El arte de enamorarte

Prólogo

De todos los hombres que la señora Crawford podría haber seleccionado como su futuro marido, claro que la mujer eligió al más torpe, insípido, simple y necio de todos. Claro.

Jonathan Lacroix era todo, menos lo que Elizabeth buscaba como esposo. Y el mero pensamiento de tener que compartir un anillo, una casa, una vida con aquél zoquete la irritaba.

Bueno, si estuviera hablando con la cabeza fría y los ánimos bajo control, admitiría que el muchacho no era tan malo así. Ella apenas estaba exagerando sus atributos menos atrayentes para hacerlo parecer el diablo encarnado.

No es que lo odiara, sino más bien que quería hacerlo. Porque él representaba a lo que la joven justamente no necesitaba en el presente: un consorte.

¿Y por qué su desprecio a la idea de casarse? Bueno, porque hacerlo se interponía con todos y cada uno de sus sueños.

Elizabeth era una excelente pintora, esto cualquiera de sus parientes y amigos lo sabía y podía afirmar. Ella tenía un talento innato para las artes y una pasión que dejaría a cualquier prodigio revolcándose de envidia. Genuinamente amaba lo que hacía y quería seguir haciéndolo por el resto de sus días. Incluso exponía sus obras en secreto en una galería pequeña de la capital, bajo un seudónimo masculino —Charles Winston Ford—, y poseía un modesto club de admiradores fieles.

Pero su madre, la señora Diana Crawford, no compartía el mismo entusiasmo por su trabajo que ella y el resto de su familia. La señora estaba determinada en casarla, ya que en sus propias palabras:

Una señorita respetable y de buena clase como tú no puede terminar su vida vendiendo cuadros en una plaza. ¡Eso es inaceptable!

Y, por lo tanto, había decidido unirla a algún hijo de sus amigas influyentes.

Esto encajó perfecto con la necesidad de la familia Lacroix de casar a su hijo menor, Jonathan, y entonces una unión entre ambos clanes fue "incentivada" —para no decir "forzada"— por sus progenitores.

Una cena opulenta en la casa de los Crawford fue el escenario donde los dos se conocieron al fin.

Antes de su llegada, Elizabeth hasta se permitió entusiasmarse con la posibilidad de que se llevaran bien. Al final, si estaba siendo obligada a comprometerse con alguien, al menos quería ser amiga de esa persona. Esto era lo único que le pedía al Padre.

Pero, para su disgusto, así que sus vivaces ojos marrones se encontraron con los asustadizos y pardos del muchacho, supo en el fondo de su alma que este no sería el caso.

Ella era dinamita pura, a punto de estallar; él era un terreno escarpado, listo para ser volado por los aires. Ella era el sol que hacía a las plantas crecer y al planeta vivir; él era la luz ofuscada de una lámpara que confundía a insectos tontos en el medio de la noche. Ella era la oratoria de un predicador callejero, entregado de cuerpo y alma al Espíritu Santo, él era el sacerdote anciano que se rezaba en voz baja, en el altar de una iglesia vacía. Ella era pasión y fuerza de voluntad, él era la timidez y la sumisión. Completos opuestos, que no se encajaban en lo más mínimo. Y la idea de malgastar su futuro a su lado le resultaba fastidiosa.

Pero entre todos los otros pretendientes que su madre le había presentado, este era el único que no poseía el doble de su edad y que no pretendía subyugarla a sus caprichos —esto Elizabeth lo tenía que reconocer—. Pese a su silencio y a su actitud asustadiza, él en ningún momento la hizo sentir inferior o poco valorada. Y es por esto que, al verse forzada a tomar una decisión, ella terminó aceptando comprometerse con él.

Al final, entre un aburrido cualquiera y una amplia lista de abusadores y farsantes, no era difícil escoger.

Aun así, cuando el día de su boda llegó, la muchacha contempló con seriedad si el lanzarse de un puente no había sido una opción viable. Tal vez Dios la perdonaría por terminar con su propia vida al saber que aquel casorio sería un homicidio brutal de todos sus sueños y esperanzas.

Adiós, entrar a la galería de Bellas Artes del Museo Nacional. Adiós, viajes de estudio a París. Adiós, dinero propio y fama bien merecida. Adiós, valioso legado a la historia de la humanidad. Hola fiestas de té, horas perdidas en crochet y cuidando a bebés gritones. Hola marido holgazán, rutina repetitiva, y discusiones interminables.

Adiós libertad, hola matrimonio.

Matrimonio con un total idiota.


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I

Carcosa, 14 de febrero de 1911

—¿Acepta usted, señor Jonathan Antoine Soubry Lacroix, a la señorita Elizabeth Marie Decamps Crawford como su legitima esposa, para amarla y respetarla, en la salud y en la enfermedad, en la riqueza y en la pobreza, hasta que la muerte los separe?

—Acepto —el joven dijo, en voz baja, sin convicción alguna de estar haciendo lo correcto.

—Y usted, señora Elizabeth...

—Acepto —ella cortó al sacerdote, impaciente como siempre.

