Capítulo 32
—Espero que Magalí no te haya hecho sentir incómoda —comentó una voz masculina apenas llegó a su lado.
Félix le ofrecía una servilleta para limpiar sus dedos del líquido rojizo. Leya la aceptó con una sonrisa agradecida.
«¿Magalí Solei?», repitió en su mente.
Los dedos tensos alrededor de la copa delataron la sorpresa que sintió al procesar esas palabras. Su rostro le había parecido tan joven que imaginó que se trataría de una prima o hermana mayor.
Después de conocerla, no le parecía tan absurda la posibilidad de que le lanzara una maldición por enviar a su hijo al hospital.
—¿Esa era... la madre de Blaise?
—Su padre y hermano menor también están por aquí —agregó el tío de Candelaria.
—¿Esto es normal? ¿Invitar a la familia de... el principal sospechoso de atacar a Candelaria?
Félix la estudió con esa sonrisa simpática que parecía dirigirles a todos.
—Ellos comparten sangre pero ADN distintos. No tenemos intención de hacerle la cruz a una familia entera por los pecados de uno solo de sus miembros.
Leya presentía que volvería a oír esas palabras pero desde otros labios.
—Es una fiesta encantadora —comentó para evitar el silencio—. ¿Disfrutan de crear estos eventos?
—Para serle honesto... no —confesó Félix con una risa sincera—. Mi esposa las padece, mi suegra piensa que es un derroche de dinero. Sin embargo, Violeta se divierte. Mi pequeña no es muy dada a las fiestas juveniles, aunque le encantan las reuniones tranquilas y semiformales como esta.
—Los Redes Hidalgo son una familia muy unida.
—Así es —reflexionó con sus ojos perdidos en su hija—. Solo hay un miembro que nos rechaza sin dar explicación...
—¿Victoria Redes?
—Usted ya debe saber sobre su nuevo testamento —confirmó el hombre con los párpados caídos—. El dinero desaparece con la misma facilidad que llega, es solo papel viejo. Incluso dejará de tener forma física cuando todo sea electrónico. La familia, en cambio, permanecerá por siempre. No miento cuando digo que Francesca renunciaría a toda esta fortuna a cambio de recibir una gota del amor materno que obtuvo su difunta hermana.
—No estoy segura de que el dinero sea tan insignificante.
La risa de Félix salió de lo profundo de su garganta, sus ojos resplandecientes. Sus hombros se encogieron, enderezó la espalda y se arregló la chaqueta de su traje.
—Tiene razón —admitió con desenvoltura—. Seguimos siendo humanos, y tampoco querríamos dejar a nuestros hijos en la calle.
En ese momento, la detective vislumbró a Francesca en su sobrio vestido color borgoña. Le ofrecía un vaso de líquido rojizo a su sobrina. Leya llegó a su lado justo a tiempo para oír su excusa.
—... no me importa que sea una celebración. Las dos son menores y no pueden beber alcohol, tengan un poco de granadina.
—Disculpen —Leya tropezó contra Francesca, provocando que volcara todo el vaso de jugo en sus manos. Fingiendo arrepentimiento, buscó unas servilletas de la mesa y la ayudó a limpiarse—. Oh, cuánto lo siento.
—Sea más cuidadosa la próxima vez —le reprochó Francesca con aspereza, apartando sus manos antes de alejarse en dirección a los baños.
Leya la siguió con la mirada. Luego, sin que nadie pudiera verla, sus dedos rápidos guardaron la servilleta impregnada con el misterioso líquido en una bolsita hermética de su bolso. Lo enviaría a Sanabria para realizar pruebas toxicológicas cuanto antes.
Quizá ahora podría respirar un poco. Candelaria había sido advertida de comer y beber lo menos posible en el evento, no era una muchacha imprudente que aceptaría algo de un extraño pero... ¿era un extraño quien quería hacerla desaparecer?
¿Por qué toda la noche se le había acercado gente a ofrecerle comida? ¿Acaso no podían dejar pasar que la chica apenas hubiera probado bocado?
Un movimiento entre las piernas de la multitud de pie atrajo su atención. Los gemelos avanzaban sonrientes al encuentro de su prima.
