Capítulo 23
Me detuve en seco, no muy cerca de ellos. Llamar a Áureo en un potente alarido causó que Joel y sus acompañantes voltearan en mi dirección y notaran mi presencia. Nos miramos por tres segundos larguísimos, fijamente y con el enojo en las facciones. Mis puños temblaban tanto como mis piernas, pero quise disimularlo con palabras.
—¿Dónde está Áureo? —Traté de sonar firme y seguro, aunque el miedo estuviera carcomiéndome.
Los chicos de tercero no eran muy altos, pero sí que tenían una apariencia muy intimidante. Otro par que me daría mucha desconfianza si me los encontrara en la calle. Ambos sonreían a medias.
Joel dio unos cuantos pasos al frente para que pudiera apreciarlo mejor. Se había cambiado la camiseta, pero no se limpió muy bien la sangre de su cara. No lo dejé muy bien parado, por eso entendí que estuviera furioso conmigo; lo noté en su mirada. Tenía un cachete hinchado y la nariz un poco morada, como sus brazos.
No me enorgullecía por haberlo lastimado, pero sí que sentí cierta satisfacción en mis adentros.
—Donde merece. —Fue su respuesta.
Examiné casi todo el entorno a su espalda, buscándolo. No vi a Áureo cerca de ellos, algo que me inquietó.
—¿Qué le hiciste, cabrón? —La distancia entre nosotros se redujo. Los otros chicos permanecieron en su lugar, muy interesados en la escena.
La sonrisa de Joel se amplió. Se divertía mucho con mis inquietudes.
Al principio olvidé que él no estaba solo en el cerro como yo, por eso lo empujé tras notar que bajó un poco la guardia. Vi que se sorprendió, seguramente porque pensó que sus acompañantes me infundirían miedo y que por eso yo no haría nada. Traté de agarrarlo de la camisa para sacarle las palabras a golpes, ya que nuevamente estaba cegado por la rabia.
Sin embargo, sus nuevos secuaces me detuvieron con violencia. Uno consiguió sujetarme por debajo de los brazos y alzarme mientras pataleaba en el aire. El otro detuvo mis forcejeos con un golpe directo a la cara.
Mis párpados se cerraron, la cabeza me dio vueltas, me quejé con dificultad. No sentí la mitad del rostro a causa del impacto; mi cuerpo se relajó por culpa de la seminconsciencia. El tipo que me cargaba decidió soltarme justo cuando mis piernas flaquearon. Aterricé en la tierra húmeda con el lateral de mi cuerpo, sin posibilidad de poner las manos y amortiguar el golpe.
Tuve un fuerte dolor, pero ni siquiera pude quejarme porque ambos sujetos comenzaron a patearme en el piso. Joel solo observaba con su estúpida sonrisa, asintiendo con la cabeza cuando escuchaba parte de mi dolor. La voz no me salía, solo conseguí jadear.
Me brotaban lágrimas sin que las contuviera, producto del sufrimiento y el pánico. Mi cuerpo se hizo un ovillo para protegerme de las peores patadas, que me llegaban muy cerca de la cara. De fondo solo escuchaba risas que aumentaban mi enojo, pero no encontraba ninguna forma de callarlos y defenderme. Eran sujetos fuertes.
—¿No que muy gallito? —dijo Joel por encima, poniendo su pie justo sobre mi cabeza.
La violencia paró, el silencio reinó en el bosque. Hice un esfuerzo por recuperar el aire, agitado. No sentía la mitad del cuerpo y mis articulaciones tampoco cedían. Lo único que percibí fueron un montón de árboles borrosos, un aroma tenue a lavanda y la suela de su zapato contra mi cráneo.
Las siluetas de mis agresores se alejaron, permitiéndome salir parcialmente de la oscuridad en la que me tenían sumido. Joel apartó lentamente el pie y se agachó hasta mí para tomarme de los brazos. Me arrastró lentamente por la tierra, diciéndole a sus amigos que lo esperaran porque era su turno de desquitarse.
—Nunca me caíste bien. —murmuró, alejándonos cada vez más.
Apreté los labios, permanecí callado. La boca me sabía a sangre.
No me sorprendió mucho su confesión. No éramos los mejores amigos del mundo, de todos modos.
—Merecías que te quemaran por enfermo —Noté el profundo rencor de su voz—. Porque el Áureo te contagió, ¿verdad?
Finalmente paró. Yo seguía viendo árboles y sintiendo la tierra, pero ya ni siquiera escuchaba a sus amigos cerca de nosotros. Me soltó los brazos, dejándome recostado. Miró fijamente en mi dirección con sus odiosos aires de grandeza. Siguió mostrándome los dientes por encima de la curvatura de sus labios.
