Capítulo 28
Necesitó un día más en observación para que la doctora Viviane estuviera de acuerdo en darle el alta.
Nada más salir de la habitación, había llevado a cabo otra batalla contra su sargento para que le permitiera ver al herbolario, quién permanecía en su habitación de hospital con un guardia permanente en el pasillo. Para convencerlos a todos de que solo hacía su trabajo, ella había tenido que sacar a relucir la máscara de hielo con la que fingía no estar involucrada emocionalmente.
Al parecer, nadie notó las grietas en su armadura de papel.
—Le pido que no nos interrumpa a menos que yo lo llame —le indicó al guardia cuando se detuvo ante la puerta indicada.
Tomó una profunda bocanada de aire, aguardó a que su mano dejara de temblar sobre el picaporte. Entonces entró decidida a esa habitación blanca con ventanas al bosque.
Al instante dos pares de ojos se clavaron en su persona.
Blaise se encontraba sentado en la cama, las sábanas cubriendo su cuerpo de la cintura para abajo. Su boca se abrió en sorpresa. Había profundas sombras bajo sus párpados y su piel lucía tan pálida que aparentaba haber perdido su bronceado.
El hombre que lo acompañaba compartía los mismos ojos almendrados, pero sus iris eran mucho más oscuros. Debía tener varios años menos, un veinteañero bastante enérgico, a juzgar por la velocidad con la que saltó fuera de su asiento y se volvió hacia Leya. El dedo acusador que extendió hacia la detective bien podría haber sido una maldición invisible.
—Solo para que lo sepa, he enviado una muestra de sangre de Blaise a un laboratorio —El tono agresivo contrastaba con su rostro juvenil—. Esta tarde tendré los resultados. Me importa un carajo lo que digan los demás, ¡mi hermano no es un hombre violento!
«¿Hermanos?».
Leya sostuvo su mirada, una expresión neutral en su rostro para combatir la sorpresiva hostilidad.
—Puede enviarme los resultados del análisis a mi correo —respondió con ese tono vacío tras el que no se había escudado en semanas—, pero no tendrán validez legal a menos que la sangre haya sido extraída frente a una autoridad.
—¿Cree que soy idiota? El sargento Ruíz estaba en todo...
—Gene. —La voz de Blaise fue terminante, cortó de raíz el discurso de su hermano.
Ambos hombres intercambiaron una mirada sin palabras. Sin susurros, sin lenguaje de señas, se trataba de un tipo de comunicación que nunca había visto.
—¿Es en serio? —Un músculo comenzó a latir en la mandíbula del recién llegado—. ¿A dónde carajos fue mi hermano razonable? ¡Están intentando incriminarte! —Su brazo señaló a Leya, temblando de ira—. No te dejes engañar por una maldita cara bonita, ¡todos los policías son igual de corruptos!
—Génesis.
—No me llames así, maldita sea.
—Es suficiente, deja de maldecir. —La mano del herbolario atrapó la muñeca libre de Gene, gesto que consiguió que el fuego de su mirada se aplacara—. ¿Podrías ir por algo de matico a la herboristería?
—¿Qué clase de forma infantil de echarme es esa? ¿También quieres que le pida a Madeleine una ramita de tenmeaquí?
—El matico es el mejor cicatrizante para tratar heridas.
—No seas sarcástico conmigo. No voy a dejarte a solas con ella. ¿Quién sabe lo que planea hacerte?
Blaise cerró los ojos. Pasaron tres segundos cuando volvió a abrirlos.
—Gene...
—Está bien, tú ganas esta vez. —El muchacho enterró las manos en los bolsillos de sus jeans rasgados. Con los dientes apretados y sus ojos entornados, pasó por al lado de Leya sin tocarla ni mirarla. Cuando abrió la puerta, se detuvo. Su voz fue mucho más controlada al hablar—. Ella se fue a la semana de meditación en medio de la nada. Puede estar incomunicada, pero ni siquiera sueñes con creer que no lo sabe. —Lo miró por encima del hombro con una sonrisa afilada—. Esa mujer siempre lo sabe todo, vendrá en cualquier momento. Y será un jodido dolor de cabeza para todos. Prepárate para unas eternas vacaciones familiares lejos de este pueblo, Blaise. Tus días de paz están contados.
El joven se marchó dando un descarado portazo en pleno hospital. Blaise se llevó dos dedos a las sienes, una mueca en su rostro.
