Capítulo 3

La escuela del pueblo me parecía muy aburrida, principalmente por lo que enseñaban; temas viejos que vi en mi otro instituto. Al menos en el fondo del aula, donde estábamos Joel, sus amigos y yo, nos divertíamos conversando.

A ellos poco les importó la clase y yo fui el primero en entregar el trabajo que la profesora dejó. Prácticamente los cuatro estábamos libres, riéndonos entre susurros, distrayéndonos con el teléfono y bromeando. Aunque claro, yo preferí trazar rayones sin sentido en la parte trasera de mi cuaderno antes que sacar mi celular.

Joel vio con atención lo que hacía, curvando los labios a medias. Tomó uno de sus lápices y extendió el brazo para marcar en mi propio cuaderno. Sus dos amigos se le unieron casi de inmediato, riéndose.

Toda la hoja se llenó de un montón de penes mal dibujados en cuestión de minutos. Ellos no aguantaban la risa y se estaban volviendo escandalosos. Yo solo me obligué a sonreír; no veía a nadie hacer eso desde que tenía como catorce años.

Joel me arrebató el cuaderno y lo alzó en dirección al chico silencioso de ayer. Nosotros volteamos hacia el mismo lugar, aunque yo no sonreía con tanta amplitud como los otros tres. Cerré los ojos por un momento al suponer lo que dirían. Iban a molestarlo y yo sería partícipe de eso.

—Oye, Áureo —exclamó Joel. El tipo apenas volteó—, ¿cuál de estos te comerías primero?

Explotaron en risa, sin obtener ningún tipo de respuesta. Algunos de mis compañeros que aún continuaban ocupados, voltearon con cierto desagrado a causa del escándalo. La profesora incluso paró con la revisión de trabajos para pedir que, si no íbamos a trabajar, mínimo nos calláramos.

Los chicos regresaron a sus asientos, Joel lanzó el cuaderno a mi mesa con despreocupación. Tomó su celular y se puso a revisar las novedades; los otros dos platicaron en voz baja. Olvidaron con mucha rapidez que acababan de molestar sin ningún remordimiento al tipo del que ahora sabía su nombre.

Pero yo no pude sacarlo de mi mente con la misma facilidad que ellos. Volví a abrir la última página para mirar todos los dibujos horrendos durante un minuto, apenas parpadeando. Tensé un poco los labios, desvié la vista al frente y cerré el cuaderno con cierta agresividad. Recargué la mejilla sobre mi mano, volví a observar con detalle al chico.

Áureo...

No conocía a nadie que se llamara igual.

Moreno, delgado, de cabello ondulado y un poco largo, casi cubriéndole los ojos. De la misma altura que yo. No lucía descuidado como varios de mis compañeros y a simple vista no era tan llamativo. Su actitud tan retraída aumentaba con creces aquella impresión que tenía de él.

Cuando el timbre sonó para indicar que el día había terminado, nos dirigimos a casa de Joel justo como teníamos planeado. Le dije a mi prima que se fuera sin mí en cuanto me la topé en la entrada. Ella manifestó desagrado en el rostro cuando vio con quiénes me iría, pero no dijo nada.

Se despidió de mí y partió rumbo a su casa con un par de amigas suyas que parecían ir en la misma dirección que ella. Joel y sus amigos me miraron con sonrisas cómplices, señalándome y señalando a Talía.

—Preséntala —dijo uno de ellos, empujándome un poco con el codo.

Pero de ninguna forma eso iba a ser posible. No si quería verla feliz y fuera de ese pueblo. En broma les dije que algún día lo haría y para ellos eso fue suficiente. Sin hablar más del tema, caminamos rumbo a la casa de Joel.

Seguía haciendo frío a las dos de la tarde y la luz del sol escaseaba en el cielo, pero por la andada se me acumuló el calor y terminé por quitarme la gran chamarra. La cargué en el brazo durante el resto del camino, que no era tan largo.

Paramos en una casa de ladrillo gris sin pintar, de cristales sucios y dos pisos de altura. Un par de perros en el techo comenzaron a ladrarnos sin control, viéndonos desde su sitio. Joel introdujo la llave en la puerta del portón y dejó que entráramos primero. Yo seguí a sus amigos en lo que el anfitrión nos alcanzaba.

—Pásenle a mi cuarto, no hay nadie —dijo Joel con confianza.

Subimos por las escaleras y entramos en una de las habitaciones del fondo. Nos encerramos después de que Joel entró y le puso seguro a la puerta.

Su cuarto era grande, aunque bastante desordenado, maloliente. Intenté ocultar mi inquietud lo mejor posible, principalmente para que no hubiese alguna malinterpretación. Joel y su familia no tenían la mejor vida de todas y yo no estaba para nada acostumbrado a acudir a sitios así.

