Capítulo 19

De pie tras la puerta cerrada de una nueva habitación del hospital, con los pulgares en los bolsillos de sus jeans, Leya estudiaba a Blaise.

El hombre permanecía sentado en una camilla mientras la enfermera curaba los cortes de sus brazos y rostro. Candelaria dormía en la camilla vecina, habían tenido que sedarla porque estaba sufriendo una crisis que perjudicaría su recuperación.

La enfermera terminó su trabajo, le murmuró unas indicaciones y salió en silencio.

Leya avanzó un paso hacia él. Sus dedos cosquilleaban por tocar la mejilla herida, por confirmar que realmente estaba a salvo. Nunca antes había sentido con tanta fuerza el deseo de proteger, hasta este día no había conocido el miedo a perder a alguien.

Luego de eternos segundos en los que ninguno dijo palabra, sus ojos se encontraron.

—¿Estás bien? —preguntaron al unísono.

Blaise le dedicó esa sonrisa desconcertante y atrapó con delicadeza las manos de la joven entre las suyas. ¿Cómo un gesto tan sencillo podía transmitirle tanta paz?, pensaba mientras él acariciaba sus nudillos magullados. 

—Deberías haberle permitido a la enfermera curarte. 

—Solo son unos arañazos superficiales, ya los lavé bien. 

Leya bajó la vista a sus propios dedos, a los pequeños cortes que se había hecho al usar el extintor o liberarse del ave en su cabello. 

Había sufrido peores accidentes en la capital. Durante una persecución, a veces el sospechoso se desesperaba y era capaz de usar objetos afilados o explosivos para atravesar en el camino de la detective. 

Abrió los ojos con sorpresa al sentir los labios de Blaise posarse en sus nudillos. El corazón le dio un vuelco en el pecho, cualquier pensamiento lógico se convirtió en una hoja en blanco.

—¿Cuándo fue la última vez que le permitiste a alguien cuidar de ti, Leya?

—Soy una mujer adulta que sabe usar armas, puedo cuidarme sola.

El herbolario soltó un suspiro con un ligero toque de humor. No dejó ir las manos de la joven.

—Te estás conteniendo para preguntarme lo que pasó, ¿verdad? 

—Candelaria está dormida profundamente, estaba esperando a que salieras del shock —admitió por lo bajo.

—¿Has hablado con Madeleine? 

—La encontré en la herboristería justo antes de venir.

—Entonces ya debes estar al tanto. Candelaria despertó la semana pasada. No habla, sus movimientos son muy lentos y duerme la mayor parte del día. Le pregunté si recordaba qué pasó esa noche pero ella solo negó con la cabeza y empezó a temblar. 

—Era una posibilidad que sus recuerdos se esa noche se hubieran reprimido por el trauma —se lamentó. 

Desde que inició su investigación, nunca había oído una palabra de los labios de la muchacha. Candelaria era como esos fantasmas que a pesar de nunca conocer de modo personal, deseaba proteger, buscarles justicia por el daño que algún monstruo les causó. 

Algunos detectives tomaban casos donde la víctima daba su propia versión. Ella siempre se había sentido atraída por aquellos misterios donde los protagonistas ya no podían hablar, y dependía de aquellos personajes secundarios reconstruir las piezas del rompecabezas.

—Supongo que en esta historia solo podrás escuchar las otras voces que rodean a Caperucita —la voz de Blaise parecía reflejar sus propios pensamientos.

—Y... ¿Cómo terminaron siendo atacados por aves salvajes en un hospital?

—No estoy seguro —Sus pulgares acariciaban de forma distraída las manos de Leya, aunque sus ojos estaban perdidos en la ventana cerrada de esta nueva habitación—. Violeta me avisó que vendría con los amigos más cercanos. Todos saben que a Cande no le agradan las flores cortadas y que aprecia más un detalle original que algún regalo comprado en un bazar. Por eso no me sorprendió su plan. ¿Sabes lo que es la aromaterapia?

—¿Otra terapia alternativa?

—La madre de Cande estaba muy interesada en las terapias complementarias, dejó una vasta biblioteca en La Enredadera. Violeta mencionó que anoche encontró a Eloy y Elías intentando leer un libro de Aromaterapia con velas caseras. De ahí se le ocurrió el regalo para su prima. Encontraron la mayoría de los ingredientes en el depósito de la hacienda, y entre sus amigos compraron algunos aceites extra. Pasaron toda la mañana derritiendo cera y combinando esencias. 

Leya apretó los labios. Algo retorcido había en una historia tan inofensiva.

—¿Un libro así no sería muy avanzado para niños tan pequeños?

—Mi teoría es que los textos instructivos están en la parte inferior de la biblioteca, al alcance de los pequeños. Aún no distinguen entre un libro de cuentos y un manual, su prioridad es que tenga imágenes.

—¿Los amigos de Cande y Violeta fueron los únicos que vinieron hoy?

—No, vimos a la familia entera, excepto… —Soltó un suspiro cansado, como si el dolor ajeno también le afectara— Francesca se preocupa por su sobrina, el problema es que no sabe cómo acercarse. Los niños dijeron que ella los trajo pero se quedó a esperarlos en la furgoneta. También aparecieron algunos vecinos cercanos. 

«¿Qué clase de persona conduce hasta el hospital para ver a su única sobrina, y se queda en el estacionamiento?», se abstuvo de decir.