—Pues entonces, con el poder y la gracia que Dios y la iglesia me ha otorgado, yo los declaro marido y mujer. Señor, puede besar a la novia.

Jonathan tragó en seco y se palideció. Rígido como una roca, se inclinó adelante para hacer lo que debía, pero no tuvo suficiente coraje de completar la hazaña. Elizabeth entonces giró los ojos, soltó un exhalo molesto y le dio un beso rápido y sin real significado en la boca, queriendo terminar de una vez por todas con sus nervios y apurar el fin de la ceremonia.

Cruzaron la lluvia de arroz con pasos cortos e ignoraron los irritantes aplausos y silbidos de sus parientes a su alrededor. En vez dejar que él la llevara afuera, como dictaba la costumbre, ella agarró a su marido del brazo y lo jaló hacia el carruaje, huyendo de la iglesia y de sus familias con cierto desespero. Hasta trató de ser educada y de sonreírles a sus invitados mientras se iba, pero no entretuvo conversaciones largas con nadie. No quería pasar un segundo a más de lo que debía metida en aquella horrenda ceremonia.

Elizabeth pensó que Jonathan se enojaría con ella dentro de poco y estaba preparada mentalmente para ser reprochada, pero esto no le importaba.

Soportaría cualquier riña solo para poder terminar con la boda lo antes posible. Así de desesperada estaba por marcharse.

Sin embargo, tuvo una pequeña sorpresa así que el muchacho cerró la puerta:

—Gracias —él murmuró, y se veía tan aliviado como su nueva esposa.

—¿Gracias?... ¿Por qué?

Jonathan no le contestó de inmediato. Miró abajo y jugó con su anillo de compromiso, mientras ella se quitaba el incómodo velo del cabello.

—Por s-sacarme de ahí.

—¿No me va a reprochar por hacerlo?

Él la volvió a mirar, por un corto instante.

—No. La entiendo.

—¿Me entiende?

El carruaje comenzó a moverse.

—U-Usted no quiso c-casarse conmigo. La o-obligaron a hacerlo... ¿O m-me equivoco?

La boca de Elizabeth se desplomó.

—No. No se equivoca... Pero ¿es siempre tan directo así con sus preguntas?

El joven tragó en seco y, como una tortuga asustada, se encogió en contra de sí mismo, pensando que la había ofendido de alguna forma.

—P-Perdón. No q-quise...

—No se disculpe, solo... ugh —La novia pinzó el puente de su nariz con sus dedos—. Mire... no tengo nada contra usted. Le juro que no. Nada. Y eso quiero que lo entienda ahora, ya. Pero sí, está en lo correcto... me casé por obligación. No quería estar en esa iglesia y no quiero estar aquí. Lo siento.

—No s-se disculpe. Pero... ¿usted no m-me odia? Yo p-pensé que sí lo h-hacía... Por sus ca-caras...

—¡No!... ¡claro que no!... —ella exclamó, como si fuera obvio—. Pero... ¡No lo conozco!... ¡No me dijo nada durante la cena! ¡Y no ha hablado mucho en todo el tiempo que nos conocemos! ¡No tengo la mínima idea de quién es! ¡Y ahora soy su esposa! —Le enseñó el anillo, exasperada—. Diablos, soy su esposa...

—Lo lamento.

—No es su culpa. Es culpa de nuestros padres.

—No s-solo por eso. Por no co-contarle sobre mí... La v-verdad es que me c-cuesta hacerlo. H-Hablar —él tragó en seco—. Lo siento.

—Como ya dije, pare de disculparse...

—Lo lamento...

—Dios.

Jonathan, sintiéndose mal por su irritación, sacó un pequeño cuadernillo de adentro de su frac y también un bolígrafo. Siempre llevaba ambos ítems a mano, en caso de cualquier emergencia. Era una costumbre que había ganado gracias a su vida como empresario. Anotó algo con rapidez y luego le enseñó la hoja a Elizabeth, con una expresión avergonzada y pusilánime:

"Soy tartamudo."

—¿Y eso que tiene? —Su casualidad al reaccionar lo hizo sonreír por un corto segundo, y volver a anotarle algo en la libreta:

"La gente suele molestarse por mi tartamudeo. En especial mi familia. Por eso no soy de hablar mucho. Perdón si le hice creer, aunque tan solo por un segundo, que yo no estaba interesado en usted. Eso no es cierto. Si bien nuestra unión actual no se basa en amor, nunca quise parecerle un extraño.

Quería hablarle más durante la cena, pero mis nervios no me dejaron hacerlo.

Aun así, le aseguro que estoy tan aterrado por la idea de ser un hombre casado como usted lo está de ser mi esposa."

—Jonathan... ¿Puedo llamarlo así? —Elizabeth, al terminar de leer, y al percibir al fin cuán inseguro el muchacho se veía, respiró hondo y le preguntó. Él asintió varias veces y solo entonces ella prosiguió:— A mí no me incomoda que tartamudee o no. De veras, cosas así no me molestan. Lo que me incomoda es su silencio. Es no saber absolutamente nada sobre su persona. Es haberme casado con un completo desconocido. ¡Es haberme casado, punto!... porque no tuve otra opción —Al oírla él alzó sus cejas, sorprendido—. Y mire... no puedo garantizarle que mis padres serán igual de comprensivos y pacientes que yo, pero mientras esté conmigo, puede tartamudear cuanto quiera. Solo... ¡Hábleme!