Cuando finalmente quedaron a solas, Leya se movió despacio hasta la silla del acompañante que Gene había dejado disponible. La apartó con suma lentitud y se posicionó a un lado.
Estudió ese rostro tan familiar, esos labios que solían sonreír con gentileza en los peores momentos, y sus pómulos donde la cicatriz del ataque de las aves había desaparecido pero un hematoma nuevo sanaba.
Cuando sus ojos se encontraron, esperaba vislumbrar al monstruo que siempre se había ocultado tras esa máscara de cordero. Creía estar lista para enfrentarse a la falsedad y poder insultarlo o herirlo con el veneno de las palabras, jurarle que nunca más volvería a permitirle acercarse.
No estaba preparada para lo que encontró. En absoluto. Esos ojos eran tan cristalinos como la primera vez, parecían añorar algo que ella no supo describir.
Se estudiaron el uno al otro en silencio. Podían escuchar sus respiraciones lentas, medidas, los latidos de sus propios corazones y el canto de algún gorrión desde la ventana.
Blaise movió su mano muy lentamente. Ella no apartó la vista de sus pupilas, ni hizo un intento de apartarse. El joven extendió sus dedos hasta rozar la mejilla de Leya con la suavidad de una pluma. Rodeó la pequeña venda del corte causado por un vidrio, deslizó el índice por su barbilla, rozó los hematomas de su cuello con su pulgar. Al ver que ella no se alejaba, se atrevió a posar su palma completa sobre su mejilla.
Aunque el rostro de la detective parecía impasible, por dentro temía que sus acelerados latidos pudieran escucharse en toda la habitación. El toque le transmitía la misma calidez y seguridad que esas caricias fugaces que siempre le robaba. Habría deseado rechazar cualquier contacto con una expresión orgullosa, pero no conseguía la fuerza de voluntad necesaria. Por dentro era solo una niña perdida deseando que la abrazaran y le dijeran que todo estaría bien.
¿Por qué? ¿Por qué anhelaba dejarse envolver en sus brazos y apoyar la frente en su hombro como aquella antes? ¿Por qué la convertía en una criatura débil y patética, sin rastro de la armadura de hielo que había pasado casi tres décadas construyendo?
Sintió un vacío inmenso cuando él rompió el contacto y se enderezó en la cama.
—No me tienes miedo —susurró Blaise con una extraña combinación de alivio y tristeza.
—Nunca le he temido a las armas, sino a las manos que las disparan. —Aclaró su garganta. Necesitaba enfocarse, centrarse en su misión—. Todos piensa que estás enfermo. He conocido antes personas con trastorno de identidad disociativa pero nunca...
—¿Nunca imaginaste que le abrirías tu corazón a uno? —terminó por ella.
«Detente. No sigas por ese camino... por favor», pensó. Cerró los puños que colgaban a los costados de su cuerpo.
—¿Cuándo comenzaron tus lagunas mentales?
—No tengo lagunas mentales, Leya —Apoyó la cabeza contra el respaldo de la cama—. Y no sufro trastorno de personalidad múltiple.
—La tarjeta sim era de Candelaria.
—¿Qué tarjeta?
—Hace unos días encontré el teléfono de Candelaria —Decidió ocultar la participación de Violeta en ese asunto, lo último que quería era convertirla en un objetivo—, estaba tirado en el camino. Sin chip. Esa tarjeta sim cayó de tu billetera cuando te encontré inconsciente en el bosque. ¿Cómo lo explicarías?
Maldita sea, ¿por qué se encontraba deseando escuchar una justificación?
—Honestamente, no me acuerdo de eso.
—Solo hay tres posibilidades —Leya levantó un dedo—. Uno. Tienes un trastorno de personalidad y ni siquiera eres consciente de tu deseo de dañar a Candelaria —La mirada de Blaise se fue oscureciendo, sus ojos entornados con esa ira fría que pocos conocían. La detective no apartó la vista, en cambio elevó la barbilla. Levantó otro dedo—. Dos. Eres un sociópata tan experto en la manipulación que ni siquiera tu familia lo ha notado.
—Descartarías esa posibilidad si conocieras a mi madre —agregó con un ligero toque de ironía—. Nadie puede ocultarle algo a esa mujer. ¿Cuál es la tercera opción, señorita Hunter?
Leya apretó los dientes al escucharlo llamarla así. Siempre se había sentido como una provocación, un empujón para desequilibrarla. Estuvo a punto de dejar escapar una risa histérica. ¿Acaso creía que podría sacudirla aún más? Ella estaba caminando sobre el abismo y ya no estaba segura de preocuparle caerse.
