Capítulo 2

Extraños pensamientos acerca de capas blancas y rojas rondaban la mente de Leya antes de encender su grabadora.

—Candelaria Redes, diecisiete años. Fue vista por última vez a las nueve y treinta de la tarde, cuando salió de casa rumbo a la fiesta de un compañero. A medianoche sus familiares alertaron a las autoridades, preocupados por no tener noticias suyas. Sus amigos afirman que nunca llegó a la fiesta. Fue encontrada a la una y treinta y tres de la madrugada. Permanece inconsciente, su estado reservado, en el microhospital principal a cargo de... el curandero local.

—¿Por qué suena como si dudara de mis habilidades médicas, señorita? —la voz que salió de la habitación donde estaba la víctima la sobresaltó.

Los ojos de Leya recorrieron al muchacho de pantalones cargo y camisa contaminados por parches de sangre seca. Una linterna y cuerdas aún colgaban de su cinturón, como si hubiera olvidado guardarlas en su desesperación por atender a la niña herida. A la luz de la sala de espera, descubría que era mucho más joven de lo que había imaginado cuando estaban en el bosque, no podía tener ni treinta años. Una hora atrás lo había confundido con algún oficial de alto rango o un guardabosques, ¿por qué otra razón su sargento le habría confiado la guía de un equipo de búsqueda a un mero civil?

En este momento habría asegurado que se trataba de un granjero que estaba terminando sus estudios universitarios, si no fuera por esos ojos. Despiertos, confiados, serenos... una persona más receptiva habría caído bajo la promesa de seguridad que le trasmitían.

La mujer guardó rápido su grabadora y enderezó los hombros. Sus músculos estaban entumecidos por quedarse inmóvil en la misma postura aguardando la llegada de algún testigo. Llevaba media hora en la sala de espera del microhospital y era escasa la información que consiguió recolectar.

—No pretendía ofenderlo —comenzó— pero esa niña necesita un doctor, no un enfermero.

—No soy un enfermero ni un curandero. Soy un herbolario —la corrigió con amabilidad—. El único médico del pueblo sufrió una intoxicación ayer y no consigue abandonar su cama. Créame que yo también habría preferido que se encargara de Cande, pero soy la única alternativa hasta que llegue la ayuda de la ciudad. —Miró alrededor del pasillo como si buscara a alguien más—. ¿Dónde está su familia?

—Ya fueron informados, deduzco que vienen en camino.

—Parece que otra vez es la primera en llegar, señorita Hunter —comentó con suspicacia mientras se apoyaba en la puerta con los brazos cruzados.

La observó como quien descubría por primera vez un tragaluz en un techo bajo el cual había pasado cientos de veces. Ella sospechaba que no era el silencio incómodo que se había creado entre ambos lo que le despertaba campanillas de alarma en su cerebro. Era esa forma de contemplarla como si pudiera ver a través de su alma.

Cerró los puños.

—Parte de mi trabajo es encontrar objetos y personas perdidas —indicó la joven—. ¿Cómo está ella?

—Mal.

—Eso no dice mucho...

—Si despierta pronto, el dolor será insoportable. Desinfecté y vendé todas sus heridas, apliqué analgésicos para las zonas inflamadas. Su hombro derecho y ambos tobillos estaban dislocados. Si hubiera estado despierta cuando volví las articulaciones a sus lugares, se habría desmayado. Perdió mucha sangre, recibirá una transfusión apenas venga la nueva doctora. En lo positivo, parece que no tiene daños internos y respira por su cuenta. ¿Es suficiente información, señorita Hunter?

—Detective Hunter —corrigió por segunda vez—. ¿Puedo verla?

—No. Ella necesita descansar y sus defensas están bajas.

—Si esto se pospone, las huellas del agresor estarán frías. Mientras perdemos el tiempo en esta conversación, un criminal está libre.

—Permítame decirle algo, señorita —El hombre se inclinó hasta estar a centímetros del rostro de la detective, hablaba a un volumen tan bajo que nadie más podría oírlo—. Por si no lo notó, el agresor no es humano. ¿Qué pretende hacer? ¿Arrestar a una manada de lobos?

