Capítulo XI
Autor: Tunanterrante.
La oscuridad envolvió el cuerpo descendente. En su caída le pareció ver cómo allá arriba, en la boca del pozo, la luz se reía iluminando la sala. Al borde del abismo quedaba la figura oscura del escritor, que le veía caer, impasible, con el aspecto del cuervo que con su traje negro inmaculado te juzga desde las alturas.
Cayó y cayó, esperando el golpe, el crujir de huesos, el dolor sordo que arranca el aire de los pulmones. Esperaba desmadejarse de pared en pared, tramo a tramo hasta caer deshecha al fondo de la nada. Por un momento temió lo contrario, volar directamente hasta el fondo.
Caer por siempre también era una posibilidad. Si había decidido bucear en sus propias contradicciones, caer por siempre podía definir bastante bien uno de sus temores.
No obstante, vio el suelo a su alrededor. Lo vio pasar. Y pasar de nuevo. Y otra vez. Allá iba. Viajaba en dirección contraria, o quizá ella caía como no ha de caerse. Imágenes de un prado aparecían y desaparecían como si la realidad se resquebrajase en fotogramas, atravesando una y otra vez la misma imagen repetida, siempre igual pero diferente.
De repente fue cegada. Se tapó los ojos con una mano. La luz, intensa, descarada, encendió sus iris con vivos colores.
Se quedó en aquella postura unos segundos, entonces se dio cuenta de que estaba tumbada. Sus piernas y brazos notaban el abrazo mullido de la hierba. Sus párpados cerrados se tiñeron de un rojo amable, y al abrirlos se bañaron sus pupilas de un celeste puro.
Estaba tumbada en el prado, ilesa. Se miró la mano con la que se había protegido de la luz del sol y vio una mariquita que avanzaba susurrando cosquillas por su antebrazo.
Sin pretenderlo respiró hondo. El aire traía aromas conocidos, hojas crujientes, lomos de piel, tinta inmortal. Pero también aromas nuevos, fragantes y desconocidos.
Miró a su alrededor y se dio cuenta de que estaba tumbada en un campo de girasoles, pero cada flor miraba a un lugar distinto, tímidas, ocupadas en sus quehaceres.
Oyó una sonrisa.
— Estoy deseando ver cómo nos sacas de esta.
El autor estaba allí tendido, sujetando una espiga entre los dientes a pesar de no haber ni una sola de aquellas plantas por allí.
— La última vez que estuve por aquí tuve que ir a la absurda caza de un ornitoonirico salvaje, y esos bichos son de lo más escurridizos. Si te filtras dentro de uno de sus huevos, puedes aprender a controlar los sueños.
El escritor pareció reflexionar.
La extranjera le miró, incorporándose sobre uno de sus brazos. Su cara era un crisol.
—Pero no hemos venido aquí para eso — dijo ella, aunque no está claro en qué tono lo dijo.
—No hemos venido aquí para eso — hizo bailar la espiga.
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