58. Enamorarse
58. Enamorarse
—Así que, es ella —dice el abuelo al verme entrar—. La de cabello negro, cara perfilada, cuerpo de sirena y elegante.
—Sí.
Hace girar su silla de ruedas.
—Te comprendo perfectamente —agrega, feliz.
Trato de sonreír pese a no tener claro el motivo.
—Es más que una cara bonita.
—¡Oh, me imagino! ¿Sabe hacer la colada, barrer, planchar y cuidar niños?
—Sí. Le encanta. Sobre todo cuidar niños. Son su pasión.
—«Pasión». Sí. Lo noté por cómo le habló a Pru. Y, ¡oh! —El viejo Oscar Fernández se estremece—. Me imagino todo eso canalizado en... —Esta vez si me hace sonreír de forma genuina—. Olvídalo.
—Es increíble en muchos sentidos.
—¡Ah, también sabe cocinar!
—Sí —Me suelto a reír y me inclino para dar un beso en la frente a mi abuelo—. También es excelente en eso.
—No me malinterpretes, pero te juro que pensé que eras gay.
Alzo mis cejas.
—¿En serio?
—Sí. Después de Pru no hubo nada serio.
—Tenía dos trabajos.
—¿Y pasar tanto tiempo con Alex y Roy? Eso se pega, hijo.
—No. Ellos son pansexuales... creo. Eso les entendí. O al menos Alex, que también parece llamarle la atención el travestismo.
—¿Panse...? —Mi abuelo devuelve rápido sus lentes de medio aro a su lugar en tanto están a punto de caerse—. ¿Ya agregaron otra cosa? —asiento—. La gente de hoy en día se aburre tan fácilmente —da media vuelta a su silla de ruedas, molesto—. Ya los quisiera ver desgranando maíz en el campo.
—¿Te vas?
—Sí. Iré a supervisar que las milanesas que sobraron queden bien almacenadas.
—Bien pensado.
—«Pansexual» —repite, molesto—. Trisexual, tejonsexual, cebollasexual. Allá en mi rancho solo necesitabas esposa, tierra, azadón, un par de caballos, seis pollos y una vaca.
—Y mamá te quiere comprar un teléfono móvil —digo, mirándole marcharse.
—No. ¿Yo para qué quiero eso? Esas cosas piensan solas.
—No sé cómo puedes estar sin un teléfono.
—Oh, no. Lo interesante sería qué harían ustedes, nuevas generaciones, sin uno.
Niego con la cabeza sin dejar de sonreír y finalmente subo a mi habitación.
¿De vuelta a la realidad? Llevo días durmiendo el apartamento de Ivanna y puede que me acostumbrara sin querer.
«No, no fue sin querer», me reto. Me gusta sentirme cerca de ella.
Saludo a la puerta de mi habitación como si se tratara de una vieja amiga. Es, quizá, una vieja amiga; la que respeta la paz que da la soledad. Ya había entrado con Pru, pero hacerlo solo será diferente; sin embargo, al abrir veo dentro a mamá.
—Ey —saludo, sin ganas; preguntándome qué necesita.
—Los vecinos deben haber disfrutado ese espectáculo —critica.
—Cuando quieran —digo, sin importarme, y termino de entrar.
Los vecinos no pagan nuestras facturas pendientes.
—No pensé que lo que hay entre ustedes fuese tan intenso.
Le costó encontrar una palabra que lo describiera a la perfección.
—Con Ivanna todo es intenso —suspiro, dando otro vistazo a las cuatro paredes a mi alrededor. Hay conejos por todos lados.
—Ya no dejes que te manipule —aconseja mamá, sentándose en mi cama, y es irónico que lo diga al mismo tiempo que miro los conejos.
Dejo caer mis hombros.
—Ya ni siquiera quiere verme, así que... ganaste.
—Yo no gané, Luca.
Doy la vuelta a modo de señalar las paredes de mi habitación.
—Pru es detallista —defiende mamá.
—Pero ya no la quiero como merece —reconozco—. Quizá nunca lo hice.
—Sí lo hiciste.
—No. Lo mío con ella nunca se sintió igual que lo que tengo con Ivanna.
—Porque era un amor tranquilo, honesto, real.
—En el que solo ella ponía de su parte.
—Puede que ahora no lo recuerdes, pero...
