Capítulo 26
Edwin y Omar me observaron con atención, igual que el resto de mis compañeros y hasta la misma maestra. Todo el tiempo miré hacia la pared de enfrente, creyendo que de esta forma las miradas no me lastimarían. Ya tenía suficiente con mis marcas y las de Áureo por todo el cuerpo.
Una vez que pasé junto a ese par de sujetos y quedé a un lado de mi mesa, miré rápidamente hacia el lugar junto a mí. Joel no estaba, tampoco sus cosas. Ese día simplemente no vino a la escuela. La tranquilidad me regresó parcialmente al cuerpo, pude hasta respirar con más fuerza.
Dejé mi mochila colgada del respaldo de la silla y me senté mientras la maestra volvía al tema que explicaba. Recargué ambos codos sobre la madera oscura y me llevé ambas manos a la boca para fingir que me concentraba, aunque por dentro solo quisiera llorar e irme. Odiaba las miradas y los murmullos de ese momento porque sabía que se trataban de mí.
Al final ni Áureo ni yo podíamos disimular que fuimos atacados por las mismas personas el día anterior. Seguramente ya estaban relacionándonos en sus mentes y no de forma positiva. Me dije a mí mismo que lo soportara, que no viera ni siquiera a mi novio para distraerme porque las heridas se volverían a abrir.
Faltaba solo media hora para que fuera receso y yo tenía que aguantar hasta entonces para no verle la cara a nadie, salvo a Áureo. Al menos por esa media hora no tendríamos a Joel molestando y oportunidades como aquella escaseaban. Quería hablar con él sobre Francia con la seriedad que merecía.
Durante la espera me puse a rayar a ciegas las páginas de mi libreta. Fijé gran parte de mi concentración en cada trazo para no tener la mente ocupada de nervios y negatividad, cosa que sirvió. Cuando el timbre de la escuela nos indicó que ya era hora de descansar, mi concentración se vio interrumpida para decirme que tenía un asunto por arreglar. Un asunto que no sabía cómo se tomaría Áureo.
Casi todos salieron del aula en ese instante, aún murmurando y viéndonos.
—Güero, perdón por no haberte ayudado —Edwin y Omar se levantaron de sus asientos, pero se quedaron unos segundos.
Me limité a alzar la mirada para ellos. Me mantuve serio, o más bien inexpresivo por sus inútiles disculpas. El daño ya estaba hecho y no tenía remedio, pero tampoco era su culpa. De esta situación ninguno de nosotros tenía el dominio. Solo asentí con la cabeza; no añadí ni una sola palabra.
Ellos se fueron de inmediato, mirándome y después a Áureo, que en todo el rato se mantuvo recargado contra la pared, sin abandonar su butaca. Ambos salieron del salón no sin antes vernos por un segundo más y despedirse con la mano de mí.
Reinaron la soledad y el silencio una vez que nos quedamos solos. Tenía acelerado el corazón y bajo la mesa mis piernas temblaban. ¿Cómo se lo iba a decir? ¿Qué le iba a proponer? Realmente no tenía un plan; él era el de las buenas ideas.
—¿Cómo estás? —Me encogí de hombros, miré disimuladamente a su lugar.
Áureo se acomodó mejor en la silla, girándose en mi dirección. Aunque tuviera un ojo entreabierto por la hinchazón, se veía más despierto que yo. Fingió que pensaba un poco en su respuesta, pues era algo obvio que no muy bien.
—Bueno, me puedo mover —contestó con naturalidad—. Por eso vine.
Seguía teniendo marcas en todas partes, pero mantenía la actitud que yo no podía tener por más bien que me sintiera. Acababa de tener una cálida conversación con mi mamá donde expresaba con un poco de ingenuidad que me aceptaba, pero eso no fue suficiente para sacarme de la realidad ni siquiera por el resto del día.
—Oye, quería hablarte sobre algo importante —Apreté los puños, volví a ver hacia la mesa.
Juntó un poco las cejas, se recargó con cierta flojera en el respaldo de la silla. Reflexionaba, pero no podía leer ninguno de sus pensamientos. Movió un poco la cabeza para asentir, pero parecía más que trataba de entenderme.
—Quieres terminar —afirmó.
