[2.] Lo que no puede ser tocado por personas ajenas
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Después de tocarlo, los segundos se hicieron eternos. Cada uno de ellos representado por una sensación, el recuerdo de algo que no conocía y que definitivamente no le pertenecía.
Lo primero que le embargó fue el olor a pólvora ascendiendo por sus fosas nasales, flotando a la deriva en su boca. Sabía dulce en la lengua y picaba en los labios a pesar de que no había comido nada en al menos un par de horas. Casi podía anhelarlo como el eterno alivio que suponía el sentir un balazo que indicaba el final del camino. Quiso susurrar un «Por fin», pero las palabras se atoraron en su garganta.
Luego se le unió un escalofrío desequilibrante, le recorrió la espalda y el pecho hasta que se asentó en su estómago y empezó a revolverlo todo. Los espasmos lo hicieron temblar de repulsión, tan martirizantes que no pudo evitar girarse y vomitar todo lo que estaba en su estómago. Porque las náuseas eran reales, el asco que sentía de sí mismo no se podía comparar con nada. No podría desaparecer jamás, no hasta que su existencia fuera borrada de la faz de la Tierra.
Pero no fue suficiente. Con las uñas encajadas en las rodillas y las lágrimas comenzando a derramarse por sus mejillas por culpa de la acidez en la parte trasera de su nariz, de pronto llegó la última parte. La de la agonía. Debilitó sus rodillas porque no podía sostenerse en pie, no cuando sentía que las entrañas le eran arrancadas palmo a palmo. Con saña y alevosía, expresadas palabra a palabra a través de una voz rota que le lastimaba los oídos. No pudo hacer más que gritar, sus alaridos llenos de culpa, arrepentimiento y odio. Porque no supone que las cosas hubieran resultado así, porque esta no era la historia que se supone estaba viviendo. Tantos errores no podían ser hechos por un solo ser humano. Era físicamente imposible.
—Perdón... —graznó Ilari, con los ojos entrecerrados y las rodillas contra el pavimento. Sus manos en su cabello, jalándolo con todas sus fuerzas—. Perdón, perdón, perdón... Por favor, yo no quise esto... Si te vas...
Había caos a su alrededor, pero Ilari no lo notó. Demasiado sobrecogido en sensaciones que no había experimentado en su vida, pero que aun así estaba recordando. Alguien gritaba, las personas lo rodearon, algunos le dieron palmadas en la mejilla e intentaron sacudirlo. Pero él solo gritaba desconsolado, dispuesto a hacer lo que fuera con tal de que que lo mataran de una vez.
El nombre de una mujer latía en sus sienes. Lo hizo al ritmo de un tambor que se acompasaba con los latidos de su corazón y los pasos de una bailarina que decidió danzar sobre su torso con los pies descalzos. Entre purpurina y alcohol pegados a la piel sudorosa, a la luz de las velas que destellan muy débilmente. A punto de extinguirse.
—No te acerques —susurró a quien quiso sostenerlo hasta que la ambulancia llegara—. Estar cerca de ti duele...
Dolía tanto que cayó inconsciente.
Despertó con un regusto amargo en la boca y algo atorado entre su nariz y garganta. Su cabeza embotada y sus respiraciones erráticas. Parpadeó con dificultad hasta que su vista se acostumbró al resplandor anaranjado del atardecer que se filtraba a través de unas cortinas con diseños de alas bordados a mano. Para ser agosto, el aire que se filtraba a través de la ventana semiabierta era bastante cálido.
Tal y como sospechaba, no estaba en el hospital, sino de regreso en casa de sus abuelos. Asumía que su abuela se había encargado de todo.
Un trapo húmedo fue colocado en su frente. Fue hecho con tal cuidado que el contacto directo de piel fue evitado. Un acto premeditado.
—¿Cómo te sientes? —le preguntó Violeta.
—Mareado —graznó Ilari, su mano restregando sus ojos. Le dio una mirada de reojo—. Con muchas preguntas.
Violeta arrugó su cara en una pequeña sonrisa de lado; había un poco de burla allí, burla mezclada de culpa.