—Me apoyó mucho; sí, lo sé... y me ayudó a no sentirme solo. Pero tampoco quiere decir que esté en deuda con ella.
El cómo me hizo sentir Ivanna hace un rato me ayudó a darme cuenta de eso. Quizá lo sabía —en el fondo—, pero no lo reconocía. No necesitaba reconocerlo. Me ayudaba el hecho de no reconocerlo.
—¡Gracias Dios! —escucho celebrar a Clarissa y me giro para cerrar la puerta.
—No estoy siendo justo con Pru. No pienso en ella de la misma manera que pienso en Ivanna...
—No tienes futuro con Ivanna —afirma mamá.
—Puede que no, pero con Pru tampoco.
—¡Sí! —vuelvo a escuchar celebrar a Clarissa ahora más cerca. Casi puedo verla con la oreja pegada a la puerta.
—¡Clarissa! —la regaño y sale corriendo.
—Pru —mamá una vez más intentará defenderla.
—Si lo que vio hoy no quedó lo suficiente claro, volveremos a hablar.
—Pero te quiere.
—Y nadie mejor que yo entendió hoy que eso no es suficiente.
—Luca.
—No es suficiente, mamá —repito, yendo a mi baño por una bolsa de basura.
—Entonces dejarás de intentarlo con Ivanna.
Tomo una bolsa de basura del mueble del lavamanos y regreso a mi habitación.
—Luca —insiste en que responda en tanto empiezo a meter dentro de la bolsa cada uno de los conejos.
—No. Hoy vi algo que me dio esperanza.
—¡Luca! —Mamá lleva ambas manos a su cara, cansada.
—¡Lo sé! —reconozco—. ¡Te juro que lo sé! —hago la bolsa a un lado y camino hacia ella para tomarle las manos. Necesito que me vea—. Pero la quiero y ella...
—¡Ella no! —La desesperación de mamá desgarra su voz—. ¡Es mala... malvada! ¡Una arpía de primera! ¡Se mete con tipos casados! ¡Y viste cómo humilló a Pru...! ¡También ha hecho negocios fraudulentos! ¡No me digas que no es cierto, Luca; por Dios!
Suelto sus manos y me alejo tres pasos.
—Pues... pues Rodwell también ha hecho todo eso.
—Luca.
—Y no digas que no es lo mismo. Porque lo es.
—Aléjate.
Me siento en la alfombra con la bolsa de basura a un lado.
—No.
—¡Luca! —Mamá se incorpora y camina de un lado a otro con frustración.
—Sé que no te voy a convencer, pero...
—Te romperá el corazón.
—Ya lo rompió. Pero la sigo queriendo con cada pedazo.
—¡Dios!
Creo que mataré a mamá de un infarto.
—Deja que lo termine de hacer añicos. Tal vez así recapacite.
Ella se inclina delante de mí para abrazarme.
—Estaré bien. Te lo prometo.
—Eres muy tonto.
—Prefiero la palabra «persistente».
—Y necio.
—Bien. Dejémoslo en «necio».
Vuelve a tomar asiento en la cama.
—No es fácil dejar ir a una mujer así —digo, limpiando mi nariz.
—«Mujer así». En los prostíbulos hay un montón.
—¿En serio? Voy a ir —aseguro, sonriendo; pero a mamá no le hace gracia. No obstante, me pongo de pie y sigo metiendo dentro de la bolsa de basura los conejos de peluche.
—Te puedo ayudar —propone ahora, pareciendo querer ir por otra bolsa.
—No, yo puedo. Y ya mañana traeré cajas.
—No son tantos conejos —dice mamá, con miedo.
—Eso es para mis cosas —admito—. Me voy a mudar.
¿De dónde salió eso? Quizás, como toda decisión necesaria, solo salió.
—¿Con ella?
Me tengo que reír:
—¿Si oíste que no quiere ni verme?
Sigo metiendo uno tras otro los conejos dentro de la bolsa. Es como si se multiplicaran.
—Es hora de que me vaya. Lo dijiste durante la cena: ahora sin la hipoteca, tengo libertad; aunque no para irme de misionero, solo irme.
—Esta es tu casa.
—Lo sé, pero necesito más independencia.
Mamá intenta hacerme cambiar de parecer.
—Luca...
