Capítulo 13

La camioneta ronroneaba con suavidad felina mientras transitaba esas calles de tierra bordeadas por inmensos árboles. A medida que se alejaba de la zona comercial del pueblo, las casas estaban cada vez más separadas unas de otras, con extensos jardines o caminos a la entrada que una visita debería atravesar a pie para tocar la puerta.

—Tu espíritu ha empezado a aceptar a Bosques Silvestres, tienes una energía más cálida a tu alrededor —comentó Blaise mientras conducía.

—¿Qué significa eso?

—Escuché que te unirse al almuerzo con la policía, ¿fue divertido? 

—¿Has instalado algún micrófono o rastreador en mi ropa? —preguntó la detective con suspicacia, sin dejar de contemplar el paisaje por la ventanilla abierta.

—No lo pondría en tu ropa —respondió con la naturalidad de quien hablaba del clima—, en todo caso iría en tu billetera, grabadora o celular, ya que siempre los llevas contigo. 

Ella contuvo una sonrisa. Alejó su mirada del exterior y contempló el perfil relajado del hombre. Rostro fuerte de sonrisa gentil, ojos que parecían leer a las personas como si fuesen páginas sueltas y manos firmes capaces de reconfortar como el más intenso de los abrazos. A medida que conocía a su inesperado compañero de investigación, más complejo se volvía.

—¿Ese mismo pajarito que te habla de mí te ha contado alguna novedad de los Redes Hidalgo?

—No es un pajarito, es una cotorra que está sufriendo una sobrecarga de hormonas y quiere jugar a ser detective —Esbozó una media sonrisa—. Madeleine escuchó que el ambiente familiar está tenso desde el ataque a Cande y cada uno lo manifiesta a su modo, así que esta reunión no será una fiesta de cumpleaños. Parece que Francesca ha estado actuando… raro. 

—¿Qué tipo de rareza? 

—Desde que la conozco, ha tenido tendencia a reprimir sus emociones. Pero cuando estas desbordan… la mente empieza a fragmentarse. —Se detuvo a la entrada de la hacienda, su rostro se volvió hacia Leya—. Empiezan a notarse las fisuras. 

Las rejas se abrieron y Blaise llevó la camioneta hasta la sección de estacionamiento. 

Cargó una mochila a su hombro y apoyó una mano en la parte baja de la espalda de la joven. Ella lo miró por el rabillo del ojo, pero no dijo una palabra ni opuso resistencia al contacto. Siguieron el camino de tierra que había recorrido días atrás, saludando a los empleados que entrenaban caballos en el picadero o limpiaban los establos.

Al fondo del terreno se elevaba un chalet antiguo de dos pisos cuyas ventanas tenían la textura de hojas de álamos. En la galería de madera habían instalado una mesa redonda y sillones acolchados, con su base metálica que permitía mecerse. 

Cerca descansaba un columpio tan largo que podría acomodar a un niño acostado, con almohadones finamente bordados sobre el asiento. Mientras se columpiaban con suavidad, dos niños pequeños tenían sus narices metidas en el mismo libro. Se podía ver la manito izquierda de uno y la derecha del otro sujetando cada tapa, lo que daba la impresión de tratarse de un mismo ser con cuatro piernas y dos cabezas.

Uno de ellos levantó la vista. Su boquita se abrió en una sonrisa. Soltó el libro, que cayó sobre el regazo de su sorprendido hermano, y se puso de pie sobre los delicados almohadones. Les dio la espalda para gritar en dirección a la puerta.

—¡Papá! ¡Mamá! ¡Ya llegó el tío Blaise y su novia! —Regresó su atención al herbolario y bajó la voz—. ¿Me trajiste algo rico? 

Blaise metió la mano en el bolsillo lateral de su mochila y sacó una bolsita de caramelos. 

—Shh. —Se llevó un dedo a los labios en una advertencia antes de lanzarle el paquete al niño—. La mitad para Elías.

—¡Gracias! —susurraron los dos emocionados.

Blaise se volvió hacia los ojos curiosos de la detective. Sacó dos caramelos sueltos de su bolsillo y se los ofreció.

—¿Quieres?

—¿Es otro de tus juegos mentales?

—No, solo son caramelos de arándanos, excelentes para la memoria, la vista, el corazón y los riñones.

Leya lo observó con curiosidad. Comenzaba a notar que siempre le ofrecía algún alimento o bebida, como si esa fuera su forma de medir qué tan receptiva era su interlocutora. Y cada vez que ella lo rechazaba, sacaba a relucir sus argumentos. Nunca necesitaba la fuerza ni la intimidación, conseguía sus objetivos con paciencia y una retórica inusual para un muchacho de pueblo.