—Te guardamos esto —murmuró Elías con la timidez de un vasallo que le hacía una ofrenda a una princesa—. Era el más bonito de todos.
La detective estudió la minitarta en forma de flor cubierta por copos de crema rosa. Una cereza con su tallo, brillante como un rubí, decoraba el centro.
—¿De dónde lo sacaron? —interrogó Leya, cautelosa.
—Cande lo hizo —contó Eloy con una sonrisa orgullosa a la que le faltaba un diente—. ¡Ella hizo todos los postres de hoy! Mi prima es la mejor pastelera del mundo.
—Cuando te conviertas en una famosa veterinaria o equinoterapeuta, espero que sigas cocinando de vez en cuando para nosotros. —Violeta sonrió al ver a su prima aceptar el postre en su delicado platillo de porcelana.
¿La detective estaba siendo demasiado paranoica? Sí. Pero no estaba dispuesta a correr el riesgo, así que extendió una mano hacia el postre.
—Disculpen, ¿podría...? —la petición de Leya fue evitada por una melodía de su bolso.
Soltó un juramento mental por la interrupción e introdujo su mano para sacar su celular. Al ver que se trataba de un colega, se alejó unos pasos antes de contestar.
Bajó la vista al reloj en la parte superior de la pantalla, faltaban treinta minutos para las once. La parte formal de la fiesta terminaba en unos minutos. El resto sería baile y celebración casual.
—Escapó —fue lo primero que dijo la voz agitada del oficial que había visto esa misma tarde al inicio del cambio de guardia en el hospital.
La sangre abandonó el rostro de Leya y el mareo repentino le hizo perder su estabilidad. No necesitó preguntar. Cerró los ojos y murmuró una maldición. Cuando los abrió, lo buscó ansiosa entre la multitud que se puso de pie nada más ver al presentador tomar el micrófono.
—¿Hace cuánto tiempo? —exigió a través de los dientes apretados—. ¿Cómo pudiste permitirlo?
—Me-media hora. Se-serpiente —tartamudeó el oficial. La detective temía que se quebrara en llanto en cualquier momento—. Tenía una serpiente. Él... n-no es humano.
En ese instante, el micrófono llamó a las nietas de Victoria Redes. La hacienda tembló con la fuerza de los aplausos y risas del público. Leya podía sentir su propio corazón palpitando en sus oídos.
Tomadas de las manos como dos niñas dándose apoyo mutuo, Candelaria y Violeta se fueron acercando al escenario. Sus rizos cobrizos se mecían con el viento veraniego conforme daban idénticos pasos en la escalerilla. Cuando subieron a la plataforma y giraron la vista al público, la ilusión de la noche le hizo creer que eran espejo y reflejo.
Observó la copa vacía en la mesa donde habían estado. Cuando sus ojos descubrieron el postre que los niños le habían ofrecido a la última de los Redes Reyes, no supo si desmayarse de alivio o darle razón al nudo que apareció en su abdomen. El postre en su patillo permanecía intacto a excepción de esa bonita cereza que había resplandecido como un rubí.
Quizá estaba siendo demasiado obsesiva. Observó los labios maquillados del mismo rubí de Candelaria, que guardaba silencio con una sonrisa tímida mientras su prima saludaba a la conocida multitud.
—No le estoy entendiendo —interrumpió los desvaríos del oficial detrás de la línea, sin apartar la vista de la joven—. ¿Dice que el sospechoso hizo aparecer una serpiente?
—N-no, la serpiente llegó p-por correo. Odio las serpientes... Cuando era pequeño me mordió una, todos lo saben. Son asquerosas...
Un sollozo a través de la línea le hizo saber que no conseguiría nada más de parte de ese policía. El pobre estaba al borde de un ataque de pánico.
—Busque ayuda en los enfermeros para recuperar el control, podemos hablar más tarde. Informaré personalmente al sargento.
Cortó la comunicación. En cuanto iba a guardar el teléfono, otra llamada entró. Al ver el nombre en el identificador, pensó que estaba alucinando. Regresó el aparato a su oreja y contestó.
—¡Leya, tienes que salir de ahí! —La voz desesperada de Blaise le puso la piel de gallina. Ella no podía apartar la vista de la muchacha. Vulnerable. Expuesta a todos en un punto clave de la hacienda—. Llévate a Candelaria, no importa si tienes que arrastrarla.
