Capítulo 25

Mamá no me dio alternativas para faltar a la escuela al día siguiente. Me obligó a ir, aunque yo no me sintiera bien. Dijo que, aunque me fuera del pueblo acabando la semana, tenía que cumplir hasta el final. No le lloré para pedirle que por favor no me forzara, pues mi orgullo ya estaba demasiado pisoteado como para que ella todavía tuviera el gusto de verme sufrir.

Acepté mi destino después de quejarme en voz alta. Maldije cuantas veces pude y me tranquilicé encerrándome en el baño como última opción. El cuarto de mi abuela ya no era exactamente el lugar más privado de la casa, por eso tomé las cobijas y una almohada de la cama y me las llevé hasta la regadera para cobijarme ahí.

Media hora después regresó mi mamá para exigirme que saliera, que ya era muy tarde y que necesitaba dormirme porque me levantaría temprano. Además, preguntó entre gritos si yo realmente me había llevado todas las cobijas y las tenía en el piso, ensuciándolas. Obviamente no las iba a colocar de nuevo sobre la cama si las regresaba.

—Me voy a dormir aquí. —dije con el volumen suficiente para que apenas me escuchara.

Al principio se negó, creyendo que me había vuelto loco. Pidió que abriera para hablar conmigo, pero me mantuve firme con mi decisión y seguí negándome con silencio. ¿De qué íbamos a hablar si solo sabía burlarse de mí? Y tampoco quería iniciar con otra discusión donde se me culpabilizara por todo. Ya tenía suficiente con odiarme a mí mismo.

Ni siquiera sabía qué hora era, pero el cansancio poco a poco comenzó a consumirme. Además, me dolía el trasero por la dureza del piso frío. Como siempre, ella se rindió rápido. Dijo que no iba a curarme si me enfermaba de algo, pero poco me importó porque jamás tuvopreocupación por mí. Siempre hubo alguien que llenó esos vacíos en su lugar.

—Entonces buenas noches. —mencionó, apagando la luz casi en ese instante.

Tuve que esperar un par de minutos a que mi vista se acostumbrara a la total oscuridad. Durante ese rato aproveché para ponerme de pie y abrir la ventana lateral, que no era muy grande pero que tenía una bonita vista al cielo. Esa noche no había tantas nubes y podía apreciar estrellas que la ciudad jamás me mostró. Además, la luz natural ayudó a que no me sintiera tan aislado en la negrura.

Acomodé la almohada con el pie, tomé las cuatro cobijas y comencé a armar mi propio tendido. Dos fueron la base y con las otras me cubrí lo mejor que pude. Finalmente me fui a dormir, aunque al inicio en serio fue molesto.

Jamás había dormido en el piso —mucho menos en un baño— y no era para nada cómodo. Estaba frío, duro, maloliente, poco espacioso. Una verdadera tortura para mí, el chico que jamás tuvo que preocuparse por tener un colchón para dormir.

¿Por qué pensé que esto sería buena idea?

En realidad solo quería molestar a mi mamá, hacerle ver que odiaba las decisiones que tomaba por mí. El primer intento de rebeldía después de haber tenido toda una vida sin limitaciones.

Giré y giré en el piso, me acomodé de diez formas diferentes. Siempre acababa doliéndome algo, así que nunca pude encontrar un espacio cómodo. Quería dormir después de haber tenido un día tan largo, pero no encontraba forma de descansar adecuadamente. La desesperación me ganó pronto, causando un par de lágrimas inevitables.

Sentí que mi rostro se calentó y que me dolía la cabeza, pues contenerme siempre me provocaba estos efectos. Estaba triste y enojado con todo y con todos, hasta conmigo. No poder dormir en el piso solo fue un motivo para que me pusiera a sacar mis frustraciones en mitad de la noche.

Quería que todo terminara. Que las cosas estuvieran bien conmigo y que pudiera regresar a esa burbuja donde nada malo me sucedía. Jamás estuve tan desprotegido, tan vulnerable y solo como en los últimos días. Nadie me quería cerca, pues solo sabía crear problemas para mí y para las personas que me importaban. Y no era justo para ellos.

Tomé las cobijas y me cubrí la mitad del rostro, pegué mis rodillas al pecho, cerré los ojos para que el sueño me venciera. Continué llorando en silencio, ahogando mis penas en la suavidad de la almohada.

Tocaron a la puerta del baño, provocando que despertara de golpe. Me moví con mucha dificultad porque el cuerpo entero me dolía no solo por los golpes, sino por la dureza del piso. Además, mi garganta estaba insoportablemente irritada por el frío. Aun así, pese a mis molestias y cansancio, logré sentarme y mirar hacia la puerta.