—Te lo agradezco. —Sin romper el contacto visual apoyó sus dedos sobre la palma masculina.

—¡Mamá! ¡Papá! —volvió a gritar el primer niño una vez ocultado su botín—. ¡El tío Blaise los está esperando!

—Eloy, ya te oímos, deja de gritar como un salvaje —reprochó una voz femenina. 

Por la puerta salió una mujer de mediana edad, de cabellos varios tonos más oscuros que los rizos cobrizos de Candelaria, labios pálidos y ligeras sombras bajo sus ojos que había fallado en ocultar con maquillaje.

La sonrisa que les dedicó mantenía los labios unidos.

—Buenas tardes, Blaise. ¿Quién es tu acompañante?

—Es un placer, soy Leya Hunter —Dio un paso al frente y extendió su mano—. Nos hemos visto un par de veces pero nunca nos han presentado formalmente.

Leya supo el momento exacto en el que la mujer la reconoció. Sus pupilas se dilataron por un instante y cierta tensión apareció en las comisuras de su boca. Con reticencia, estrechó la mano que le ofrecían.

—Siéntense —Por la rigidez de su voz se sintió más como una orden que una invitación—. Mi esposo traerá el agua y algo para comer en un momento.

—Se lo agradezco.

El silencio que los envolvió era incómodo. Hasta los pequeños del columpio lo notaron, sus ojillos miraban la escena por encima del libro. Blaise sacó un tupper de su mochila y lo dejó sobre la mesa. Al abrirlo, su interior reveló una docena de frascos pequeños bien organizados cual pintor que trasportaba su equipo de arte.

—Félix me dijo que el tilo no te está haciendo efecto, así que traje un sedante más fuerte. —Eligió uno de los frascos y lo deslizó por la mesa hasta el sitio donde estaba Francesca—. La melisa podría ayudarte con tus dolores de cabeza e insomnio. Esta mezcla incluye jengibre y cúrcuma, puedes beberla en una infusión por las noches.

—Eres muy atento, Blaise —Colocó sus huesudos dedos sobre el frasco y los regresó al lugar del herbolario—, pero no es necesario.

—No te preocupes, no es un regalo —Con esa implacable sonrisa de cortesía, volvió a dejar el frasco ante la mujer—. Se lo cobraré a tu familia la próxima vez que los vea por la tienda.

—De acuerdo. El sábado te enviaré el dinero con Candela... —su voz se apagó, sus ojos abiertos con aturdimiento como si acabara de dejar escapar un insulto.

La puerta se abrió de repente. 

—Blaise, bienvenido. Señorita Leya, es una sorpresa volver a verte.

Félix cargaba en una mano, con el pulso de un cirujano, una pesada bandeja de mermeladas, tostadas, una tetera y varias tazas de porcelana.

—¿Cómo va el trabajo? —preguntó Blaise para seguir la conversación.

—Esta semana nacieron dos potrillos y los niños ya quieren ponerles nombre. Es difícil negarse…

—No puedes ser tan permisivo —reprochó Francesca cuando consiguió reponerse a su desliz—. Si son vendidos, los clientes querrán bautizarlos por sí mismos y el animal rechazará el nuevo nombre.

—Por eso les dije que esperaran —respondió con una sonrisa cálida. Depositó un beso en la mejilla de su esposa y les repartió una taza y una lágrima de metal con agujeros a cada uno—. Iba a traer saquitos de té comunes pero no cometeré el mismo error dos veces cuando se trata de Blaise. ¿Con qué experimento vas a sorprendernos?

—Ninguno de mis conejillos de indias humanos se ha quejado.

El herbolario se volvió para enseñarle a Leya a abrir ese saquito de metal e introducirle las hierbas. Luego lo dejó caer en la taza y la llenó de agua de la tetera. Repitió el ritual con cada taza, nunca la misma combinación, mientras dirigía la conversación con el señor Hidalgo.

La reunión siguió su curso con ambos hombres luchando para evitar que volvieran a caer en el incómodo abismo conocido como conversación sobre el clima. La detective notó que los hombros de Francesca estaban rígidos. Cada tanto dejaba la taza en su platillo, miraba a Leya y tomaba aire como si estuviera a punto de preguntarle algo… pero se arrepentía a último momento y volvía a guardar silencio.

Este barco no estaba llegando a ningún puerto.

—¿Cómo sigue Candelaria? —decidió preguntarle a Francesca, lo que atrajo la atención de los tres sobre ella.

La mujer estudió el líquido de su taza un minuto antes de responder.

—No lo sé. No he ido al hospital.

—¿Nunca? ¿Puedo preguntar por qué?

—Solo se permiten visitas una hora al día, y para eso están mi madre y la enfermera que contrató —Los dedos que sujetaban la taza se volvieron blancos. Estaba a la defensiva—. No tendría sentido que yo fuera a perder el tiempo en la sala de espera.