—¡Me lo hu-hubiera dicho a-antes!... —La actitud pusilánime del joven desapareció—. ¿Qué q-quiere saber u-usted s-sobre mí?

Elizabeth, sorprendida por su respuesta entusiasmada, firme y segura, se vio obligada a reconsiderar sus previas opiniones sobre él.

Tal vez, y solo tal vez, se había equivocado a su respecto.

Tal vez, no era un completo necio.

—Pues... ¿cuáles son sus pasiones?

—¿P-Pasiones?

—¿Qué lo hace vibrar con alegría? ¿Qué lo motiva? ¿Qué le gusta hacer?

—S-Soy e-empresario, tengo una red de m-mercados...

—No, no hablo de trabajo.

Jonathan, volviéndose aún más interesado en la charla, le pidió a su esposa su cuadernillo de vuelta. Pero en vez de seguir escribiendo, les dio vuelta a algunas páginas y le enseñó una pequeña ilustración que había hecho en su tiempo libre.

—Me g-gusta dibujar...

—Me está tirando del pelo...

Él, de un segundo a otro, volvió a su nerviosismo.

—Eh...

—¡No, no lo digo así! —Ella se enderezó en su asiento y lo miró con algo más que desdén, por primera vez en semanas—. ¿De veras le gusta dibujar?

—Sí —Asintió—. C-Cuando tengo t-tiempo libre, eso es...

—Pues... lo hace muy bien, por lo que veo.

—¿Eso c-cree?

—Sí —Ella señaló a la libreta—. ¿Puedo seguir mirando?

Jonathan movió su cabeza una vez más, concordando con su petición.

—Adelante.

La dejó observar sus bocetos en miniatura por todo el tiempo que quisiera, confundido y fascinado por su repentino cambio de disposición.

—A usted... A ti... —se corrigió con cierta hesitación, pero al ver que ella no se incomodaba por su casualidad, continuó:—¿Te g-gusta el arte?

—Bastante —Elizabeth contestó, y luego de un segundo de duda, subió su vista—. Solía ser pintora.

—¿S-Solías?

—Una mujer casada no puede ser artista, según mamá.

—Pues ella está e-equivocada —él dijo con tanta indignación y certeza, que la hizo mirar arriba de nuevo, aún más asombrada.

—¿Y qué más te gusta hacer, Jonathan? —Elizabeth quiso desviar la atención del tema, al percibir que el sujeto le empezaba a caer bien—. Aparte de dibujar, digo.

—P-Puedes llamarme John... O Jo-Johnny.

—Prefiero John... Pero ¿y? ¿Qué te gusta?

—Ehm... pasear, p-por las ta-tardes... ir a m-museos... galerías... eso.

—¿Y no vas a fiestas? ¿Clubs deportivos? ¿Eventos de la alta sociedad?

—N-No mucho —confesó—. Por r-razones obvias...

—¿El tartamudeo?

Él asintió.

—Es mo-mo-molesto...

—La gente se molesta por cualquier cosa. Haces bien en no ir. Puedo asegurarte por experiencia propia que no te estás perdiendo nada. Es un aburrimiento eterno y al final de cada reunión te sientes mentalmente agotado.

—¿S-sales mucho de c-casa?

—A mamá le gustaba confraternizar. Me arrastraba a todas las tertulias que podía encontrar. Yo personalmente las detestaba... —Elizabeth se calló al ver un dibujo más detallado, con un mensaje debajo, en la nueva hoja que había volteado—. "Descanse en paz" ... —Al leerlo miró a Jonathan nuevamente, y al instante decidió devolverle el cuadernillo, pensando que había cruzado alguna línea indebida—. Perdón, no quise meterme en tus asuntos.

—Puedes pre-pre-preguntar quién es. No me o-ofendo.

—¿No?

—E-Eres mi es-esposa. D-Deberías sa-saberlo todo so-sobre mí.

Ella se rio de su tono irónico.

—Pues... ¿quién es, entonces?

—Un a-amigo de mi u-universidad... Edgar Donnovan. Murió en un-un-un asalto... Le quisieron ro-robar el auto y él s-se negó a entregarlo. Este es el último di-di-dibujo que hice de él...

Jonathan ojeó a la ilustración con cariño antes de cerrar el cuadernillo y guardarlo de vuelta en su bolsillo, junto a su pluma.

—Lo siento... no tenía idea sobre eso. Perder a un amigo no es fácil para nadie —Elizabeth le dijo, con genuina lástima—. Y no me imagino lo terrible que debe haber sido para ti, que se haya muerto así, de manera tan trágica. No merecías pasar por tal sufrimiento.

—Gra-Gracias —él dijo, luego sonrió—. Sabes... e-eres menos a-agresiva d-de lo que pe-pe-pensaba.

—Perdón. Apenas estaba... —Ella sacudió la cabeza—. Estoy frustrada. Eso es todo.

