45. ¡Hasta que te conocí...!
Dedicado a todas/os las/los lectoras/es de México. Siempre de los más alegres ♥
ADVERTENCIA: En este capítulo se me volvieron a ir las cabras al monte y ya saben lo que toca cuando eso pasa :/ xD
¡AH! Y POR FAVOR! Todos, en general, siempre chequen que el capítulo si haya terminado; porque tengo a muchos diciendo (en el grupo de facebook) «Esta parte no la leí», y todo porque al ver un espacio asumen que el capítulo ya terminó, y no. El capítulo siempre termina con mi nota de autora. Chequen los anteriores por si no se les pasó algo.
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45. ¡Hasta que te conocí...!
—¡No! —grita con desesperación Max Solatano y lleva ambas manos a su cabeza al verme.
Asustado, sin entender qué pasa, levanto mis manos y doy dos pasos atrás.
—Adelante. No le hagas caso a Max —gruñe otro chico al salir del pasillo. Sobresale debido a su sobrepeso. Pasa una mano por encima de su cara y señala a Max—. Apostó que debido a la lluvia ningún alumno vendría, pero ya estás aquí.
—Te dije que no vinieras vestido así —me reprocha Max, viendo con enojo mi saco, corbata y pantalón.
Cierro el paraguas que me obsequió Marinaro y lo dejo a un lado.
—No me dio tiempo de ir a cambiarme.
—Ya déjalo en paz —dice el chico con sobrepeso invitándome a que pase de la entrada. En la recepción se encuentran ellos dos, la recepcionista y la chica asiática hippie.
Max no deja de insistir en que, de no ser por mí, hubieran cerrado temprano.
—¡Es martes de 2x1 en Ta-tacontento!
—Pero tú ya puedes marcharte —le dice el chico con sobrepeso—. La clase que falta es mía.
—¡Pero quedamos de ir juntos!
—Sí. Ve tú solo —le dice la chica hippie a Max y este esboza una mueca de disgusto.
—O quédate y espérame —propone el chico con sobrepeso—. Por cierto, mi nombre es Sam —se presenta conmigo.
Extiende su mano hacia mí y lo saludo.
—Yo soy Luca.
—¡Bien, esperaré! —resopla Max, frustrado, y, una vez que Sam se despide de beso de la chica hippie, los tres atravesamos el pasillo y caminamos hacia una de las salas que tiene el lugar. Dentro hay una pizarra, sillas e instrumentos.
Me quito el saco y la corbata y los coloco sobre una silla para que Max deje de fruncirme el ceño.
—Así que vienes a clases de guitarra —dice Sam, indicándome tomar asiento en la silla frente a él.
—Sí. Quiero aprender a tocar.
Max, ya más relajado, coge una guitarra y me la entrega.
—¿Y por qué quieres aprender a tocar? —me pregunta Sam.
«Para conseguir esta cuenta». No obstante, no puedo decir la verdad.
«Piensa en otra cosa, Luca».
—¿Impresionar a una chica? —contesto con duda, pero consigo que los dos rían.
—Sí. Esa es una razón válida —asiente Sam.
Su sonrisa es peculiar, del lado derecho no se estira del todo y su ojo, del mismo lado, es un poco más pequeño que el otro.
Me habla de las guitarras en general: su historia, de qué suelen estar hechas y me pide contar cuántas cuerdas tienen mientras me da información sobre estas.
—¿Qué canción aprenderé a tocar primero? —pregunto.
—Tranquilo ahí, Jimi Hendrix —se burla Max—. Esta guitarra es tu chica —señala la guitarra en mi mano—; antes de tener sexo con una, ¿primero no la preparas? —me hace ver y Sam le recuerda que la clase es de él.
—Aunque Max tiene razón —agrega—. Primero aprenderás a cambiarle las cuerdas y afinarla.
Y a eso le siguió aprender acordes.
—Muy bien, campeón; sigue así y en seis meses ya tienes «Estrellita dónde estás» —me «felicita» Max, pero la referencia a esa canción me hace alzar las cejas y reír con él.