Lentamente fui recuperando la movilidad, pero seguía débil y medio ciego. Intenté levantarme del piso, pero ni siquiera conseguí alzar la mitad de mi cuerpo. Joel se reía de mí, echándome tierra con los pies.
—No estoy enfermo. —Conseguí decir por encima de todos mis malestares.
Joel suspiró con pesadez, dio un par de pasos hasta donde yo estaba y, sin pensárselo dos veces, se me echó encima. Pasó una pierna a cada lado y se sentó sobre mi abdomen. El cuerpo me reaccionó al instante, provocando que alzara las manos y tratara de apartarlo. Hice un intento por gritarle, arañarlo e incluso patalear, pero en ese momento él fue mucho más fuerte que yo.
Con una mano apartó las mías y con la otra me metió una fuerte cachetada. La cara se me calentó en toda esa zona. Sentí hasta el palpitar de la mejilla. Aprovechó que me atonté por el golpe para sostenerme fácilmente de las muñecas y llevarlas por encima de mi cabeza. Acercó su rostro al mío.
—Yo sí lo estoy —susurró—. Y un chingo.
Giré la cabeza hacia otro sitio para no tener que verlo, pero mis ojos casi instintivamente regresaron a los suyos. Respiré con agitación, se me humedecieron los párpados.
—¿Estás asustado? —Mantuvo el mismo tono de voz.
No abrí la boca por más obvia que fuera mi respuesta. Moría de miedo porque en ese momento yo me encontraba débil y sin posibilidades de defenderme. Lo único que podía hacer era esperar a que se apartara, que me dejara tranquilo o que me golpeara otra vez para saciar su odio.
Gracias a su peso me fue cada vez más difícil respirar. El pánico de no saber qué pasaría se apoderó de mí. Era bastante atrofiante no poder llenarme adecuadamente los pulmones. Sacudí un poco las piernas esperando que se moviera, pero no resultó demasiado. Lo único que conseguí fue que se riera.
—¡Déjame! —exclamé entre jadeos. Mis articulaciones se tensaron con el paso de los minutos, pero no me quería rendir.
En ese instante Joel me soltó para taparme la boca con una fuerza hiriente. Pidió que me callara seguido de un par de insultos. Hice ruido como pude, pero él volvió a marcarme la mano con otra cachetada.
—Áureo no se resiste tanto como tú —Manifestó su desagrado frunciendo las cejas como nunca—. Eres insoportable.
Paré con mis quejas y mis débiles forcejeos. Las lágrimas emergieron otra vez porque no mucho rato atrás mi mamá dijo esa última palabra para describirme; insoportable. Joel no eliminó la curvatura de sus labios cuando notó que me detuve. Se sintió con el dominio sobre mí tras herirme más allá de lo físico.
—Hoy me hiciste enojar mucho, güerito —Me tomó de las mejillas con una mano, apretándolas para que pudiéramos vernos cara a cara—. Pero ahorita estoy de buenas, así que ya no te haré nada.
Me sacudió un poco la cabeza, justo al ritmo de sus oraciones. Aunque tuviera las manos libres no me atreví a quitar las suyas. Ya no estaba dispuesto a colmarle la paciencia después de que él mismo admitiera que me dejaría en paz hasta que se le ocurriera molestarme otra vez.
—Vete de aquí, pendejo —Se levantó con prisa—. Y también llévate a ese cabrón.
Señaló con el índice hacia su derecha.
Al principio no pude distinguir muy bien a quién se refería, pero en mis adentros ya tenía un nombre y una imagen en mente. Y claro, no me equivoqué.
Forcé un poco la vista, que de por sí era borrosa. Detrás de unos matorrales de lavanda, a unos cinco metros de nosotros, logré distinguir un par de piernas sobresalientes e inertes en el piso. No hice preguntas, fui directo a obedecer por culpa del miedo que le tenía a Joel y a la situación de Áureo, que no parecía buena.
Con dificultad me hinqué en el piso. Aún jadeaba por todo el aire que me faltó. Clavé mis uñas en la tierra, tomé aire y con un impulso de mis brazos débiles traté de ponerme de pie. Sin embargo, y justo cuando estaba cerca de conseguirlo, Joel me derribó. Verme caer le sacó una risa.
—¿Qué esperas? —dijo, dispuesto a tirarme de nuevo.
—Ya voy. —No reconocí mi voz de lo temblorosa que sonaba.
Gateando y tropezando por mis torpes intentos de caminar, llegué hasta Áureo. Joel me observó todo ese rato, hasta que nos desaparecimos tal y como pidió.
No me atreví a llorar ni a enojarme cuando vi a Áureo en el suelo. Tenía la camisa llena de sangre y un montón de golpes por toda la cara. La nariz no paraba de sangrarle. Estaba despierto, pero sin dudas muy asustado. Cuando escuchó que me acerqué se hizo un ovillo, apretó los párpados y soltó un pequeño ruido de temor. Una vez más los incesantes temblores aparecieron en mi cuerpo.