—Pero... ¿no está al tanto de cuál es su estado?

—¿De qué serviría preguntar todos los días cuando la respuesta es la misma? —Su tono intentaba ser indiferente pero un ligero temblor la delataba—. Nada quebrado, solo heridas externas. Pero ella sigue en coma y no saben si... cuándo... despertará.

—Ella estará bien, Francesca. Su cuerpo está sanando y su espíritu está buscando el camino de regreso. —El herbolario intentó apoyar su mano en el antebrazo de la mujer pero esta se apartó como el animal herido que rechazaba consuelo y apoyó la espalda en el respaldo del asiento.

—No has cambiado nada, Blaise —afirmó negando con la cabeza—. Por más que te esfuerces en proteger a alguien, en mantenerlo cerca de tu radar sin invadir su espacio, nunca es suficiente. ¿Alguien quiere más tostadas? Iré a buscarlas.

Dejó su taza sobre el platillo con un golpe seco y se levantó para huir a la cocina. Los otros tres soltaron un suspiro disimulado, como si la presión del aire hubiera disminuido.

—Disculpen un momento. Esto es difícil para ella, sepan comprender. —Félix se levantó más despacio y fue tras su esposa.

—Hay un elefante blanco en la habitación —señaló Leya, mientras tomaba una de las tostadas que nadie más había tocado. 

La situación era dolorosamente familiar, había vivido toda su infancia en la compañía de dos seres que preferían callar sus sentimientos a enfrentarse a la dolorosa verdad del fracaso matrimonial.

—¿Un elefante? —preguntó la vocecita de Eloy que tenía el libro en su regazo y una taza de plástico con sorbete en sus manitos—. ¿Dónde?

—Es una forma de decir que hay un problema grave y obvio del que nadie quiere hablar —explicó Blaise con la misma seriedad con la que le hablaría a un adulto, algo que los niños supieron apreciar—. Es como si hubiera un elefante grande a tu lado que todos pueden ver pero lo ignoran.

—Ooh —respondió asombrado, aunque era evidente que no había comprendido la metáfora.

—Mamá no quiere hablar de Cande —musitó Elías, cuyos ojillos miraban hacia la puerta con temor a ser descubierto revelando esa información—. Se le caen las cosas y se va a llorar a su pieza. 

—¡También cerró con llave la pieza de Cande y no deja entrar a nadie! —agregó su hermano con los ojos muy abiertos.

—Cuando Candelaria se fue a la fiesta esa noche —aprovechó Leya la oportunidad—, ¿sus padres estaban en casa?

Blaise apoyó su mano en el brazo de la detective y le dirigió una mirada que fue suficiente advertencia. No le gustaba que interrogara a unos niños. Ella le cubrió la mano con la suya en respuesta. No iba a desistir.

—Papá se quedó todo el día en la casa con nosotros —La excelente memoria y el poco filtro verbal de Eloy era una ventaja—. Nos dejó comer la última porción de budín, ¡pero no le digan a mamá! Después nos llevó a bañar y nos leyó un cuento. 

—¿Y tu mamá?

—Mamá siempre trabaja mucho —se lamentó Elías con un mohín en su boquita.

—Es la última que se va a dormir —estuvo de acuerdo su hermano, con un asentimiento efusivo—. Siempre va a ver que los caballos estén bien guardados y apaga las luces.

—¿Quién es el que cocina todos los días?

—Cande —respondieron los dos a la vez.

—Ahora papá —corrigió Elías. 

—Porque la cocina de mamá es veneno —explicó Eloy sacando la lengua como si le diera asco de solo recordarla—. Es fea y no tiene sal. Me gusta con picante pero mamá no puede tocar los condimentos. Le hace mal.

Leya se llevó un dedo a la mejilla, pensativa. ¿Francesca podría haber preparado esa receta con cazzaria, a pesar de su hipersensibilidad olfativa?

—¿Dónde está Violeta? —intervino Blaise.

—En su pieza. Dijo que tiene que estudiar —murmuró Elías. 

—¡Es mentira! —la delató Eloy—. Se escapó por la ventana y se fue al bosque. Ayer hizo eso y volvió llorando.

—Shh. ¡Nos dijo que era un secreto, Eloy! Eres un traidor —se molestó su hermanito.

—Nos dijo que no le digamos a mamá y papá —El pequeño Eloy se cruzó de brazos, ofendido por la acusación—. No dijo nada del tío Blaise.

—¿De qué están hablando ustedes dos? —los sobresaltó Francesca, quien acababa de aparecer en la puerta. Sus ojos ligeramente hinchados se clavaron en los niños—. Y, ¿qué es lo que tienen en las manos? ¿Ese es...? ¡Les prohibí tocar las cosas de Candelaria!