—¿Franco? —escuché a mi mamá, murmurando—. Hijo, ven a dormir acá.

Me tallé los ojos, apenas podía abrirlos por la hinchazón. Por mis quejas y movimientos era muy probable que ella me hubiera escuchado, así que tocó de nuevo repitiéndome casi las mismas palabras.

Mi acto rebelde flaqueó muy rápido. De verdad necesitaba dormir y el piso no me gustó para nada. Medité en silencio si volver con ella o no. Sonaba relajada, quizás triste. Como en la tarde, no se veía muy ganosa de pelear, lo que era bueno.

Decidí que no compartiríamos cama. Dormiría en el sillón de al lado, donde poníamos toda la ropa para planchar. También me quedaría con las cobijas del baño y con ellas me taparía. Así que sin más, me apoyé de la puerta y me levanté.

Recogí rápidamente mi tendido y lo arrastré con las dos manos hasta la puerta. Mi mano tembló un poco cuando tomé el picaporte, pero un suspiro me armó de valor para abrir. Y ahí estaba ella, esperándome sentada en la cama.

—¿Qué hora es? —pregunté, mirando hacia el piso.

—Casi las dos y media —contestó con rapidez.

Caminé despacio, pero no hacia la cama. Le dije en voz baja que me quedaría en el sillón. Ella no protestó por eso, aunque en su cara manifestara que quería dormir conmigo igual que todas las noches. Era el único momento del día donde ambos podíamos estar demasiado cerca sin matarnos, así que entendía que en algún lugar dentro de sí mi rechazo le inquietara.

Quité la ropa que había ahí y la dejé al pie de la cama, justo en la parte donde yo solía dormir. No le estorbaba a nadie. Puse la almohada en el descansabrazo del sillón y me acosté dándole la espalda al resto del cuarto. Las cobijas también sirvieron como buen aislante.

No nos deseamos buenas noches ni dijimos nada más. Cada uno se acomodó en su lugar y se puso a dormir. Ya no podía llorar porque me escucharía.

El sillón tampoco fue cómodo, pero sí mucho mejor que el piso del baño. Desperté con lentitud, cuidando mis movimientos para no lastimarme ni sentir tanto dolor. Bostecé, estiré las piernas por debajo de las cobijas, miré hacia la cama en un acto reflejo. Mi mamá ya no estaba y el cuarto en general se veía más iluminado.

No me despertó...

Me senté durante unos minutos para despertar bien. Después me dirigí al baño como marcaba la rutina y finalmente me miré en el espejo para saber cómo estaban mis heridas. Mi ojo continuaba hinchado y más morado que el día anterior, también tenía una costra oscura en la orilla del labio que me ardía. Noté que en la mitad de mi cara aún seguía marcada la mano de Joel.

Mis ánimos todavía continuaban por los suelos, pero me obligué a salir del cuarto para buscar comida. Escuché a mi tía y a mi mamá hablando en el piso de abajo, pero mi abuelo también se encontraba ahí charlando con ellas. No me lo crucé mucho desde el incidente del linchamiento, pero aquel miedo que le tenía se sintió lejano en comparación con mis nuevos temores, así que bajé.

Estaba nervioso, pero ya no asustado. Me sostuve del barandal y avancé lento por las escaleras. Los tres se callaron por un momento cuando me vieron aparecer. Después, unos buenos días que no sonaban tan confiados. Observaron mis golpes con un asombro no muy disimulado, exceptuando a mi madre.

—Llamé a la escuela para decir que llegarás más tarde —comentó, acercándome un plato para el desayuno—. Arréglate, ahorita te voy a llevar.

Eran las nueve de la mañana, o al menos eso le entendí al reloj de pared. Me dejó dormir solo un poco más para que agarrara energías y siguiera con mis responsabilidades, según su excusa. Al final no podía ausentarme como tanto quería.

Como estaban mi tía y mi abuelo no pude protestar con mi tan característica actitud, así que comí en silencio mientras me tragaba el enojo. Al menos en la cara se me notaba la indignación.

Nadie me hizo preguntas sobre mi aspecto, se limitaron a observarlo con preocupación y curiosidad. Después, sin nada más que pudiera obligarme a permanecer en la mesa, me levanté de la silla y volví al cuarto. Busqué el uniforme, que ya estaba limpio, seco y colgado en el ropero. Cuando me coloqué la camisa pensé en que quizás sería buena idea encerrarme nuevamente en el baño y rehusarme a salir. De esta manera impediría una pelea directa con mi mamá y también ir a la escuela.

