Capítulo 4
No quería que Áureo notara que caminaba detrás, así que anduve con cuidado, lentitud y silencio. Justo como dijo mi tío, seguí el camino de tierra para evitar extraviarme. De cualquier modo, el chico también lo pisaba a su ritmo.
Me oculté tras los árboles y me mantuve a cinco metros de distancia durante diez minutos. Observaba su espalda, pero también el paisaje a mi alrededor. Verde, brillante, callado y hasta quieto.
Respirar era de verdad satisfactorio, pues en el pueblo de lavandas y encinos no existía la contaminación con la que yo solía convivir diariamente. Olía a tierra húmeda y a naturaleza, a vida.
Sobre el suelo crecía vegetación que nunca había visto, arbustos con hojas extrañas y flores coloridas. Pude identificar varias de las plantas gracias a los grandes jardines de mis vecinos en la capital. Mientras ellos las tenían en sus casas como una buena y elegante decoración, en el cerro crecían libremente donde querían. El paisaje era sin dudas un deleite para la vista.
Jamás vi tan de cerca la naturaleza, ni siquiera en las pocas visitas que realicé a este pueblo con anterioridad. De repente se me olvidó que el pueblo de mi familia materna era el peor sitio del mundo.
Debo venir aquí más seguido...
Al regresar la vista a Áureo, y sin parar mi sigilosa caminata, noté que se detuvo frente a un matorral de lavanda. Tuve que esconderme tras un árbol de tronco grueso en cuanto lo vi quieto. Sus pasos ya no cubrirían los míos y existía la posibilidad de que me descubriera.
Se puso en cuclillas y comenzó a tocar algunos de los tallos delgados. Estrujó con las manos varias de las flores moradas antes de llevárselas a la cara. Arqueé una ceja, ligeramente confundido. No sabía por qué hacía eso.
Tras observarle con más detenimiento, descubrí que el chico traía audífonos. El cable negro colgaba de uno de los bolsillos de su sudadera, justo donde guardaba elcelular. Si no había parado con la música en todo lo que llevábamos de camino, era completamente obvio que no sospechaba ni por asomo que lo estaba siguiendo.
Quise comprobarlo, así que salí de mi escondite para acercarme a él.
Anduve con precaución, pero ya no de manera tan excesiva como en un inicio. Si Áureo no tenía música puesta, me descubriría fácilmente.
Faltando solo dos metros para chocar con su cuerpo, empecé a ponerme nervioso. No tenía idea de lo que ocurriría a continuación. Tensé un poco los labios, apreté los puños y respiré con pesadez. Deseé que las cosas no acabaran mal, pues era de suponerse que el tipo me identificaría como parte del grupo de Joel, sus principales agresores.
Sobre nuestras cabezas se proyectaba la sombra de las ramas que nos cubrían del sol, aunque gruesos rayos también lograron filtrarse hasta tocar el pasto. El aroma a lavanda se intensificó conforme nuestra distancia se redujo.
Extendí un poco la mano para tocarlo por la espalda, pero fue mi sombra la que se proyectó por encima de su hombro y causó que se volteara de golpe.
Los dos nos asustamos y pegamos un brinco al mismo tiempo. Áureo terminó cayendo sentado sobre la tierra, mirando en mi dirección. Los audífonos se le salieron de las orejas por el brusco movimiento que hizo su cabeza cuando se percató de mí.
No dijimos nada.
El chico retrocedió un poco, con gesto preocupado. Bajó la cabeza, respiró con agitación.
—Perdón —Fui el primero en abrir la boca—, no quería asustarte.
Permaneció callado, mirándome de reojo y después clavando la vista al suelo. Sus dedos contrayéndose arrancaron parte de la hierba. Di un paso hacia adelante y le extendí la mano justo en su cara para ayudarlo a levantarse.
Áureo se cubrió con los brazos como un reflejo, rechazándome. Torcí la boca y retiré la mano con un poco de vergüenza. Me rasqué la barbilla, cambié el enfoque de mi vista hacia los árboles. El tipo no se movió ni un centímetro, pero estaba atento a mis movimientos detrás de su barrera corporal.
—Pensé que podíamos... no sé, platicar —dije, esperando que el chico dejara de protegerse de mí.
Se asomó solo un poco por encima de sus brazos, pero no cedió. Dejé escapar un suspiro, me alboroté el cabello con la mano y me quedé pensando en qué debía hacer. No quería que tuviera la misma impresión de mí que la que tenía de Joel y sus amigos. Podía irme de vuelta a mi casa y dejarlo tranquilo, o insistir solo una vez más.