La casa de Joel era muy similar a varias de las imágenes que aparecían en Google cuando buscaba por su nombre las ciudades más peligrosas del país o las peores zonas de la capital. Un hogar de apariencia aterradora donde nunca hubiese querido estar.

Los chicos se lanzaron a la cama sin ningún apuro; Joel arrastró un par de cubetas viejas y grandes para que él y yo nos sentáramos. Antes de que nuestra conversación iniciara, el anfitrión sacó debajo de la cama un cartón de cervezas y nos dio una lata a cada uno.

No bebía con la misma frecuencia que estos sujetos, salvo en reuniones sociales. Y como esta era una, no le rechacé nada. Otro de ellos sacó dos cajetillas de cigarros y nos las tendió. Fumamos y bebimos durante una charla que otra vez no comprendí por estar tan fuera de contexto.

Fingí que entendía y me reí con ellos cuando la situación lo ameritó. Fui un objeto más en su gran habitación hasta que quisieron centrar su conversación en mí.

—Oye, ¿por qué tan calladito? —preguntó uno de los chicos antes de expulsar el humo—. ¿Siempre eres así?

Me erguí en mi asiento, abrí los ojos un poco más. Yo no solía considerarme introvertido, pero desde que puse un pie en el pueblo de mi madre, me limitaba en exceso con las palabras. No podía admitir en voz alta que era por el miedo de que cualquier cosa que hiciera o dijera pudiera tener reacciones diferentes a las que yo estaba familiarizado.

—No lo es —Joel me observó con una sonrisa—. Solo le falta agarrar vuelo al cabrón.

Sonreí con cierta confianza. Al menos en eso no se equivocó. El chico me dio un pequeño empujón en el hombro y me invitó a ser más participativo porque "ellos no mordían". Me dieron otra cerveza; los tres se pelearon por la última y por decisión unánime Joel fue el ganador.

Sacaron sus celulares y comenzaron a hablar sobre varias chicas del pueblo. Los tres tenían juntos un grupo de WhatsApp donde se enviaban fotos de todas ellas con o sin ropa. Incluso me mostraron algunas y me preguntaron qué opinaba.

—¿Qué tal esta? —Joel casi puso su celular en mi cara—. Está buena, ¿no?

Fingí que prestaba atención, pero la incomodidad de ver a una desconocida desnuda pudo más conmigo. Logré asentir con la cabeza, aunque fuera obvio que apenas les hiciera caso a sus preguntas. Además de que no tenía ni un mínimo interés por las mujeres que aparecían en su pantalla, tenía en la consciencia esa inquietud de que lo que estos tres hacían no era correcto.

Joel arqueó una ceja, curvó los labios.

—¿Qué pasó, güey? —De repente me empujó por el hombro, logrando que me sobresaltara—. ¿Eres joto como el Áureo?

Los tres se rieron. Mientras me sobaba el golpe recibido, se los negué con una especie de media sonrisa. Antes de contestar —y para sonar alivianado—, exclamé con un fingido desagrado que estuvo a punto de tirarme la cerveza.

—Hasta crees —respondí, recobrándome—. No sabes cuántas niñas bonitas conozco en la capital.

Soné tan convincente, que hasta yo me creí las dos primeras palabras por un minuto. Más tarde la verdad se encargaría de abofetearme en mitad de la soledad y el silencio.

Los chicos primero se burlaron, incapaces de creerme. Pero si de algo estaba seguro, era que no mentía sobre lo lindas que eran mis amigas y otras compañeras. Chicas rubias o castañas, altas, con ojos aún más claros que los míos, una piel de porcelana y los cuerpos más atractivos que yo hubiera visto; chicas que jamás en la vida podrían conocer.

—A ver, una foto —insistieron.

Usé mi WhatsApp para mostrarles a algunas de las chicas, ya que tuve que cerrar mi cuenta de Instagram tras las amenazas a mi familia. Estaban fascinados.

—Todas parecen modelos —exclamó uno—. No como las viejas de aquí.

Les di la razón solo para que dejaran el escándalo. 

Todavía faltaban un par de horas para que el sol se escondiera. Mi madre llamó antes de que la convivencia con Joel terminara para pedir que ya regresara porque se hacía tarde. Ella se quedó al teléfono conmigo durante el camino, dándome indicaciones para llegar bien a casa de mi abuelo a falta de internet para abrir el GPS.

Hubo silencios incómodos de rato en rato que ella interrumpió con sutiles "¿cómo vas?" "¿Por dónde vienes?". Yo intenté ser lo más breve posible para que no tuviera razón de alargar sus preguntas o comentarios, pero los sitios que le describía siempre le daban motivos para recordar algo en voz alta.

