Capítulo 21

La hogareña cabaña de la abuela en medio del bosque que Leya había imaginado era una casa de primer piso de troncos gruesos e inmensos ventanales de cristal. Para poder acceder, se debía escalar la muralla de ladrillos cubierta por espesas enredaderas o tener una invitación que le abriría las rejas del frente.

—Llámame cuando estés dispuesta a regresar —dijo Blaise antes de que ella pudiera bajar de su camioneta.

«Eso habría sonado como una declaración romántica», pensó con humor, «si las pupilas del caballero no resplandecieran con ira fría». Aunque no hubiera mencionado el tema, seguía molesto por ser excluido de la reunión con Victoria.

—Ya has hecho demasiado, puedo regresar caminando —lo rechazó con cortesía—. Me gustaría conocer los alrededores al anochecer.

—Buena idea —La sonrisa amable del herbolario no vaciló mientras la miraba directo a los ojos—. Pasaré por ti a las nueve.

—En ese caso, intentaré irme antes para que no puedas encontrarme —replicó con la misma cordialidad afilada.

—No lo harás. Estarás aquí a las nueve en punto —Extendió una mano para apartarle un mechón que había caído sobre sus ojos, gesto que le provocó un cosquilleo cálido en la boca del estómago—, y lo harás voluntariamente porque puedo mostrarte el camino que Candelaria recorre todos los días desde la casa de Victoria hasta La Enredadera. 

Leya entornó los ojos. Los de Blaise brillaron en una sonrisa de desafío.

—¿A cambio de oír todos mis últimos descubrimientos?

—Solo quiero oír qué tal ha sido tu semana, querida Leya... Y, para serte sincero, preferiría que no entraras al bosque sola, mucho menos de noche.

Allí estaba otra vez, esa tendencia sobreprotectora asomándose tras su sonrisa gentil. Lo más inteligente sería mantener distancia, pero algo en Bosques Silvestres la hacía bajar sus escudos. Quería experimentar lo que era confiar… sentir.

—Eres un zorro disfrazado de cordero, Blaise.

—Y tú eres un precioso corderito que aprendió a cazar lobos. 

Leya soltó algo a mitad de camino entre suspiro y risa. Saltó fuera del vehículo y cerró la puerta. Le dirigió una última mirada a través de la ventanilla abierta.

—A las nueve exactas —fue la despedida de la joven—. Un minuto tarde y lo interpretaré como que cambiaste de opinión, no me quedaré a esperarte.

—Aquí estaré —prometió más tranquilo, como si le hubiera quitado un peso de encima. Una sonrisa traviesa despejó las sombras que habían abrumado su rostro durante el trayecto—. Si escapas antes, te rastrearé, y no será una disculpa lo que me cobraré de tus labios. 

Arrancó el vehículo antes de que Leya pudiera replicar, su boca abierta por la sorpresa. Sacudió la cabeza y soltó una risa ante lo absurdo de la situación.

Cuando quedó sola, llamó al intercomunicador a un lado de la entrada, dijo su nombre y aguardó. Las rejas corredizas se deslizaron a la derecha con un suave silbido para darle la bienvenida a ese paraíso privado. Pudo ver a Victoria aparecer desde un costado de la casa y atravesar el jardín frontal para llegar a su encuentro. La jardinera de jeans que vestía a juego con guantes y un sombrero de paja la hacían ver como una humilde abuelita trabajando el jardín, pero su expresión reservada rompía esa ilusión. 

Se quitó uno de sus guantes y le ofreció esa mano.

—Llega temprano, detective Hunter —saludó con una sonrisa sin separar los labios, gesto que le recordó a Francesca.

—Gracias por invitarme, señora Redes. 

—Vamos adentro que tengo que lavarme —Sin esperar respuesta, se encaminó a la casa—. Puede tomar asiento, solo tardaré unos minutos.

Leya se quedó de pie en el living con un juego de sillones afelpados en el centro y una salamandra apagada al fondo. Se movió procurando no hacer ruido, estudiando las fotografías familiares colgadas en las paredes.

