7. Atlantis
Motivado por su visión, Aeternum nadó junto a su hermano. Bastó con seguir la gran costra pétrea, hasta dar con lo que buscaba. No quedaba nada, sólo vestigios de una gran ciudad. Ruinas. Los grandes pilares que algún día sostuvieron la Atlántida, yacían fracturados, deteriorados. No estaba oscuro, la luz de la superficie alcanzaba a tocar el fatídico lecho marino. Más que dolor, el joven tritón sintió curiosidad. Todos los sueños correspondían a ese lugar.
Nadó, despacio, entre los cimientos de lo que alguna vez fueron majestuosas edificaciones. Palpó el oricalco cubierto de algas, la suave capa verde que crecía sobre pedruscos y restos sin forma. Su hermano lo acompañaba, sin acercarse demasiado, incapaz de comprender por qué Aeternum tenía pensamientos tan complicados.
¿Qué es lo que había pasado? Se preguntaba. ¿Por qué soñaba con ese sitio? ¿Qué clase de criatura era, y por qué no había más como él? Mientras se movía entre bancos de peces que ahora habitaban la amplia explanada bordeada de altos acantilados, era imposible que no se cuestionara todo eso.
Aeternum observaba las ruinas, miraba a su hermano, se veía a él, y entendía... Entendía que su origen estaba más allá del mar, más allá de las codas, más allá de las ballenas. La mitad inferior de su cuerpo era similar a la de las especies marinas, pero, nunca antes había visto nada parecido a su mitad superior.
En ese momento, un nuevo sentimiento apareció en el tritón. Había encontrado lo que de verdad deseaba, un anhelo, un destino. Miraba su alrededor e imaginaba la gran ciudad que alguna vez existió. En ese momento no lo sabía, pero entendía que su origen, su proveniencia, las respuestas a su pasado, estaban ahí, y quería averiguarlo.
Levantó ambas manos para mirarlas. En la derecha aún portaba el cristal negro encontrado en el fondo de la fosa, así que usó la izquierda para desprender un trozo de oricalco de un arco antiguo. El fragmento de la Atlántida tenía un orificio en el centro, y Aeternum sabía exactamente qué hacer con él.
Nadó hasta un alga cercana. La arrancó. Pasó el cauloide por el orificio y ató un nudo. Fijó el aditamento a la unión de su cola y cintura, entre un par de pequeñas aletas que lo inmovilizaban.
Decidido, fue directo a su hermano. Lo miró a los ojos y emitió un par de pulsos largos. La respuesta llegó con clics, igual a la suya. La ballena dio la vuelta y acarició a Aeternum con su aleta caudal antes de irse. El tritón se quedó solo.
Así los años fueron pasando. El misterioso cristal negro se convirtió en fuente de sabiduría. Los recuerdos de una civilización antigua estaban guardados en él. Primero, Aeternum se quedó en la Atlántida, pero en cuanto sus dudas estuvieron resueltas, decidió recorrer océano para aprender más y más sobre el mundo en el que vivía. Algún día, cuando estuviese listo, se enfrentaría a su destino.
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