—Maldito seas, Blaise, ¿en qué carajos estabas pensando? ¿Acaso no eres consciente de que si algo ocurre esa noche será una declaración de culpabilidad?
—Escucha —La firmeza de esa única palabra la inmovilizó. Era el tono determinante que había usado con su hermano esa tarde—. Me envió una condenada serpiente en una caja con un moño rojo. Tu oficial se desmayó apenas abrimos el obsequio. Fue un milagro salir de esa habitación con vida. Voy en camino, va a actuar en cualquier momento. Por favor, Leya, no permitas que... —Un gruñido de dolor le impidió terminar la oración.
Por un momento, el ruido del motor de la camioneta fue lo único que se escuchó. ¿Cómo había conseguido su vehículo? La última vez que lo vio su hermano lo había dejado en el estacionamiento del hospital, jamás se le ocurrió pensar que dejaría las llaves a su dueño. ¿Acaso esa familia estaba demente?
—¿Blaise? ¡Blaise! —preguntó en un susurró más elevado de lo que pretendía. Una respiración agitada le indicó que él seguía consciente—. Lo único que conseguirás será que tu herida se abra, vuelve al hospital en este maldito momento. Este mi trabajo, no el tuyo.
—Lo sabes, Leya —susurró por la falta de aire—. También puedes sentir cuando la muerte da un paseo por tu lado. No se irá con las manos vacías.
Un sudor frío se deslizó por la espina de la detective. Lo había sabido desde esa primera noche cuando abandonó el refugio de su departamento y se unió al equipo de búsqueda de una niña desaparecida.
La muerte había venido a visitarla.
Sus pupilas dilatadas fueron cautivadas por la mirada ilusionada de Candelaria. En medio del escenario, recién estaba comenzando a recuperarse de los ataques que había sufrido. Aunque no perdiera su vida, un golpe más acabaría por quebrar definitivamente a una criatura tan frágil.
Mientras Violeta le pasaba el micrófono entre risas, Leya pensó que sería la primera vez que escucharía su voz. Cuando el aparato fue aferrado al mismo tiempo por las jóvenes durante el intercambio, la detective pudo ver los ojos de Candelaria abrirse con el horror que drenó la sangre de su rostro.
La muchacha soltó un grito tan agudo que los parlantes amenazaron con romper los tímpanos del público. Pero no fue Candelaria quien colapsó. No fue ella quien comió esa fruta envenenada.
Violeta cayó de rodillas, abrazando su propio abdomen. La sangre se filtraba por su nariz y ojos. Su cuerpo se doblaba con cada arcada, el vómito poseía un color carmesí propio de una hematemesis.
Como una casa de cera, todos permanecían inmóviles. Demasiado aturdidos, este pueblo jamás en cien años había presenciado un verdadero acto de crueldad.
—¡Llamen a la ambulancia! —gritó Leya.
Sus palabras rompieron el hechizo y les dieron vida a algunas figuras de cera.
—¿Ya oyeron? —El sargento Ruiz alzó la voz desde su mesa—. ¿Dónde está el equipo médico de La Enredadera?
—¡Violeta! —Francesca saltó al escenario en un parpadeo. Abrazó por detrás el cuerpo que convulsionaba sin piedad—. Mi pequeña Violeta, mi niña preciosa... Resiste. Por favor, quédate conmigo.
Las lágrimas manaban de su rostro siempre frío, sus dedos temblaban al apartar el cabello ensangrentado del rostro apenas consciente de su hija.
Leya se arrepintió de haberse alejado hasta el otro lado del escenario para recibir esas llamadas. La multitud horrorizada reaccionó a tiempo e intentaba acercarse a la víctima, algo que convirtió su camino en un infierno.
—¡Despejen el escenario! —ordenaba alguien—. Todos, les pido que le den espacio para respirar. Solo los padres pueden quedarse.
El médico llegaba con su equipo en mano. Pero en cuanto dio un paso hacia el primer escalón, una mano lo apartó con brusquedad y se dejó caer ante Violeta.
—¿Félix? —gimió Francesca al ver que su marido sacaba una cajita envuelta en paños de su bolsillo—. ¿Qué estás haciendo?