—Esos lobos no llegaron a este lado del bosque por casualidad —replicó con frialdad, su rostro inexpresivo cual una muñeca de porcelana. A lo largo de su profesión habían intentado intimidarla hombres mucho más altos y fornidos—. Déjeme verla solo un momento.

—¿No tomó suficientes fotografías mientras ella estaba inconsciente, luchando por su vida?

Leya se puso rígida al sentir esa puñalada. ¿Cómo alguien podía ser tan hiriente sin pronunciar un solo insulto ni elevar la voz?

—¿Ahora quién está cuestionando mis métodos de investigación? No la filmaba por morbosidad, necesitaba registrar la escena. ¿Qué esperaba que hiciera?

—¡Ayudarla!

La detective Hunter bajó la mirada a sus manos. Aunque sabía primeros auxilios, tenía sus motivos para no haber actuado cuando encontró a la niña en medio del bosque... No, no debía pensar en el pasado. Tenía un caso mucho más grave que resolver.

—Esta es mi forma de ayudarla, descubrir la verdad. Si no desea cooperar...

—No puedo permitir que altere el descanso de mi paciente —la interrumpió con suavidad, levantando un dedo que la hizo callarse— pero puedo responder sus preguntas.

Leya lo consideró un momento. Supuso que era lo mejor que podría conseguir dada la hora. Metió la mano en su bolsillo y activó la grabadora.

—De acuerdo. ¿La víctima...?

—Candelaria —pronunció esa palabra a través de los dientes apretados—. Sé que para usted es un caso más, pero para mí es la hermanita de mi mejor amigo. Es mi familia. Mi corazón también está en esa habitación.

—Lo siento... —intentó suavizar su voz pero seguía siendo un témpano con bufanda. Su empatía estaba atrofiada desde su último caso—. Entonces, ¿conoce a la familia de Candelaria?

—Todos conocen a los Redes.

—No todos —replicó con una sutil nota afilada que hizo que el hombre enarcara una ceja—. Al menos no tan bien como usted parece conocerlos.

—Su hermano tendría mi edad, crecimos juntos, pasábamos las tardes en la hacienda de su abuela limpiando los establos a cambio de unas galletas... —Sus pupilas se desviaron a la derecha—. Me partió el alma cuando tuvo el accidente que se cobró su vida y la de sus padres. Han pasado casi diez años, pero... era y siempre será mi mejor amigo.

—¿Candelaria iba con ellos?

—No, gracias a los astros. Ella estaba en la casa de su abuela.

—Debió haber sido terrible recibir esa noticia...

—Lo fue. Para todos.

—¿Candelaria se quedó a vivir con su abuela?

—Al principio sí. Después se mudó con la familia de su tía materna. Creyeron que el ambiente familiar le ayudaría a superar el duelo. Y así fue, Cande es una muchacha alegre y cariñosa... No merecía esto. Nadie lo merece.

—Lo lamento...

—Prefiero que sea directa a que suelte frases de cortesía tan poco sinceras, señorita.

No había acusación en él, solo honestidad brutal mientras le sostenía la mirada sin parpadear. Por un minuto, fue como si los papeles se hubieran invertido y ella pasara a ser una sospechosa en manos del investigador. ¿Quién rayos era este hombre?

—Así será. ¿Cómo está compuesta su familia actual?

—Una abuela formidable, una tía y su esposo que la han criado como una hija, una prima de su edad y dos primos pequeños.

—¿Podría describirlos?