Me sobresalté. Giré todo el cuerpo hacia él, me sostuve del respaldo de la silla con una mano.
—No es eso —manifesté en el instante, para que las dudas no se volvieran suposiciones—. En realidad es sobre otra cosa importante.
Esta vez no pareció encontrar ninguna explicación por adelantado. Tensé los labios, sentí un miedo repentino de contarle lo que pasaría conmigo. Tenía que decirle una sola frase, pero de mí no salió nada. Áureo notó a través de mis gestos y de la tensión del ambiente que había algo que de verdad necesitaba saber. Con eso también resaltó su importancia.
El tema de Francia no podía hablarse en los escasos veinte minutos que quedaban. Teníamos que tratarlo con profundidad para que sus buenas ideas hicieran su trabajo antes de que el tiempo se acabara. Necesitábamos espacio, silencio, privacidad.
—Te lo cuento al rato —sugerí—. Vamos a mi casa por la ropa que me prestaste y allá te digo. Es complicado.
Sabía que mis palabras podrían producirle incertidumbre, pero era la única forma de conseguir que realmente viniera conmigo. Pidió que al menos le adelantara algo para que su curiosidad pudiera mantenerse tranquila, pero no encontré palabras que pudieran disimular un "me voy a ir". Usé el encuentro con mi mamá como una excusa; le dije que había pasado algo con mi mamá y que él tenía que ser el primero en saberlo.
Con esto pareció más tranquilo y confiado. Algo que quería conseguir para lo que nos quedaba de clases, pero que seguramente más tarde podría perjudicarle con una falsa ilusión.
—¿Es bueno o malo? —preguntó de nuevo.
—Bueno... —respondí, aunque no muy confiado.
Estuve inquieto el resto del día escolar, principalmente arrepentido por mentirle a Áureo. ¿Qué tenía de bueno decirle que me iba a mudar y que sería imposible vernos en mucho tiempo si no nos dignábamos a pensar en algo? Iba a odiarme en cuanto se lo confesara.
Cuando el timbre sonó esperamos a que la mayoría salieran del salón. Edwin y Omar se despidieron de mí con un ligero choque de puños, esperando verme al día siguiente también. El problema es que Joel no podía faltar a la escuela toda la vida para hacer de mis días una tortura menos densa. Iba a verlo tan solo veinticuatro horas después junto a mí, dispuesto a molestarme con lo que se le ocurriera.
Una vez que se alejaron, tomé mis cosas y me acerqué a Áureo para decirle que nos fuéramos. La multitud en la entrada ya no se veía tan densa como cuando salía con los otros al acabar las clases. Me siguió casi al mismo paso, viendo hacia enfrente con cierta confianza.
Dos chicos madreados sin dudas llamaban la atención, por eso cuando caminé entre todos los alumnos y hasta algunos padres, seguí sintiéndome como un fenómeno. A Áureo no parecía importarle tanto, quizás por la costumbre.
Vi a mi prima esperándome en la banqueta, hablando con otras chicas. En cuanto me vio hizo un saludo con la mano, pero la presencia de mi novio causó que la bajara pronto. Nos miró a los dos con curiosidad e inquietud, pero no comentó nada al respecto. Prefirió volver a sonreír como tan acostumbrada estaba.
—Primo, me voy con mis amigas a comer allá —señaló calle adentro—. Te veo en la casa.
Yo asentí, tratando de no preocuparme mucho. Salía bastante seguido con las mismas amigas, avisando a mi tía siempre por anticipado, algo que yo nunca hice. Si se veía confiada sobre esto, entonces estaba bien. Alcé los hombros con un poco de indiferencia y le dije que tuviera cuidado antes de que diera media vuelta y se fuera brincoteando por la calle.
Al menos ya no tenía que preocuparme por estar los tres caminando hacia mi calle, callados, incómodos. Áureo y yo ya podíamos charlar con la poca confianza que nos quedaba, los dos solos y sin tener que esconder nada más que la apariencia.