El veterinario no respondió, ni siquiera reconoció su existencia. Sus manos se tensaban con cada convulsión de dolor de Violeta. Tomó un pequeño tubo entre sus dedos e introdujo el líquido en la inyección. Ante las preguntas llorosas de su esposa, clavó la aguja en el cuello de Violeta.
En tres segundos, la muchacha dejó de temblar y su cuerpo habría caído inconsciente de no ser por los brazos de su madre que la sujetaban desde la espalda.
—¿Félix...? —la voz de Francesca era un hilo roto—. ¿Cómo...?
El hombre tenía los ojos clavados en los utensilios médicos con la concentración de un cirujano. Ignoró las preguntas de la mujer con la que había compartido más de veinte años de su vida. Buscó otro frasquito con líquido y lo introdujo en una nueva jeringa.
—Necesitará una transfusión de sangre —fueron las palabras perfectamente controladas que pronunció—. Dejará de respirar en cualquier momento, tiene que estar conectada a oxígeno para entonces. Ya tiene el antídoto contra el veneno de yarará —Cuando levantó la vista hacia el equipo médico que aguardaba a un paso de ellos con una camilla, sus ojos parecían enrojecidos por contener las lágrimas—. Dense prisa, por favor.
Los paramédicos se llevaron a Violeta. El silencio se apoderó de los presentes. Candelaria temblaba a solo unos pasos debajo del escenario, un brazo de Victoria la envolvía como un ala protectora.
Leya sujetó el arma desde su bolso, pero no la sacó para evitar crear pánico.
—Félix Hidalgo —Avanzó un paso cauteloso hacia el hombre, quien en ese momento se ponía de pie con la gracia de un lobo—, debo pedirle que me acompañe a la comisaría.
—Señorita Leya —pronunció a un volumen moderado, los ojos clavados en el suelo—, maldeciría la suerte que te trajo a Bosques Silvestres, pero no creo en las maldiciones ni en la suerte... Nosotros creamos nuestra propia fortuna, ¿no lo crees?
Leya supo el momento en que las pupilas del veterinario se desviaron hacia Candelaria. No era una mirada humana.
—¡Candelaria! —gritó.
Demasiado tarde. El hombre empujó a la anciana con violencia y capturó a Candelaria. Un brazo apretaba su torso con tanta fuerza que parecía cortarle la respiración, la mano con la jeringa a milímetros de su delicado cuello.
—¡Suéltela! —El puño firme de Leya apuntaba su revólver a la frente del hombre—. Ya ha llegado demasiado lejos, ¿cuánta más sangre piensa derramar?
—Todo es tu culpa —masculló contra el oído de la muchacha. Esta sollozaba, demasiado aterrada para oponer resistencia—. No quería llegar a esto. Deberías haber estado en esa camioneta hace diez años, ellos solo se fueron a dormir. Juntos, como una verdadera familia. Pero no —Los dedos que sujetaban la jeringa se tensaron—, Caperucita quiso desobedecer a su madre y quedarse en casa de su abuela.
Cuando los demás oficiales se acercaron dispuestos a intervenir, Leya levantó una mano. Lo peor que podrían hacer era alterarlo más. Era necesario que se mantuvieran al margen. Aunque él escapara, la prioridad consistía en rescatar al rehén.
—¿Qué estás diciendo? —La detective no fue capaz de detener a Francesca, quien recuperó la fuerza para enfrentarse al desconocido con el que había concebido tres hijos—. ¿Tú... me quitaste a mi hermana?
—¡Ella no era tu hermana! —La furia helada en la voz de Félix hizo temblar a Candelaria—. No era más que una bruja codiciosa que siempre se quedó con todo lo que te pertenecía por derecho de sangre. Tus amigos, tus logros, tu herencia... hasta el amor de tu madre.
—Nunca lo entendiste. —La mujer negó con la cabeza, las lágrimas manaban por sus mejillas frías.
—¡Sí lo hice! Estuve allí para verte llorar porque otra vez comparaban tus logros con los suyos. Siempre eclipsándote, ella debía desaparecer antes de que te apagara, Fran.