—Lo sé —el joven reconoció—. Y y-yo ta-también... También lo e-e-estoy... Esta boda no p-parece ser algo que los d-dos quisimos.

—No lo fue.

—Pero...

—¿Pero?

—¿N-No podemos in-intentar llevarnos bien? ¿Al menos?

La muchacha miró al velo que reposaba sobre sus rodillas. Suspiró. Miró de nuevo a Jonathan.

—Creo que no tenemos otra opción, a no ser hacerlo.


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II

Carcosa, 15 de febrero de 1911

Al llegar a su nueva casa el día anterior, ambos hicieron un acuerdo verbal de civilidad. Primero que todo, por obvios motivos, su noche de nupcias no sería nada más que un cuento ficticio, hecho para compartir con sus familiares; ninguno sentía ganas de abrazarse, besarse, mucho menos tocarse. No se conocían en lo absoluto y tampoco había una atracción intrínseca que los hiciera ignorar este hecho. Segundo —y por razones similares— cada uno tendría su propia habitación en la casa. Elizabeth se quedó con la de visitas por petición propia, queriendo que él tuviera la suite para sí mismo, ya que su familia había sido la encargada de comprarles la propiedad. Tercero, la vida privada de cada uno de ellos debía permanecer así, privada. Él podría hacer lo que se le diera la gana con quién deseara hacerlo, y lo mismo se aplicaba para ella. Ambos estaban casados, pero apenas en papel. Nada más. Mientras tuvieran cuidado y supieran ocultar bien sus aventuras, todo era permitido.

—N-No debes preocuparte de to-to-todas formas. No es co-como si yo tu-tuviera una vida so-social muy impre-pre-presionante que alardear —Jonathan bromeó, mientras ambos discutían sobre esta última cláusula, durante el desayuno del día siguiente—. No t-te meteré en mu-muchos pro-blemas.

—Ay, por favor. Eres un empresario rico, joven y relativamente guapo. Seguro debes tener unas cuantas pretendientes, no mientas...

—S-Se van c-cuando me escuchan ha-hablar —Él le untó jalea a su pan—. N-No miento.

—¿Y amigos? ¿No tienes ninguno?

—Solo dos. U-Uno está muerto y él o-otro está en E-Europa. Vuelve el p-próximo mes —La miró—. Y, ¿qué ha-ha-hay de ti?

—¿Yo?

—¿Tienes ami-gos? ¿O e-eres igual a mí? ¿Solitaria?

—Bueno... los tenía —El buen humor de la chica fue suplantado por una expresión triste y decaída—. Ya no.

—¿Q-Qué pasó?

—Me casé contigo.

—Ouch.

—No, no es eso... —Ella suspiró y sacudió la cabeza—. No eres el culpable. Mi madre lo es.

—No e-entiendo muy bien...

—La gran mayoría son personas que no encajan con mi nuevo estilo de vida —Elizabeth admitió—. Pintores, escultores, actores, actrices... Gente que conocí fuera de los círculos sociales aprobados por mi madre. Y que, al haberme casado contigo, ya no puedo volver a ver, porque nuestra amistad arruinaría tu reputación.

Jonathan, asombrado de mala manera por lo que oía, terminó de mascar su pan, de tragarlo, y respondió:

—Puedes se-seguir viéndolos. N-Ni pienses en cosas tan ridículas co-como mi reputación. Solo h-hazlo.

—No entiendes...

—No, lo entiendo muy bien —Por primera vez, él no tartamudeó. Esto pareció sorprender incluso a sí mismo—. Mucha ge-gente no aceptó mi a-amistad por tartra... tart... —Suspiró, molesto.

—¿Tartamudear?

—Hm —Asintió—. Así q-que no.... no pienses en-en-en eso.

—Debo hacerlo. No quiero herir tus negocios.

—Mis ne-negocios están bien. Tran-quila.

Elizabeth suspiró. Subió su mirada hacia él y lo analizó, como a un rompecabezas que no lograba aún entender.

—¿De verdad eres un Lacroix? Es que no sé cómo eso es posible.

—Soy una o-oveja negra... lo sé — Se encogió de hombros y recogió su taza.

—Entonces casaron a los raritos de cada familia, ahora lo entiendo todo.

Jonathan casi se atragantó con su café mientras se reía.

—N-No eres rarita.

—Es que aún no me conoces. Dime eso en unos cinco meses más, te desafío.

La muchacha terminó sonriendo al verlo sacudir la cabeza. Y en seguida frunció el ceño, confundida por su propia reacción. Por suerte, él no percibió su colapso mental momentáneo. Alguien tocó la puerta.

—Ah, d-debe ser la se-segunda parte de nuestra mu-mudanza —Él se levantó de su silla y Elizabeth, curiosa, hizo lo mismo.

Ella lo siguió hasta la entrada de su casa, donde una de sus mucamas recién contratadas ya había recibido al cochero que les traía el resto de sus cosas. Jonathan, pese a ser al patrón del hogar, no dudó en ayudar al hombre a trasladar sus pertenencias a la sala. Su esposa tampoco. Esto hizo con que ambos el cochero y sus funcionarias los miraran con cierta confusión. Eran miembros de la alta sociedad al final de cuentas, este tipo de comportamiento no era normal.

