Capítulo 10

Una semana había pasado desde que Jonathan Silverman y el barón de Charmont se besaron por primera vez.

Su relación, que había comenzado como una enemistad férrea, vibrante y destacable, se acabó convirtiendo en compañerismo después de que ambos atendieran a la misma fiesta en el hogar del Conde de Cachet; una opulenta celebración de sus riquezas y prosperidad, a la que todos los nobles y burgueses de la época habían sido invitados.

Pese a su inicial desdén mutuo, que se debía al desprecio de Jonathan por la madre del barón —la dama que había ordenado la prohibición de su último libro de poesías en toda la capital—, los dos eventualmente lograron verse a los ojos.

Al discutir la noticia más fresca y controversial de la época, la Guerra de la Reforma mexicana, los dos descubrieron que poseían ideales políticos similares, sentidos del humor parecidos, e ideales de justicia y moralidad complementarios. Y en esta noche, gracias a la fortuita revelación de su compatibilidad, dejaron de lado su tenaz rivalidad y se convirtieron en camaradas.

Dicho vínculo solo se fortaleció con el paso de los meses, convirtiéndose en una hermosa amistad, a la que ambos necesitaban más que al aire para sobrevivir.

Amistad que inevitablemente se convirtió en un romance, en una noche lluviosa de 1858, cuando al fin sus labios se encontraron.

El barón fue invitado a cenar en la nueva mansión de Jonathan, a la que él había comprado con su fortuna personal para poder alejarse de su propia familia la cual él consideraba extremadamente quisquillosa y engreída, y cuyo realismo enfermizo el autor no compartía en lo absoluto—.

Jonathan detestaba al colonialismo de las Islas y se lo hacía claro a todo aquel que quisiera defenderlo. No soportaba a los chupamedias y fanáticos del General Oscar Thornfield el líder de las fuerzas británicas en el archipiélago, ni a los lame-calzones del General Casimir Dupont líder de las francesas. Era un hombre ilustrado, librepensador, que soñaba con la independencia de las Islas de Gainsboro, con el fin de la división del territorio, con la reunificación de Carcosa, con el presidencialismo americano y con la abolición de la esclavitud... Con cosas que sus parientes no apoyaban, no deseaban, y que probablemente lo asesinarían algún día por defender.

Leopold, pese a haber heredado su título de nobleza de su padre quién había vivido en Francia durante Restauración borbónica y ahí sido nombrado barón, tampoco apoyaba a dichos mandatarios, ni al colonialismo al que representaban. Era más reservado respecto a sus ideales que Jonathan, pero juraba que, si una guerra de independencia estallara en el futuro, él defendería el lado de la revolución con su vida.

El joven aristócrata siempre había sido rebelde, y nunca había concordado con la manera de actuar de sus padres. Pero pasar tiempo con su querido autor lo había convertido en todo un repúblicano. Incluso había adoptado el uso de corbatas y pañuelos rojos en su vestimenta diaria, lo que indicaba de manera discreta su apoyo hacia el pueblo y hacia los trabajadores de las Islas, que frecuentemente usaban el color en sus banderas y carteles de protesta.

La cena que tuvieron después de dar un tour de la mansión, de hecho, la tuvieron charlando sobre todos estos temas: el origen del título de nobleza del barón, lo mucho que él solo deseaba ser conocido por su propio nombre, su propio carácter y sus propios logros, en vez de ser venerado por su "poder" y "título", sobre el deseo intrínseco, profundo, que él tenía de algún día ver a su nación libre del dominio europeo, y sobre su creciente amor por la idea de una república.

La conversación, para Leopold, fue más emotiva de lo que se lo había esperado en un inicio. Y tal vez fueron sus lágrimas sin derramar lo que le nublaron la razón. Tal vez, fue todo el vino que se tomó mientras hablaba. O a lo mejor, fue la amable comprensión de Jonathan, quien lograba ver su espíritu, más allá de su cuerpo físico y de su elevado estatus social. ¿Quién sabría decirlo? Pero el caso es que el barón besó al escritor, con los ojos cerrados y el rostro arrugado por una expresión culpable, que se convirtió en asombrada al sentirlo besarlo de vuelta.

