Capítulo XXI
Autor: Tunanterrante.
Con sincera perplejidad se queda mirando la espiga.
Pasan los segundos y ninguno se mueve. Dentro de la sala comienzan a caer heladas gotas perladas que brindan contra el suelo encharcado.
Las velas vibran, la torre no es ajena a las emociones, y danzan agua y fuego para envolver al Salón de las Despedidas con el atuendo que merece.
Cuando alzan las miradas de la espiga, los ojos reflejan el ballet de lluvia y llama, raptando el color de sus ojos, ocultando sus diferencias, para volverlos de un acuoso tono ámbar, pupilas de oro líquido al reflejar las galas de la sala.
El autor eleva la espia hasta su frente, como el caballero que se consagra y reza a su dios antes de la batalla mientras susurra a su espada hipócritas palabras.
— Guárdate tus halagos para tí misma. Los vas a necesitar. La vida de los Arquitectos de Mundos es dura, complicada, a veces solitaria. Nos vemos solos ante mundos vastos e inexplorados, sin más ayuda que la que nos sepamos dar. Necesitarás esas palabras para dirigirlas a tí misma en tiempos difíciles. — Baja la espiga —. Te las has ganado.
La sala arde a su alrededor, us paredes muestran el interior y el exterior al mismo tiempo. El fuego calienta el agua, que comienza a formar una agradable niebla. Los cuerpos de los moradores de la torre siguen empapados y fríos, están exentos de rendir homenaje a los elementos.
El autor coge la mano derecha de la Extranjera y alza la palma, coloca en ella de vuelta la espiga y le cierra los dedos sobre ella.
— Te equivocas en algo, ago elemental, fundamental. Lo único que debieras haber aprendido.
El fuego arde en sus ojos, dibuja sombras que bailan con las rías de tinta que marcan ambos cuerpos. Cuando sonríe, la tinta hace que parezca una sonrisa honesta, no obstante, las sombras hacen que parezca altanera.
— Aquí no quedan un lector y un escritor — abre los brazos mientras la sala comienza a desmenuzarse entre la niebla. La lluvia arrecia, suenan truenos y en algún lugar bosteza una tormenta que está por terminar de despertarse. El autor da un paso firme y salpica algo de agua—. Ahora hay dos escritores.
La Silbadora baja la irada a la espiga, que se retuerce con vida. Cuando alza el rostro nota que el autor le mira fijamente, maquinando algo.
Ella abre los labios para permitir escapar un susurro acertado, pero no tiene tiempo de hablar. Él la agarra por la muñeca y tira de ella.
— Ven conmigo.
Le arrastra tras de sí mientras la sala sucumbe entre rayos, truenos, nieblas y velas agitadas. Tira del cuerpo de ella mientras los pies chapotean en el suelo casi seco, levantando ecos entre estruendos, le arrastra como el explorador entusiasta que ha hallado el Dorado, o como el padre que lleva a su hijo travieso de camino a la esquina de los castigos.
Alza la mano derecha y a su paso abre de par en par la pared d la sala, y ambos salen abruptamente a un enorme balcón delimitado por una balaustrada de troncos ancianos, cincelado en la cima misma de la torre.
Ante ellos, en la profundidad de las realidades, se muestra el mundo más allá del Bastión.
Hay mares agitados, y calmos, hay cielos azules, nubes negras, picos nevados, selvas, bosques, prados, castillos, almenas y arcos, ciudades y pueblos, huertos secretos y posadas escoradas hacia el olvido. En el horizonte lejano, y en el próximo, confluyen los colores del atardecer, de la noche profunda, del sueño eterno. Vuelan los aromas de la vida y del sueño. Las luces del sol y las estrellas viven juntas sin competir por el trono del cielo. Miles de escenas se dibujan como proyecciones en un cine sin pantalla, algunas reflejadas en una gota de rocío, otras ocupando una gran extensión en el cielo, o conviviendo con el campo de girasoles dormidos. Todo el imaginario del autor vive allí, bebe de las tintas, hace el amor con la torre y la torre le devuelve los mimos y caricias. También luchan, forcejean. Recuerdos pasados, futuros, creados y aderezados con injustas o justas palabras elevan los mares con narraciones entre la espuma.
Deja escapar la muñeca de la escritora. Y ésta ve cómo sus propios mundos, imaginaciones, recuerdos y espectros empiezan a poblar la extensión ante ellos.
La balaustrada de árboles comienza a transformarse hasta formar un arco que florece.
Una plataforma se asoma bajo el arco y le invita a cruzar.
La extranjera deja de serlo, y en su mano ve que la espiga se ha transformado en una estilográfica adornada con raíces y espinas.
Le mira sin saber qué decir. Sabe que una vez cruce ese umbral todo cambiará.
El autor aguarda en silencio, le deja tomarse su tiempo. En alguna parte desde aquellas alturas escuchan los truenos que han dejado en las entrañas profundas de la torre.
