[1.] Lo que yace escondido
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El parche de tulipanes rojos que florecía entre la enredadera de la cerca y el huerto de naranjas fue el lugar donde su abuelo exhaló su último aliento.
Gerardo era su nombre, pero los vecinos decidieron darle el apodo de "suertudo" por morirse en el que resultó ser su lugar favorito, bajo las sombras de los naranjos y con la brisa fresca de una mañana de invierno. Un día pacífico en el que sorprendentemente no hubo bloqueos en las calles de la ciudad ni partidos de fútbol terminados en tragedia (la tragedia de perder varios goles en contra).
Ilari tenía 15 años en ese momento, lo suficientemente adolescente como para estar ahogado en deberes del colegio y lo suficientemente adulto para ignorar las llamadas de su madre por el bien de su partida de League of Legends. Los días de oro en que las amenazas y regaños se pasaban de largo a través de sus oídos y en los que era mucho más sencillo concentrarse en despejar líneas para que sus monstruos aumentaran de nivel que escuchar las historias de antaño que su abuelo solía contarle.
Con su celular boca abajo y los audífonos a todo volumen, las llamadas perdidas fueron acumulándose sin parar. No fue hasta una hora más tarde en que Ilari salió del café internet con la mochila a cuestas y un sudor frío recorriéndole la espalda. No por el miedo a lo que le esperaba cuando viera a su madre, sino al hecho de no poder llegar a tiempo para detener a su abuela de querer limpiar y vestir el cuerpo del difunto por ella misma.
No tiene muy claro qué sucedió en los días siguientes. Mientras su madre se encargaba del papeleo y las preparaciones del funeral, él se quedó en silencio en el cuarto de su abuela mientras ella se dedicaba a despejar las cosas de su ropero y escoger su ropa de entre las de su difunto compañero. Ilari no pudo hacer más que seguirla con la mirada, demasiado temeroso de tocar un punto sensible que la empujara a quebrarse.
No quería admitirlo, pero no tenía idea de lo qué haría de verla en ese estado. Violeta siempre había sido una mujer tranquila que prefería pasar sus días haciendo mermelada de frutas e intercambiándolas por víveres cada domingo de feria en su pequeña villa. Ilari nunca la había escuchado comentar sobre la vida de sus vecinos ni la poca falta de respeto que la juventud guardaba para con mayores. Por lo tanto, Ilari asumió que esa era su forma de guardar luto y lidiar con sus sentimientos: ordenando sus pertenencias y sacando las cosas que no querría ver en el futuro. Objetos cargados de recuerdos.
Ilari vio los montones de ropa y chucherías acumularse. Los rollos de periódico ocultos tras el tocador, la ropa vieja que sería lavada y quemada tras el primer año de la muerte de su abuelo. Monedas, pendientes y hasta pedazos de pan cuya razón de estar allí era mejor no indagar
Una cajita musical de color bronce y diseños de hojas en alto relieve.
—Ah, ¿lo recuerdas? —Violeta preguntó de repente—. Te prometió regalártelo cuando se fuera.
Ilari levantó la mirada, esa que extrañamente había estado fija en la pequeña cajita. Sus ojos parpadearon en confusión.
—¿Abue?
Ella señaló el objeto con su cabeza.
—La cajita musical —aclaró ella—. Solías hacer grandes pataletas por tocarla.
Ilari decidió seguirle la corriente al recordar la burla que su abuelo acostumbraba compartir con sus familiares en cada una de las reuniones de año nuevo. La típica historia graciosa que no fallaba en sacar risas y que detallaba paso a paso las aventuras de un bebé regordete y con pañales mojados que había lanzado sus juguetes a diestra y siniestra con tal de conseguir la dichosa cajita. Todo para al final terminar dormido contra una esquina del suelo, bajo el catre hecho de metal y resortes que Gerardo jamás había querido cambiar por uno de madera.
Su abuelo nunca fue alguien normal.
—No puedo creer que esta cosa exista.
La dichosa historia de él en pañales le había causado tantos momentos embarazosos que hasta la consideraba un artefacto legendario.
—Pues ahora es tuya —sentenció Violeta, sin dejar de organizar sus pertenencias; apenas prestándole atención.
Ilari la alzó y se dedicó a analizarla. Era un material bastante pesado, parecido a la porcelana y con forma de piano. Se veía bastante vieja y desgastada, con algunas esquinas resquebrajadas por caídas antiguas. Se preguntó si su abuelo se enojaría mucho si terminaba vendiéndola en la feria de la villa. Tal vez le ofrecieran un par de monedas más si el mecanismo interno funcionaba correctamente.
Al abrirla, se sorprendió al encontrar una larga y delgada cadena de plata. Al alzarla, descubrió que en realidad era un medallón redondo y parecido a una moneda no más grande que la uña de su dedo pulgar. El diseño de un par de alas saltaba a la vista pese a los pequeños rasguños que tenía en los bordes.
—¿Abue? ¿Esto viene incluido en el regalo?