Al inicio aterrados por lo que habían hecho, ambos se separaron con un salto, se disculparon mientras eran consumidos por su desespero, y se despidieron sin siquiera poder mirarse a la cara.

Aquel acto comenzó de manera dulce e inocente, y terminó de forma amarga y tóxica.

El barón se marchó de la mansión bajo la lluvia, con pasos rápidos y pesados, llorando de angustia. Temía perder a su mejor amigo, tanto como temía ser delatado ante la policía y ejecutado por sus pecados.

Jonathan, en la otra mano, pasó la madrugada sentado en el comedor con la mirada pegada a la pared y los hombros hundidos por el peso de su vergüenza, mientras bebía sin parar. No logró llorar. No logró rugir.

Porque el beso le había embrujado el corazón, y ahora solo quería repetirlo, pese a saber que aquella era una mala idea.

Los dos se evitaron por siete días, después de este caótico y dramático incidente. Eso es, hasta que un nuevo evento social irrecusable los forzó a reencontrarse.

Una fiesta, que fue llevada a cabo en la casa de uno de sus muchos amigos en común, Matthieu Picquet.

Picquet era un pintor famoso en la colonia francesa. Les había hecho retratos al óleo a varios generales, estadistas, abogados, comerciantes y empresarios del país, y su lista de clientes jamás paraba de crecer. Era extremadamente atencioso a los detalles y lograba retratar a sus musas con un realismo inigualable. Leopold le tenía tanta envidia al hombre como le tenía estima. Porque su talento era innegable, su legado era maravilloso, y su personalidad era admirable. Era imposible no querer ser su amigo, o al menos, pasar algunas horas conversando con él. El hombre era un ejemplar perfecto de ser humano.

Pero el barón debía admitir que, cuando descubrió que el artista le estaba haciendo un retrato a Jonathan, fueron sus celos lo que lo terminaron ahorcando, no sus otros contradictorios sentimientos respecto al pintor.

Y actuó como un patán toda la noche por culpa de dicha inquietud. Matthieu era un hombre encantador y seguramente podría ocupar su puesto de mejor amigo bastante mejor que él

El mal humor de Leopold, por su creciente inseguridad, fue notorio. Usualmente trataba a Picquet como a un hermano, pero aquella noche no fue capaz de tratarlo mejor que a un simple colega o conocido. Y dicha molestia sin sentido destacó tanto, que el propio Jonathan lo tuvo que llevar a un pasillo vacío de la casa e intercambiar algunas palabras duras con él. Era obvio, para todos los presentes, que Leopold se estaba pasando de la raya.

—¡¿Qué te sucede?! ¡Casi haces al pobre Matthieu llorar ahí afuera con tu actitud engreída y bruta! ¡Tú no eres así, Leopold!

—¡No he hecho nada fuera de lo común!

—¡Has sido descortés y agresivo con él, toda la noche!

—¡Locuras! ¡Eso es lo que dices!

—¡No, es la verdad y lo sabes! ¡Pero tú la quieres ignorar! ¡Así como quieres ignorar lo que sucedió entre nosotros en aquella cena en mi casa! —La acusación de Jonathan tomó al noble desprevenido, e hizo a su rostro furibundo derretirse por su miedo—. ¡Así como quieres ignorar a lo que sientes, porque es más fácil a reconocer que eres un!...

—¡CÁLLATE! —Leopold gritó, desesperado—. ¡Si tienes aprecio por tu vida y por la mía, cállate!...

El escritor dio un paso adelante y se puso cara a cara con él. Tan cerca estaban, que podían sentir su respiración chocar.

—Acéptalo. Estás actuando como un niño desobediente y maleducado porque sientes celos de Matthieu.

—¡¿Qué?! ¡No! ¡Claro que no!...

Jonathan usó ambas manos para agarrar su rostro y detener su escape. No dejaría a Leopold huir de nuevo.

—¿Por qué te fuiste aquella noche?

—Yo... no...

—¿Por acaso tenías miedo de mí? ¿De nosotros?

El barón, volviéndose más y más angustiado, sacudió la cabeza.

—No p-puede existir un nosotros.. Y lo sabes.