—¡¿Quieres escuchar la verdad?! Éramos idénticas en apariencia —concedió—, pero Francine... siempre lo tuvo todo sin gran esfuerzo. Las mejores calificaciones sin estudiar, todos querían ser sus amigos. Conoció al amor de su vida cuando apenas era una adolescente y formó la familia que siempre soñó. Consiguió hacer florecer La Enredadera como nuestra madre siempre deseó. No importaba cuánto me esforzara, Francine fue la única que alguna vez escuchó la frase: Estoy orgullosa de ti, mi hija...
—Mi niña... —musitó Victoria, quien se había llevado las manos a la boca al comprender el daño que siempre le había causado a su propia sangre.
—Pero no, aún no lo entiendes —continuó la mujer con la barbilla en alto hacia su esposo, a pesar de las lágrimas que derramaba sin cesar—. ¿Sabes cuándo fue la única vez que sentí verdadera envidia por ella? ¿En qué momento deseé estar en su lugar? ¡¿Lo sabes, Félix?!
—Fran... —La mano del hombre vaciló contra la garganta de su sobrina.
—Yo habría dado mi alma por haber sido ella... —su voz se quebró— cuando me dijeron que nunca más volvería a abrazarla. ¡Morí el día que me quitaste a mi hermana! ¡¿Alguna vez pensaste que desearía haberme ido con ella antes de... quedarme a soportar el dolor de que me arrancaran a la única persona que ha estado conmigo incondicionalmente desde el primer latido?!
Francesca respiraba agitada, las manos en su cabeza.
—Solo buscaba lo mejor para ti y para nuestros hijos —insistía el hombre con esos ojos tranquilos enormemente abiertos—. Ellos merecen lo mejor, lo que nosotros nunca tuvimos...
—¡¿Crees que quiero una fortuna manchada de sangre?! Por favor... suelta a Candelaria.
Los hombros de Leya se pusieron rígidos al reconocer la figura que había llegado abriéndose paso en la multitud con movimientos sutiles, desde las cocinas. No supo cómo advertirle que no se acercara, que su presencia solo conseguiría duplicar el resentimiento del verdadero culpable.
—Félix, tu hija necesitará a su mejor amiga —las palabras suaves de Blaise se deslizaron sobre la tensión que envolvía a los protagonistas de esa tragedia.
—No sé —Por primera vez, la humedad pareció nublar la visión del veterinario— si mi Violeta volverá a despertar.
—Ella lo hará, y necesitará esa luz llamada Candelaria que la motivará a recuperarse. Han estado juntas desde que tienen uso de razón, comparten una conexión más allá de la sangre. Ellas tienen el mismo destino, lo que suceda con una romperá el corazón de la otra como ocurrió con las gemelas Redes. —La aguja se había clavado en el cuello de Candelaria, pero el veterinario aún no inyectaba el veneno en su sangre. Blaise ignoró ese hecho y lo miró directo a los ojos, su voz trasmitía la misma serenidad que sus manos al tocar—. Tienes en tus manos la vida de tu preciosa hija, ¿vas a obligarla a renunciar al futuro?
La detective contuvo la respiración. Todos los presentes parecían haber vuelto a convertirse en figuras de cera en la distancia, se perdían entre las sombras que el bosque creaba a sus espaldas, invisibles para la sed de sangre de la bestia. Leya había quedado atrapada en medio de la boca del lobo, una intrusa que había jurado proteger a una desconocida.
Una parte de ella sabía que no era a Candelaria a quien deseaba salvar, sino al pueblo donde su propio espíritu había empezado sanar. Perder a esa niña significaría dejar una herida que nunca se cerraría en cada habitante de Bosques Silvestres... en Blaise.
No quería que volviera a vivir el dolor de perder a alguien como Mateo Redes.
Fue en ese instante cuando percibió movimientos tras las piernas del herbolario. Algo que había confundido con una ilusión óptica a causa de la luz tenue de la hacienda.
—¿Papá? —murmuraron los gemelos que se asomaban por las piernas de Blaise. Esos pares de ojos del color de los bosques parecían comprender demasiado bien la escena.
—¿Eloy? ¿Elías? —El rostro de Félix perdió todo rastro de color, su convicción vaciló.
—Por favor... —repitió su esposa con un hilo de voz. Cuando los pequeños corrieron a sus brazos, la forma en que sus manos los envolvieron parecía intentar cubrirles los ojos— deja ir a mi sobrina.