Esto solo va de mal en peor para ella.
—Así debe de ser. Debo convertirme en un «hombre» —rio, triste—. Como sea eso. ¿Debo ir a embriagarme, buscar mujeres y ver fútbol? —digo, mirando al cielo; pensado—. ¿Qué es lo que hace un hombre?
—Tú eres...
—Para ti tu bebé, creo, y siempre lo seré. Para Ivanna un niño y para la oficina de impuestos si que soy un hombre... Así que es confuso.
—Mi cielo...
—Me iré en unos días.
Mamá «lo acepta». A regañadientes lo acepta.
—Entonces no hay nada más que decir.
—No —digo. Aunque ahora que lo recuerdo—. Solo una cosa —No me quedaré con la duda—; ¿qué quería el chófer de Rodwell?
—Le pedí enviarme el video de tu padre —Mamá lo coge de la cama—. Solo que es una cinta VHS.
—Creo que Alex tiene una reproductora de vídeo para esto —digo, viendo el videocasete—. Le diré que me la preste.
—Lo lamento todo —se disculpa.
—Tú también cuídate —le ruego. Porque así como ella teme que Ivanna me siga lastimando, yo temo que Rodwell o cualquier otro se aproveche de ella.
Desde que comencé a trabajar en Doble R nuestra relación se averió. Antes, mamá, Clarissa, el abuelo y yo formábamos equipo. Nos organizábamos para mantener esto a flote a pesar de no contar con papá. Pero las cosas cambiaron.
Llegó la hora de buscar mi propio camino. Nunca lo tuve tan claro tiempo atrás.
Todavía ocupado con las cosas que dejó Pru, la voz de Clarissa me saca de mis pensamientos y voy a la puerta a abrirle. No la esperaba... o tal vez sí.
Voy de sus ojos a sus manos. Trae con ella mi carpeta de dibujos.
—La saqué antes de que Pru revisara todo.
—Gracias —la tomo de sus manos—. Supongo que no revisaste mis sacos.
—No. No se me ocurrió. ¿Qué había dentro?
—Nada —beso su frente—. Eres la mejor.
Clarissa suprime un sollozo y, como es su costumbre, me mira con preocupación.
—También escuchaste que sigo queriendo a Ivanna y que me voy a mudar, ¿cierto?
Ella asiente.
Dejo a un lado la carpeta, la abrazo e inevitablemente llora. No hay mujer que me quiera más en este mudo; excepto, quizá, mamá.
—Estaré bien —Le prometo de igual forma.
«Estaré bien».
Me desvelo dando un vistazo a los apuntes de papá, también a lo que yo he añadido a su historia: La mujer lobo amante de la luna de sangre, la supremamente bella que siempre viste de rojo; solo que ahora la dibujo tirada sobre una piedra, moribunda, sin alma; pues sus pares le sacaron el corazón.
—Pero sigue viva —decido.
«Hoy pasaré la noche sin ella», lamento.
«Tenías que arruinar todo», sale a defender el Sinhueso.
Tuerzo mi boca en una mueca.
—Ah, ahí estás.
«Éramos tan felices».
—No nos quiere —le recuerdo.
«A ti no te quiere», objeta, egoísta como siempre; codicioso, pensando solo en él.
—Perdón si me interpongo entre ustedes.
«Estaré en huelga hasta que volvamos con ella».
—Eso no lo decides tú.
«Vamos a ver si no».
Me tiro sobre mi cama, me recuesto de lado y sigo dibujando.
IVANNA
No sé cuánto me quedo apoyada en la puerta de la habitación de huéspedes, pero es el mismo silencio el que me devuelve al presente. Vuelvo a mirar el largo pasillo que va de la sala de estar a la puerta de la última habitación, mi habitación, y sigo caminando.
Entro, me saco los tacones, la falda, el sujetador y las joyas y me siento en mi cama trayendo conmigo mi bolso. De este saco mi crema desmaquilladora y toallitas y me pongo a trabajar.
«Terminó la función», suspiro.
Al finalizar me termino de desvestir y voy al baño a darme la ducha de agua tibia prometida.
Salgo del baño en bata y descalza, pero no directo a la cama. No tengo sueño.
Es extraño; me siento cansada pero no tengo sueño.