Sin pensarlo me senté en la tierra, a un metro de él. Áureo se despejó la cara y me observó en todo momento sin parpadear, sorprendido por mi acción. Junté las cejas, me incliné un poco hacia adelante y lo observé de cerca por primera vez en mi vida.
Parecía un juego para ver quién aguantaba más manteniendo el contacto visual.
Grandes ojos cafés, no tan oscuros, penetrantes. Pestañas largas y gruesas, cejas pobladas, una barbilla definida por su delgadez. Sus rizos se veían más definidos bajo el sol y su piel morena más brillante. Por sus características físicas y su total ausencia del habla, llegué a una precipitada —y hasta estúpida— conclusión.
—¿No hablas español? —Pensé de repente que Áureo era parte de alguna comunidad indígena.
El chico dejó escapar un pesado suspiro. Rodó los ojos con claro enfado y, a partir de ese momento, abandonó el temor que sentía hacia mí. Acababa de darse cuenta de que yo era inofensivo y no muy inteligente.
Me disculpé de inmediato en cuanto vi su reacción. La vergüenza se me subió a la cara.
Áureo se dispuso a partir, pero interrumpí su prisa pidiéndole que esperara. Me juzgó desde la altura con los párpados entrecerrados y las cejas fruncidas, pero no se fue. Abandoné el suelo húmedo para emparejarme con su rostro, con sus ojos.
—No quiero problemas —Puse ambas manos frente a mi pecho—. Yo... no soy como ellos.
Se le relajó el rostro, asintió ligeramente con la cabeza.
—Lo sé —Finalmente abrió la boca—. Se nota.
Tomé su comentario como algo bueno. Sonreí un poco, esperando que las cosas se relajaran entre nosotros. Áureo me examinó de arriba abajo, todavía atento a cualquier movimiento que yo pudiese realizar. Aunque no me creyera parte del grupo de Joel, seguía desconfiando mucho. No lo culpaba.
Después de mirarnos fijamente por un segundo él bajó la cabeza, dio media vuelta y avanzó dos pasos antes de que lo detuviera nuevamente con palabras. No pensé mucho en lo que diría, solo lo dejé salir.
—No quiero que te sientas incómodo por mi culpa. Ya sabes, en la escuela —volví a sentirme nervioso—. Yo no te juzgaré, porque somos parecidos.
No fui muy específico en el asunto, pero esperaba que me entendiera. Si lo molestaban por lo que yo creía, entonces teníamos algo en común, algo incurable. Algo que para mí seguía siendo un secreto.
—¿De qué hablas? —Arqueó una ceja hacia arriba, mirándome apenas.
Evadí su rostro; estaba pasando por muchas situaciones vergonzosas al mismo tiempo.
—De nada... —Me encogí de hombros.
En sus facciones noté cierta compasión, quizás por mi poca valentía. Áureo no quiso indagar en ello, simplemente volvió al camino de tierra y se marchó.
Lo primero que hice al volver a casa fue decirle a mi madre que me metería a bañar porque me había caído durante mi exploración. Al verme decaído, preguntó si me hice daño y yo solo pude contestar que el agua caliente me calmaría un poco.
Rumbo al cuarto de mi difunta abuela se me atravesó Talía con mi celular en la mano. Admitió con pena que lo agarró para tomarse unas cuántas fotos que borró después de pasarlas a su celular. Antes de que le dijera algo relacionado a pedírmelo primero, comentó que mi madre se lo prestó en cuanto supo lo que quería hacer con él.
—No lo desbloqueé, te lo juro —Me lo tendió con confianza.
Cerré la puerta después de tomarlo y lo lancé a la cama. Me encerré en el baño lo más rápido que pude, recargué la espalda contra la madera antigua de la puerta y me dejé caer con lentitud hasta el piso.
Pegué las rodillas a mi pecho y las abracé. Apoyé la frente sobre ellas, respiré con cierta agitación.
Quise llorar en ese preciso instante, pero me contuve por milésima vez. Me pasé el dorso de las manos por los ojos y los tallé esperando a que el ardor se redujera. Traté de mantenerme tranquilo.
¿Cuál es la razón por la que lloras, Franco? Me lo pregunté como si fuera alguien más.
Lo único que deseaba era que llegara el día en que tuviera que dejar de esconderme y preocuparme tanto por mis sentimientos. Pensé que ese momento estaba cerca, pero mi llegada a ese pueblo lo impidió.
Me sentía solo, desesperado. Y tenía ya más de cuatro años llorando sin nadie que pudiese entenderme ni consolarme. Estaba harto de callar mi propio dolor y sufrir en silencio a causa del odio que me tenía a mí mismo.