Violeta se dio la vuelta. Sus ojos se ampliaron ligeramente al ver que Ilari sostenía la cadena con dos de sus dedos de un extremo, algo como la duda cruzando sus facciones. Sin embargo, pronto pareció recuperar la compostura.
—Sí, es para ti. No se te ocurra perderlo, Ilari —le advirtió Violeta.
—¿Por qué? ¿Es algún tipo de amuleto?
—Una reliquia familiar. Se lo vi puesto a uno de tus tatarabuelos cuando era niña.
Ilari alzó las cejas y silbó por lo bajo. Pensó para sí mismo que lo único que le faltaba era recibir un papiro con las coordenadas de un tesoro.
Para nada divertido con su propia broma, Ilari quiso guardar la cadena devuelta en la cajita, pero en ese instante, algo en el aire cambió.
Ilari no tenía una forma coherente de explicarlo. Fue como si un zumbido se metiera a su cerebro y no dejara de vibrar tras su nuca. Casi se desconoció a sí mismo antes de abrir el broche y colocar la cadena alrededor de su cuello. Asegurándola contra su esternón como si hubiera estado destinado a usarla desde el principio.
Violeta lo observó en silencio antes de suspirar.
—Supongo que no se puede evitar.
Horas más tarde, en el último periodo de clases, Ilari estuvo bastante distraído. Sus dedos girando el pequeño medallón de manera inconsciente. Se sentía embotado, como si tuviera el cerebro repleto de humo. Una pesadez cada vez más creciente se apoderaba de su cuerpo.
Había notado la primera señal de que algo no andaba bien cuando uno de sus amigos le dio una palmada en la parte trasera de su cuello a modo de saludo. La ropa había obstaculizado la mayor parte del contacto directo con su piel, pero eso no había evitado que un repentino retortijón invadiera sus entrañas con cada palmada que sintió. No pudo evitar alejarse ligeramente de Jay, y con ello la sensación extraña prácticamente desapareció, solo dejando un vago recuerdo de esa pesadez en su estómago.
La siguiente oportunidad fue con una chica que se le había acercado en la clase de artes plásticas para pedirle prestado un marcador. Fue fugaz, apenas el roce de sus dedos índice, pero aquello fue suficiente para que un hormigueo le recorriera las mejillas y el torso, parecido al adormecimiento de una pierna cuando está en la misma posición demasiado tiempo.
Aquello lo asustó tanto que prácticamente saltó de su silla. Sus compañeros alrededor se burlaron diciendo que quizá algo se le había metido en el culo, pero sus palabras no quedaron registradas en el cerebro de Ilari. Todo en lo que podía pensar es que había algo extraño con él. Algo bastante aterrador.
La tercera vez que el incidente se repitió, fue cuando Willow Caruso se le acercó a la salida del colegio.
Ilari no guardaba una gran impresión de la muchacha. Lo único que sabía acerca de ella es que habían compartido clase durante un año. En un curso de más de 30 estudiantes por paralelo, apenas y podía recordar las caras de sus actuales compañeros de aula.
Así, cuando escuchó que lo llamaban su nombre a través de la multitud y dados los eventos a los que había sido expuesto, Ilari prefirió ignorarla para poder volver lo más rápido a casa. De todos modos, la voz de la chica ni siquiera se le hacía conocida.
Sin embargo, no contó con el hecho de ser alcanzado en un santiamén, su paso siendo interrumpido cuando ella se interpuso en su camino.
Era algo más baja que él, su cabello sostenido en una coleta alta y los pantalones de su uniforme arrugados hasta el extremo de decir basta. Con sus manos contra las rodillas, ella se tomó un par de segundos para recuperar el aliento.
Ilari no tuvo la suficiente paciencia para ello, así que prefirió urgirla para que hablara.
—Ah... ¿necesitas algo?
En aquel día, ni siquiera le parecía importante preguntar por su nombre. Simplemente no estaba interesado en lo que sea que quisiera decirle.
Ella, cuando por fin lo encaró, pareció ponerse nerviosa.
—Um, pues... esto...
—¿Sí? —Ya comenzaba a cansarse.
Ella se siguió removiendo, las palabras prácticamente atoradas en su lengua. Al final, se limitó a extenderle un pañuelo. Un simple kleenex.
Tenía que estar bromeando. Ella no pretendía entregarle un pañuelo y arriesgarlo a tocar a alguien más por accidente, no ese día, ¿cierto?
Ilari retrocedió un paso, una sensación primitiva ascendiendo por su espalda; urgiéndole que huyera.
—No estoy resfriado —dijo por toda respuesta, dispuesto a escapar de ser necesario.
No previó lo que pasó después.
Cuando esa mano pequeña y cálida alejó la suya de su pecho y colocó el kleenex contra su palma, cuando ella cubrió la mano de Ilari y lo obligó a apretar el kleenex hasta que el crujido de algo más grueso y oculto por el pañuelo se escuchara, el tiempo se detuvo por un segundo.
Y al siguiente, se descubrió a sí mismo vomitando.
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