Muy pocas eran recientes, la mayoría de los nietos de Victoria. Le llamó la atención una descolorida foto de Violeta y Candelaria, abrazadas con sonrisas idénticas y prendas de vestir de la época de sus propios progenitores. La descolgó con mucho cuidado y buscó la fecha en la parte de atrás. Había sido tomada hacía más de treinta años.

—Francesca y Francine Redes —musitó al comprender que se trataba de la tía y la madre de Candelaria. 

Recordó de los informes que habían sido gemelas idénticas, eso explicaría el gran parecido entre Candelaria y Violeta.

En la mesita ratonera entre los sillones encontró una foto familiar de una década atrás, enmarcada en plata. Luego de ver la fecha en el reverso, sus ojos se entornaron al comprender que había sido tomada horas antes del accidente fatal.

A la izquierda los Redes Hidalgo, a la derecha los Redes Reyes, y en el centro Victoria Redes. Todos abrazados. Felices. 

La risa de Francesca, con la boca abierta y ojos resplandecientes, había sido capturada como algo que nunca más volvería a atestiguarse. La versión de la tía de Candelaria que Leya conocía parecía ser la verdadera fotografía antigua, desde su cabello hasta el brillo de sus pupilas parecían haberse apagado. 

¿Cuánto la había dañado perder a su hermana? Algo le decía que era una herida que en diez años no había cicatrizado en lo más mínimo.

A su lado en la foto, Félix levantaba en sus brazos a una pequeña y despeinada Violeta, la sonrisa de devoción le dirigía a la niña era la misma que había visto hacia los gemelos. Después de tantos casos de abandono paterno que había visto en la ciudad, encontrar a un padre tan cariñoso y dedicado a sus hijos la sorprendía.

Leya observó a los Redes Reyes como si ellos pudieran revelarles el secreto de lo ocurrido diez años atrás, esa trágica noche de verano. Los padres de Candelaria mantenían una postura ligeramente más erguida que la otra pareja. Sus sonrisas de alegría eran mucho más maduras, como quien cargaba mayores responsabilidades sobre sus hombros.

Ante ambos podía verse a un joven que levantaba en brazos a una somnolienta Candelaria. La detective estudió la inclinación de las cejas y la media sonrisa de los labios de Mateo, lo que indicaba una pizca de temor empañando ese momento de alegría. Le recordó a sí misma antes de empezar sus estudios superiores, un universo de oportunidades y temores se abría ante los jóvenes que decidían dar ese paso. Pero en el caso de Mateo Redes todos esos sueños se habían vuelto añicos.

—Nunca se supera, solo se aprende a vivir con la herida que dejaron al irse.

La voz de Victoria la sobresaltó. Leya regresó la foto a su lugar con cautela y se volvió a la anciana. Esta la miraba con tristeza en sus arrugados ojos. Llevaba una bandeja con una tetera y dos tazas en ella.

—Nunca he experimentado ese tipo de pérdida, así que mentiría si dijera que comprendo.

La ligera sonrisa que curvó los labios de Victoria le indicó que valoraba la sinceridad. Se dejó caer en uno de los sofás y le hizo un gesto con la mano para que la detective ocupara el mueble de enfrente.

—Deseé morir en ese instante para alcanzarla en el mismo viaje, pero Candelaria me necesitaba aquí. Y no podía abandonar la hacienda. Pude haberla fundado, pero fue Francine quien dedicó toda su vida hasta volverla un éxito.

Le ofreció una taza. La detective la mantuvo en sus manos sin beber, solo aspirando su aroma a vainilla con un toque frutal. Conforme caía el sol, comenzaba a refrescar en el bosque y algo cálido ayudaba. 

—Francesca también debió necesitarla —comentó la detective por encima de su taza.

—No es así... Ella tenía a Félix y a Violeta. Candelaria había quedado sola.

—He oído que su segunda hija ha hecho un excelente trabajo ahora que se encarga de La Enredadera.

—Mis niñas siempre han logrado todo lo que se propongan. Si hubiera visto la hacienda tres décadas atrás... Con solo dieciocho años, Francine decidió que compraría el terreno vecino y duplicaría el número de caballos en cinco años. Y lo cumplió —susurró con orgullo.