—Ya déjalo en paz —dice Sam y me indica que puedo bajar la guitarra. Después de una hora, la clase terminó—. A la siguiente clase puedes traer tu propia guitarra si así lo prefieres.
—No tengo —digo, incómodo.
—Definitivamente lo hace por la chica —opina Max sacando un par de llaves de su bolsillo—. ¿Al menos es linda?
Devuelvo la guitarra a su lugar antes de contestar.
—La más hermosa que hayas visto.
Él se cruza de brazos y me mira con recelo.
—Lo dudo. ¿Cómo es su cabello?
—Lacio. Castaño. Casi negro.
—Demasiado común —opina—. ¿Es pecosa? ¿Renunció a comer carne para no dañar animales?
—Pues odia los carbohidratos —digo, rascando con incomodidad mi oreja.
—Yo amo los carbohidratos —dice Sam.
—¿En serio, gordo? —Max coloca una mano sobre su hombro y se sienta junto a él—. Gracias por aclarárnoslo.
Sam lo empuja y este responde con un golpe en la frente. Parece ser su forma de bromear.
—¿Y ahora vas a reunirte con ella? —me pregunta Sam.
—Me estoy quedando en su apartamento.
—Bien ahí —me felicita Max.
—Aunque en este momento ella está con otro.
La recepcionista toca la puerta y Max sale a recibir las cervezas y una nueva bolsa de snacks. Deja todo sobre una silla todo, destapa una cerveza y me la entrega.
—Entonces cuando Pru llamó me fui a otro lado con el teléfono y le dije que le explicaré todo más tarde.
—Error —dice Sam dando otro trago a su cerveza y Max está de acuerdo.
—Pero, ¿qué iba a hacer? —me defiendo—. Ivanna me esperaba en la cocina, estábamos por salir..., ya teníamos agendada la mañana... Lo que no sabía es que por la tarde iría con Marinaro.
Doy el primer trago a la nueva cerveza en mi mano. Esta es la tercera.
—Y fue en ese momento que él habló contigo —dice Sam.
—Sí —me encojo de hombros—. Me vio cerca del estacionamiento. Ivanna acababa de dejarme ahí.
—Maldito —gruñe Max.
—Vino antes que yo.
Solo no les dije que el tipo es casado. No me concierne.
Tampoco hablé de Doble R.
—Ahuyéntalo —aconseja Max.
—¿Cómo?
—Dile que Ivanna está pensando en formalizar.
—Estoy bastante seguro de que eso le gustaría —Doy otro trago a mi cerveza.
—Diablos.
—Sí. Además conoce a Ivanna. Y ella no está pensando en formalizar. Definitivamente no.
—Por lo sucedido con Lobo —concluye Sam y asiento.
—Y... pues esa es mi historia.
—Estás prendado de tu jefa —resopla Max e inmediatamente intenta reír.
—Sí.
—Qué mierda.
—Lo sé. ¿Y cuál es tu historia? —le pregunto y su atención se dirige a las cervezas.
—Aún no hay suficientes cervezas —asegura, cogiendo las dos últimas. Después se pone de pie y comienza a caminar hacia la puerta—. Vamos, asistente. Acompáñanos a Ta-tacontento. Te lo mereces —cojo mis cosas y Sam y yo lo seguimos—. Mientras, te diré que lo primero que sentí cuando ví por primera vez a Suhail fue decepción. Durante meses imaginé que quien se mudaría a la casa de al lado sería un niño. Por eso, cuando vi a una niña, me negué a ser su amigo. Entiéndeme, en ese entonces yo no quería saber de niñas. Apenas y tenía siete años.
—¡Sí! —celebra Max al ver sobre la mesa los nachos con queso, carne y guacamole.
—¿Cómo puedes tener esos pectorales comiendo así? —pregunto. En la academia de música él solo se comió una bolsa de Doritos.
—Los martes de 2x1 en Ta-Tacontento son mi día libre para comer lo que quiera —selecciona tres y los lleva a su boca.