Él ya sabía bastante bien por dónde estaba mi casa; yo también lo recordaba, pero siempre tenía dudas. No dijimos mucho durante el trayecto. Solo recordábamos que nos dolía el cuerpo y que seguíamos sintiéndonos cansados. Pero a él se le notaba mucho más que a mí. Parecía un muerto viviente. Ojeroso, pálido, encorvado. La nariz continuaba hinchada como su ojo, tenía manchas moradas y rojas en los pómulos, el cuello y las clavículas.
Joel había sido más brutal con él que conmigo.
—¿Quieres hacer algo mañana? —pregunté para romper con la pequeña tensión entre nosotros.
Miró hacia el cielo, hizo un rápido recordatorio de sus pendientes.
—Mejor el fin de semana, tenemos más tiempo —sugirió.
Pero el fin de semana me voy...
Los planes necesitaban cambiar porque ya no había tiempo, pero no se lo pude decir. Quise esperar a mi casa para que los dos tuviéramos aunque sea un instante de privacidad. Pensé y pensé en mis palabras, en cómo le diría que me iban a enviar a otro país, en que tendríamos que separarnos, en que se quedaría solo de nuevo.
Sentí un nudo garrafal en la garganta que casi delata mi tristeza. No era justo que lo abandonara en el pueblo igual que su exnovio y que aparte fallara a mis promesas de estar al pendiente de él. ¿Quién iba a ayudarlo en mi lugar? Porque claramente Áureo no estaba dispuesto a ayudarse a sí mismo ante el hostigamiento de Joel. Dejaba que pasara bajo las excusas de que en algún momento se cansarían.
Solo se van a cansar cuando te maten, Áureo.
Llegamos pronto a mi casa. Abrí la reja y recorrimos el corto camino de tierra hasta la puerta principal. Él observó a sus alrededores, curioso de las gallinas de mis tíos y hasta del chihuahua de mi prima, que le ladró todo el tiempo. Murmuró lo tierno y gracioso que era. Sonreí a medias por la misma razón.
Primero me asomé para ver si había alguien cerca. No vi ni escuché a nadie en toda la casa, pero no me sorprendí. Seguramente habían ido a recoger a mis primos y se habían cruzado con algo, como compras para la comida. Si Talía y yo llegábamos antes que ellas las esperábamos en nuestros cuartos hasta que nos hablaban para que bajáramos a comer.
—Solo paso por la ropa y me voy —mencionó al darse cuenta de que estábamos completamente a solas.
Asentí. Subimos por las escaleras y nos encerramos en el cuarto de mi abuela. De forma disimulada puse el seguro, esperando que así él no huyera antes de decirle lo verdaderamente importante.
Se sentó en la cama y aguardó a que yo encontrara su ropa en el armario. Mi mamá y yo teníamos un desastre allá adentro, pero afortunadamente su ropa estaba bien doblada hasta arriba de toda la pila. Tomé la camisa, el suéter y el pantalón y se los di mientras le agradecía. Pronto acabé sentándome a su lado, cabizbajo, tímido.
—¿Qué me querías contar? —dijo rápidamente, entendiendo que ya nos dirigíamos hacia esa conversación.
La ansiedad poco a poco se hizo presente, sofocándome con mesura. Intenté mantenerme tranquilo en todo momento para que la situación no se complicara mucho más de lo que ya parecía.
—Dijiste que era algo bueno —Me palmeó la espalda, confiado y semisonriente.
Había olvidado que mentí. Y que mentí feo. Sin embargo, podía tomarlo como una oportunidad para introducir el tema de mi mudanza. Tomé aire, intenté recuperar parte de mi seguridad. Jugueteé un poco con mis dedos y forcé una sonrisa antes de alzar de nuevo la cabeza y mirarlo.
—Ya le dije a mi mamá que soy gay —solté, sin ningún tipo de rodeo.
No pudo contener su asombro. Giró medio cuerpo en mi dirección y me tomó rápidamente de la mano. Me preguntó cómo fue y qué me dijo. Le conté las cosas sin mucho detalle, pues me avergonzó la manera en la que me atreví a confesarle la verdad de lo que tanto me abrumaba.
Le expliqué que todo ocurrió después de mi pelea con Joel y que se lo grité no una, sino dos veces por la presión del momento. No le dije las palabras exactas de nuestra discusión porque tampoco me enorgullecían mucho, pero de verdad que exclamar quién era fue sanador. Jamás me había sentido tan libre, independientemente de lo que ella creyera.
