Capítulo 4
La Plaza de las Hadas era un terreno de abundante vegetación, con farolas en forma de corazón que alumbraban asientos hechos con gruesos troncos diseminados cada tanto, senderos bordeados por piedras decorativas y una fuente en el centro iluminada por luces de neón. La combinación creaba un ambiente romántico y la convertían en punto de encuentro ideal para artesanos los fines de semana.
Leya había llegado temprano al horario acordado, pero el sol ya se estaba poniendo en el horizonte. Se sentó en uno de los bancos, su rostro hacia la calle Los leñadores, a la tienda bajo el cartel de El Bosque encantado. El local de hierbas y productos naturales había estado muy concurrido hoy, la gente entraba aunque faltaran cinco minutos para el cierre, los empleados parecían atareados detrás del ventanal.
Si de Leya dependiera, no volvería a acercarse a Blaise Del Valle. Había algo en él que sacudía las paredes de su fortaleza mental, como si fuera capaz de algo que nadie en veintisiete años de vida había conseguido: conocerla.
Para mayor frustración, en tres días no había conseguido avanzar un paso en su investigación. Los pueblerinos no abrían la boca en su presencia y cerraban sutilmente sus puertas. Si alguien pasaba cerca, la miraban con curiosidad, como si tuviera un cartel luminoso que dijera «Forastera». Las personas se detenían en medio de la plaza o en las paradas de autobuses y se abrazaban o perdían el tiempo conversando. Ella se volvía un mueble o un árbol más.
Incluso su sargento la trataba como una invitada, o mascota, y consideraba absurda su idea de que Candelaria hubiera sufrido algo más que un accidente.
Era como nadar en un mar en calma pero muy espeso.
—Si la soledad tuviera un rostro sería idéntico al suyo en este momento, señorita Hunter —saludó una voz conocida.
Blaise se sentó en el banco a su lado y se quitó el morral que colgaba de su hombro. Vestía una camisa verde oscuro, y sobre ella un chaleco del mismo color café que sus pantalones de vestir. Su atención se distrajo un instante con el bordado en el lado izquierdo del chaleco: un gato negro con un sombrero de bruja, sentado a la rama de un árbol. El logo de la herboristería.
Leya se tensó un poco al procesar sus palabras, la había leído como un libro abierto.
—Es difícil hablar con alguien cuando no lo conoce.
—Es aún más difícil conocer a alguien cuando no le habla. ¡Oye, Fabri! —Levantó una mano para saludar a un muchacho que cargaba una conservadora y se detenía a hablar con cualquier pareja de la plaza.
El adolescente se acercó sonriendo y chocó los puños con Blaise como si fueran viejos amigos aunque se llevaran una década de diferencia.
—Dime que aún te quedan de cuatro quesos.
—Siempre guardo uno para ti, Blai —respondió sonriente mientras abría su conservadora y con una servilleta sacaba una hogaza de pan que olía a recién horneado.
—¿Le gustan los panes rellenos? —preguntó el herbolario, volviendo el rostro a su acompañante femenina—. Este chico prepara los mejores del mundo.
—No tengo hambre, gracias —rechazó ella al instante.
—Esa no fue mi pregunta, señorita Hunter.
—Yo... nunca los he probado, la verdad.
—Entonces me llevo dos, Fabri. ¿Cómo está tu madre?
—El té de tilo la ha ayudado mucho. Ya no está tan ansiosa… y ha dejado de volvernos locos con sus ataques de limpieza.
—Me alegra oír eso. Dile a tu padre que llegó el encargo de Rooibos, ese té le ayudará con la inspiración.
—Lo haré. —El adolescente se llevó una mano a la parte posterior del cuello, su sonrisa de vendedor vacilando un poco antes de hacer lo que parecía una pregunta incómoda—. ¿Cómo está…?
—Estará bien, no es su momento de irse —respondió el herbolario con suavidad.