Saco de la caja de pañuelos la rosa y la margarita y, de igual forma dispuesta a resolver ese pendiente, elijo un viejo álbum de fotos que guardo en mi armario para meter dentro ambas flores.
En la parte baja del armario, uno junto a otro, también me esperan algunos amigos entrañables, de esos que te conocen bien: Jhonnie y Jack. Cojo a Jhonnie y voy a la cocina por un vaso y hielo.
Al pasar junto a mi bar del mismo modo saludo a Grant, Jameson y a Jim Bean.
—Hoy sin Ginger Ale —digo, buscando el hielo en la nevera. La cierro empujándola con mi pie y me preparo el trago.
«Nada mejor que un Whisky, excepto quizá...»
—No, no lo hagas —intento convencerme. Pero la decisión está tomada. Por lo que, al regresar a mi habitación, con el Whisky en mi mano vuelvo a mi armario y, tras buscar hasta el fondo, saco del último cajón un cofre negro con llave.
—¿Dónde guardé la llave? —pregunto a la nada, molesta.
No recuerdo.
«Esa es la idea».
Sin importarme, dejo sobre la alfombra el vaso de Whisky, busco una esquina y golpeo dos veces contra esta el cofre.
Nada. Hace falta un tercer golpe.
Lo primero que veo dentro es un Post-it escrito con mi puño y letra.
Te vas a morir de cáncer.
—Ojalá.
Tomo de dentro una cajetilla y un hermoso encendedor color rojo que tiene grabado en un lado el nombre «Ivanna» y del otro la Torre Eiffel.
Tiro a un lado el cofre y saco un cigarrillo de la cajetilla.
Aspiro su aroma.
—Uh la la.
Todavía sirve.
Dejo a un lado la cajetilla, pongo el cigarrillo en mi boca y me doy a la tarea de encenderlo.
«Cáncer».
—Que Isabella me pase el suyo y se quede con su marido —digo, entre dientes—. Ella sale perdiendo —rio al por fin conseguir encender el cigarrillo.
«Se siente bien».
—Délicieux.
Con el cigarrillo, el Whisky y el álbum de fotos en mano me encamino hacia el sofá y me recuesto.
—Un cigarrillo es mejor que un marido —digo, firme—. No te arma escenitas ni te traiciona —miro el cigarrillo—. Aunque, por otro lado, el cigarrillo no te folla.
Acaricio mi barbilla, pensando.
«Difícil decisión».
—El cigarrillo es barato, pero el marido te regala cosas; el cigarrillo se termina rápido y el marido a veces estorba...
Siempre estorba.
—Pero el marido no te da cáncer —reflexiono—. Aunque Isabella no estaría de acuerdo con eso —mascullo, pensándolo mejor, y me suelto a reír.
No obstante, pronto cubro mi boca sintiéndome culpable.
Menos mal estoy sola.
—Que mala eres, Ivanna. Muy mala —digo, suprimiendo una nueva carcajada.
»Hoy en «Reflexiones con Ivanna Rojo» —continúo, regresando mi atención al cigarrillo—. ¿Y qué será mejor que un hombre y un cigarrillo? —me pregunto—. ¿El Whisky? ¿El dinero? Con dinero puedes comprarte un hombre, cigarrillos y Whisky además de un hermoso guardarropa. Gana el dinero.
El reloj pasa de la medianoche y entre más Whisky bebo más me incomoda la boca del estómago.
De nuevo la gastritis. Hoy comí poco. Ni siquiera cene. Me incorporo, voy a mi bolso por pastillas y me las bebo con otro trago de Whisky.
Después busco la cajetilla para hacerme de otro cigarrillo.
—Por mí, por la polla de Luca y por Francia —digo al encenderlo y me vuelvo a recostar en el sofá.
Ahí cojo finalmente el álbum de fotos. Son todas instantáneas mías, de Babette y papá. Hace años no las veía. Antes, al salir de la universidad, lo hacía cada noche antes de dormir y solo me hacía daño yo misma.
Empiezan conmigo de bebé. Nací el 4 de mayo de 1987 a las 7:31 de la mañana. Babette lo anotó en el borde de la instantánea.
Me llamaron Ivanna porque significa «Regalo de Dios». Los médicos habían dicho que Babette, debido a su edad, no podría tener hijos y me concibió a los cuarenta; y Lorraine, que es el variante francés de «Lorena», Babette me lo puso por mi abuela; además de que siempre le gustó.
