Capítulo XIX
Autor: Tunanterrante.
En el juego de luces y sombras nada es lo que parece, o todo lo que parece no es todo lo que es.
El suelo de piedra fría exuda agua fresca, helada, que corre apaciblemente en todas direcciones. La Extranjera entreabre la boca para beber de la tinta que mana del lugar, y las paredes vibran a su alrededor. Sonríe. Sonríe entre las sombras, si por su triunfo o por locura aún está por decidirlo.
Frente a ella colapsa el mundo, se desdibuja la sala, se muestran otros lugares. Se origina un vórtice donde pugnan por su lugar en el espacio físico varias escenas por determinar, como si su poder intentase abrir una puerta que alguien intenta cerrar, como si quisiese dibujar en un lienzo donde corre pintura salvaje al tiempo que alguien intenta sobreescribir el paisaje golpeando su pincel y mezclando sus colores a ciegas.
La sala entra en erupción, miles de páginas en blanco aparecen como espectros por las paredes, golpes de tinta cruzan como flechas de un lugar a otro. Por las entrañas de la torre y por las escaleras que aguardan vuelan susurros incomprensibles en todas las lenguas vivas, muertas y por nacer.
La palabra en griego se desdibuja como polvo llevado por el viento y la sustituye otra en latín: Focaris. Pero las letras cambian con cada parpadeo, se ríen de quienes intentan leerlas.
La voces se unen en un coro heterogéneo hasta disminuir a un millarde susurros. Susurros junto al oído de la silbadora. Y la Silbadora comprende que esa brisa lírica está de algún modo emparentada con su silbido primigenio y salvaje.
La escalera asciende como una serpiente que seduce, que invita a subir. Pero hay otra escena que intenta perderse en el vacío, esfumarse, pero que no logra escapar a la mirada más escrutadora:
Hay una sala, una sala amplia, sus suelos son de mármol y está alumrada por millares de candelabros, y allí está en pie, sujetando su antebrazo mientras su mano sangra por los puntos donde la autora le ha asido con fuerza.
— Menuda hija de tinta — su voz es ronca, rasgada por media sonrisa llena de sorpresa e inesperado respeto.
Se miran, y al intensificarse ese intercambio, negra pupila contra negra pupila, la tinta se tambalea en ambos y la imagen intenta borrarse. Una sala paralela aparece entre ambos, el suelo es de piedra, y está oculto bajo una sutil balsa de agua helada, en el centro se mantiene en pie el autor, pero esta vez porta una coraza hecha de raíces espinosas, y cuelga de sus hombros una capa que brilla y ondea en dirección a las vestimentas gemelas de la extranjera. En su izquierda lleva una lanza oscura, danzante: tinta pura, punzante, penetrante; certera.
La Silbadora se concntra, los susurros no le abandonan, y las tres visiones -torre, candelabros, sala del pozo- se superponen. Cree que ha logrado identificar cuál es señuelo, cuál trampa y cuál el refugio considerado hasta entonces inexpugnable.
Ella sonríe, no puede dejar de sonreír.
— De hija de tinta nada — dice mientras de su pecho mana el líquido oscuro que emborrona la escalera, atrapa los susurros y los lleva hasta su boca. Las páginas que reptan por los muros vomitan sus saberes, que penetran por sus dedos, oídos y ojos. La tinta mancha su piel, su piel absorbe su existencia, dibuja su destino. — Ni siquiera hija de la tinta. Prueba quizá con Hermana, Hermana de Tinta, Hermana de la Tinta, o Madre — su voz obtiene un eco reverberante mientras el autor acorazado avanza entre firmes chapoteos mudos de sus pies descalzos —. Madre de Tintas. Domadora de Tinta. Pastora de Tramas. Señora de los Mundos Ignotos. Creadora de Caminos. Tejedora de Realidades y Destructora de Silencios.
El autor acorazado llega hastaella y blande la lanza.
No hay preámbulos ni tiempo para reaccionar.
El arma, negra, líquida, enemiga de la piedad, atraviesa su coraza arrancándole un gemido que no logra reprimir.
Al mismo tiempo, el autor acorazado rompe su gesto impasible al ver la punta de su misma lanza adentrándose en su coraza en un prisma imposible de irrealidades que confluyen en el espacio que los separa. Los ojos de ella sonríen ignorando su propio gesto de dolor.
Sus miradas vibran, frenéticas, pero sus rostros quedan mudos, atrapaos.