Pero la joven pareja ni percibió el asombro de las demás personas a su alrededor. Solo trabajaron en equipo para trasladar todo adentro con rapidez, en silencio. Solo cuando terminaron, dejaron que sus empleadas separaran sus cosas y las llevaran arriba, al segundo piso.

—¿Y t-tu atril? No e-está aquí.

—¿Atril? —Elizabeth se volteó a mirar a Jonathan, quién se estaba rascando la cabeza con una expresión preocupada.

—Tu pa-padre me mencionó q-que t-te gusta pintar. Y tú me d-dijiste lo mismo... Asumí que te-te-tenías uno.

—Yo... —Ella tragó en seco y algo en su mirada se rompió. Su alegría, él infirió—. Mi madre lo vendió, antes de la boda. Como ya te dije... mujeres casadas no pueden ser artistas.

El empresario, boquiabierto y molesto, cruzó los brazos.

—Eso no pu-pu-puede ser...

—Pero lo es.

—¡No! —se negó y dio un paso adelante—. Ve a-a cambiarte de zapatos y a re-re-recoger tu s-sombrero. T-Te llevaré d-de compras.

—¿Qué?

—Anda —El joven señaló con la cabeza y se giró hacia el perchero, a recoger su abrigo y su boina.

Elizabeth no se movió por un sólido segundo. Su aliento se le cortó y sus cejas se alzaron por cuenta propia.

—¿Hablas en serio?

Jonathan asintió y se acomodó las solapas del sobretodo. Ella, al confirmar que su afirmación era honesta y sincera, soltó una risa corta, llena de aire, bastante aliviada y asombrada.

Definitivamente se había equivocado. Él no era un zopenco.

—Gracias.

El muchacho sonrió, satisfecho por su repentino cambio de humor, y luego miró abajo, demasiado tímido como para mantener el contacto visual. La escuchó salir disparada a su habitación y subir las escaleras saltándose peldaños, y dejó que las esquinas de su boca se extendieran aún más.

Tal vez este matrimonio no sería tan trágico como se lo había imaginado de antemano.


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III

Carcosa, 20 de febrero de 1911

En secreto, Elizabeth le preparó un regalo a Jonathan, como agradecimiento por el atril y los materiales de pintura que le había comprado. Usando el dibujo que él había hecho de Edgar como referencia, la muchacha los retrató a ambos conversando, sentados en un sillón.

El bastidor que usó para la faena era uno de tamaño mediano, liviano y fácil de transportar. Quería que su marido pudiera colgarlo dónde se le diera la gana, sin tener problemas para trasladarlo.

—Mantén los ojos cerrados —le dijo al rubio, mientras lo guiaba a la habitación de visitas, donde él le había instalado un nuevo atelier.

—L-Los tengo cerrados.

—Más te vale —Lo llevó al centro del recinto. Luego, soltó su mano y caminó hacia el cuadro. Agarró la tela que lo cubría entre sus dedos y dijo:— Puedes mirar ahora.

—¿Qué es eso? —él indagó, entre contento, curioso y confundido.

—Ya verás —Elizabeth dijo antes de jalar el pañuelo, mostrándole el resultado final de su arduo trabajo.

La sonrisa de su marido lentamente se desvaneció. Sus cejas se levantaron por su frente, ojos llenaron de lágrimas, y labios se partieron. Llevó una mano al rostro y lo masajeó, tratando de probarse que estaba despierto, y que aquello no era un sueño. Luego, dio un par de pasos inciertos hacia el cuadro. Estiró la otra palma adelante para tocarlo, pero se convenció a no hacerlo a último minuto.

—Lizzy... esto...

—¿Te gustó?

La cabeza del rubio se giró hacia ella y él volvió a reírse, mientras lloraba. Corrió hacia la joven y la atrapó en un abrazo apretado, antes de girarla por el aire. Elizabeth, orgullosa de su logro, carcajeó de vuelta.

—¿Asumo que eso es un sí?

—¡Sí! ¡Mil veces sí!...

—Ay... es un alivio oír esas palabras viniendo de ti —ella admitió, así que sus pies tocaron el suelo otra vez—. Pensé que podría estar cruzando algún límite indebido al hacer esto...

—No —él la cortó—. Lo a-aprecio... mucho. Y lo co-colgaré arriba, en mi despacho. Gracias.

—De nada.

Fue entonces cuando Jonathan hizo algo que ella no se había esperado, nunca. Recogió su mano entre sus dedos alargados y la besó, con una gratitud y ternura que la tomó desprevenida.

—N-No s-sabes... lo que e-esto significa p-para mí... —murmuró enseguida, tan conmovido que no podía verla por sus lágrimas—. Eddy m-murió... Él... —Su boca se movió varias veces, pero hablar le resultó imposible.

Elizabeth, no obstante, no perdió su paciencia.

—Si quieres decirme algo, toma el tiempo que necesites para hacerlo. No me voy a ir a ningún lado.