—Opción tres. Como amablemente lo gritó tu hermano, alguien desea convertirte en el chivo expiatorio.
—Gene... mi hermano puede ver cosas que le hacen la vida difícil, normalmente no es tan explosivo. Me gustaría disculparme en su lugar pero no me corresponde.
—No voy a encarcelarlo por insolente, si es lo que temes.
—¿Cuál de esas tres categorías me has asignado?
Leya guardó silencio un momento. Había analizado en profundidad la situación de esa noche, el sentido común siempre fue su forma preferida de enterrar sus miedos.
Hubo tres marionetas.
La cazzaria en la jaula de Candelaria era una bomba de tiempo que el despertar de ese lobo solitario activaría. La policía habría perdido demasiado tiempo en un equipo de búsqueda, quizá nunca se les habría ocurrido preguntarle a los Redes por un rastreador. Cinco minutos más tarde y solo habrían encontrado una capa roja.
Por otro lado, lo que ocurrió con Blaise, ¿había sido realmente planeado? Una crisis psicótica aislada era algo que podría ocurrir una vez en la vida por consumo de sustancias alucinógenas, sería algo difícil de predecir. Quizá la estrategia original era dejarlo fuera de combate hasta que llegara la policía y lo encontrara en la misma habitación que un cadáver, pero las drogas le provocaron una reacción inesperada.
La tercera alternativa era absurda. Sonaba demasiado imprudente, demasiado estúpido drogarse a sí mismo con dosis tan letales en plena escena del crimen para parecer otra víctima. Y de lo único que podía estar segura era que esos adjetivos no caracterizaban al hombre que tenía en frente.
Estudió esas manos grandes que descansaban sobre las sábanas. Una de ellas estaba vendada. Las mismas manos que podían trasmitirle una paz que nunca había experimentado, eran capaces de sumirla en la oscuridad de la muerte.
Como un veneno invisible que acababa de infiltrarse en la habitación, una bruma sutil envolvió sus pensamientos. La lógica a la que se aferraba se escapaba entre sus dedos. El dolor estaba de regreso. Las emociones que luchaba por reprimir se habían convertido en hiriente electricidad que recorría su abdomen y subía hasta su corazón.
¿Por qué tenía que ser así? Cuando abandonaba su caparazón y aprendía a confiar...
—Es la segunda vez en mi vida que me rompen el corazón —susurró Blaise, extendiendo sus manos hasta posar los pulgares bajo los ojos de ella—. Preferiría que volvieras a dispararme antes de ver tus lágrimas pero, si necesitas llorar, no te reprimas.
—No estoy llorando —se esforzó en pronunciar. Un parpadeo después, sintió algo húmedo deslizarse por sus propias mejillas. Retrocedió asustada de su propia reacción. Cuando rompió el contacto, seguía sin sentirse dueña de sus emociones—. ¿Qu-qué me está pasando? Yo... ¡Yo no soy así! Esto está mal, todo está mal.
—Viniste a Bosques Silvestres a sanarte, necesitas sacar todo el dolor para dejarle espacio a la alegría.
—No. Es. Normal —insistió ella a través del nudo en su garganta—. ¿Qué eres? ¿Cómo haces para que todos... para que yo confíe en ti? ¡Incluso con toda la evidencia en tu contra, me siento como una estúpida bajo algún hechizo!
«Me encuentro como una idiota buscando caminos en los que eres inocente».
Blaise tomó una profunda respiración, la paciencia infinita no abandonó su rostro cansado. Algo le dijo a Leya que se trataba del tipo de persona habituada a mantener la calma cuando todo a su alrededor explotaba. ¿Realmente era humano?
—Soy humano. No estuve tan tranquilo anoche cuando desperté de una pesadilla e intenté arrancarme las vendas —confesó con serenidad—. También tengo mis momentos en que la vida me supera y quiero enviar todo al infierno. Mi hermano estuvo aquí y amenazó con noquearme de un puñetazo si no me calmaba —Se llevó los dedos al hematoma superficial que tenía en la mejilla—. Gene cumple sus promesas, sus maneras no son tan sutiles como las mías. El punto es que también me aferro a los demás si lo necesito, la gente del pueblo confía en mí porque les entrego mi propia confianza a cambio.
—Deja de leer mi mente.
—No leo tus pensamientos, sino tus emociones.
