cafeína se preparaba, se recargó contra la mesada. Dando un largo bostezo, hojeó la primera página del caso etiquetado con un extenso número.

Se trataba de una tragedia ocurrida diez años atrás, durante una de las últimas noches de verano. Un matrimonio con sus dos hijos, un muchacho que recién cumplía la mayoría de edad y una niña pequeña, se había reunido en casa de la abuela materna para despedir al muchacho, que en una semana viajaría a la ciudad para estudiar administración. El joven tenía intención de seguir el negocio familiar y encargarse de la hacienda de su única abuela, algo que llenaba de orgullo a los actuales administradores, sus padres. 

Había sido una celebración tranquila hasta que llegó el momento de despedirse. Todos los invitados se marcharon entre abrazos y deseos de buena suerte. Los últimos en quedarse fueron el matrimonio y sus dos hijos. La niña pequeña desobedeció las órdenes de su madre de subir al vehículo y se fue a jugar al jardín de su abuela. Diez minutos después la encontraron dormida en medio de las flores, algo bastante habitual.

Fue su hermano el que insistió en dejarla dormir en la habitación de invitados y volver por ella al mediodía, así sus padres tendrían la mañana libre para ayudarlo a preparar trámites para su viaje.

Solo los tres emprendieron el camino de regreso en la camioneta familiar. Era un sendero de siete minutos iluminado por la luz de la luna, que habían transitado infinitas veces.

Apenas iban por la mitad cuando un alce se atravesó en su camino. Los reflejos del conductor fallaron en el peor momento y embistieron al animal. El vehículo perdió el control y volcó. El metal quedó destruido y los padres murieron en el acto. El muchacho cayó en un coma del que nunca despertó.

Leya nunca había sido cercana a sus propios padres. Después del divorcio, se habían casado con sus respectivas parejas y formado nuevas familias en dónde no había lugar para ella. Desde pequeña había sido muy independiente. Al cumplir la mayoría de edad les había pedido su apoyo económico para estudiar en otra provincia, sabiendo que sería un alivio para todos verla mudarse a un sitio propio y dejar de ser una carga para ambas familias.

Ahora les enviaba una tarjeta online para las fiestas y a veces asistía a los cumpleaños de sus hermanastros, pero no había rastro del amor fraternal que profesaban los libros de ficción. Parecía más la relación de dos viejos amigos que se mantenían agregados a sus redes sociales aunque nunca se hablaran. No había rencores, cada uno hacía su vida.

Por eso no podía imaginar lo que sintió Candelaria al perderlo todo, siendo una niña de siete años. No, no podía comprenderlo. Pero comenzaba a admirar a esa muchacha que se había aferrado al amor de sus otros familiares para no perder la luz.

—Espero que despiertes y no recuerdes nada de esa traumática noche —deseó en contra de sus instintos de detective.

Se sirvió un tazón de café y dio un sorbo mientras revisaba las otras páginas. Eran detalles médicos y perfiles de todos los implicados.

Se detuvo en unas fotografías del... ¿causante? El enorme alce debía medir por lo menos dos metros de alto. Yacía en medio de una calle de tierra húmeda con su propia sangre, una de sus enormes astas quebrada y su cuello torcido en un ángulo antinatural. 

Leya intentó hacerle zoom a su cabeza, pero ese era un privilegio de las fotografías digitales. 

—Qué torpe —se dijo a sí misma, agradecida de que nadie la viera avergonzada de sí misma.

Dio un largo trago a su café y apoyó la carpeta en la mesa del centro de la cocina. Rebuscó entre las demás imágenes.

Agradeció al fotógrafo que en otra de las fotos registró lo que deseaba. Observó el hocico abierto, los restos de espuma que humedecían su papada. El nivel de daño había sido tan alto que uno de los dos, el vehículo o el animal, debía haberse dirigido al otro a una velocidad excesiva antes del impacto. Estudiando esos pequeños ojos cubiertos por una capa blanquecina, se preguntó si el mamífero había estado enfermo antes del accidente. 

—Primero un alce, luego lobos —reflexionó en voz alta, terminando su café—. Vivir en un bosque es un riesgo constante... o la mente maestra detrás de todo esto tiene el poder de hacer que la fauna le obedezca.

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