Leya se preguntó qué tanto le había afectado a Francesca el favoritismo de su madre por su hermana mayor. ¿Guardaría solo dolor o también resentimiento?

Con mucha sutileza, introdujo la mano en su bolsillo y encendió la grabadora.

—¿En qué año fue fundada La Enredadera? 

—El terreno fue herencia de mi abuelo. Al principio había solo media docena de caballos. Y muchas ovejas, pero el negocio empezó a decaer cuando los lobos asesinaron a la mayoría. —Sus ojos se empañaron con la niebla del recuerdo—. Cuando mis hijas tenían meses, mi marido sufrió un aneurisma. Estábamos demasiado aislados y no llegamos a tiempo a un hospital. —Se aclaró la garganta y enfocó la vista en su interlocutora—. Vendí las ovejas restantes y usé el dinero del seguro para comprar potrillos. También rebauticé la hacienda como La Enredadera. Desde ese día, se cumplirán cincuenta años en... dos semanas.

Dos semanas. Un escalofrío recorrió la columna de Leya, como si acabaran de insertar un temporizador en su pecho. Sus labios habían perdido parte de su color cuando hizo la pregunta que llegó a su mente.

—Ese no es un número que pueda ignorarse... ¿Harán una fiesta para celebrar?

—Así es. Mi hija y yerno llevan meses planificándola, incluso ya lo publicaron en sus redes sociales. —Los ojos de la anciana se clavaron en los suyos—. Voy a ser franca con usted. Estoy asustada. Al principio me pareció sospechoso el ataque del lobo, no quería creerlo, pero después de saber del caos con esos pájaros... ¿Quién querría dañar a mi pequeño sol? ¡Ella ni siquiera ha llegado a la mayoría de edad!

«Mateo también estaba rondando la mayoría de edad cuando perdió la vida», se abstuvo de señalar.

—¿Qué cambios se harán en la vida de Candelaria cuando cumpla dieciocho?

—Bueno... ella mencionó que le gustaría estudiar veterinaria o psicología.

—¿Existe esa carrera en algún instituto local?

—No en Bosques Silvestres. Fantasea con la idea de alquilar un lugar en la ciudad para quedarse durante el cursado, y regresar aquí los fines de semana.

Leya sintió que rozaba una pista importante, algo que siempre estuvo a la vista pero sus ojos no supieron prestar atención.

—¿Tiene los medios económicos para cumplir ese plan?

Los labios de la anciana se apretaron en una dura línea. Bebió un trago de su taza antes de responder.

—Lo tendrá en unos meses. En cuanto cumpla dieciocho, tendrá libre acceso a la herencia que le dejaron sus padres.

La detective inclinó ligeramente la cabeza, la taza sin tomar entre sus manos permanecía apoyada en su regazo.

—¿Puedo preguntar de cuánto dinero estamos hablando?

—No sabría decirle, con la inflación el precio de los terrenos y animales varía cada año.

«¿Terrenos... y animales?». Leya tomó una brusca respiración.

—Candelaria es la verdadera heredera de La Enredadera —soltó, sintiendo la piel de gallina.

—En parte. Solo del cincuenta por ciento —aclaró, contemplando el reflejo en la taza de té—. La Enredadera debía ser dividida en partes iguales entre mis dos hijas, pero ahora Candelaria es lo único que queda de Francine. Es justo que reciba su parte completa.

Seguía siendo demasiado capital material para una muchacha tan joven que pronto dejará de tener tutor legal. 

—¿Qué hay de sus otros nietos?

—La otra mitad será dividida en partes iguales entre mis tres nietos, y Francesca será la testaferra, por lo que nunca podrán abandonarla o expulsarla de la hacienda mientras ella desee continuar al mando. 

—Aunque comprendo su lógica matemática, se siente extraño que una nieta reciba tres veces más que sus primos —reflexionó Leya.

—Así lo dispuse en mi testamento. —Victoria dejó la taza sobre la mesita con un golpe seco—. ¿Usted cree que el dinero despertó al monstruo que lastimó a mi Candelaria?