Jonathan asintió y respiró hondo, para concentrarse en la tarea:

—Murió a-a-al frente mío.

—¿Qué?

—Sí... Y-Yo estaba junto a él... cuando... lo...

Ya no pudo seguir, y tampoco necesitó hacerlo. Sin dudar, la muchacha dio un paso adelante y lo abrazó, con una ternura que no había demostrado anteriormente.

—Lo siento mucho, John.

—Es p-por eso que... tartamudeo t-tanto... —él admitió. —No solía ha-hacerlo tanto a-antes...

—¿Hablas en serio?...

—Quisiera d-decir que no... pero s-sí —El joven empuñó la tela de su vestido y la sostuvo lo más cerca que pudo a su cuerpo.

Y Elizabeth, para su propio asombro, no se molestó ni un poco por ello.

Jonathan no lo sabía, pero ella había perdido a una de sus hermanas cuando era pequeña. Tenía una noción muy clara de cómo se sentía, sufrir por la ausencia de un ser querido.

—De veras lo lamento. Y aunque no puedo decirte si tu tartamudeo desaparecerá algún día o no, sí puedo afirmar que a mi lado, no tienes porqué sentirte avergonzado de él... ¿Okay?

—Okay... y g-gracias, Lizzy —el empresario le dijo, al separarse—. Muchas gracias...





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IV

Carcosa, 12 de marzo de 1911

Cuanto más miraba al cuadro que su esposa le había regalado, más el señor Lacroix sentía que conocía su estilo artístico de algún lado. Lo observaba, y observaba, y observaba, y aquella extraña familiaridad no se desvanecía.

Pero no fue hasta que su viejo amigo Oliver Garrison volvió de su viaje a Europa, cuando logró descubrir exactamente por qué este era el caso.

—¿Te compraste una pintura de CWF?

—¿Quién?

—¡Charles Winston Ford! Ese pintor de la galería Brocade, que tanto te gustaba. Me llevaste a ver sus obras un par de veces.

—No, no... E-Esto lo pintó mi-mi-mi esposa.

—Bromeas... —Oliver apoyó las manos en la cintura.

—No... no lo ha-go. F-Fue ella.

—¡Pero ese uso de los verdes y esas pinceladas cortas grita Winston Ford!...

—E-Elizabeth lo h-hizo...

Siguieron discutiendo al respecto por varios minutos más.

Su amigo eventualmente se tuvo que marchar, después del almuerzo, pero esta conversación siguió dando vueltas en la mente de Jonathan.

Sin embargo, solo fue cuando se subió a su vehículo y comenzó a manejar a casa cuando tuvo tiempo de contemplarla con toda su atención.

Y fue entonces cuando su cerebro colapsó.

Elizabeth solía ser una excelente pintora, de acuerdo a sus familiares, y según lo que ella misma le había contado. Tenía muchos amigos en el mundo artístico de la capital, y mucho de ellos, malhablados y muy juzgados por la alta sociedad.

Sospechoso.

Y para empeorar la cosa, su apellido solía ser Crawford.

¿Porqué es esto relevante? Bueno, porque las letras "C, R y A" existían en el nombre Charles. Así como la "W", en Winston. Y Ford... en fin, no es necesario explicar lo que ya es obvio.

Además, dicho pintor había misteriosamente desaparecido de las galerías donde solía exponer, desde la noche en la que Jonathan había cenado en la casa de sus suegros.

Otra vez, todo esto era muy sospechoso, ahora que se detenía a analizarlo.

¿Estaba él volviéndose loco? ¿Estaba mezclando puras coincidencias con su imaginación y paranoia? ¿O eran su esposa y aquel renombrado artista la mismísima persona?

Al llegar en casa, lo primero que hizo fue buscar a su mujer. La encontró, como era de esperarse, en su atelier, terminando una enorme pintura que retrataba al Diluvio Universal. Tal como Oliver lo había señalado, ella había usado bastantes tonos verdosos en su paleta, y pinceladas cortas para crear la sensación de movimiento y engañar a la vista de sus espectadores, haciendo al escenario parecer más real y vibrante de lo que era.

La pieza completa gritaba "Charles Winston Ford".

Joder.

—¿Quieres ir c-conmigo a la galería B-Brocade? — Jonathan preguntó antes mismo de anunciar su presencia, sobresaltando a su pobre señorita.

—¡Buenas tardes para ti también!...

—Hola... —él dijo y ella se rio, recomponiéndose del susto—. Pero... ¿quieres?

—¿Ahora? —la joven indagó, dejando el pincel que sostenía a un lado.

—Sí.

Elizabeth entonces señaló a su cuerpo y a sus ropas, completamente cubiertos de tinta.

—¿Seguro?

—E-Esperaré a que t-te bañes... Y v-vamos...

—¿Okay?... —Ella hizo una mueca desconfiada—. Pero ¿por qué quieres visitar a la galería hoy? ¿En el medio de la semana?

—Q-Quiero que c-conozcas a un p-pintor que a mí m-me gusta...

—¿Ya?...

—Y c-creo que te p-puede servir de inspiración...

—¿Y cómo se llama?