—Si te preguntas si la chica terminó con la ropa sucia, descuida. Lograste apartar tu cara a tiempo. Solo fue cuestión de que el portero echara un par de baldes de agua para solucionar el...
Ilari la detuvo al sostener su muñeca. Violeta llevaba un cárdigan blanco de mangas largas y tejido con lana además de una blusa rosada con bordes de encaje por debajo. Se veía fresca, bastante bien arreglada a decir verdad. Incluso su cabello canoso estaba atado en una trenza pulcra. Para nada la imagen de una mujer cuyo marido acababa de fallecer y que, se supone, debía de guardar luto usando el negro como símbolo por los siguientes meses.
Ella observó la mano de Ilari por un par de segundos antes de encontrarse con sus ojos. Alzó sus cejas e inclino la cabeza a modo de exhortación silenciosa.
Ilari no tardó en alejar su mano.
—Lo siento —se disculpó por lo bajo—. Pero necesito respuestas, abuelita.
Con un gesto pacífico, Violeta asintió antes de hurgar en el bolsillo de sus pantalones de algodón, también rosados. No tardó en sacar una larga cadena de plata.
Lo primero que se le pasó por la mente es que le había quitado el medallón. Ilari extendió la mano antes de siquiera pensar en lo que estaba haciendo, pero no tardó hacer un puño y golpear el colchón. Temblaba ligeramente, aunque eso no le impidió incorporarse para poder hablar con más facilidad. Solo entonces se dio cuenta que su propio medallón seguía en su sitio, alrededor de su cuello.
El alivio que lo recorrió le inquietó bastante.
—¿Qué es esa cosa?
Ella se colocó ese segundo medallón y lo escondió debajo de su blusa. Miró hacia el techo durante un tiempo antes de suspirar por la nariz.
—Una réplica falsa. La hice un año después de casarme con tu abuelo creyendo que podía intercambiarlos sin que él lo notara. —Violeta tenía un modo de hablar particular, su voz era lo suficientemente alta y grave como para parecer un regaño aunque no estuviera haciendo otra cosa que señalar las calles a un turista—. Pero ni siquiera pude tocarlo.
—¿Por qué...?
Violeta se le acercó con la mano extendida. Ilari tuvo que obligarse a permanecer quieto y con los puños apretados; el recuerdo de lo que le había pasado cuando esa chica lo había tocado era algo que no procesaba del todo todavía.
Al final, la piel áspera de los dedos de su abuela tocó su clavícula, la camiseta azul que llevaba puesta era la única barrera que impedía cualquier contacto directo. No se dijeron nada al principio, no hasta que Violeta le indicó que observara por sí mismo.
Ilari bajó la mirada y sus ojos se agrandaron ante la sorpresa. No es que su abuela hubiera evitado el collar, no. Lo que sucedía es que había atravesado el medallón, casi como si este no fuera más que un holograma.
—No está allí —confirmó ella. Cruzó los brazos y piernas antes de chasquear con su lengua. Era lo más cercano a un refunfuño que Ilari había visto en su abuela—. Al menos no para mí.
Ilari tragó saliva, inseguro de qué hacer o decir a continuación. Sentía bastante miedo a decir verdad; nada tenía sentido para él en ese instante. Sus manos temblaron hasta que alcanzó el medallón y pudo tocarlo. Una vez que lo confirmó, no dudó en sacarlo y tirarlo lejos de su vista. El tintineo contra el piso de cerámica a los pies de la cama fue lo último que escuchó de él.
No pudo evitar reclamarle.
—¿Por qué me dejaste usarlo? ¿Qué...? ¿Qué rayos, abuela? ¡Podrías haberme advertido de esa cosa! Está...
¿Esa cosa estaba maldita o algo así? Hasta donde recordaba, las personas no podían atravesar los materiales como si fueran aire.
—No es un objeto maldito por si te lo preguntas. Tan solo es tu herencia, Ilari. Tu abuelo también lo usó prácticamente toda su vida.
—¡Eso no podría importarme menos! —Ilari agiró sus manos—. Dime qué hace.