Sam suspira y también coge nachos.
—Los siete días de la semana son el día libre de él —dice Max, riendo.
—No me dejas hacer dieta —se queja Sam.
—¿A quién le voy a decir Ballena bebé si haces dieta, gordo? ¿Por qué solo piensas en ti.
Son casi las nueve de la noche y al menos ya sé quién es «Suhail». Dejo salir un suspiro y también cojo un nacho con todo.
—Tranquilo, solo está teniendo sexo con otro tipo —me «consuela» Max.
—No ayudas —lo regaña Sam.
Pero Max no ha terminado:
—La están poniendo boca arriba, boca abajo, de cabeza...
Justo la imagen gráfica que necesitaba de Ivanna.
—¿Solo nachos pedirás? pregunto, serio, viendo de reojo la barra.
—¡Uh! —exclama Max, riendo; pero es condescendiente conmigo y mi dolor y con un gesto de su mano llama al mesero.
Sam lo mira con una advertencia severa, de los dos él es la voz de la razón; pero es tarde, ya viene en camino la primera ronda de tequilas.
Ta-tacontento es un restaurante de comida mexicana. El lugar es colorido. Los platos que sirven son coloridos... y picantes. Muy picantes. ¿Ya dije picantes? Pero una verdadera delicia. A veces los sirve personalmente «Tata», un hombre mayor dueño del lugar. Max no deja de pedir comida de todo tipo: tacos, quesadillas, mole enchiladas y ronda tras ronda de tequilas.
Incluso hay mariachi en vivo.
—Hablando de mujeres y traiciones —canta Max, pidiendo al mariachi que se acerque y canten con él—, se fueron consumiendo las botellas. Pidieron que cantara mis canciones y yo canté unas dos en contra de ellas...
Mira a las mujeres del lugar y algunas le fruncen el ceño. Pero canta bien y el público en general lo agradece.
—De pronto que se acerca un caballero —señala a Sam y este se une—, su pelo ya pintaba algunas canas. Me dijo...
—Le suplico compañero, que no hable en mi presencia de las damas.
—¡Le dije que nosotros simplemente, hablamos de lo mal que nos pagaron!, ¡que si alguien opinaba diferente, sería porque jamás lo traicionaron!
La gente aplaude y Max brinda con ellos.
—Pensé que solo cantaban rock —digo.
—¿Qué clase de profesores de música seríamos si nada más conociéramos el rock? —dice Sam.
—Además, el rock sale de acá —agrega Max y señala su estómago—. El mariachi de acá —Ahora señala su pecho—. ¡Pudiéramos morir en las cantinas...! Vamos, canta con nosotros —me invita.
—No, yo no canto —digo y solo los veo complacer con un par de canciones más a la gente.
—¡Lástima que seas ajena y no pueda darte lo mejor que tengo! —canto, señalando por sexta vez a las mujeres del lugar. Pero no se enfadan. Sobre todo porque ahora dos me hacen coreografía. Max les pagó— ¡Lástima que llego tarde y no tengo llave para abrir tu cuerpo!
—No puedo creer que contribuyas con esto —escucho decir a Sam, molesto.
—Tata dijo que la gente disfruta el show —le contesta Max—, y que si siguen bebiendo de esa manera mientras el chico canta —me señala—, el resto del mes podemos venir gratis. Nos conviene a los tres. Míralo, hasta llora. Ni yo le pongo tanto sentimiento al mariachi, gordo.
—¡Lástima que no te tenga porque al mismo cielo yo te haría subir! —sigo cantando.
—¡Yo le invito el siguiente trago! —grita un señor que me ha coreado las quince canciones que llevo.
—Pero solo agua porque ya bebí mucho —digo, preguntándome en qué momento me dieron un micrófono.
—¡Sí, solo agua! —está de acuerdo.
—¡Agua! ¡Agua! ¡Agua! —grita el público y me pasan un vaso.
—Estoy casi seguro de que eso es aguardiente —dice Sam oliendo el aire.