Pero mi idea se esfumó pronto, pues me acordé de Áureo. No lo había visto desde que me fui de su casa el día anterior y tampoco sabía nada de él a causa de la incomunicación. Gracias a esto ideé un plan inofensivo para vernos. Si no lo veía en la escuela, me escaparía a su casa, estuvieran o no sus padres.

Con eso en mente salí de la casa más rápido de lo esperado. Mi mamá me dijo que camináramos hasta la escuela porque no nos quedaba tan lejos y aún sobraba tiempo. Al principio no quise, ya que eso significaría charlar. Pero si me llevaba en el auto la situación también sería parecida. Tuve que aceptar entre dientes.

Bajamos por nuestra calle sin intercambiar palabra. Después fue ella la que se agarró conversando sin esperar respuestas mías. Señaló un par de sitios nada interesantes para contarme qué solía haber ahí o qué cosas hizo de niña y adolescente.

Mi mamá vivió en el pueblo hasta que fue a la universidad. Antes de eso tuvo una infancia y juventud bastante tranquilas. Con mi abuelo de presidente municipal ella contó con ciertas facilidades, conoció la ciudad a una edad temprana y se fijó ciertas metas para salir de aquel lugar. Admiré en silencio que pudiera conseguirlo.

Algún día, quizás muy lejano, yo caminaría en las mismas calles y le contaría a otra persona qué hice en esos meses que viví en el pueblo. Más de una anécdota interesante saldría, de eso estaba muy seguro. Sonreí a medias, miré hacia una de las calles contiguas.

—¿Ya no estás enojado conmigo? —interrumpió sus anécdotas para ir directo a la charla que tendría que ocurrir tarde o temprano.

Solté un suspiro, me rehusé a contestar. Obviamente seguía enojado, y mucho. No quería irme a Francia con tantas cosas sin solucionar en el pueblo. Además, solo faltaban cinco días para que me fuera y eso no me daba tiempo para nada. Tenía que contarle a Áureo, teníamos que plantear una solución para que nuestra relación no se perdiera ni que la distancia nos separara.

Esto último iba a ser en verdad difícil, ya que la relación de Áureo y Hugo terminó en circunstancias similares y no hubo ninguna forma de seguir juntos, aunque fuera por mensajes o llamadas. Tenía mucho miedo de dejarlo. Ni siquiera teníamos cuatro días de haber iniciado una relación y ya todo estaba tirándose por la borda.

—Apenas estaba haciendo amigos —contesté, notando que ya estábamos llegando a la escuela.

Ella volvió a justificar su decisión diciendo que Francia era la mejor opción para mí. Que allá los narcos no me seguirían y que finalmente estaría seguro hasta de mí mismo, ya que en el pueblo me tomé muchas más libertades de las que esperaba. Era consciente de que lo hacía por mi bien y que no pensó que yo cambiaría de opinión respecto al pueblo.

No sabía nada sobre mi relación con Áureo ni los conflictos que acababa de crearme con Joel, pero yo tampoco me digné a decirle. Si lo hubiera hecho quizás me esperarían días llenos de limitaciones, pero también más tranquilos. Incluso pudo haber encontrado alguna solución que alejara a Joel de mí y de Áureo para siempre. Ella era capaz de todo cuando la ponían a prueba.

Mi silencio me costó muchas cosas. Dolor, golpes, sufrimiento, tristeza, ansiedad, preocupación. Fragmentó aún más mi relación con mi familia y causó que nadie confiara en mí. Me costó hasta la integridad de la persona que más me importaba. Esa era la peor parte de todo.

—Allá también puedes tener amigos —Tomó mi hombro, sonrió a medias—. Incluso un novio.

Me detuve en seco, atónito. Ella solo avanzó un par de pasos, pero retrocedió para regresar a donde yo me quedé. Se me hizo un nudo profundo en la garganta, me tembló la barbilla y las piernas. El corazón se me aceleró, causando que en mi cara aumentara el calor y las ganas de llorar. ¿Había escuchado bien?

No habíamos tocado el tema desde ayer, cuando se lo grité y después me escapé. No había leído nada en sus gestos que me demostraran aprobación o desagrado. Solo me abandonó en la habitación sin decirme nada, por eso pensé en su decepción hacia mí como única forma de interpretar su comportamiento.

—¿No te molestó? —murmuré, mirando hacia el piso.

Me sequé las primeras lágrimas con el dorso de la mano. Fue imposible contenerme. Estaba confundido, sorprendido y —independientemente de su respuesta— feliz de una manera indescriptible.