—¿Tienes un ojo clínico capaz de detectar el mínimo gesto corporal y así identificar las emociones de tu interlocutor? —Leya se esforzaba por entender cuál era la ciencia detrás de su cerebro.
Blaise comenzó a reír, pero se contuvo. Apretó los labios y se llevó una mano al costado herido.
—Me gustaría decirte que sí para darle calma a tu cerebro escéptico... pero la verdad es que puedo saberlo aunque tenga los ojos cerrados. La energía, las emociones flotan en el aire a nuestro alrededor. Emanan de todo ser vivo. ¿Eres capaz de percibir la diferencia entre un silencio reconfortante y uno que podría cortarse con una navaja?
—¿Siempre pudiste... sentir eso?
—Cuando era pequeño, los animales se quedaban dormidos a mi alrededor —comenzó a narrar con naturalidad, su mirada cálida sin perderse detalle de las reacciones de la detective—. De adolescente se me acercaban los niños y, por más revoltosos que fueran, se calmaban. No fueron pocas las escenas en las que alguien me rozaba el brazo por accidente, rompía en llanto y empezaba a contarme todos sus problemas antes de que yo pudiera reaccionar. Cuando fui creciendo, empezaron a decirme que mi presencia inspiraba confianza ciega, y un toque ligero podía infundirle paz a otra persona.
—Primero eres psíquico, ahora esto. No tiene sentido... —musitó la joven.
Prefería creer que tenía una explicación lógica, era natural que las personas se sintieran atraídas hacia aquellos que estaban satisfechos con su vida y emanaban una energía serena, optimista. Él sabía elegir sus palabras, sus gestos, empleaba movimientos sutiles que calmaban a otra mente inquieta.
No. Trasmitía. Energía. Mágica.
—Si no estás lista para creer en los empáticos, digamos que tengo una inteligencia emocional, intrapersonal e interpersonal, muy desarrollada. Y no soy un psíquico, solo... tengo buenos instintos, más cuando se trata de las personas que quiero.
Ella compuso una sonrisa resignada. Quizá era más fácil creer. ¿Qué podía perder? El dolor en su estómago había disminuido. Se llevó una mano a la nuca, donde la herida cicatrizando empezaba a latir.
—¿Por qué desapareciste por una semana?
—Creerías que es absurdo si te lo dijera.
—Estoy empezando a creer que desciendes de brujos, bien puedes aprovechar de probar el límite de mi cordura. ¿Es por lo que pasó en... el bar?
—No me asustó que dieras el primer paso, Leya —negó con energía—. He perdido la cuenta de las veces que he deseado besarte hasta que olvides esos recuerdos que oscurecen tu bonita mirada.
Ese disparó acertó justo en el blanco. Un insulto no la habría aturdido tanto. Toda su vida había sido inmune a los halagos, los interpretaba como palabras vacías con un objetivo egoísta. ¿Por qué se sentía diferente ahora?
Por supuesto, la explicación tenía nombre y apellido. Estaba cansada de engañarse a sí misma, pero ese no era el momento de hablar de sus sentimientos.
—No has respondido a la pregunta —indicó en un intento por defenderse a esa declaración, ocultando las manos tras su espalda para que él no las viera temblar.
Blaise bajó la mirada, como si estudiara los pliegues de la sábana que envolvía sus piernas. Leya contó siete latidos, consideró irse en silencio al comprender que no recibiría respuesta.
—Al día siguiente, iba a llamarte pero recibí una llamada de mi familia —confesó al fin a un volumen muy bajo, como si se arrancara las palabras—. Su mensaje fue: La próxima vez que sus caminos se crucen, la muerte elegirá a uno como compañero de un vals. —Levantó sus manos, su rostro expresivo esforzándose por encontrar las palabras correctas—. A veces, cuando el viento sopla con fuerza, siento una energía que parece traer un mensaje débil. En ocasiones es un buen presentimiento que me deja una sensación cálida, por momentos es un mal presagio que me provoca una presión en el pecho. Es mil veces más fuerte para las mujeres de mi familia. Por eso cuando sus bocas sueltan una profecía, solo es cuestión de tiempo que suceda.
—¿Tu familia te pidió que te alejaras de mí?
—Nada de eso. Fue mi culpa, creí que la predicción nunca se cumpliría si me desviaba de tu camino hasta que pasara el peligro.
Leya llenó sus pulmones de aire y lo soltó lentamente. Deseaba ponerse de pie y empezar a caminar en círculos.