—En realidad no me dijo lo que pensaba sobre eso, hasta hoy —resumí, con un poco más de energías—. Pero creo que acabó bien.
Mis ojos brillaron como los suyos de auténtica felicidad. Nos reímos solo un segundo antes de que le hablara de todo lo que sucedió con mi mamá mientras caminábamos a la escuela. Podía notar en cada uno de sus gestos que de verdad estaba contento por mí. Después de tanto caos y tragedia, algo bueno tenía que sucederme.
Áureo se lanzó a mí para abrazarme. Yo le respondí de inmediato con la misma alegría. Me acarició un poco la cabeza, dijo cerca de mi oído que en verdad estaba contento y agradecido de que todo saliera bien.
—Felicidades, Fran —Me estrechó aún más a su cuerpo por encima de las molestias físicas—. Estoy orgulloso de ti.
Cerré los ojos, intenté contener el llanto una vez más. Ya no quería llorar por tristeza, sino por todo lo contrario. Sabía que aún tendría que enfrentar cosas difíciles, pero ya había dado el primer paso para mi propia felicidad después de haber esperado tanto.
—Gracias... —fue lo único que salió de mis labios.
Su aroma, cercanía y voz fueron justo lo que necesité para salir lentamente de la negatividad en la que llevaba meses sumido. Por eso también le agradecí. Nadie había sido capaz de entenderme y de ayudarme tanto como él lo hizo.
Finalmente nos separamos, ambos sonriendo de oreja a oreja. Me tomó de ambos cachetes y me acercó a su cara para besarme. Juntamos nuestros labios solo por dos segundos en un beso tierno e inofensivo. Un pequeño obsequio que atesoraría para toda la vida.
Nuevamente fui el jitomate que tanto le gustaba ver. Rodó los ojos un segundo antes de sujetarme nuevamente de las mejillas y apretarlas mientras me movía la cabeza. Le quité las manos de un movimiento, avergonzado. Le dije que se dejara de tonterías.
—Realmente han sido buenas noticias —Se levantó de la cama.
Tomó la ropa y la metió en la mochila antes de colgársela a la espalda. Se acercó lentamente hacia la salida, pero sin quitarme los ojos de encima.
—¿Me acompañas al cerro? —dijo, recargando la mano en elpicaporte de la puerta—. De ahí agarro camino para mi casa.
Sus palabras me devolvieron al presente, a la realidad que continuaba escondida. Aunque tuviéramos la privacidad y el tiempo para hablar seriamente sobre Francia, no quería arruinar la felicidad que estaba recorriéndonos por todo el cuerpo. No era el momento aún, pero tampoco tenía que seguir posponiéndolo.
Áureo abrió la puerta y salió antes de que pudiera detenerlo, esperando a que lo siguiera. Me tragué mis palabras antes de levantarme e ir tras él. Posiblemente en nuestra caminata podría surgir el tema. De cualquier modo, en el basto espacio del cerro, había posibilidades de detenernos y sentarnos para hablar. Incluso en su amplio terreno con cabras y lavandas, que tan bien nos unió.
Con esto en mente bajamos las escaleras y salimos. Ni mi tía ni mi mamá aparecieron en el poco rato que nos quedamos, pero seguramente ya no tardaban. Caminamos solo unos cuantos metros calle adentro porque la casa estaba ubicada en las faldas del cerro.
El camino de tierra que seguí decenas de veces pronto se movió bajo nuestros pies a cada paso que dábamos. Sobre nuestras cabezas ya se aproximaban las primeras nubes, dispuestas a tragarse los resplandecientes rayos del sol. El pueblo siempre se oscurecía por estas horas.
Avanzamos lentamente, admirando el paisaje. Las lavandas estaban más olorosas que nunca y los árboles y arbustos más verdes. La iluminación directa les devolvía la vida que el aire, las nubes y la lluvia se llevaban casi todo el tiempo; era momento de que lo disfrutáramos juntos.
Con los dedos estuve tocando cuantas plantas y troncos estuvieron a mi alcance, aunque con cierto disimulo porque no quería parecer un niño pequeño. A mi lado Áureo también gozaba, tenía los ojos bien abiertos y la curvatura de sus labios en ningún momento se perdió.