—Sí —musita Max, preocupado, e intenta alcanzarme. Pero es tarde, ya me empiné el vaso.
Esbozo una mueca de dolor al terminar de beber. Mi garganta quema.
—La próxima vez que no sea del grifo —digo y todos comienzan a reír.
Pero, sea como sea, la bebida me relajó lo suficiente para subirme a una mesa.
—Ahora «Hasta que te conocí» —pido al mariachi.
—¡Pero esa ya la cantaste siete veces! —se queja alguien.
—¡HASTA QUE TE CONOCÍ! —repito, molesto...llorando, y el mariachi toca de nuevo—. No sabía de tristezas ni de lágrimas ni nada que me hicieran llorar —empiezo.
—¿Cómo sabe mariachi? —se pregunta Sam y Max niega con la cabeza.
—Mi abuelo creció en un rancho —aclaro y sigo cantando—: Yo sabía de cariño, de ternura, porque a mí desde pequeño eso me enseño mamá. Eso me enseñó mamá...
—Ya debería estar en el apartamento —digo a Sam y Max, mirando en mi reloj la hora. Es la una de la mañana.
Al mismo tiempo la gente grita «¡Otra, otra, otra!»
—¿Por qué? —dice Max, molesto—. Ella no está ahí y también tienes derecho a divertirte.
—¿Sí?
—¡Sí! —chasquea—. ¿Qué hora es?
Vio cuando miré mi reloj.
—La una de la mañana —contesto.
Él se gira hacia una de las meseras que aún me hacen coreografía.
—Si la jefita llama, tú le vas a contestar —le indica—. Y fingirás que la estás pasando bien con Luca, muy bien, y ya sabes a que «bien» me refiero; y que no puede contestar porque está ocupado.
Me hace entregarle mi teléfono.
—Yo con mucho gusto la paso bien con Luca —dice la mesera, dándome un pequeño beso en los labios.
A ella igualmente le pasaron un vaso de «agua».
—¿Ves que no es difícil empezar a salir con alguien más? —dice Max, seguro.
—¿Entonces por qué tú no lo has hecho?
—Mira, estamos hablando de ti —contesta a la vez que Sam ahoga un risa.
—C. H. I. C. A. Chica —digo.
—Y no deletrees —me amenaza.
—A su ex, que ahora vive en Londres, le gusta deletrear —digo a una de las meseras al recordar esa parte de la historia de Max.
—M. A. X —deletrea la otra mesera para Max, sonriéndole pero él vuelve a hacer de mí el tema de conversación.
—Y si Ivanna no llama, pues mejor para ti; porque así te darás cuenta que ni siquiera le importas lo suficiente como para percatarse de que no llegaste a dormir.
—Aunque puede que esa no sea buena idea —digo a Max con la poca cordura que me queda.
—¿Cuántos polvos crees que aguante el señor concesionaria? —le pregunta él a Sam.
—De acuerdo. Hagámoslo —decido. La gente continua gritando «¡Otra, otra, otra!»—. Antes necesito otro trago —digo a los chicos.
—¡¿Otro?! —pregunta Sam, preocupado.
—Mientras no siga mezclando estará bien —opina Max, sirviéndome más tequila.
Pero a mí me afectó el comentario sobre «el señor concesionaria». Yo jamás tendré una concesionaria. Por lo que pido otro trago, pero de Whisky.
—¿Ves lo que provocas? —reprocha Sam a Max.
—¿Yo? —Max pide el Whisky—. ¡Fue Ivanna!
Me quita el micrófono y se lo dice a la gente:
—¿Saben cuál es el nombre de la mujer que lo tiene así? ¡IVANNA! ¡SU NOMBRE ES I. V. A. N. N. A! ¡IVANNA!
La gente en las mesas comienza a gritar «¡BUUUUU!»
—El whisky lo aprendí a beber con ella. De su boca —digo, triste, cuando ya tengo el vaso en mi mano. Y como el micrófono otra vez está en mi mano, la gente me escucha. Con enojo vuelven a gritar «¡BUUUUU!», «¡Maldita Ivanna!», «¡Bruja!ۚ»
Nunca me había sentido tan comprendido.