Les arrebató el libro, sus labios en una mueca severa. Los niños bajaron la cabeza avergonzados y se abrazaron el uno al otro.  La detective se preguntó si era un libro inapropiado para menores, pero un vistazo a la portada fue suficiente para descubrir que solo contenía recetas de cocina.

—Fran, no te enojes con ellos —Félix llegó por detrás y apoyó las manos en los hombros de su esposa—. Yo mismo les dije que jugaran con los libros, ya que están aprendiendo a leer.

—¡Pero no este libro! —replicó la mujer con voz trémula, su espalda rígida—. Hay una biblioteca gigante en el salón, elijan cualquier cuento infantil.

—¿Por qué es tan importante? —preguntó Leya con cautela.

Francesca se mordió los labios. Pudo verse el ligero movimiento de su garganta al tragar saliva.

—Fue... Yo... Detesto los libros de recetas. Candelaria se pone a cocinarlas, la casa se llena de tantos olores y mi cabeza amenaza con explotar del dolor —confesó con los ojos vidriosos, pero la barbilla levantada en orgullo—. Pero cuando encontramos esto en la librería hace unas semanas pensé que le gustaría. Ella estaba tan feliz... Debería haberle hecho más regalos, pero no la conozco. No sé qué más le gusta. Nunca nos dimos la oportunidad de conocernos y ahora ella...

—Fran, no fue tu culpa —la consoló Félix—. Los accidentes pasan todo el tiempo, ella despertará y volverá a casa.

—Si hubiera sido menos permisiva... —Abrazó con fuerza ese libro contra su pecho mientras le respondía a su esposo. Los demás presentes parecían haber desaparecido, desde el principio no habían sido más que intrusos que llegaron a poner el dedo en la llaga—. Ni siquiera la llamé para saber si había llegado a la fiesta. No quería que pensara que la estoy controlando.

La detective se acercó a Blaise y le habló al oído.

—¿Puedes conseguir ese recetario? 

El herbolario giró el rostro tan de repente que sus labios se rozaron. Ella contuvo la respiración, requirió de toda su fuerza de voluntad no retroceder de un salto.

—¿Para qué? —susurró al mismo volumen.

—Solo por un día. —Sus pupilas subieron para encontrar las suyas—. Por favor.

Él hizo asentimiento sutil. Entonces se levantó y avanzó hacia la pareja, su voz volvía a tener ese tono persuasivo legado de años como comerciante.

—Francesca, ¿podrías prestarme ese libro?

Las cuatro cabezas giraron hacia el nuevo foco de interés, el herbolario. Francesca alejó el libro de su pecho y estudió la tapa como si poseyera los secretos del universo.

—¿Por qué?

—Cande me habló mucho de él. Lo adora porque es un regalo tuyo —mintió con una naturalidad que dejó perpleja a la detective—. Quisiera aprender algunas de sus recetas para cuando ella despierte.

—¿De verdad? —La mujer dudó—. Nunca… lo habría imaginado.

—Solo déjamelo unos días. Te prometo que lo cuidaré.

Francesca soltó un largo suspiro, el peso del dolor que debía estar consumiéndola le impedían mantener firme su rostro, por lo que las líneas de amargura que rodeaban sus labios se hicieron más visibles.

—Siempre has cuidado a Candelaria... incluso mejor que yo. —Le extendió el libro como quien confiaba su tesoro a un nuevo guardián. Entonces tomó un profundo aliento—. Podemos dar esta reunión por terminada. Necesito volver al trabajo. Vuelvan cuando quieran.

La forma gélida en que dejó caer esa última frase sonó como una invitación a nunca más regresar. Entonces salió en dirección a los establos.

—Sepan disculparnos.

—Está bien, Félix, gracias por invitarnos. Asegúrate de que Francesca beba el té que le preparé. Saben dónde encontrarme siempre que lo necesiten.

—Yo puedo estar para Fran —Apoyó una mano en el hombro del herbolario, su rostro serio—. Lo único que te pido es que ayudes a Victoria. No ha salido del hospital en estos días y no escucha nuestros consejos de cuidar su propia salud.

—No la dejaré sola —prometió con serenidad.

—Los últimos días ha estado actuando… de un modo inesperado. Los niños querían ir a ver a Candelaria, pero Victoria ni siquiera nos permitió entrar a la habitación.

—Hablaré con ella esta tarde. 

Leya no conseguía imaginar la tortura que debía ser ver al último descendiente de su primera hija en cama, sin saber si algún día despertaría. 

¿Cuántos corazones se marchitarían si el de Candelaria dejaba de latir?

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