El autor se adelanta hasta el arco, se apoya en las ramas y saca de su capa, que cuelga junto al sombrero de la balaustrada (aparejos listos para marchar), una pipa de madera tallada con secretas palabras. La enciende con una de las plumas de su sombrero -¿fénix?- y da una breve calada. Con cada chupada la tinta se desprende del aire y accede a su boca susurrante. Parece que ríe. Pasan unos minutos en silencio. Largos, mudos. Ella observa el vacío pleno, rebosante. Cuando entiende que ella está lista, guarda el objeto con calma de nuevo, se incorpora, y la mira con media sonrisa: es la hora.
Ella pasa a su lado, observa su mano herida y sonríe levemente. Las miradas se clavan en el suelo, y de nuevo en el horizonte.
Los truenos marcan su redoble.
Cuando da un paso más, ambos llevan las ropas con las que se vieron, o más bien adivinaron, en la sala oscura del pozo.
Finalmente cruza bajo el arco, sin mirar atrás. Toma aire hasta henchir su pecho. Mira sobre su hombro y ve que el autor sigue allí, esperando su marcha.
Da un paso más por la plataforma. El vértigo parece arrastrarla hasta los bordes. Guarda un chillido interior con una valentía inusitada. No puede desvirtuar su partida.
Se gira con cautela, con cuidado de no pisar fuera del camino.
Quiere decir unas últimas palabras, pero no sabe cuales.
El autor calla. Descolgando su capa y su sombrero.
— Supongo que es el final — susurra ella. El viento le balancea en la estrecha plataforma.
— Lo será cuando pongas el punto final. Salta sin miedo, y cuando estés en casa, graba esas tres letras finales tras el último párrafo. Solo entonces esta obra inconclusa acabará. Se esfumará de aquí. Pero ya habrá pasado a la posteridad.
Ella asiente. Aprieta sus puños. Él se ajusta su sombrero.
— ¿Tú desaparecerás también?
Se ajusta la capa y queda plantado bajo el arco.
— Eso depende de si ahora soy escritor o personaje.
El viento aúlla, o quizá es su silbido, que ahora forma parte de aquella nueva naturaleza que habita allí; en ella, en su tinta, en su Bastión.
La Autora se gira, y camina hacia el borde de la plataforma. Ya no hay vértigo, hay determinación, y también felicidad, y tristeza, y euforia, y dudas, y respuestas, y todos esos sentimientos encontrados que se encuentran en las buenas historias.
Llega al borde y su cabello vuela agitado. Se gira para decir adiós, y esta vez da la espada al vacío para hacerlo como se merece.
Al sonreír se marcan los hoyuelos y los dientes parecen más blancos ahora que ya no amenazan.
— Adiós — dice a viva voz.
El autor se inclina y retira el sombrero para hacer una ligera reverencia que en cierto modo parece reírse de su solemnidad.
Satisfecha, toma aire, graba en su mente aquella última imagen y se gira frente a su destino.
Avanza un pie más allá del borde, el aire parece recibirle con ansias.
— ¡Espera! — oye detrás.
A punto de perder el equilibrio se gira, y ve al autor a dos pasos de ella, el sombrero huye, vuela con el viento.
Recupera el equilibrio y se aparta el pelo de la cara, entonces él le coge por los hombros y la ayuda a erguirse. La planta firme cara a cara.
— Hay algo que siempre he querido hacer -con el revoloteo de la capa, cabellos, nubes y destino no logra ver sus facciones para calibrar aquellas palabras.
Sus manos sujetan con fuerza ambos hombros, entonces ella nota su cabeza justo al lado de su mejilla, puede oler la tinta y los girasoles, puede percibir una risa delatora que le hiela la sangre y le hierve la tinta.
Le habla junto al oído, aunque no sería necesario elevar la voz más allá del pensamiento. Pues ella ya sabe qué viene ahora:
— Deja volar tu imaginación.
Y ambas manos liberan el agarre y la empujan al vacío.
Ella cae, de espaldas, viéndole quedarse allá arriba, mirando cómo cae mientras el sombrero vuela de vuelta hasta él, se lo pone, y se despide con un ligero toque en su ala emplumada.
— No te olvides de escribir el final — le susurra.
Y ella cae. Cae. Vuela dando vueltas y más vueltas hacia el mundo al otro lado del Bastión. Ya solo le quedaba poner el último punto, grabar las tres letras que sentenciarían la vida de aquella historia y la mandaría al mundo de los relatos ya escritos. Acabados, inertes hasta ser leídos. Olvidados en el tiempo.
La vida de los Creadores es dura, solitaria, pues su oficio es dar a luz mundos soñados y perfectos a los que han de ver caer. En esa dura prueba yace su razón de ser.
— Adelante, haz los honores.
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