—Su abuela Victoria Redes tiene setenta y siete años y goza de buena salud. Es dueña de una hacienda que cría los mejores caballos, especialmente para equinoterapia —Empezó a levantar un dedo cada vez que nombraba a una persona—. Su segunda hija, Francesca, trabaja como capataz y entrenadora. Lleva veinte años casada con Félix, el veterinario local. En apariencia es una relación sana, aunque tienen sus discusiones como toda pareja. Tienen tres hijos, Violeta es la mayor, doce años después llegaron gemelos Elías y Eloy. A sus cinco años son un encanto de inocencia y ternura que podría robarle el corazón a un avaro. Por su parte Violeta no es solo familia para Cande, es su mejor amiga. Contando a Candelaria, esos ocho son los Redes, una familia que ha sabido sobreponerse a la pérdida y representa la perfección en Bosques Silvestres.

«No me agrada la palabra perfección», decidió la detective.

—¿Redes es el apellido de Victoria?

—Así es. Todos adoptaron el apellido materno.

Leya entornó los ojos, desconcertada por ese dato.

—¿Por qué?

—Podría sentir su aura pero no tengo el don de leer pensamientos, señorita Hunter —respondió con una sonrisa amable de labios juntos.

Ella apretó los dientes al oírlo usar ese afilado sarcasmo con tanta sutileza. Los pasivo-agresivos siempre eran un dolor de cabeza.

—Le faltó un miembro, alguien que se considera parte de la familia Redes.

El hombre no fingió no entender. Extendiendo una mano, inclinó la cabeza en un saludo tardío.

—Blaise Del Valle Solei a su servicio. —Estrechó con su mano áspera y fuerte los delgados dedos de Leya—. Soy dueño de la herboristería El bosque encantado, curandero ocasional y para los supersticiosos... el único brujo de Bosques Silvestres.

—¿Qué tan cierto es eso último?

—Sería un placer hablarle de las bondades de la magia blanca, y los riesgos de la magia negra... en otra oportunidad. Ahora le aconsejo que vaya a descansar. Este es un momento muy duro para la familia Redes, no estarán muy abiertos a su interrogatorio.

—¿Realmente quiere ayudar a descubrir la verdad, señor Del Valle?

—Señorita Hunter —Su sonrisa se volvió oscura—, si al final resulta que usted tiene razón y esto no fue un accidente...

—¡Candelaria! —Una voz agitada los hizo retroceder un paso, justo antes de que una anciana irrumpiera en la sala de espera—. ¡¿Dónde está mi pequeña?! Blaise, dime que ella estará bien, te lo ruego...

—Señora Victoria —El hombre tomó las arrugadas manos de la anciana entre las suyas, su rostro volvía a presentar el espíritu de un mar en calma—, ella es una niña fuerte, saldrá de esto.

—Déjame verla.

—Primero debe prometerme que no la tocará ni levantará la voz. Ella está muy débil y su acercamiento podría transmitirle un virus.

—Lo prometo. Déjame verla. Mi niña, mi preciosa niña...

—Entre, en un minuto la alcanzo.

Se hizo a un lado y abrió la puerta para que la anciana fuera al encuentro de su nieta. La cerradura hizo un clic cuando volvió a cerrarse. Blaise regresó su atención a la detective, su voz muy baja para que no atravesara las paredes.

—¿Se le ofrece algo más?

La detective había estado estudiando los ojos enrojecidos de la anciana, percibía temblor en sus manos que disminuyó cuando el herbolario las tomó entre las suyas. El dolor de ambos era sincero pero tenían formas diferentes de manifestarlo.

—Me gustaría continuar con nuestra conversación cuando tenga tiempo.

—Pasado mañana. Cierro la herboristería a las veinte en punto. La espero en la Plaza de las Hadas, del lado de la calle Los leñadores. ¿Sabe cómo llegar?

«No tengo idea pero para eso existe el GPS, si es que Google Maps ha llegado a estas tierras remotas», pensó.

—Allí estaré.

El hombre se quedó en silencio un minuto, como si eligiera con cuidado sus siguientes palabras. La tristeza se reflejó en su voz cuando volvió a hablar.

—Realmente deseo que usted se equivoque al creer que hay un lobo disfrazado de cordero en este pueblo.

—La experiencia me ha enseñado que nunca hubo corderos en este mundo —replicó con seguridad—. Solo lobos civilizados.

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