Como si el alma hubiera regresado a su cuerpo, el chico recuperó su sonrisa, recibió el dinero de la venta y se despidió.
—¿Eso último fue sobre Candelaria?
—Cada criatura de este bosque se preocupa por ella —confirmó Blaise, ofreciéndole un pan envuelto en servilletas de papel.
—Se lo agradezco pero...
—Es mi disculpa por llegar tarde. ¿Va a rechazarla?
Leya estudió esos ojos tan amables como implacables, le hicieron saber que estaba ante un hombre más acostumbrado a dar órdenes que a recibirlas.
—Gracias —aceptó con cautela, en parte convencida por ese delicioso aroma.
—Aún no he cenado —comentó en tono casual mientras daba una mordida a su pan. No habló mientras masticaba y tragaba—. Lo normal es que las últimas clientas se queden conversando en mi tienda y poniéndome al día con los chismes más jugosos. Usted fue mi excusa perfecta para escapar temprano —agregó con humor mientras levantaba una mano para saludar a dos ancianas que los miraban y susurraban entre ellas.
Leya guardó silencio mientras comía. Hacía dos meses que no mantenía una conversación casual y no sabía qué agregar. Incluso le costaba modular y pronunciar las palabras con claridad.
—Fabri está ahorrando para su viaje de egresado. Se recibe este año —continuó Blaise—, es compañero de Cande. Estuvo en la fiesta a la que ella nunca llegó.
La detective levantó el rostro al oírlo, buscó con la vista al adolescente pero ya se había ido.
—¿Cómo lo sabe?
—Se lo pregunté ayer.
—¿Qué más?
—No tuve mucho tiempo, pero estará dispuesto a contarme más si se lo pido. El inconveniente está en que no sé qué preguntas hacer, supongo que ese es su trabajo.
—Lo hace sonar tan sencillo... He intentado interrogar a los familiares o amigos pero no están colaborando. Para ser un pueblo, son bastante excluyentes con los nuevos.
—Eso es porque usted se comporta como una forastera, señorita Hunter. —Terminó el último bocado de su pan y se limpió los restos de harina de las manos con la servilleta—. Déjeme adivinar, si alguien le dice Hola, ¿cómo está? usted se limita a un Buenos días. Bien, gracias. Si un vendedor ambulante le ofrece un producto, usted solo agradece y lo rechaza.
—¿Cuál es la respuesta correcta?
—Hay varias fórmulas. Lo importante es que agregue una pregunta justo después de su respuesta. Para poder conectar con la gente de Bosques Silvestres, debe incluirse en la conversación en la verdulería acerca de si el tomate es o no una fruta, comprarle pasteles a la muchacha que pase vendiendo por su puerta, sonreír y saludar a quienes esperen el autobús cuando usted llega. Lo más importante es llamar a las personas por su nombre y hacer contacto físico, ya sea un choque juguetón de hombros o un roce suave de una mano en la piel expuesta.
—Eso implicaría perder muchas horas al día y dudo que sea necesario tener contacto físico con extraños en horario laboral.
—Ese pensamiento es lo que le impide avanzar en su investigación, ¿me equivoco? —Esa sonrisa suspicaz estaba de vuelta mientras contemplaba el rostro reservado de la detective. Inclinó la cabeza con curiosidad—. ¿No le dieron cursos sobre cómo tratar a las personas cuando estudió para detective?
—La psicología de la academia no es muy útil cuando se trata de personas reales de contextos rurales.
—Solo somos un poco más cariñosos que sus compatriotas de la capital. Si le ofreciera mi amistad… —Esbozó una sonrisa irónica al verla entornar los ojos ante la posibilidad—, ¿qué tan rápido sacaría las uñas?
—¿Se está burlando de mí, señor Del Valle?
—Un poco —admitió con desenvoltura—. Planeo encontrar el camino a su sonrisa, estoy seguro de que hay un corazón muy cálido detrás de esa coraza de hielo.