—Podemos mantener esto en secreto.

—Es demasiado peligroso.

—Ser republicano es peligroso, y lo somos. Ser librepensadores es peligroso, y lo somos.

—Pero esto es distinto...

—¿Cómo?

—Esto... nos llevará al infierno, Jonathan —Las cejas del noble se arquearon y sus ojos resplandecieron con una mezcla de terror, dolor y tristeza.

—Si Dios me condena por amar a alguien, quiero que ese alguien sea tú, Leopold. Y nadie más que tú.

—Pero...

El escritor jaló al barón adelante y lo besó con cierta exasperación, como si ya no aguantara más el tener que mirar a su boca sin poder sentirla contra la suya. Jonathan no respiró por un sólido segundo, hasta sentir al otro hombre llevar sus manos a su rostro y profundizar el beso, probándole que sus sentimientos sí eran compartidos.

A partir de entonces, la tensión entre ambos volvió a explotar. Ambos se siguieron besando con añoranza, deseo e impaciencia, callando a sus previos rugidos con sus labios blandos y cálidos. Leopold eventualmente empujó a Jonathan contra una pared y dejó que sus manos exploraran cada centímetro de su cuerpo. Quería desvestirlo y complacerlo ahí mismo, pero a último minuto decidió apartarse, y controlar sus impulsos lascivos e impropios.

Por suerte, nadie los vio mientras se devoraban en aquel pasillo. Pero ellos no pudieron, en sana conciencia, seguir empujando a un lado lo que sentían el uno por el otro. Así que se disculparon con su anfitrión por su mal comportamiento, con los otros invitados por su aspereza y crueldad, y recogieron sus cosas para marcharse a la mansión Silverman, a charlar.

Obviamente, acabaron haciendo muchas más cosas que eso.


Al pestañear y despertarse de su visión, Jacob logró unir los puntos. Ambos el Matthieu del pasado y del presente eran la misma persona. Su rostro, actitud, nombre... todo encajaba. Incluso su profesión, sus intereses, y su natural cercanía con Charles, quién solía ser su mejor amigo en su encarnación pasado —y ahora todavía lo era, al parecer—.

—¿Estás bien? —el pintor le preguntó, al notar lo enfermizo que el docente se había vuelto.

—Sí... lo estoy... —respondió con una lentitud que dejaba a entender lo contrario—. Es la presión. Como te dije, a veces baja de la nada misma.

—Ay, ¿tienes problemas de presión? ¿Necesitas sentarte? —el restaurador indagó a seguir, preocupado—. Tengo agua aquí, por si acaso. Deberías beber un poco. ¿A lo mejor te ayuda?... —Abrió el bolso de cuero que traía consigo y sacó la botella, a la que extendió a Jacob.

—G-Gracias... —El profesor la recogió con una sonrisa genuina, para luego tomar un sorbo y apoyarse contra la pared más cercana—. No me siento demasiado mal, tranquilos. Fue solo un pequeño susto, nada más.

—Igual vas a descansar un poco —Charles determinó, pese a saber que su mareo no se debía a su "presión", sino a algún recuerdo repentino que había tenido—. Así que ven... —Lo tomó de la mano—. Entremos.

Con la puerta de su atelier abierta, el artista llevó a Jacob a una de las sillas de la sala —que no tenía sofá— y le ordenó que se quedara sentado ahí por un rato, hasta recomponer sus fuerzas. Luego, condujo a su mejor amigo al contenedor que habían encontrado por la mañana, y que estaba ubicado a la derecha del profesor, para que pudiera verlo por sí mismo.

—¡Wow! —Matthieu exclamó, entusiasmado—. Esto sí que es algo peculiar... Un baúl hecho de hierro y cuero. Generalmente en el siglo XIX eran fabricados con madera, porque era más barato.

—Al inicio pensé que se trataba de una caja fuerte, pero por su tamaño me convencí de lo contrario. Es demasiado grande para ser una.

—Lo es... —El rubio se agachó al lado del objeto y abrió su tapa. Ver la absurda cantidad de documentos guardados en el contenedor hizo que su expresión alegre se disipara. Su asombro lo impidió de hablar por varios segundos—. Dios... ¡mío! ¡Esto es!... ¡Es!...