—Está peor que yo, ¿cierto? —le pregunta Max a Sam.
Sam niega con la cabeza al mismo tiempo que espira:
—No estoy seguro.
—Ahora cantaré Mujeres divinas —digo a la gente. Mi público.
—¡Pero de esa ya van cinco veces!
—MUJERES DIVINAS, DIJE.
La música comienza a sonar.
—¡Jefa! ¡AQUÍ DICE JEFA! —grita la mesera por encima de la música, enseñando la pantalla de mi teléfono a Max.
Ivanna está llamando. Sí se dio cuenta de que no llegué. No obstante, ya son las dos de la mañana, ¿hasta ahora estuvo con Marinaro?
Triste, sigo cantando «Lastima que seas ajena» por séptima vez, en lo que ellos se encargan.
—Escuchó que estamos en Ta-Tacontento —asegura Sam cuando termino de cantar—. ¿Vendrá? —nos pregunta a mí y a Max.
Todavía de pie sobre la mesa, pido otro trago.
—Si es la mitad de obstinada de lo que Luca dice, vendrá —opina Max.
Yo comienzo a ver la puerta.
Ivanna entra al lugar quince minutos después. Una por una mira las mesas buscando...
Buscándome.
Doy otro trago a mi Whisky y, todavía de pie sobre la mesa, dejo caer el vaso al piso. El chasquido del vidrio rompiéndose de golpe en miles de pedazos llama su atención y por fin me ve.
Sus ojos se entrecierran con duda.
—Chicos, toquen «Hasta que te conocí» —pido serio al mariachi.
—¡Pero con esta ya van catorce! —grita alguien, triste.
—¡HASTA QUE TE CONOCÍ! —repito, levantando mi barbilla al ver otra vez a Ivanna—. ¿No ven que llegó Ivanna? —digo a la gente y, curiosos, siguen la dirección de mi mirada.
Los «¡BUUUUUU!» no se hacen esperar.
Ella incluso consigue toda la atención de Tata, meseras y Sam y Max. Pero, como es su costumbre, no se inmuta... ni doblega... ni preocupa. Se cruza de brazos, también levantando con orgullo su barbilla y me reta con la mirada cuando el mariachi empieza a tocar.
Espera expectante.
—No sabía de tristezas ni de lágrimas ni nada que me hicieran llorar —empiezo por catorceava vez.
Ivanna, altiva, ahora lleva ambas manos a su cintura y de esa manera camina hacia mí. Sus pasos son lentos pero firmes. No deja de verme. Sus ojos brillan pero su boca continúa en una línea rígida.
—Hasta que te conocí —llego por fin al coro—, vi la vida con dolor; no te miento fui feliz, ¡aunque con muy poco amor! ¡Y muy tarde comprendí, que no te debía amar...! —la señalo.
Los ojos de Ivanna una vez más se entrecierran.
—¡Porque ahora pienso en ti más que ayer! ¡Muchos más!
«¡Buuuuu!» en dirección de Ivanna se vuelven a escuchar por el lugar; sin embargo, cuando termino de cantar su posición es la misma: una efigie inconmutable delante mío.
—Baja —me ordena.
—No a menos que lo pidas «Por favor» —digo, seguro, y por ello recibo aplausos.
—Si tuviste los pantalones para cantar, tenlos también para bajar —devuelve. La vena en su frente salta. Está fúrica.
Dejo caer mis hombros. Ahora temo por mi vida.
La gente a nuestro alrededor inclusive hizo silencio.
Entrego el micrófono a una mesera, acomodo con dignidad el cuello de mi camisa y, trastrabillando, bajo de la mesa. Fue más fácil subir.
—¿Lo va a besar? —escucho que se pregunta la gente.
—¿Es broma? Lo va a matar.
Pero lo único que hace Ivanna es cogerme de la nuca a la vez que me empuja y hace caminar junto a ella.