Y justo cuando creí que podría empezar a comprenderme a través de alguien más dentro del pueblo, lo estropeé. Me golpeé la cabeza repetidas veces con la palma de la mano sin dejar de insultarme.
Debo aguantar un semestre, nada más.
En ese tiempo las cosas no iban a cambiar, ¿cierto? Debía ser paciente, buscar una distracción alejada de mi secreto mejor guardado, fingir que nada pasaba y que mis problemas emocionales eran por los cambios bruscos de entorno, aunque sí tuvieran que ver con mi increíble disminución de confianza.
Sequé las pocas lágrimas que derramé, me levanté del piso frío una vez que me sentí mejor. Abrí la regadera, me desvestí y entré en cuanto empezó a empañarse el espejo.
Fue el sonido del agua cayendo el que me brindó la tranquilidad que me faltaba. Cerré los ojos, alcé la cabeza y respiré hondo. A mi mente regresó la imagen clara de Áureo, obtenida horas atrás gracias a nuestro primer acercamiento.
Estaba muy avergonzado de mí y de mis pocas capacidades para entablar una conversación decente. Yo tenía la culpa de que él no quisiera detenerse en mí ni por dos minutos. Después de todo, era amigo de las personas que más comentarios crueles y desagradables le hacían en la escuela. Áureo sabía que yo no era igual que ellos, pero tampoco me conocía. Nadie en el pueblo —ni siquiera mi madre— tenía ni la más remota idea de quién era Franco.
La familia de mi madre solía dormirse temprano, en especial mis primos. Una noche común a las diez seguía siendo de mensajes y juegos para mí, pero ya no tenía ninguna de las dos cosas. Dormía más horas que en la capital, pero no mejor. Siempre estaban esas inquietudes en el subconsciente.
Todo el día estuve en el cuarto, durmiendo, jugando en el teléfono y leyendo el periódico que tomé del baño de abajo. Mi mamá me lo permitió porque creyó que me asoleé y me lastimé en el cerro.
Una vez que oscureció y mis primos se fueron a dormir, apagué las luces y me quedé sentado en la cama para leer un poco más. Tenía la lámpara vieja del buró ayudándome con la discreta iluminación.
Una hora más tarde, cuando los adultos dejaron de charlar con seriedad en el comedor, se marcharon a sus respectivos cuartos. Mamá llegó justo cuando me encontraba muy concentrado resolviendo un crucigrama sobre el papel, algo que jamás en mi vida había hecho.
Alcé la cabeza en cuanto la escuché. Traía sobre las manos un gran ramo de lavandas, sumergidas por la mitad en un bote de yogurt que dejó en el gran tocador antiguo frente a la cama.
—¿Te gustan? —Las olió con gusto.
—Hay muchas de esas flores en el cerro —contesté antes de intentar volver a mi aburrido juego.
—Las traje de allá justo para ti —Se acercó a la cama, más específicamente a donde yo estaba—. El olor te relajará.
Las miré con detenimiento desde mi cómoda posición. No quería que mi mamá siguiera insistiendo en platicar conmigo cuando yo no tenía ni una pizca de ganas. No me hallaba bien y seguía enojado por estar justo en ese lugar de entre tantos buenos escondites.
—Gracias, mamá. Ya me voy a dormir —Dejé el periódico en el buró a mi derecha y comencé a meterme en la cama.
Ella sujetó de nuevo las flores y las puso encima del periódico a un lado de mí. De inmediato percibí el fuerte y agradable perfume invadiendo el cuarto. Cerré los ojos para concentrarme mejor en el aroma; fresco, relajante y limpio. Me recordaba al cerro boscoso, pero también a ese chico que se detuvo a apreciar las lavandas.
De nuevo volvió la incertidumbre. ¿Por qué justo a la hora de dormir tenía que acordarme de él? Ni siquiera era un sujeto importante para mí.
Fruncí las cejas, apreté los labios, estrujé un poco la sábana que ya me cubría hasta la mitad del rostro.
Antes de dejarme llevar de nuevo por el malestar de mi propia mente, mi madre puso su mano sobre mi cabeza y me acarició el cabello un par de veces. Abrí los ojos de golpe y me sobresalté. Ella se apartó tan rápido como pudo.
—Perdón, hijo —Sonrió a medias—. Pensé que andabas preocupado.
Asomé un poco la cabeza y negué su comentario con una seguridad fingida. Añadí, además, que el cuerpo me seguía doliendo por la caída ficticia de la mañana. Me dejó tranquilo después de eso. Rodeó la cama y se recostó; en medio de nosotros sobraba un gran espacio.
—Buenas noches —murmuró—. Te amo.
