N•3 La Caída Del Infortunio
Odio ir a clases. Detesto el instituto, a los maestros, a los estudiantes, detesto a mis padres por obligarme a ir a clases. ¿Cuál es la finalidad de estudiar una materia que voy a olvidar en menos de cinco minutos? Apenas tengo dieciséis, me falta un año más para salir de este infierno y enfrentarme a un infierno aún más infame. Dudo de mi capacidad por entrar a una universidad, encontrar un trabajo es lo más conveniente en mi caso, lo difícil es conseguir uno cuando nunca en mi vida he trabajado.
Se acatar órdenes, es un fastidio pero obedezco y se controlar mi mal humor y mi falta de entusiasmo con una sonrisa falsa que calma hasta al maestro que más odio me tiene, así es, y es mi materia favorita. Nótese el sarcasmo, matemáticas.
Mientras el maestro explicaba la ecuación, yo me dedicaba a dibujar en mi cuaderno, observando de reojo al pizarrón para no levantar sospechosas. Siempre me siento en los asientos del medio del salón, me permite estar fuera de la vista de los maestros y lejos de las bromas de los fastidiosos del fondo.
El aullido de un lobo interrumpió la clase. La gran mayoría de mis compañeros se levantaron de sus asientos y se asomaron por la ventana. Era extraño escuchar a los lobos en esta época del año y en esta ciudad, en Quedlinburg y menos en otoño.
Mientras el maestro intentaba que mis compañeros volvieran a sus puestos, el timbre para el receso dio fin a las clases. No me había dado cuenta que las dos horas ya habían transcurrido, si me la pase dibujando. Era mucho más divertido dibujar que poner atención.
En el instante en que escuché el timbre tomé mis cosas y caminé a paso rápido hacia el pasillo. Mi cuerpo se acostumbró a ese método. Huir sin ser vista para que cuando pregunten por mí ya he desaparecido.
Con la cabeza agachada caminaba hacia mi casillero para guardar los libros y en un traspié que sufrí producto del piso mojado me resbalé y casi caigo al suelo, afortunadamente y gracias a mis maniobras por estabilizarme, en otras palabras aletear como un ave enloquecida, choqué con un chico que pasaba a mi lado, y fue él quien termino con la cara estampada en el suelo, aunque el choque me devolvió mi equilibrio sentí lástima por el chico ya que todos los estudiantes que presenciaron la escena y los que no, se reían a carcajadas.
Realmente quería ayudarlo a levantarse pero él se levantó tan rápido que apenas me dio tiempo de disculparme. Yo me quedé de pie un par de segundos aparentando ser un poste, no quería volver a resbalar y caer.
Cuando todos me dejaron de prestar atención me volteé para ver como el chico se marchaba corriendo por los pasillos esquivando a los brabucones que se reían en su cara. Su cabello rubio platino me recordó a mi hermano, aunque él tenía el cabello de un tono más oscuro.
¡Eberhard! Lo había olvidado. Por nada del mundo debo encontrarme con él. No quiero ni verlo y ahora que recuerdo la próxima materia nos toca juntos.
Decidí hacer lo que siempre hago en situaciones como estas, huir de mis problemas. Soy bastante cobarde o me fastidia discutir en disputas que sé que la tonta nunca va a ganar porque soy la idiota de la familia.
Guardo mis libros en mi casillero y me alejé con sigilo fuera del establecimiento, a pesar que debía saltar el muro para salir, nada se comparaba con el inconveniente que tuve que soportar. Mi blusa se enganchó en las puntas de acero en la cima del muro y al saltar hacia el otro lado terminé con un rajón en mi ropa. ¿Quién coloca cerco de puntas de acero en un instituto? Está bien que la delincuencia este en aumento pero la seguridad es excesiva.
Mientras discutía con mi estupidez dentro de mi cabeza, escuché unas voces a lo lejos.
Era un murmullo inteligible, así que, preferí acercarme un poco bastante, hasta podría atreverme a decir mucho, hacia el origen de las voces y fui capaz de identificar a uno de ellos, su cabellera rubia platino lo delataba. Era el chico al que acababa de arrojar al piso y el otro era... era... no tenía ni idea pero el miedo se apodero de mí cuando ese chico, que conseguía cubría su rostro con una capucha, me observó con una mirada intimidante que casi me obligó a salir huyendo si mis piernas no se hubieran paralizado, no las podía mover.
Tragué saliva pensando lo peor, que podría ser de la mafia o un sicario pero a pesar del desasosiego que me producía el tonos verdosos de sus ojos me encantaron.
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