El resto de fotografías van desde poses mías haciendo caras hasta salidas a pasear, cumpleaños y otras festividades.
En la mayoría aparecen Babette sana y papá, y en otras inclusive sale mi amiga Victoria.
Y tal... tal como lo temía, vuelvo a llorar.
Golpeo el álbum de fotos con mi mano y doy otra calada al cigarrillo.
«Basta ya».
Sigo pasando páginas, cada instantánea tiene anotada la fecha y el lugar; lo que me hace pensar...
Regreso páginas buscando el año 93 y mi interés recae en una fotografía en particular. «Ivanna cantando "Bajo el mar". La acompañan Mozart y Peluche. Sala de estar de nuestra casa. 20 de febrero de 1993». Dos días después de que Luca naciera. Es la más cercana que tengo a esa fecha.
Estoy de pie sobre un sofá de la sala, disfrazada de Ariel, la sirenita; y abajo en el piso, tal como lo destaca la foto, se hallan Mozart y Peluche, dos perros Poodles que fueron mis mascotas. A uno lo disfracé de Sebastián y al otro de Flounder.
El disfraz me lo compraron en Halloween; pero, según Babette, yo insistía en volver a ponérmelo hasta el siguiente Halloween, cuando me dieron uno nuevo.
—¿Ves? —musito, molesta, dando otra calada a mi cigarrillo—. Cuando tú ni balbuceabas yo ya bailaba y cantaba canciones de la sirenita.
»En español y francés —agrego.
»Ya era una hembra empoderada de cinco años.
»Mientras tú dormías todo el día, yo ya paseaba con mis perros.
Paso a la siguiente fotografía: soy yo saltando sobre una piscina de pelotas.
—Y cuando tú aún ni podías sentarte solo, yo ya saltaba sobre una piscina de pelotas.
»Te ibas para atrás y tenían que volver a sentarte. Así de inútil.
La siguiente fotografía es del día de mi cumpleaños.
—Aquí casi tenías tres meses —digo, viéndome soplar las velas de mi pastel número seis—. Y mientras yo ya comía pastel, a ti aún te daban el biberón y pecho. Y en la boca porque ni siquiera podías hacer el esfuerzo de agarrarlo solo.
»Ay sí, y báñenlo porque tampoco puede.
»Y límpienle el trasero.
»Te tuvieron que enseñar a hablar, a caminar, a avisar que te hiciste «popo».
Sigo pasando páginas.
—Mientras yo vivía mi vida.
»Declamé en público un poema a Babette a los ocho años. ¿Qué hacías tú? Ya tenías dos y seguro ni siquiera podías pronunciar la «R» ni frases de más de cuatro palabras. ¿Te das cuenta de la diferencia?
»La diferencia en los juguetes, yo Barbies, tú sonajeros; yo cereal Froot loops o Capitán Crunch, tú papillas; yo vestidos de princesa, tú pañal. Porque ni siquiera podías vestirte solo. Babette aún me peinaba, pero lo demás ya lo hacía sola.
»Y así pasan los años.
»Caricaturas, el colegio, la música, amigos, ¡Santa Claus! Todo siempre diferente.
»Además, yo desde muy joven tuve que hacerme cargo de mi familia, tú... tú también —lloro, doy una nueva calada a mi cigarrillo y miro el techo.
«Ahí convergemos, Luca».
Apago mi cigarrillo en una fotografía en la que aparece Rodwell junto a papá, lo apago en su cara para ser exactos; después vuelvo a acomodar la rosa y la margarita en la última página del álbum y, cansada, me duermo abrazándolo.
«Au clair de la lune, Pierrot répondit, Je n'ai pas de plume, Je suis dans mon lit ».
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No estoy segura de preguntar por impresiones.
Saben, la amen o la odien (comprendo ambas posturas) Ivanna es uno de los personajes más reales que he escrito.
En este capítulo narran ambos porque originalmente esto pertenecía a los dos capítulos anteriores ya publicados. Pero ya saben que a veces me hago un relajo sola. En la edición final lo reacomodaré. O tal vez no. Igual queda bien así (?
Dos edits que dejaron en el grupo de Facebook: Tatiana M. Alonzo - Libros
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