Apagué la lámpara después de repetir solo las dos primeras palabras.
Lo primero que hice al despertar fue revisar mi teléfono para ver si no tenía algún mensaje importante. Fue el nombre de Joel el que saltó primero en las notificaciones de WhatsApp.
Me senté en la orilla y revisé lo que decía. Quería que saliera con él y sus dos amigos dentro de unas horas porque tenía algo divertido que enseñarme. Si me dejaban, nos encontraríamos afuera de la escuela cerrada al mediodía. Contesté que ahí nos veríamos; no iba a pedirle permiso a nadie porque no había lugar en el pueblo que mi familia no conociera. Me creían seguro.
Después de perder el tiempo con los juegos de mi teléfono y almorzar, avisé a mi madre que me encontraría con uno de mis amigos de la escuela y que volvería antes de la comida. Talía fue la única en atreverse a preguntar —lejos de los padres— que si iría a ver a Joel.
—Te dije que ya no les hablaras, primo —Me golpeó el hombro—. Un día de estos vas a ver que yo tengo razón.
Debí escucharla cuando me lo advirtió, pero mi aburrimiento siempre pudo más. Le dije que tendría cuidado con ellos y que solo me divertiría, porque eso fue lo que Joel prometió. No los tomaba tan en serio como ella creía; solo eran sustitutos temporales para evitar enloquecer de soledad.
Cuando el tan ansiado día de partir llegara, ni siquiera me despediría de ellos.
—Voy a hacerme menso con ellos nada más, Talía —Caminé hacia el portón—. Me aburro de no hacer nada.
Al menos entre semana iba a la escuela y los días terminaban más rápido. En sábados y domingos tenía que buscar otras distracciones y qué mejor que salir y conocer el pueblo con las personas que vivían en él y que no eran mi familia.
Alcé la mano a modo de despedida y salí de la casa.
En la capital casi nunca caminé. El auto era ese gran amigo con el que recorría incluso las distancias más absurdas. Solo sabía usar las piernas para andar en casa y jugar futbol, pero en mi nuevo refugio caminar era la única forma de llegar a cualquier lado. Además, el auto se quedó con mi padre.
Me fui por el camino que ya tenía memorizado y llegué hasta allá sin ningún contratiempo. Junto al portón grande y blanco ya estaban los dos amigos de Joel platicando. Omar y Edwin eran sus nombres.
—Ahora sí ya no traes tu chamarrota, gringo —Edwin y yo chocamos los puños.
—Hasta te cambia la cara, cabrón —Omar me palmeó la espalda antes de que él y Edwin se recargaran en la pared.
Gracias a la poca luz del sol parecía que era más temprano. Había muchas nubes grises, pero no tantas posibilidades de que lloviera. Por fortuna no hacía frío ni aire. Mientras esperábamos a Joel, Edwin sacó los cigarrillos y nos los tendió. Yo lo acepté por compromiso porque realmente no tenía ganas de fumar.
Nunca lo había hecho en mitad de la calle. Parecíamos, sin ninguna duda, ese clásico grupo juvenil y peligroso que todas las personas evitaban al caminar. Si en la capital yo los hubiera visto igual que en ese momento, cruzaría la calle para evitar que me asaltaran.
La sensación de estar con las personas que más discriminaba a inconsciencia cuando tenía otra vida, era demasiado extraña. No podía ni imaginar qué reacción tendría mi papá o los amigos de mi colegio si vieran a Franco fumando en la calle con dos sujetos que parecían salidos de los peores barrios de la capital.
Pero Edwin y Omar eran realmente buenas personas. O esa al menos fue mi última impresión de ellos. Eran como eran por seguir a Joel, pero sin él hablaban y se expresaban más. Incluso parecían ser el doble de divertidos. Me sentí aún más cómodo solo con ellos dos, pero el gusto me duró muy poco. Joel apareció junto a mí dos minutos más tarde.
—Vámonos, princesas —Joel me rodeó por el cuello para que comenzáramos a caminar.
—¿A dónde? —pregunté yo, sin saber nada de los planes.
Joel miró hacia arriba y fingió que pensaba. Los otros dos nos siguieron de cerca sin responder a mi pregunta. Dos segundos después apuntó la mano hacia el cerro que estaba al lado del que visité el día anterior.
—A pasarla chido con una sorpresa —contestó con ánimos.
Omar y Edwin también parecían emocionados, pero yo solo podía pensar que iba a ocurrir algo muy diferente a lo que estaba costumbrado y que quizás sería normal para ellos.
¿Drogas? Lo vi poco probable.
Sin soltarme todavía, Joel abrió su chamarra para que viera en el interior. Traía un arma.
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