Capítulo 3.

6 años antes.

Los primeros meses fluyeron como un caudal de un río, libre de obstáculos y sin mayores complicaciones. Hasta que llegó la primera cascada, y pudo haber sido de menor tamaño, pero para dos personas acostumbradas a las cosquillas de una corriente tranquila, la caída fue de la proporción de un precipicio. Pero no nos ahogamos.

Descubrí que cuan afilada era su lengua la primera vez que rompimos. Cuando le dijo a Juli que el amor que sentía por mí se había ido tan fácil como había llegado, cuando me dijo que ya no me quería, y que era mejor separarnos. Discutir con él era como entrar en batalla con un luchador experto, era tan fácil que acertara en hacerme daño, como si yo fuera una diana enorme, y él la persona más experta en lanzar dardos venenosos.

La primera distancia, ¿Un mes? Quizás dos. Ya no recuerdo el tiempo que estuvimos separados, solo que se volvió insignificante cuando regresamos.

Y ahora puedo notar uno de los grandes problemas que siempre delimitaron nuestros horizontes: el perdonar con demasiada facilidad. Era como borrar los recuerdos de las veces que nos lastimamos, y así con total seguridad, posiblemente volvería a suceder en el futuro.

Supe entonces que habían dos cosas que nunca quería en la vida 1) Que se fuera de mi lado y 2) Tener la mala suerte de hacerlo enojar y que el filo de sus palabras desgarraran mis sentimientos.

Regresar fue tantear nuevamente el terreno, la tierra se había movido y el desbalance podría hacernos caer nuevamente. Habíamos sobrevivido a una cascada, salimos del río y nos lanzamos por un sendero desconocido nuevamente, tomados de la mano, pero con muchas buenas y malas decisiones que tomar.

Cumplí 17 a su lado; me regaló media docena de ponquesitos decorados con mi nombre y mi nueva edad, puedo jurar que nada nunca me había parecido tan dulce. Ese día caminamos un rato juntos y dejamos pasar al menos 4 buses antes de decidir subirnos a uno para llegar a nuestras casas.

Claro que mis padres ya sabían de él, pero aún no había ido a conocerlos. No obstante, eso bastaba de momento. Pronto las cosas cambiarían.

Cuando los conoció, las piezas de mi corazón terminaron de encajar, tal como si fuese todo lo que necesitaba, mi corazón empezó a funcionar como una fábrica de felicidad.

Mi madre estaba encantada con que fuese tan buen chico, y papá habló con él por horas, casi más que yo. Recuerdo que lo aconsejó de la vida y de las difíciles decisiones que vendrían en el futuro, el suyo, no el nuestro. Papá siempre separó nuestros consejos. Ojalá saber todo lo que hablaron en aquel momento, pero supongo que es mejor que no, hay palabras que solo le pertenecen a las personas que las reciben.

Dos meses después, fue su cumpleaños número 18 años, y estuve toda la noche anterior con mi madre en la cocina aprendiendo a preparar un postre que me había dicho una vez que le gustaba, y cruzando los dedos para que quedara bien.

Fui a su casa temprano, y de ahí fuimos por pizza con su mamá, luego, al dejarme en casa le entregué su regalo, era algo simple, pero el brillo en su mirada no lo fue, y pude habérselo atribuido a la luz del sol resplandeciendo dentro de ellos, de no ser porque ya la tarde había caído, como lo hice yo a sus pies en aquel momento.

No era posible querer tanto a alguien.

Y sin embargo, ahí estaba yo, analizando qué tanto había calado Trevor en mi interior. Y dándome cuenta que era más sencillo sacarme el corazón y cambiarlo por otro, antes que desplantar el amor que había nacido dentro de mí por él.

Lo más arriesgado que había hecho hasta entonces en mi vida era sobrepasar el toque de queda de mis padres, nunca nada más allá... Hasta el día que me escapé del colegio, para ir a verlo.

Días antes lo planificamos y no se concretó, los nervios me afloraron la piel al punto que me petrificaron al último instante. Pero sucedería, y así fue.

Me quedé en la parada habitual para ir hasta el colegio, esperé en la esquina como todos los días, observé como todos entraban a clases, me di media vuelta y me fui a su casa.

Estaba solo.

Estábamos solo.

—¿Estás nerviosa? —Preguntó en un tono de voz tan fino que casi pude habermelo imaginado si no fuese porque sus manos me sostenían la cara.

—Sí. —Dije sin más.

—Yo también. —Dijo encaminando nuestros pasos hasta su habitación.

Fue solo cerrar su puerta para sellar mi destino, sería suya. En cuerpo y alma, para siempre.

Todos los besos que nos habíamos dados y los toques inexpertos nos habían conducido a ese momento. Ninguno sabía bien qué hacer, fuimos dos adolescentes inexpertos queriéndose.

El olor a él me nubló cada rincón del cuerpo, y ni el más insignificante trozo de piel se salvó de arder entre sus cálidas caricias.

Han pasado años y yo no me arrepiento de nada de lo que sucedió aquella mañana, ni al día siguiente. Ni los meses posteriores. Entregarme a él fue una de las mejores decisiones, una de las más sensatas (o la más loca) de todas.

Después de todo, era evidente lo que sucedería al entregarle lo único que me pertenecía: Mi cuerpo.

Porque todo lo demás ya era suyo.

Sentía que nada en el mundo era mejor que la suma de nuestros sentimientos.

—Te amo. —Dijo una de esas mañanas mientras me peinaba el cabello.

—Te amo. —Giré mi rostro para mirarlo. A la intensidad de sus ojos color roble que se perdían en un negro casi absoluto. Como los vestigios de una madera luego de arder por horas.

Justo ahí tomé la decisión de que era mi persona favorita en el mundo. Lo abracé tan fuerte que al día de hoy al recordarlo todavía siento calidez.

Si pudiera quedarme en un momento de mi vida y vivirlo como un bucle, sin duda sería alguno en donde estuviese entre sus brazos. 

Posiblemente alguno de estos, justo antes de que todo se fuera al vacío.

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