—Impresionante, ¿no? —Charles sonrió, cruzando los brazos—. ¿Ves ahora por qué te llamé aquí?

Matthieu, con sumo cuidado, agarró una de las cartas sueltas de la pila. Revisó el exterior del sobre con los ojos bien abiertos, como si aún no creyera en lo que veía. Tan solo por la caligrafía en su frente, el sello postal y el color del papel él lo supo: era un documento auténtico.

—Creo que no voy a poder trabajar en esto solo —admitió, un poco intimidado por el descubrimiento—. Hay demasiada correspondencia aquí.

—Matt, ya te dije que no quiero involucrar a los del Museo en esto.

—No dije nada sobre el Museo —el hombre se defendió—. Louis me tendrá que ayudar, sí o sí. Voy a tener que llevar esto a mi casa y catalogar toda esta información allá, con todo el cuidado del mundo. Por mientras... —Se levantó—. Ustedes dos deberían ir a registrar su hallazgo en el Ministerio de Cultura. Así tendrán amplios poderes para hacer lo que quieran con estas cartas.

—Lo haremos más tarde. Antes tenemos un livestream benéfico que realizar.

—Ay, verdad... —El profesor recordó el evento, de pronto.

—¿Livestream? —El restaurador hizo una mueca confundida.

—Lo haré para juntar dinero para el Hospital Fritz-Meyer —Charles explicó, rascando su cuero cabelludo—. Jacob aquí se ofreció a posar para una pintura, la que le regalaré a la persona que más dinero done a la causa, al final de la transmisión.

—Comprendo... —Matthieu asintió, poniendo la carta de vuelta en el baúl—. Entonces es mejor que me lleve esto a mi estudio luego. Así yo y Louis podemos comenzar a trabajar, y ustedes dos también.

—¿Trajiste tu auto? —el pintor preguntó.

—Sí, está aparcado abajo.

El artista respiró hondo y señaló al contenedor.

—Llevemos esto allá entonces.


Mientras Matthieu y su novio, Louis, separaban la correspondencia del barón de Charmont y Jonathan Silverman en su garaje —al que habían convertido en un atelier y rellenado de las máquinas, herramientas y químicos necesarios para sus trabajos de restauración—, Charles mezclaba tinta en su paleta y Jacob se concentraba en permanecer quieto, sentado en su silla.

El profesor sentía a la cámara del celular del artista sobre sí, grabándolo desde la distancia, pero pese a estar un poco nervioso por la idea de estar siendo observado por centenas de personas, él estaba decidido a ignorarla. Sus ojos estaban pegados en la ventana, viendo a las nubes afuera pasar, y aunque los músculos de su cuello le estuvieran dando unos calambres horrendos por su posición, se negaba en girarse hacia el dispositivo.

Tan solo cuando su primer descanso se le fue otorgado, él aceptó la idea de hacerlo. Sonrió con una vergüenza que a Charles le resultó tierna, saludó a la cámara con su mano, y se levantó para pasar al baño. Luego de usarlo y lavarse las manos, sintió su propio celular vibrar. Era su madre, preguntando cómo iba su día, y cuándo podrían hacer una nueva vídeo llamada. Ella estaba viendo la transmisión del pintor, por ser la mujer curiosa que siempre era, pero insistía en que quería conocerlo formalmente, en privado. Aunque fuera a través de una pantalla.

Jacob, entendiendo su deseo de conocer al hombre muy bien —al final de cuentas, la señora Mary había oído hablar sobre "el barón" a años—, le prometió que la llamaría así que el evento terminara.

Con ese juramento hecho, él salió del baño y se volvió a sentar, sin saber que los espectadores de Charles estaban explotando su chat con mensajes, comentando lo mucho que el profesor se parecía a "John" —el sujeto "ficticio" a quien el artista retrataba con frecuencia—.

La coincidencia, sumada con la fama de las obras del pintor, hizo que el número de personas viendo la transmisión llegara a los tres mil. Al final de cuatro horas, habían recaudado cerca de cuatro mil quinientos dólares para el Hospital Fritz-Meyer.