No había nadie que pudiera escucharnos, ya que por la hora la calle de la escuela estaba vacía. Sobre nuestras cabezas resplandecía un bonito cielo azul que posiblemente se escondería bajo nubes grises dentro de unas horas, volviendo del momento algo mucho más gratificante y no tan triste como venían siendo mis últimos días.

—No, hijo, solo me sorprendió —Me tomó por ambos hombros—. Todavía no acabo de entenderlo, pero dame tiempo.

Yo asentí, librándome un poco de las lágrimas, pero aún escondiéndome bajo el flequillo largo y la cabeza gacha. Como me pasó en algún punto de mi temprana adolescencia, ella tenía que enfrentar un proceso de aceptación. Parecía dispuesta a intentarlo y eso ya era suficiente para mí.

—Y aunque no lo entendiera, ¿qué? —alzó las cejas, me sacudió un poco. Noté que sonreía—. Siempre acabas haciendo lo que te da la pinche gana.

Yo también sonreí. En parte tenía razón, pero saber que no le molestaba me brindó la calma que en cuatro años nunca tuve y siempre anhelé. Porque a pesar de que no lo dijera directamente, sus palabras fueron también una prueba de que me quería mucho más de lo que creí en toda mi vida.

—Perdón por ser tan insoportable —solté, mirándola directo a los ojos para que notara que lo decía en serio.

Yo no había sido un buen hijo con ella. Dije e hice cosas hirientes que pudieron haberse evitado si tan solo me hubiera controlado mejor. Fue su turno de asentir.

—Los dos fuimos insoportables —Se sinceró. Bajó los brazos y dio media vuelta para que siguiéramos caminando. Pronto la seguí—. Yo no quería comprender que te pasaba algo.

En eso no se equivocaba, pero al menos lo admitía. Admitió que no fue hasta esta madrugada que reflexionó acerca del trato que me dio, todo lo que nos estaba distanciando y lo mucho que evadió el tema sobre mi orientación sexual por el miedo de no saber qué hacer o decir.

No se lo dijo a nuestros parientes porque intuía que las opiniones no serían positivas y que más que ayudarle, continuarían perjudicando nuestra relación. Además, le parecía un tema privado. Así que mi mamá también tuvo su noche de meditación y sufrimiento en solitario. Una pequeña muestra de lo que yo experimenté durante mucho tiempo.

A pesar de que dije en muchas ocasiones que tenía que comportarme como un buen hijo, no fue sino hasta este momento que me lo quise tomar en serio. Mi mamá estaba haciendo un esfuerzo, tenía que poner de mi parte también.

—¿Todavía tengo que irme a Francia? —pregunté, un poco más confiado.

Nos detuvimos frente al portón de la escuela. Me ajustó el cuello de la camisa antes de responder.

—Hijo, es lo mejor para todos —Nos acercamos a la entrada—. Necesitas estar seguro, pero también ocupas tiempo para pensar.

El guardia del portón abrió antes de que pudiera contestarle y pedirle una vez más que me permitiera quedarme en el pueblo. Me empujó ligeramente con ambas manos para que entrara de una buena vez, sin decir nada más que una simple despedida. No iba a cambiar de opinión, eso me quedó muy claro.

Tenía que buscar una forma para quedarme, solo faltaban cinco días. Cinco días para planear algo que no me separara de Áureo. Podía llevarlo conmigo a algún sitio que no fuera otro país, pero incluso rechazó la oferta de Hugo de irse, estar a salvo y ser felices juntos.

Pero yo no soy Hugo.

Tenía que contarle lo que iba a suceder para averiguar si estaba dispuesto a acompañarme o a seguir con lo nuestro a distancia. Yo iba a estar bien con cualquiera de las dos alternativas, pero por mucho prefería la primera. No iba a ser sencillo acostumbrarme a que no estuviera físicamente conmigo, compartiendo momentos como los que tuvimos desde que nos conocimos.

Caminé por el patio hasta mi salón. El sol seguía resplandeciendo muy en lo alto, el clima era agradable y mis energías ya no se sintieron tan bajas como cuando desperté. Aunque no hablé mucho con mi madre, lo poco que nos dijimos sirvió para empatizar con el otro y estar finalmente en una tregua.

Un peso sobre mis hombros se aligeró. Era consciente de que aún no estaba del todo solucionado el rechazo hacia mi mamá, pero las tensiones por el momento habían desaparecido de la forma más pacífica posible.

Con todo eso en mente, me planté frente a la puerta y toqué para pedir permiso para entrar. Suspiré; había olvidado que Joel se sentaba al lado de mí y que estaríamos cerca de nuevo.

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