Ella pierde el sombrero, que desciende lentamente hasta quedar flotando en el agua, donde la tinta gotea por los brazos de ambos. Las corazas se retuercen, cayendo despedazadas en sinuoso descenso.
El agua comienza a recibir la negrura que se diluye, huidiza. Pero los susurros aumentan rodeándolos. El silbido ruge haciendo vibrar la lanza, martirizando ambas almas de tinta.
Un reguero de noche cae por piernas y brazos, por los cuellos tenss perlados por el sudor del esfuerzo. Las muecas heladas poseen cierto temblor casi imperceptible, un estupor sutil. Las mejillas quedan marcadas por la oscura hiel, los labios manchados por finas líneas de vacío que se congelan ante el vaho frío de sus respiraciones.
Se quedan allí parados, mientras la torre va cayendo en lenta procesión. Parecen dos estatuas ensartadas por un fatídico destino incomprensible, por una imagen imposible al ojo humano.
Los trozos que se desprenden del bastión elevan columnas de agua qe para nada pueden surgir de la fina laguna que les sostiene.
Los hombros de ambos se mueven al compás de sus respiraciones victoriosas, o derrotadas, o ambas cosas.
Entonces ambos colapsan, cayendo de rodillas mientras el universo se desploma a su alrededor.
La imagen es demasiado idílica, demasiado perfecta. Los cielos se derrumban con una melodía de susurros, mientras ella parpadea dejando ir el vilano que aún quedaba abrazado a sus pestañas y que es liberado por una lágrima rebelde. Es entonces cuando se da cuenta:
No hay rastro del polvo del cmino en su capa, no está en él el olor de los girasoles, no hay restos de tinta en sus pupilas. La imagen que inmortaliza sus finales parece un grabado diseñado, imaginado, descrito: escrito. Además, no hay sangre, roja, brillante, viva, en su mano marcada.
Por un momento estuvo perdida, por un momento supo que aquella escena no era la que buscaba, y sin embargo se dejó llevar, se dejó atrapar. Pero despierta en el último instante posible.
De rodillas queda en el agua fía, en la base de la torre que ha sido derrumbada y que a su vez se mantiene inalterada, inmortal. Está libre del abrazo mortal, y en su pecho no hay herida alguna ni sombra de haberla habido.
Huele al humo sigiloso de una vela que se apaga con un siseo. Frente a ella se alzan los candelabros ya cegados, el suelo de piedra bajo el agua que empapa su falda y muerde sus piernas es de mármol. Y en pie, aunque menos firme que antes, está el autor herido.
Su rostro está marcado por la tinta, su media sonrisa coja, y sus resiración entrecortada.
La mira con una nueva intensidad.
— "Espantapájaros abatido" — ríe—. Me habías atrapado, habías enlazado líneas de tal forma que habían creado una red. He seguido tu discurso, he caído en tu trama. he reído con tu despliegue de poder. He caído en la trampa hasta el punto de que he seguido leyéndote sin darme cuenta de que las mismas líneas que me alejaban de mi refugio te estaban trayendo hasta mí. He bebido la historia que hilabas sin ver que iba a desembocar ante mi puerta. Y antes de darme cuenta estabas destruyendo mi obra. Sobreescribiendola.
Ella no respondió, seguía tirada en el agua, agotada
— Por un breve instante pensaba que no podría contener el silbido. Que no iba a poder seguir el ritmo de ese despliegue asilvestrado.
Avanzó, cansado, aún sujetando su brazo. Una extraña mueca cruzó su semblante al pensar que por un momento su rival pensó en atravesarle con sus dientes.
Cayó de rodillas frente a ella. El agua salpicó la cara de ambos, refrescando la tinta que ardía en sus mejillas.
Los candelabros se encendieron uno a uno, iluminando múltiplesescaleras, innumerables páginas en blanco y sombras de tinta. En un rincón de la sala había una capa de piel, maltratada por incontables -pero narrables- viajes junto a un sombrero con unas plumas caídas y quebradas por las inclemencias de las muchas aventuras padecidas.
Los susurros volvieron a su cauce natural, sugiriendo, embelesando, pero dispuestos a oír, a ser domados.
El agua fría era reconfortante, la tinta cálida agradable. Los rostros marcados inconfundibles.
El autor habló mirando al agua que corría entre ellos, limpiando la sangre de la mano que había sumergido en ella.
— ¿Y ahora qué? — El susurro fue inaudible, pero alto y claro en aquella oquedad milenaria.
Alzó la mirada. Había cierto recelo, un ápice de veneno y desafío.
— ¿Qué demonios piensas hacer ahora?
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