No era de los chicos que lloraban ante el estrés. De hecho, hasta hace unas horas, se había considerado a sí mismo alguien bastante rudo y valiente; alguien que a pesar de lo mucho que extrañaba a su hermana mayor y a su padre, no necesitaba llamarlos cada día para preguntar cómo les iba en Japón. Le bastaba con intercambiar un par de palabras por teléfono, conversaciones lo suficientemente cortas para que su soledad no le acongojara cada vez que llegaba a su casa y la encontraba vacía. Porque era más fácil pasar el tiempo en el café-internet cercano al colegio que llegar a una casa prácticamente deshabitada.
Esa era la razón por la que había más de su ropa en la casa de sus abuelos que en la suya.
No obstante, los eventos de esa mañana finalmente lo quebraron. Había muchas cosas pasando por su cabeza, enredando cada una de sus creencias y volviéndolo loco. Todavía no entendía por qué su abuela lo había expuesto a ese medallón, todavía no tenía idea de lo que diría en el funeral de su abuelo o lo que sería de él a partir de ese punto.
Pero por sobre todas las cosas, todavía no entendía qué había sido ese vórtice de sensaciones que el solo toque de esa chica había provocado en él.
Violeta se tomó su tiempo para consolarlo, sentada junto a él a modo de apoyo moral. No hizo comentarios ácidos acerca de las colchas que estaba ensuciando con sus mocos, ni de lo chistosa que seguramente se veía su cara de tanto que estaba restregando sus ojos. Con el collar lejos de su alcance, no temió tocarlo ni abrazarlo en lo más mínimo. Una prueba fática de que ella conocía el funcionamiento del objeto a la perfección.
Para cuando se recobró, el sol ya se había ocultado. La habitación a oscuras y la luz de la luna apenas perceptible a través de la cortina. Los grillos podían ser escuchados a través de la ventana, acompañados del ocasional ladrido de algún perro callejero.
—Ilari... —susurró ella de pronto.
Él hizo un sonido con su garganta a modo de respuesta. Acostado y acurrucado al lado de su abuela, la vergüenza y el bochorno podían esperar hasta el día siguiente. Cuando no se sintiera tan vulnerable.
—No creo que pueda explicarte lo que hace el medallón sin que te lo coloques.
Silencio.
Ilari tardó bastante en armar una oración coherente. Una pregunta en realidad.
—¿Por qué?
—Porque es de esas cosas que no son tan fáciles de explicar, no sin sentirlas primero. —Ilari seguía sin lucir convencido—. Descuida, estoy bastante segura de que no te hará daño. Para prueba tienes a tu abuelo, ese viejo chocho se murió sin darse cuenta y se las arregló para vivir 83 años.
Ilari se rehusó sacudiendo la cabeza.
—No quiero usarla... Yo...
—No tienes que hacerlo, basta con que la coloques en tu mano izquierda. Yo sostendré la derecha.
—¿Por qué la izquierda? —se quejó Ilari.
—Porque eres diestro, podemos permitirnos que pierdas la otra mano.
—No estás ayudando en absoluto, abue...
—¿Lo harás? —insistió ella. No le estaba dejando otra opción; no le permitiría seguir con su acto cobarde.
Aunque Ilari todavía tenía bastantes dudas, finalmente aceptó. Encendieron la luz de la habitación y buscaron el medallón. Al encontrarlo, Ilari lo alzó y colocó sobre el colchón con la ayuda de un trapo. La piel de gallina en sus brazos no se le quitaría en al menos un par de años.
Se acomodaron frente a frente, arrodillados sobre el colchón y con el medallón en medio. Se suponía que Ilari debía hacer el primer movimiento, pero Violeta le ganó al sostener su mano primero, las palmas unidas en un toque ligero.
—¿Listo, Ilari?
Ilari negó con la cabeza de nuevo.
—Ilari...
—Voy... —concedió él.
Al fin y al cabo, ella estaba a su lado.
No enfrentaría aquello solo. Eso lo reconfortó lo suficiente para armarse de valor y alzar el medallón una vez más.
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