Y la donación más alta, de 600 dólares, vino de una persona bastante inesperada.

—¿Mamá? —Jacob la llamó, con el ceño fruncido y los pensamientos enredados—. ¿De dónde sacaste tanto dinero así?

David y Gabriel decidieron donar también —la señora Mary mencionó a su novio y a su ahijado, sonriendo—. Me hicieron la transferencia a mi cuenta y yo envié el dinero por ellos.

—Eso es hacer trampa.

Eso es estrategia —la mujer afirmó, haciendo reír a Charles.

El artista aún estaba sentado al frente de su atril, donde el retrato de Jacob yacía terminado. Mientras el profesor charlaba con su madre, él estaba limpiando sus pinceles y tapando sus pinturas. Por lo que aún no había visto el rostro de la dama, solo oído su voz.

Eso cambió cuando el docente se le acercó, cargando el celular.

—Okay mamá, veamos qué piensa el creador del retrato al respecto.

Así que Jacob giró la pantalla y los ojos verdes del pintor subieron a ella, él sintió su sangre helarse. Soltó por accidente el pincel que sostenía y no logró controlar los músculos de su rostro por un instante.

Porque no podía creer que estaba viendo a esa mujer... de nuevo.

¡Charles! ! ¡Mi hijo me ha hablado mucho sobre ti! ¡Es un placer conocerte! —ella exclamó, sin percibir su cambio de expresión, y su entusiasmo lo ayudó a reprimir sus reales emociones.

—H-Hola, señora... —Se forzó a saludarla, luego de tragar en seco, cerrar los ojos por un instante y sacudir la cabeza, despertándose de su pasmo—. Es un placer c-conocerla también.

¡Perdón por la trampa, querido!... Pero el cuadro estaba precioso. Y no podía dejarlo escapar de mis manos.

—Gracias... —Él sonrió, pero sus ojos no reflejaron mucha alegría.

La señora no lo notó, de tan contenta que estaba por al fin haber conocido al hombre del que su hijo hablaba desde pequeño, pero Jacob en cuestión sí lo hizo. Y después de un par de minutos, decidió girar el celular de nuevo hacia sí mismo, y continuar hablando con su madre cara a cara. La entretuvo con datos aleatorios sobre su día hasta que su llamada terminó, y él pudo al fin confrontar a Charles al respecto.

—¿Estás bien?... Mi mamá es un poco energética, pero no te quiso ofender, si es eso lo que pasó...

—No me ofendió —El pintor se frotó el rostro—. Pero Jacob...

—¿Qué?

—¿No te acuerdas de quién es?

El docente frunció el ceño y curvó las esquinas de su boca hacia abajo, en una expresión que mezclaba su confusión con su temor.

—No.

—Ella... —Charles lo miró a los ojos—. Fue mi madre.

Jacob retrocedió un paso y cruzó los brazos, abriendo la boca para rechazar la noción. Pero no pudo, porque vio en el rostro del pintor genuinidad. Él no mentía.

—¿Q-Qué?

—Marie Seraphina Marcelet... —El artista se levantó, apenado por lo que decía, pero convencido de que era la verdad—. La baronesa.

—No.

—Sí...

—¡No!... No puede... —El profesor no terminó su respuesta. Porque, de la nada misma, una nueva visión lo desorientó.

En ella, vio a la señora Mary con ropas antiguas, carísimas, de pie al lado del barón de Charmont. Tenía un aire de superioridad y arrogancia que en el presente ya no existía. El contraste fue absurdo.

—Lo siento —Charles murmuró, entristecido—. De verdad...

Jacob levantó su mano al aire y lo detuvo antes de que pudiera acercarse y abrazarlo.

—Perdón... pero necesito un momento... —respondió con una respiración entrecortada, y caminó hacia la ventana a ventilarse un poco.

Charles se quedó de pie en el medio de la sala, mirándolo con preocupación y remordimiento. Se sentía un poco culpable por decirle la verdad, y aprensivo por el daño que la misma le había causado al docente. Pero no podía mentirle. No podía ocultarle nada.

Su vida anterior había sido una de ilusiones y mentiras. No quería repetir la misma historia en esta. 

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