Era normal que ella estuviese melancólica durante los días recientes a causa de la soledad y el cambio de vida tan repentino que los dos tuvimos. Como yo, extrañaba a sus amigas, nuestra casa y la ciudad. Era una vida más fácil, cómoda, estable.

—¿Y qué tal tus nuevos amigos? —Trató de iniciar con una charla nueva.

Llegaba justo a las puertas cerradas de la escuela cuando me lo preguntó. Antes de contestar le notifiqué que acababa de llegar a un sitio donde ya me era más fácil ubicarme. Imaginé una sonrisa imaginaria en su cara.

—Creo que me agradan —Sin darme cuenta, seguí con la conversación—, pero no me gustó su casa.

Al explicarle las razones, ella solo me prestó atención. No me gustó la casa de Joel porque daba miedo, estaba descuidada y porque su habitación era asquerosa. Las palabras de mi madre me devolvieron al presente, cuestionándome por un instante mi perspectiva de lo que creía conocer.

—Estás en una nueva realidad.

Y estaba en lo cierto. Yo nunca tuve la necesidad de vivir igual que muchas personas del pueblo porque tuve la gracia de nacer en una buena familia. Mi realidad era esa y en diecisiete años no necesité conocer otra... hasta que tuve que irme con mi madre buscando seguridad.

Por eso me era tan difícil aceptarlo, por eso rechazaba mi entorno e intentaba interactuar lo menos posible con él. Sin embargo, tenía que quedarme durante unos cinco meses y no podía estar en soledad durante tanto tiempo. Necesitaba convivir más y mi mamá no era mi opción favorita.

Dos minutos más tarde doblé a la derecha y llegué a casa de mi abuelo. Le colgué bajo el argumento de que ya había llegado. Caminé con lentitud por aquella subida y miré hacia el final de la calle, justo por donde terminaba el patio de mi familia y comenzaba el cerro. La neblina volvió a hacerse de un espacio entre los árboles y la temperatura también disminuyó a cada paso.

Finalmente creí dar con un sitio interesante.

Tuve curiosidad por explorar ese gran bosque, pero no era el momento. Con más calma, tiempo libre y sol, me iría a dar un paseo en solitario. Tenía la esperanza de que fuese relajante y me ayudara con todo el estrés acumulado que no podía sacar adecuadamente de mi cuerpo.

Entré en la casa sin mucho escándalo, saludé al pequeño chihuahua de la familia antes de toparme con mis primos de camino a la habitación donde me quedaba. Talía estaba en su respectivo cuarto, distraída en el teléfono y sin ganas de verificar mi llegada. Abajo estaban las madres conversadoras.

Cerré la puerta, arrojé la mochila, me quité la pesada chamarra y me tiré sobre la cama sin quitarme primero el horroroso uniforme verde con gris. De cara al techo observé sin mucho interés todas esas manchas amarillentas que la humedad trajo con el pasar de los meses. Respiré hondo, entrecerré los ojos.

Imaginé qué estaría haciendo en ese momento si siguiera viviendo cómodamente en la capital. Tal vez entrenando en la cancha o jugando videojuegos con amigos mientras hablábamos por el micrófono. Quizás acabando las tareas para librarme de esa responsabilidad durante el resto del día.

Tomé el celular y me puse a revisar los mensajes. Siguieron llegando saludos que de inmediato archivé. En mi grupo principal de amigos ya planeaban jugar videojuegos hasta tarde y querían que yo también estuviese ahí. Me desanimé más que ellos cuando les dije que me sería imposible durante un buen tiempo. Después de todo, mi ausencia no los detendría.

Lo dejé en el buró junto a la cama y no lo agarré más. Era un dispositivo inútil. Me quité los zapatos y me metí bajo las cobijas a causa del frío que aún tenía. Seguí mirando hacia arriba, esperando a que el sueño me ganara.

Sin embargo, mis —mayormente negativos— pensamientos tomaron protagonismo en mi cabeza para impedir que pegara los ojos.

Tenía muchas cosas por las cuales preocuparme; diariamente las recordaba con la esperanza de hallar una minúscula solución. Pedía al destino que mi papá se encontrara bien, trabajando en su puesto mientras encontraba la forma de conseguir que mamá y yo volviéramos a salvo a su vida. Era lo que más deseaba.

Intenté hacer un rápido repaso a mi día, pero me quedé estancado justo en las primeras horas cuando me hallaba en el colegio, tiritando de frío y distrayéndome con mis escandalosos compañeros.

Giré el cuerpo, apuntando hacia la única ventana. El cielo seguía gris y las calles silenciosas. Puse ambas manos bajo mi rostro, mirando al exterior, buscando calma en los movimientos de los cables de la luz a causa del viento.

Necesito irme porque este es el peor sitio para salir del clóset.

