Capítulo 18

Las botas de Leya resonaban con fuerza sobre el suelo del microhospital. Ignoró a la recepcionista que le hizo una pregunta, zigzagueó entre los escasos salones y pudo ver la última puerta al final del corredor.

Justo en ese momento comenzó el estruendo. Una maldición masculina y un llanto femenino, y luego golpes. Cristal que caía al suelo, objetos impactando contra las paredes... y un chillido que no era humano.

—¡Blaise! —gritó Leya del otro lado. Intentó abrir la puerta pero el picaporte no giraba, atascado en esa misma posición.

Los chillidos continuaban. Algo se estrelló del otro lado de la puerta y se deslizó por la madera hasta el suelo.

Algo se quebró. Algo vivo.

—¡Leya! —gritó el herbolario del otro lado entre un juramento de dolor.

—¡Blaise! ¡¿Qué está pasando?!

—Trae... ¡el extintor!

 La detective dejó de forcejear con el picaporte. Al hacer una suave inhalación, pudo sentirlo. Humo. Y ese repugnante olor acaramelado.

Dio un giro de 360 grados, en busca de algún extintor. Lo encontró a mitad del corredor. Era pesado, lo que ralentizó su regreso. 

Los chillidos inhumanos continuaban, el olor quemado se había hecho más intenso. 

Dejó el pesado objeto en el suelo y retrocedió un paso. Su mano se apoyó en la culata del revólver, oculto tras el dobladillo de su camiseta. Pensó en disparar pero un tiro en el hospital provocaría un verdadero caos. Y no podía arriesgarse a herir a los que estaban dentro del dormitorio.

Tomó una profunda respiración y levantó una pierna. Enfocó la vista en el picaporte y pateó. Una, dos, tres veces hasta que cedió. El metal se hundió sobre la madera. La puerta quedó floja. 

Entonces consiguió abrirla. Levantó el extintor pero lo que vio la dejó helada.

Lo primero que atrajo a sus ojos fue la muchacha en la cama. Cubría sus oídos con ambas manos, su boca abierta en un grito de horror silencioso, los ojos profundos como un bosque en la noche derraban un manantial de lágrimas que se deslizaban por su rostro hasta la almohada.

En un estante a los pies de la cama yacía una maceta con flores azules aplastadas. En llamas. En el suelo podían verse restos de comida y cuerpos quebrados de pájaros que las botas de Blaise aplastaban conforme se lanzaba de un lado a otro alrededor de la camilla. En sus manos aferraba lo que había sido la bandeja de comida para pacientes, cubierta de plumas y sangre fresca. La movía como un bate, estrellándola contra las decenas de aves que entraban en una furiosa bandada por el gran ventanal roto.

—¡No es momento de paralizarse, detective! —le gritó, volviendo la vista a ella por un segundo, lo que provocó que un pájaro le cortara la mejilla. Siseó de dolor y lo golpeó con tanta fuerza que lo envío hacia el ventanal—. ¡Apaga esas condenadas velas!

«¿Velas? ¿Qué velas?», pensó ella mientras le arrancaba el precinto de seguridad al extintor. Entonces las vio. Alrededor de las flores encendidas.

Saltó hacia el estante donde estaban y las pulverizó. La habitación entera se llenó de una niebla blanquecina. Entre la ceguera de esa luz, pudo ver a Blaise luchando contra esas aves. 

—¡Abajo!

Si pensarlo, ella se agachó. Escuchó crujir algo justo donde había estado su cabeza.

—¿¡De dónde salen tantos pájaros!? —masculló el hombre entre un golpe y otro.

Leya apuntó hacia el ventanal, disparando con el extintor a los nuevos intrusos que se desesperaban por entrar a través de esos barrotes por los que un ser humano nunca cabría.

—Yo te cubro. ¡Hay que sacar a Candelaria de esta habitación! —le gritó, sin dejar de usar el extintor contra esos malditos animales.

—Ten cuidado.

Ella escuchó la bandeja de plástico repiquetear en el suelo y consiguió ver la silueta del hombre levantando a la muchacha temblorosa en sus brazos. 

Una vez que ellos estaban afuera, Leya lanzó el extintor contra la camilla y corrió a su encuentro. Chilló al sentir que unas garras aferraban su cabello pero consiguió zafarse y salir. Cerró con fuerza lo que quedaba de la puerta. Del otro lado podía escuchar varios picotazos y gorjeos. 

—¡¿Qué es lo que está pasando?! —preguntó la recepcionista que había llegado corriendo.

La doctora Viviane y su enfermera venían detrás. No había guardias de seguridad aquí, no creían necesitarlo en un pueblo de corderos sin lobos.

Leya no pudo responder. Apoyó la espalda contra la pared a la izquierda de la puerta, entre jadeos para recuperar el aliento. 

Del otro lado del pasillo, Blaise la contemplaba inmóvil, sus ojos muy abiertos con las pupilas dilatadas. Tenía cortes en su pómulo derecho y en ambos brazos. Candelaria temblaba, había enterrado el rostro en el pecho del hombre, sus músculos demasiado débiles para abrazarlo.

—Tu lobo… controla a las criaturas de este bosque como si no fueran más que títeres —moduló el herbolario cuando consiguió despertar de su aturdimiento.

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