Capítulo XVII

Autor: Tunanterrante.


Queda de pie en mitad del campo de girasoles. El cielo es del mismo azul puro que recordaba, la hierba del mismo verde. Ni una sola piedra parece fuera de lugar.

Pero sí que hay algo fuera de lugar, o quizá precisamente en su lugar.

A unos cuantos metros, o quizá kilómetros, pues el tamaño de la cosa es incierto, se eleva una estructura colosal, una inmensa torre que corona el bosque de girasoles. La masa se alza imperante, rasgando los cielos y riéndose de la paz del paisaje.

Su base parece surgida de la tierra seca, raíces y ramas forman su coraza, como si vestida de olivo, higuera y chopo la mole fingiese pertenecer al mundo natural.

Más arriba, entre las ramas que dejan volar sus vilanos imitando una nieve onírica, se entrevé piedra negra y adobe rojizo, balcones, almenas y murallas enroscadas.

Más arriba, los muros brillan, engalanados, encalados como esos pueblos abandonados que sirven de faro en los desiertos andaluces.

Y por encima de la blancura, balcones y más balcones, algunos con plantas que cuelgan, otros con plantas que trepan, animales que revolotean, ruidos extraños que surgen de ventanas y tragaluces.

Es el Bastión de Tintas. Ella quisiera imaginarse su interior como una biblioteca laberíntica, plantas y plantas repletas de anaqueles, escritorios, ventanales y balcones, sillones que han leído el porvenir del mundo, mesas que han soportado tazas de donde se han bebido ideas arrancadas del éter mismo.

Pero algo le dice que lo que encontrará dentro serán sombras, tormentas de tinta, personajes suspendidos en el aire a la espera de ser resucitados en algún renglón perdido.

Sabe que puede encontrar allí un ornitoonirico, pero también cosas sin nombre, ideas que rondaron su mente pero no llegó a transcribir, sus miedos materializados, sus pesadillas corpóreas. Podría encontrarse a sí misma. Y por supuesto, le encontraría a él.

Un rayo, oportuno, agorero, cruzó el cielo, aunque de abajo hacia arriba.

Se mofaba, ¿cómo lo supo? Porque algo más había cambiado.

Había regresado a la obra inconclusa, pero ya no tenía que encontrar la trama, ni a los personajes, ni presenciar el duelo. Tampoco tenía ya que encontrar a la dichosa criatura soñada.

Le había jugado una mala broma, le había declarado sus intenciones:

Su miró a sí misma, sus ropas habían cambiado.

Ahora estaba descalza, arrastraba una falda hecha con la piel de lo que pensaba que debía ser el ornitoonirico, su torso lo cubría una cota de malla hecha con raíces de rosal. Sobre su cabeza, subrayando la sombra que ennegrecía sus ojos, había un sombrero de plumas.

Se reía de ella, la retaba.

La obra quedaba menos inconclusa. El personaje era ella, ¿el duelo? Ya no había duelo, sino una cacería. Él, el autor, continuaba obcecado en cazar a los personajes y dar un final a la obra. La única diferencia era, al parecer, que ya había encontrado un personaje digno de sus páginas.

Ella pensaba que había sido una lucha de igual a igual, un intercambio digno, una pugna honorable.

Pero si no dominaba pronto la tinta de su interior acabaría siendo el personaje en el ojo del huracán. Y ningún personaje puede escapar a los designios del autor, pues el autor siempre sabe exactamente dónde están, qué piensan, y cómo actuarán sus marionetas.

La Extranjera se llenó de rabia, no sabía qué había contribuido más a ello: la piel animal, ser transformada en personaje, ser ultrajada, infravalorada como domadora de tinta, traicionada. Habían cerrado un trato, se habían dado la mano. Esa mano que debió apretar hasta asfixiar sus letras.

Miró hacia el bastión, ¿de veras iba a caer en la trampa? ¿Iba a aceptar su indumentaria? ¿Seguiría aquella trama o destrozaría cada línea y crearía algo totalmente inesperado?

Sonrió para sí misma, o quizá le sonrió a él. Era una partida de ajedrez, el maldito duelo, aquellas cuestiones no pretendían sino manipularla, ponerla a prueba.

Sentía su mano aún apretando la suya, quizá aún seguían sobre el papel tintado, quizá sobre la hierba, quizá en el pozo, quizá en la sala, taza en mano.

El maldito escritor estaba jugando, palabra a palabra, línea a línea. Sólo había una forma de romper las cadenas, sacarle de su mente, romper el yugo narrativo en que le arrastraba. Aquello que él desconocía, aquello que ella dominaba.






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