—Si tuvieras que exponer tus explicaciones frente a un tribunal, decir que estarías jodido sería un eufemismo —advirtió ella con los ojos entornados.
—Sé que suena absurdo, pero no estoy mintiendo. Me criaron para pensar que esto era natural, que todos tenemos un don pero solo quienes creen en ellos son capaces de despertarlo. En mi familia soy el más... normal.
—No sé si quiero conocer a más miembros de tu familia —murmuró por lo bajo. Se aclaró la garganta—. ¿Cuánto recuerdas de anteayer?
—No lo suficiente.
—¿Fuiste a dar un paseo con Violeta y Candelaria?
—Un helado... —Frunció el entrecejo mientras pensaba—. Fui cuidadoso, no me separaré de ellas hasta que regresamos a la casa de Victoria. Nos sorprendió ver a la abuela dormida en el sofá, Victoria nunca es tan descuidada. Había una taza de té frío en la mesita a un paso de ella, reconocí el aroma. ¿Recuerdas los sedantes que mencioné? Traté de no darle importancia, me dije que ella había estado muy estresada las últimas semanas y decidió sedarse para descansar. Limpié todo y lo llevé a la cocina, pero... el picaporte estaba mojado. Me di cuenta demasiado tarde. Primero se me adormecieron las manos y la boca. Después las piernas, alcancé a dejar la taza en el lavatorio e intenté aferrarme a la mesada. Sentía todos los miembros pesados... Lo demás es un lienzo en blanco.
«Eso se escucha peligrosamente parecido a las drogas usadas para abusar sexualmente de jóvenes en discotecas», pensó inquieta.
—¿No recuerdas algo de lo que pasó en la cabaña?
Los hombros del herbolario se pusieron rígidos.
—Me cortaría las manos antes de hacerte daño voluntariamente, Leya.
—Eso no responde la pregunta.
—Nada. Recuerdo absolutamente nada. Unos policías vinieron esta mañana a contarme lo que pasó. —Soltó una risa carente de humor—. Me pidieron explicaciones sobre un santuario enfermizo y un muñeco vudú que encontraron en mi casa. ¡Esas aberraciones van en contra de todos los principios de la familia Solei!
Su voz se apagó. Bajó la cabeza, frotando sus sienes con fuerza.
Preocupada, Leya se preguntó si lo estaba presionando en exceso. Después de leer su informe clínico, sabía que él necesitaría varios días de reposo. Se llevó unos dedos a los labios, no encontraba las palabras para reconfortarlo. Tampoco se atrevería a decirlas, él seguía siendo un sospechoso en su caso.
—Siento como si en cualquier momento fuera a despertar de una pesadilla —soltó el hombre con la mirada perdida.
—Estás en la etapa de negación, es natural.
—Pero el dolor es demasiado real para ser un mal sueño.
Ella bajó la vista al costado izquierdo del joven, zona que se sujetaban con más fuerza de vez en cuando como si sufriera punzadas.
—Lamento provocarte dolor, pero no me arrepiento de defenderme —expuso la detective con franqueza.
El fantasma de una sonrisa se reflejó en las pupilas de Blaise. Su mano se extendió y atrapó la mano derecha de Leya. Se la llevó a los labios, besando cada uno de sus nudillos.
—Si alguna vez llegara a herirte con los ojos abiertos —Atrajo la mano femenina contra su propio pecho. Ella sintió sus latidos firmes, fuertes. El calor de su piel atravesaba la delgada tela de la camiseta—, asegúrate de apuntar aquí.
Sus rostros volvían a estar a centímetros de distancia, tan cerca que podían sentir la respiración el uno del otro. Ella consiguió entrar en razón antes de hacer algo que iría en contra de todos sus valores.
Retrocedió un paso para recuperar el control de sus propios latidos.
—Tengo que irme. Estarás en custodia policial por unos días. A efectos prácticos, no importa lo que yo piense, demasiada evidencia y los mismos habitantes de Bosques Silvestres te condenan. Van a quemarte en la hoguera si abandonas este hospital pronto.
—Para serte sincero —La sonrisa honesta estaba de regreso—, en este momento el único pensamiento que me importa es el de la mujer que tengo en frente.
—Seguiré investigando. Aunque no fueras tú —admitió con cruda sinceridad, devolviéndole la sonrisa—, nunca cerraría un caso antes de tener la certeza absoluta de haber atrapado al lobo correcto.
—Sí que tienes un don para hacer sentir especial a un hombre —aceptó Blaise con ironía.
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