Él sonrió, con cierta picardía.

—Es una so-so-sorpresa...

—Ah, ¿sí?

—Sí.

Elizabeth sonrió. Le gustaba ese lado juguetón de Jonathan.

—De acuerdo... me iré a arreglar para que vayamos a ver a ese pintor sin nombre. Bajo una condición.

—¿Cuál?

—Me llevas a cenar después.

El muchacho amplió aún más su mueca de satisfacción.

—¿S-Se está invitado so-so-sola a una cita, se-señora Lacroix?

—Lo estoy —ella contestó sin vergüenza alguna—. ¿Algún problema con eso, señor Lacroix?

—No... p-para nada.

—Perfecto —La artista se quitó el delantal de encima—. Entonces me iré a arreglar. Te veo en media hora.

—Te estaré e-e-esperando.

Elizabeth, al pasar por él, puso su mano sobre su hombro y le dio un apretón afectuoso. Jonathan, al sentir la presión sobre su piel, se puso rojo como un tomate y tuvo que mirar a un lado para disfrazar sus nervios.

Así que la escuchó irse se giró y corrió al baño de visitas, a asearse un poco antes de salir. Se lavaría el cuerpo y cambiaría de ropa al regresar, pero por ahora al menos quería oler bien. Había trabajado todo el día y se notaba.

Cuando terminó de peinarse el cabello y de echarse perfume para disfrazar el desagradable aroma de su sudor, caminó a la sala a esperar por su mujer.

Así que ella apareció, sus mejillas se calentaron de nuevo.

—Te... Te... —Tragó en seco y respiró hondo—. Te ves h-hermosa.

—Pues gracias —Elizabeth sonrió, mientras descendía las escaleras.

Llevaba un vestido blanco nuevo, con bordados elaborados y preciosos. Su tela era liviana y se movía con una delicadeza sin igual. La mujer parecía un ángel, descendiendo de las nubes. Jonathan tuvo que forzarse a cerrar la boca, porque su belleza lo había desorientado al punto de babear.

—¿E-Estás lista?

—Sí... ¿y tú?

—También.

—Entonces vamos.

Ambos caminaron al automóvil del empresario tomados del brazo, sonriéndose durante todo el trayecto. Él por estar fascinado por lo linda que Elizabeth se veía. Ella, por estar divirtiéndose con la mirada encariñada del joven – el que le había comenzado a gustar más y más, con el paso del tiempo-.

Y mientras viajaban a la galería, la pintora no pudo parar de admirarlo.

Pese a todavía estar vestido con sus ropas del trabajo, y a verse un poco desajustado por su cansancio y por el calor, Jonathan poseía un cierto encanto que ella no había percibido hasta las últimas semanas.

No era un hombre excesivamente apuesto, ni poseía un cuerpo escultural, digno de ser considerado una obra de arte. Pero el brillo constante en su mirada, su sonrisa franca, su manera de siempre ver el lado positivo de las cosas, su habilidad para hacerla reír en momentos cuando solo quería llorar, y su forma de tratarla como si fuera la persona más especial del mundo, le resultaban atributos mucho más valiosos que una cara bonita.

Además —y aunque todo el mundo le dijera lo contrario— para ella su esposo sí era el hombre más guapo del planeta. Le resultaba un poco cómico afirmarlo ahora, considerando lo mucho que lo había detestado antes de comprometerse a él, pero este hecho no dejaba de ser cierto.

Sus dientes largos de conejo eran adorables. Sus ojos pardos, siempre resplandecientes, hipnóticos y bellos. Su cabello constantemente despeinado, muy divertido de mirar. Su mentón partido y barba siempre por afeitar, excesivamente atractivos. Y su voz ronca, tímida, le debilitaba las rodillas todas las veces que la oía.

Ella ya no quería negarlo y por lo tanto no lo haría; se había enamorado de él. Y si pudiera, se casaría con Jonathan de nuevo solo para probar su punto.

—Llegamos —el empresario le dijo, aparcando el auto. Al mirarla y ver la sonrisa fascinada que ella le estaba dando, él la copió en su propio rostro—. ¿Qué?

—Solo admiro la belleza de mi querido esposo, nada más —Él se rio y se volvió a enrojecer. Ella amplió su sonrisa ante su inocente reacción—. ¿Entramos?

—Sí... déjame a-a-abrir tu pu-pu-puerta...

—¿Voy a recibir tratamiento de reina esta noche? Ya me gustó.

Jonathan sacudió la cabeza, pero no negó dicha acusación. Solo salió del vehículo, abrió la puerta de su mujer y la ayudó a hacer lo mismo. Enseguida, ambos caminaron tomados de la mano hacia la galería Brocade.

Dicha galería estaba ubicada en el primer piso de un edificio antiguo, en el centro de la ciudad. Era un poco reducida en tamaño, comparada a las otras que existían en su misma calle, pero igual de concurrida. De hecho, al estar abierto desde el mediodía hasta las ocho de la noche, este pequeño museo recibía cerca de dos mil visitantes por día.