Nos detuvimos frente a un gran matorral de lavandas, infestado de flores moradas y brillantes. A sus alrededores revoloteaban algunas abejas que me causaron temor, pero con Áureo repitiéndome que solo no las molestara, me sentí más tranquilo.
Pegué un poco la nariz a los pequeños ramos, tratando de rescatar cuanto aroma me fuera posible. Era tan tranquilizador, que por reflejo cerré los ojos. Me sentí en otra parte, en un sitio calmado, fresco y grande donde nada malo sucedía.
—Así no vas a oler nada —Áureo se rio de mí—. Mira, hazlo así.
Con el índice y el pulgar estrujó de un lado a otro una de las flores, aplastándola sin tanta violencia. Lo observé con atención, queriendo ver cuál sería su siguiente movimiento. Lo vi hacer eso aquella vez que lo seguí e incluso lo imité, pero finalmente me explicaba por qué lo hacía y cómo lo hacía.
Cuando soltó la pequeña flor, llevó ambos dedos a mi nariz de forma sorpresiva y la sujetó por un segundo. Yo respingué en mi lugar por la situación tan repentina, pero me quedé bien plantado en mi sitio en cuanto comprobé una vez más que tenía razón. Las lavandas olían con mucha más intensidad. El aroma fue tan embriagante, que de inmediato lo imité.
—No te drogues con esto —Quitó mis dedos de una de las flores con un ligero manotazo, en broma.
Ambos nos reímos, pero primero le manifesté que, si el aroma a lavanda era una droga, sin dudas era la mejor del mundo.
Dejamos al pobre arbusto en paz después de eso. Seguimos caminando solo unos metros más antes de que decidiera que era momento de separarnos porque mi casa ya había quedado lejos y no quería que me extraviara.
—Sigue el camino de tierra y no te separes de él —advirtió, igual que todos los que sabían que andaría en el cerro—. Te veo mañana.
Su despedida me provocó una sensación amarga. Ni siquiera pude decirle lo verdaderamente importante. Me encogí un poco de hombros, disgustado e inquieto por lo que aún no le confesaba.
—¿Puedo ir a tu casa mañana? —Me aventuré a preguntar. No podía dejar que esto esperara más.
—Claro, si quieres después de la escuela —Lentamente se alejó, todavía mirándome.
Yo reafirmé el plan con un sí y una despedida a la distancia. Ya no tenían que haber más impedimentos.
Al final dio media vuelta y terminó por marchar, siguiendo un camino cerro abajo. Yo esperé a que desapareciera de mi vista, a que se lo tragara la distancia y la poca niebla que ya comenzaba a esparcirse por los alrededores.
Una vez que me quedé solo, esperé unos minutos más para irme de vuelta a mi casa. Aproveché que junto a mí había otro matorral alto de lavandas para olerlas y disfrutarlas mientras me torturaba mentalmente por ser tan cobarde. No fui capaz de hablar pese a mis múltiples oportunidades. Tampoco sabía qué decirle ni qué sugerir. La incertidumbre era más poderosa que mi raciocinio.
Ve tras él, díselo ahora.
Si corría por el mismo camino que Áureo tomó, todavía podía alcanzarlo. Dejé todo lo que estaba haciendo e ignoré la tierra que me llevaría de regreso a casa. Seguí marchando hacia adelante con los pasos más rápidos que me permití, esperando que aún no estuviera muy lejos.
Fueron dos minutos de un trote constante, no tan agotadores, pero sí calurosos. Sudé un poco y hasta me dio calor, pero no me detuve hasta que percibí su silueta a lo lejos.
—¡Espera, Áureo! —exclamé, aligerando el paso—. ¡Tengo que hablar contigo!
Su silueta fue cobrando forma conforme me acerqué. Mis fuertes palabras causaron que volteara hacia mí.
Me detuve en seco una vez que mi vista se aclaró, atónito, jadeando y dispuesto a volver por el mismo sitio que me trajo hasta allí. Pues del mismo camino de tierra que Áureo tomó tan solo minutos atrás para ir a su casa, emergió Joel.
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