La detective se tomó un momento para responder. Necesitaba ordenar sus ideas. El psicópata que causó el accidente de los Redes Reyes tenía el mismo modus operandi que la bestia que perseguía hoy. Usaba a los animales como peones, borraba sus huellas al empujar a otros al escenario y planificaba una distracción para cada uno de los seres cercanos a la víctima.

¿Quiénes se beneficiarían de la muerte de la última Redes Reyes?

Violeta había sido demasiado pequeña cuando murieron sus tíos y primo, Eloy y Elías ni siquiera conocían la maldad... ¿Francesca y Félix serían capaces de dañar a la niña que habían criado como una hija durante diez años? ¿O alguien más cercano a ellos veía injusta la repartición de la herencia?

—De donde vengo los seres humanos han cometido peores atrocidades por una centésima parte de su herencia, señora Redes.

Las pupilas de Victoria se desviaron hacia un lado, sus hombros cayeron como si le faltaran fuerzas.

—No quiero creer —confesó con la voz rota— que mi propia sangre haya intentado dañar a mi preciosa niña.

—Compartir la misma sangre nunca fue suficiente para convertirnos en una familia —musitó Leya por lo bajo, su mirada perdida en las fotografías de las paredes. 

Se detuvo en el viejo cuadro de dos muchachos sobre un árbol, sentados con las cabezas juntas, sus rostros muy serios como si conversaran acerca de cómo conquistar el mundo. Reconoció al primero como Mateo, y el perfil del segundo adolescente le parecía demasiado familiar.

—Esos dos pasaban tanto tiempo juntos que siempre fue normal incluir un plato extra en la mesa familiar —agregó Victoria, que había seguido la dirección de su mirada—. Hay días en los que creo ver a mi nieto mayor en el rostro de Blaise, cuando crecían a veces se me confundían sus nombres.

—¿Conoce a Blaise desde muy pequeño?

—Magalí era una amiga íntima de mis niñas. Su hijo y mi nieto fueron a los mismos colegios y se volvieron inseparables.

—Lo conoció mientras estaba en el vientre de su madre. —Apartó la vista de la fotografía y se atrevió a hacer la pregunta que le producía una punzada de dolor en su abdomen—. Señora Redes, ¿qué tanto confía en Blaise Del Valle?

Victoria parpadeó. La miró como si acabara de preguntarle su veneno preferido.

—Él estuvo aquí cuando más lo necesitamos. Hace unos años toda su familia se mudó a la ciudad, pero él se quedó para velar por Candelaria y por mí. 

—¿Confía más en él que en su propia hija?

El semblante de Victoria se endureció, era la imagen de la mujer que había visitado el infierno en más de una ocasión, y regresado con vida.

—Si mi propia sangre es la culpable de las heridas de mi pequeño sol, no volveré a arriesgarme. Hace dos semanas, tomé una decisión que mi familia nunca me perdonará pero no daré marcha atrás. 

Leya tuvo un mal presentimiento, había sido testigo de lo que era capaz de hacer la desesperación a un ser humano.

—¿Puedo saber a qué se refiere?

—Si algo le ocurre a Candelaria antes de dejar descendientes, ninguno de los Redes podrá recibir esa mitad de la herencia. Su parte irá a parar a las únicas manos que, estoy segura, nunca intentarían dañarla. Es cruel usar un escudo humano, pero tengo la esperanza de que eso haga desistir a quien intenta destruir lo último que me queda de Francine.

El aire del salón parecía haberse vuelto más denso, más frío. La detective frotó sus brazos helados sin dejar de estudiar el rostro de la anciana.

—¿Él lo sabe? —musitó a través de su garganta cerrada.

—Aún no, pero pronto. Cuando le sugerí mi plan, su reacción me convenció de llevarlo a cabo —Levantó la barbilla, su mirada decidida y una sonrisa carente humor en su boca—. Con toda la calma del mundo, me miró a los ojos y juró que nunca me perdonaría si lo convertía en heredero de una fortuna que no le pertenecía.

Victoria estudió sus propias manos entrelazadas como si necesitara abrazarse a sí misma para darse fuerzas luego de recibir un golpe.

—Y usted ya debe saber que Blaise nunca miente, detective.

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