Adentro, solo cuatro artistas eran considerados parte de la "exposición permanente". Charles Winston Ford era uno de ellos, y también el más misterioso del cuarteto. Luego de donar catorce obras a la galería, había desaparecido. Y —como Jonathan ya había contemplado antes— lo hizo alrededor de la misma fecha en la que él conoció a Elizabeth.

Pero solo había una manera de confirmar sus alocadas sospechas y era poniendo a su queridísima esposa frente a frente con el trabajo de aquel místico y elusivo artista, para observar su reacción.

—¿Sa-bes cuál es mi-mi-mi pintura fa-vorita? —él preguntó, mientras ambos se desplazaban por el museo.

—No... en verdad no tengo idea.

—E-Esa de ahí —Señaló a un bastidor de altura alargada, colgado en el centro de la exposición permanente.

La imagen que retrataba era a un sátiro, cargando en su hombro a una ninfa. En su mano libre sujetaba una copa dorada, llena de vino. A su alrededor, se apreciaba una vid.

A primer vistazo, no había nada demasiado escandaloso sobre la escena. Era una representación más de la mitología grecorromana; nada muy exótico en una galería donde la mitad de los cuadros se dedicaba a hacer lo mismo. Pero al examinar el cuadro con más atención, pequeños detalles comenzaban a saltar a la luz.

Primero que todo, la criatura no era un sátiro, como todos lo asumían, sino un fauno. ¿Cómo él sabía esto? Porque poseía una forma que era mitad humano, mitad ciervo —no cabra—. Además, en suelo a su lado se podía ver una flauta de pan —instrumento asociado con frecuencia a los faunos—.

Segundo, la ninfa tampoco era una ninfa, sino Bona Dea, o Fauna, la diosa de la fertilidad, la castidad y la salud en la mitología de la Antigua Roma. Otra vez, Jonathan llegó a esta conclusión al observar la escena con más calma. La mujer en sí estaba sosteniendo una cornucopia, y entre las vides atrás, se podía ver una serpiente. Ambos, símbolos de Bona Dea.

¿Y por qué era importante saber todo esto? Porque, según la tradición, Fauno había matado a dicha diosa a golpes con un ramo de mirto, luego de encontrarla alcoholizada. Y aunque dicho arbusto no figuraba en el cuadro, su licor sí lo hacía. Porque lo que estaba adentro de la copa tampoco era vino, sino licor de mirto.

Aquella era, sin lugar a duda, una obra maestra. Y dicha pintura, con todas sus complejidades y detalles ocultos a plena vista, solo simbolizaba una cosa: El temor de Elizabeth a casarte con un bruto, que limitaría su libertad y la condenaría al mismo destino que Bona Dea.

Por alguna razón la diosa se parecía tanto en apariencia a la misma, ¿no?

—¿Te gusta Charles Winston Ford? —la muchacha preguntó, entre sorprendida y halagada.

—Demasiado —él contestó, con una sonrisa enorme—. No hay na-na-nadie con más t-talento que él pa-pa-para mí...

—¿Ni yo?

—Sé q-que te gusta co-co-competir, Lizzy... pe-pero ¿hacerlo c-contra ti misma?... E-Eso sí es un nuevo ni-ni-nivel de ambición.

La expresión de la pintora se morfó de asombro a temor.

—¿Qué dices?

—S-Sé quién e-eres... —él murmuró, manteniendo su volumen de voz bajo y sereno—. Y sinceramente... te amo a-aún más a-a-ahora que lo h-hago...

—John...

El empresario no la dejó entrar en pánico. Llevó la palma que sostenía a sus labios y la besó.

—E-Eres la mujer más ta-ta-talentosa y d-dedicada que conozco... y m-mereces se-se-seguir t-trabajando... y compa-pa-partiendo... tus obras con el m-mundo.

—Tú... —Los párpados de la joven se abrieron, y sus ojos se anegaron—. ¿Me dejarías?

—Obvio... señor Charles.

Ella se rio, emocionada. Él, contento de verla tan feliz, hizo lo mismo. Pero no se esperó que la dama soltara su mano, llevara ambas palmas a su rostro, y lo jalara a un beso que nunca antes había soñado recibir.

A Elizabeth no le importó que estuvieran en público, en medio a una galería concurrida, rodeada de gente que ella probablemente conocía. Solo pensó en lo suave que sus labios se sentían, en lo adictivo que era el sabor de su boca, y en lo mucho que quería seguir besándolo, así que volvieran a casa.

—Te amo, John —murmuró, cuando se separó para recobrar su aliento—. Y gracias.

—Y yo... ta-también te amo —Él cubrió sus manos con sus propios dedos—. Más que t-todo.








Fin (?)


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Hola hola, les escribe su autora...

Esta historia la escribí a la rápida para pasar el tiempo mientras editaba Liaison: Tomo II. No está hecha para ser una novela larga, compleja, ni nada por el estilo. Solo un pequeño relato y nada más.

Ojalá la hayan disfrutado y perdonen los agujeros en la narrativa, literalmente no la he corregido aún jajajajajaj


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Salí en la lista corta de los ambys y estoy muy feliz. Gracias por la oportunidad. ^^
AmbysES

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