—No vine a Bosques Silvestres en busca de un príncipe azul. Todo lo que quiero es hacer mi trabajo durante diez meses más, entonces volveré a la capital sin dejar huella en este paisaje.
—Es bueno saber que no siempre obtenemos lo que queremos. No se asuste por lo que voy a decirle pero… —susurró como si confesara un secreto que había escuchado— este bosque la ha reclamado como suya, es una enredadera de la que no deseará escapar.
—¿Es algún tipo de amenaza?
Blaise soltó una risa suave a la vez que negaba con la cabeza.
—No me haga caso, solo estoy haciendo predicciones. Me gusta poder decir Te lo dije, llegado el momento. Pero es lo que yo veo: tan pronto como se descuide, se habrá enamorado de Bosques Silvestres y deseará echar raíces. Este es el lugar perfecto para despejar todos los fantasmas que acechan su espíritu y le impiden descansar por las noches.
—No sabía que además de herbolario estaba ante un psicólogo.
—Cursé dos años de psicología a distancia, pero al final me atrajo más la idea de ser mi propio jefe.
Allí estaba otra vez su intento por entablar una conversación casual, misión en la que la detective fallaba estrepitosamente. Leya tomó otro bocado de su pan y aprovechó el silencio para saborearlo. Levantó la vista al cielo, atraída por una estrella fugaz que atravesaba el firmamento en ese instante. Podía admitirse a sí misma que era algo que disfrutaba de Bosques Silvestres, el cielo nocturno. La contaminación lumínica de su ciudad nunca le había permitido ver ese manto negro azulado cubierto de destellos. La llevaban de viaje a universos distantes donde convivían infinidad de criaturas jamás soñadas y la magia era tan natural como el agua. La luna nunca había sido tan inmensa, brillante e inalcanzable como la paz mental que siempre había anhelado.
La realidad era que había pasado tantos años estudiando y trabajando que tampoco había tenido tiempo para contemplar el aire. Sus ratos libres los pasaba leyendo un libro, navegando en internet o descansando en la oscuridad de su departamento.
Sola. Sin sufrir la soledad, sino abrazada a ella. Esa era la vida en la metrópolis, cada ciudadano en su propio universo, millones de adictos al trabajo sobreviviendo en esa selva de hormigón. Mantener sus mentes eternamente ocupadas les impedía oír a sus propios demonios, hasta que alguno colapsaba y terminaba en un hospital psiquiátrico o en un cementerio. Leya había estado al borde de caer en el primer destino.
Era tan diferente en Bosques Silvestres. Las emociones se respiraban en cada ser vivo, hasta la naturaleza parecía interactuar con los seres humanos. Una parte de su alma deseaba entregarse a la promesa de un hogar, pero su lado lógico se resistía. Era una detective curtida en la capital, sería inútil en un pueblo pequeño que no conocía la maldad.
Un movimiento por el rabillo del ojo la devolvió al presente. Capturó la muñeca de Blaise antes de que atrapara el rizo que había escapado de su broche y caía por su propia clavícula. Sintió el pulso fuerte y cálido del hombre contra su palma. La energía parecía emanar de cada uno de sus poros, como si se estuviera conteniendo. Siempre fue buena leyendo a las personas, pero algo en esta criatura resultaba impredecible.
—Solo intentaba quitarle una hoja —explicó con una sonrisa enigmática que la puso en guardia. Él no hizo intento por liberarse—, ¿en su mundo es más natural un golpe fortuito que una caricia robada?
—Ni lo uno ni lo otro —Lo soltó. Al buscar en su cabello, realmente encontró una pequeña hoja del cerezo que extendía sus ramas tras su espalda—. No estoy acostumbrada a ningún tipo de contacto físico, eso es todo.
—Por mi parte me resulta antinatural mantener una conversación sin tocar así sea las manos de la otra persona. Si vamos a trabajar juntos, uno de los dos tendrá que adaptarse.
«Y no seré yo», fue lo que ella leyó entre líneas.
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