Félix los recorrió uno por uno, luego detuvo su mirada perturbada en el herbolario.
—Te he subestimado, Blaise... —pronunció en tono resignado con una ligera pizca de ironía—. Tú los trajiste.
—Los lobos no matan a sus propias criaturas. Nunca consideraste a Candelaria como tu familia, puedes deshacerte de ella sin culpa —Con expresión serena, extendió un brazo al frente, a la niña que se interponía entre ambos hombres—. Sin embargo, puedo jurarte que lo que tus hijos presencien esta noche de luna llena, los perseguirá por el resto de sus vidas. ¿Cuál es tu elección?
Leya intercaló de atención de un hombre a otro, confundida. Cuando comprendió la estrategia, su sangre pareció helarse. La aturdió imaginar que el herbolario empático sería capaz de usar a unos pequeños para salvar a la niña que prometió cuidar.
La línea entre el bien y el mal se había quebrado definitivamente. Aunque ella hubiera sabido que esa era la debilidad del lobo, su recién encontrada humanidad le habría impedido usarla.
Félix tomó una profunda respiración. La mano que sujetaba la jeringa tembló. Entonces la soltó. El objeto se estrelló contra el suelo, el vidrio y el líquido fusionándose con el metal. Candelaria soltó un grito y se lanzó a los brazos de Blaise, quien la arrastró lejos lo más rápido posible.
—¡Manos detrás de la cabeza! —Leya se posicionó detrás de él, sin dejar de apuntar con su arma mientras hacía señas a los oficiales.
Estos no perdieron el tiempo en esposarlo y llevarlos en la única patrulla que habían traído.
En un instante, los murmullos resonaron en sus oídos. Los pueblerinos regresaban a la vida. Algunos buscaban correr a sus vehículos lo más pronto posible, otros intentaban acercarse a los involucrados para curiosear u ofrecer su ayuda.
Leya se mantuvo distante, intentaba sacudirse el peso que le había dejado esta historia. Al ver la sonrisa cálida que le dirigió Blaise a unos metros de distancia, supo que su misión había concluido. El hombre dejó de consolar a una perturbada Candelaria, y permitió que la niña buscara refugio en los brazos sinceros de su tía.
Detrás de ambas, Victoria cabizbaja murmuraba algo que nadie más alcanzaba a oír. A su modo, los Redes seguían siendo una familia. El tiempo diría si estas experiencias los unirían o fragmentarían.
La detective avanzó de manera decidida hasta llegar al encuentro de su principal fuente. Se estudiaron frente a frente durante tres latidos.
—Agradezco su colaboración en este caso, señor Del Valle. Fue un placer conocerlo.
No fue el viento lo que le dijo que esta era una despedida. Él esbozó una sonrisa cansada. Levantó su mano y la posó con cariño en la mejilla femenina. Ella cubrió esos dedos con los suyos. Algo en su pecho dolía, pero no iba a derribarla esta vez.
Había tanto que necesitaba decirle, pero en ese momento su mente era un manojo de emociones que se obligaba a contener.
—El placer es todo mío. Espero que no huya de este pueblo en mi ausencia, señorita Hunter.
—Yo nunca huyo. Mi modus oprandi consiste en llegar al límite y ser arrastrada fuera de él por mis amigos. He decidido darle una oportunidad a este bosque encantado y echar raíces. Ahora —Apretó los dientes con fuerza—, probablemente lo has olvidado pero tienes una herida de bala reciente. Por lo que más quieras, regresa al hospital en este maldito instante.
—¿Estás preocupada por mí, Leya?
—Por supuesto que sí, condenado brujo —soltó con exasperación—. Me importas más de lo que me gustaría admitir.
—Lo sé —susurró con un hilo de voz y una sonrisa somnolienta—. Regresaré por ti, aún tenemos una cena pendiente.
No. No fue el viento el que le hizo saber que esa sería la última vez en mucho tiempo que volverían a verse. Fue la sangre que tardaron demasiado en descubrir, machando el costado de su oscura camiseta.
Ella consiguió sujetarlo cuando él, sin deshacerse esa sonrisa serena, perdió el conocimiento.
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