Y lo pensaba tras acordarme de Áureo, el chico al que Joel y sus amigos molestaban sin tapujos ni impedimentos y que nadie ayudaba o defendía. Darme cuenta de que no tenía a nadie con quién contar fue muy atrofiante. No quería problemas ni dolor como el que se veía que recibía aquel otro sujeto al que tampoco me atrevía ayudar.

Antes del inesperado cambio de casa, yo me preparaba para confesarle a mis padres que me sentía atraído por los chicos. Tenía la sensación de que, si dejaba pasar más tiempo manteniendo el secreto, a la larga terminaría afectándome justo como ocurría en ese rato sobre la cama.

Esperaba que mis padres lo entendieran y me apoyaran a su manera y ritmo, pero seguía temiendo a su reacción, a que se decepcionaran instantáneamente de mí, o a que realmente no pudiesen tomarlo de la mejor forma. Nunca hablé de eso con ellos, tampoco conocía su postura sobre el tema.

De ahí a que me sintiera tan desorientado respecto a mis sentimientos y decisiones.

Me llevé ambas manos a la cara, dejé escapar un pesado suspiro. Me palpitaba la cabeza por culpa del estrés autoprovocado, pero tenía que aguantarlo porque esa no era más que una minúscula parte de lo que en verdad podría a lastimarme.

Mis primos y tíos se levantaban muy temprano incluso en fines de semana. Eran una familia muy ruidosa... o simplemente activa.

Para sentirse parte de la familia, mi mamá también se obligaba a sí misma a despertar a la misma hora que ellos y bajar para ayudar en la casa lo más que pudiera. Antes de levantarse de la cama, me empujaba ligeramente para pedir que también me despertara y me pusiera a hacer cualquier cosa. Ese sábado tampoco fue la excepción.

—¿Qué quieres que haga? ¿Conversar con las gallinas? —Me hice un ovillo en la cama. El calor bajo las cobijas era bastante agradable.

—Muévete, Franco —Perdió el humor muy rápido, como siempre—. Vete a dar una vuelta por el cerro, mínimo.

Me quitó las cobijas a la fuerza sin previo aviso. Casi en un reflejo pegué las rodillas al pecho; las quejas en voz alta no se hicieron esperar. Maldije en cuanto desapareció del cuarto, porque ni de chiste lo iba a hacer en su cara.

Respiré profundo, bostecé mientras me estiraba. Estuve sentado en la cama durante un buen rato, mirando el teléfono que no tenía nada nuevo qué contar. Desde el cambio, todas las notificaciones que estaba acostumbrado a ver desaparecieron y sin dudas era una atención que extrañaba.

Pasear solo, ¿eh?

La idea me tentó después de analizarla un poco.

Fui al baño, peiné un poco mi cabello con la mano, examiné mi imagen por la superficie y salí de inmediato de la casa sin quitarme el pijama a cuadros que usaba todas las noches. Mi mamá casi me persiguió para impedir que saliera así, pero hui a tiempo. Tampoco me llevé el celular porque sin señal en el cerro sería un completo estorbo.

Caminé hacia el portón de la casa, todavía despertando. Respiré hondo y aceleré el paso para salir a la calle. Sin embargo, tuve que detenerme poco antes, ya que en la entrada de la casa mi tío hablaba con un desconocido muy cómodamente.

Solo me aproximé en silencio, ya que no deseaba interrumpirles. Permanecí detrás por unos cuantos minutos, oyendo a medias la conversación sobre carros y vendimia. Miré hacia el suelo, después hacia el pequeño corral de mi tía. Agité una pierna con impaciencia y jugueteé con mis propios dedos.

Fue durante ese intento de distracción que vi caminando a Áureo al otro lado de la calle, cabizbajo como siempre. Lo seguí con la vista sin disimular, esperando muy en mis adentros que se percatara de mi presencia. Pero no lo notó.

Tuve mucha curiosidad. ¿Vivía en la misma calle que yo?

Mantuve los ojos clavados en su figura, atento a cualquiera de sus movimientos. Áureo pasó de largo todas las casas y siguió un camino previamente trazado sobre el cerro boscoso que yo también planeaba recorrer.

—¿A dónde vas, Franco? —preguntó mi tío, abandonando su plática por un minuto.

—Voy a pasear allá, tío —Señalé hacia el final de la calle, por donde comenzaban los árboles.

Él asintió no sin antes advertirme que tuviera cuidado, que no me saliera del camino porque podría perderme, y que no me fuera muy lejos porque el almuerzo estaba cerca. A todo dije que sí sin prestarle mucha atención, ya que de repente sentí que tenía prisa.

Áureo cada vez se hacía más pequeño e invisible por culpa de la distancia y los árboles.

Y yo quería seguirlo.

¿Qué tal les está pareciendo? Finalmente hice el clic que quería con esta historia, aunque me tomó mucho más tiempo del que hubiese querido. Nos leemos muy pronto <3 

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