—¿Qué clase de velas trajeron? 

—Romero, sándalo, lavanda, rosas... Mi olfato quedó saturado pero te aseguro que ninguna era de cazzaria pura. Las revisé una por una.

¿Su olfato saturado le impidió reconocer el olor cuando la vela estaba encendida?

—¿Alguien más, además de los adolescentes, trajo velas?

—No —Negó con la cabeza—. Siete velas. De Violeta, Fabrizio y cinco amigos íntimos. Los gemelos trajeron una planta en una maceta. Félix se disculpó por no incluirlos en la fabricación de velas, pero no quiso exponerlos a la cera caliente. 

—¿En qué momento las encendieron? ¿Fueron todas al mismo tiempo? 

—Claro que no. Fue poco antes de que terminara el horario de visita. Los gemelos insistieron en encender una cada uno. Al azar.

—Azar... —repitió—. Blaise, ¿realmente crees que fue al azar?

El hombre cerró los ojos con fuerza y respiró profundo. Entrelazó sus dedos a los de su compañera. Su mano lucía mucho más grande que las de la joven, un tono más oscura y mucho más cálida.

—Habrán pasado diez minutos desde que todos se fueron cuando el aroma empezó a flotar en la habitación —continuó, ignorando la pregunta—. El ventanal estaba entreabierto. Reconocí la cazzaria demasiado tarde. Cuando fui a apagar las velas, los pájaros se estrellaron contra el cristal. El desastre que siguió pudiste verlo.

—Usa a los gemelos como sus peones para encender la mecha, lo mismo pasó con el budín —musitó Leya, su corazón latiendo a gran velocidad amenazaba con escapar de su pecho—. Controla a los Redes y a los amigos cercanos como si fueran marionetas. Es muy probable que el... o la causante viva bajo el mismo techo que Candelaria.

—Shh. —Soltó las manos de la detective y puso un dedo contra sus labios, sus pupilas en la puerta—. Alguien viene.

En ese momento la puerta se abrió y una mujer de cabellos plateados recogidos en un moño alto irrumpió en la habitación. 

—¿Blaise? —Su mirada era perturbada, respiraba con dificultad—. Llegué tan rápido como vi tu mensaje. ¡¿Qué pasó?! ¿Candelaria...?

—... está bien —El herbolario saltó fuera de la camilla y le habló con seguridad a la anciana mientras sostenía sus arrugadas manos—. Estamos bien. Fue un accidente menor. Cande no tiene ni un solo rasguño, se lo aseguro.

—¿Qué le pasó a tu rostro? —Esos ojos preocupados recorrieron las heridas del hombre. El trato era tan cercano y natural como una abuela preocupada por su pequeño nieto—. ¿Y tus brazos?

—Es una larga historia. —Intercambió una mirada con la detective y extendió una mano hacia ella—. Señora Victoria, permítame presentarle a alguien muy especial para mí. 

La muchacha abrió la boca para saludar.

—Leya Hunter —dijo primero Victoria, con un rostro inexpresivo y una mirada difícil de descifrar—. Sé quién eres.

Rodeó a Blaise para quedar frente a frente con la joven. Aunque la anciana fuera una cabeza más baja, la detective se sintió pequeña bajo esos ojos de águila. Tensó los hombros. En un principio temió que le diera una bofetada por inmiscuirse en los asuntos de su familia.

—Señora Redes...

—Mañana. A las siete de la tarde. En mi casa. 

Leya enarcó ambas cejas.

—¿Disculpe?

—No me gusta repetir las cosas. Mañana a la madrugada llevaré a Candelaria a mi casa. Tendré tiempo libre a partir de las siete.

—Estaremos allí puntualmente —Blaise estuvo de acuerdo.

—No fue una invitación doble, mi niño —La anciana apoyó la palma arrugada en la mejilla sana del muchacho. Este apretó la mandíbula como si presintiera lo que diría después—. Quiero hablar con la detective Hunter a solas. 

—Pero, señora Victoria...

—Ya te has tomado varios días libres. Vuelve al trabajo a partir de mañana, muchacho. —Se alejó de ambos para poder acercarse a una durmiente Candelaria—. Ahora pueden irse, quisiera estar a solas con mi nieta. 

—Señora Redes...

—Está oscureciendo —soltó Blaise a través de los dientes apretados—, llevaré a Leya casa.

La detective intentó hablar con Victoria Redes, tenía varias preguntas que necesitaban respuestas pronto, pero Blaise se apresuró a capturar una de sus manos y entrelazar sus dedos para llevarla hacia afuera.

Cuando estaban por cerrar la puerta, escucharon la voz de Victoria.

—No puedes protegernos a ambas, mi niño. Ya has hecho demasiado por mi Candelaria. Hablar en privado con la detective es algo que debí haber hecho hace tres semanas.

Con los labios en una línea reservada, Blaise asintió a modo de saludo y cerró la puerta. 

La muchacha estudió el perfil serio del hombre que caminaba sin liberar su mano.

—La salida queda hacia el otro lado —indicó ella.

—No vamos afuera —corrigió con una sonrisa gélida, algo se estaba rompiendo y podía ver las grietas en sus facciones—. Vamos a la nueva escena del crimen antes de que llegue control animal, señorita Hunter. Espero que hayas traído tu cámara. Depende de ti descubrir primero al causante porque, si lo encuentro antes, me convertiré en la clase de monstruo que estás buscando.

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