—¡Tú! —le dice a una mesera—. ¡Tráeme un vaso con aceite que ya hayan utilizado! ¡Un vaso grande! —coge un taco de nuestra mesa pero de inmediato lo vuelve a dejar caer en el plato—. ¡Es obvio que aquí les sobra!
La mesera hace lo que le pide mientras otra se acerca a ella.
—Hola —la saluda mostrando que tiene en su mano mi teléfono—. Yo fui la que te hab...
—¡Fuera de mi vista! —le grita Ivanna.
Aunque después de algunos pasos se vuelve otra vez hacia ella para ordenarle entregarme el móvil.
Tengo la leve sospecha de que Ivanna está enojada.
Cuando la mesera le entrega el vaso con aceite nos lleva hasta el baño.
Yo no he dicho nada. Digamos que... no me atrevo. Mi lengua tampoco me lo permite. No consigo hilar más de dos palabras.
—Quítate la camisa —me ordena al llegar al váter.
¿Quiere tener sexo aquí? La miro con duda; y como no hago nada con mi camisa, ella misma, haciendo a un lado el vaso, la desabotona y me la quita.
Después me gira otra vez hacia el váter.
Y cuando quiero preguntar qué pasa, tirando de mi cabello, me hace echar mi cabeza hacia atrás y beber del vaso.
No tardo ni dos segundos en vomitar.
Y aunque le digo con mis manos que no, repite tres veces más la acción.
—No recuerdo haber comido algo con rábano —digo, mirando con duda el contenido del váter.
—Hasta que no salga nada —masculla Ivanna, empinándome por quinta vez el vaso.
Como sea, la sexta vez que me incorporo me giro hacia ella, tomo su cara entre mis manos y la beso.
—Gracias por siempre preocuparte por mi, jefa —digo, conmovido, viéndola empezar a escupir pedacitos de lechuga mientras aún la sujeto.
Tose y parece querer llorar.
—Ay, no me acordaba también haber comido algo con lechuga —digo, cogiendo del contorno de su boca uno de los pedacitos.
Al instante me sujeta del cuello y me tira contra la pared. Todavía está escupiendo pedacitos de lechuga, tomate y rábano.
Tengo la sospecha de que está más enojada.
¡Bendita mi suerte, alguien toca la puerta!
—¿Ivanna? —escucho que pregunta la voz de Sam.
Ella me suelta y abre.
—¡Largo de aquí! —le dice a Sam.
—Tranquila, nosotros los estábamos cuidando —explica Max, también entrando en nuestro campo de visión.
—¡Pues no se nota! —les reclama Ivanna mirando de uno al otro—. Aunque ustedes no son Alex y Roy.
¿Cómo sabe cómo son Alex y Roy?
Max alza las cejas.
—Pues no. Yo soy Max Solatano —se presenta—. Y él es Sam Delvecchio —presenta a Sam e Ivanna cambia el peso de su cuerpo de una pierna a la otra.
—Son los dueños de Solatano &... —intento decir pero rápido ella lleva su mano a mi boca.
—Pues yo soy Ivanna Rojo —se presenta.
Hago que quite su mano de mi boca:
—Sí, la que me rompe por dentro —digo a Max y Sam.
—¿Yo te puse a trabajar conmigo? —devuelve Ivanna, llevando ahora la mano a su pecho.
—Cierto —suspiro y saco el móvil de mi bolsillo. Busco el número del señor Rodwell y marco. Él contesta—. Hasta que te conocí... —empiezo a cantar pero Ivanna se apresura a quitarme el teléfono y cuelga.
Después le sonríe de manera forzada a Max y Sam.
Ahora tengo la sospecha de que la noche no ha terminado.
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¡DIOS! ¿Lo disfrutaron? :P ¿Qué les gustó más?
¿Qué se viene ahora? xD Porque sí, la noche no ha terminado.
Amo esta canción de Juan Gabriel. Y ya saben que si amo una canción, como parezco rockola, tengo que usarla en mis historias♥
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