—Soy yo —murmuré, con voz quebrada—. Vámonos.
Miré hacia Joel con rapidez. Movía el pie con impaciencia y alzaba un poco el rostro para vernos mejor. Temí que se acercara a donde estábamos, así que traté de apresurar a Áureo con sutileza.
—Fran, me duele todo el cuerpo. —balbuceó antes de que de sus ojos brotaran lágrimas.
—No te preocupes —Busqué tranquilizarlo—. Yo te muevo de aquí.
Él se negó, pidiendo que lo dejara. Yo contesté que no iba a hacerlo, así que lo tomé por debajo de los brazos y lo comencé a arrastrar. Escuché sus quejas todo el tiempo; traté de contener las mías por encima del ardor que me recorría cada músculo. Estuve a punto de caerme múltiples veces cuando tiraba de él porque de por sí mis piernas apenas y podían con mi cuerpo.
Me obligué a no parar hasta que Joel se perdiera de vista o decidiera irse. Bajé la mirada hacia Áureo y luego la alcé para ver al otro tantas veces como pude, asegurándome de que realmente estuviéramos alejándonos. Antes de que la espesura del bosque se lo tragara, Joel se despidió de nosotros con la mano y una cínica alegría.
Esto no había terminado aún y ambos lo sabíamos bien.
Me dejé caer en el suelo tras verificar que nos halláramos solos, muerto de agotamiento. Recuperé el aliento con ruidosas bocanadas, esperando a que el clima secara todo el sudor. Áureo también paró con sus quejas, aunque escarbara la tierra con los dedos y retorciera un poco las piernas.
—Lo siento. —jadeé.
Estábamos hombro con hombro, mirando hacia las altas copas de los árboles.
Negó con la cabeza, finalmente cerrando los ojos.
—No es tu culpa —murmuró con lentitud.
—Pero no te pude defender. —contesté yo, nuevamente con los ojos lagrimosos y rojos.
El silencio nos invadió. En lo alto las nubes espesas y grises ocultaron cualquier rastro de sol. Vimos y escuchamos truenos, sentimos el viento frío corriendo más aprisa para decirnos que la lluvia estaba muy cerca. Pero no nos importó. Preferimos respirar el aroma a tierra húmeda y a lavanda mientras nos tomábamos de la mano.
Áureo presionó con fuerza mis dedos cuando el dolor volvía a invadirlo. Se quejaba lo menos posible para no molestar. Sin embargo, no quiso abrir los ojos. Lucía más tranquilo que minutos atrás cuando lo arrastré. No ver nada era su forma de mantener calma y alejar parte de sus preocupaciones, todo lo contrario a mí.
Fui incapaz de cerrar los ojos. Apenas y parpadeé. El miedo a que algo más nos pasara en ese bosque no me permitió bajar la guardia. Me hallaba sumamente abrumado por todo. Temía por más golpes, más hostigamiento. No tuve fuerzas suficientes y el pánico me ganó al final.
Giré la cabeza en su dirección para examinarle mejor las heridas. Sin dudas estaba pasándola mal. Se notaba en cada golpe, en cada respiración contraída, en las manchas de sangre y en los retortijones que me transmitía a través de la fuerza de su mano. A mí también me dolía, pero no tanto como la idea de que no fui capaz de proteger a nadie.
—Fallé...
Le fallé a él como novio y falté a la promesa de Hugo a causa de mi cobardía en el cerro. Merecía esos golpes como castigo, pero Áureo no. Él no era una mala persona.
—Ya déjalo —Me respondió, apretando un poco los dientes—. Estamos vivos, eso es lo que importa.
Fruncí las cejas con un poco de molestia. Fue mi turno de negar.
—¿Esto es vida para ti?
Se quedó callado.
La brisa sobre nuestros cuerpos nos humedeció más que el sudor. Mis brazos y piernas tiritaron un poco por la temperatura que disminuía. Seguí mirando al cielo con cierta angustia. Me dolía el estómago por culpa de todas las preocupaciones y los malos presentimientos que seguían sin marcharse de mi interior.
—Esto no hubiera pasado si fuéramos normales. —mencioné con pesadez. Distinguí que se me dificultó soltar estas palabras.
Mi lamento me trajo varios recuerdos. Recuerdos acerca de todas esas veces que me dije lo mismo cada vez que me sentía mal anímicamente por estar oculto en el clóset. "Si fuera normal no estaría sufriendo ahora. No estaría solo, no tendría miedo. Me sentiría más amado y me amaría yo también. Todo sería más fácil".
Pero nunca encontré otra solución que no fuera decir la verdad algún día. Matarme no fue una opción, por más desesperado que me sintiera. Quizás porque era demasiado materialista, porque amaba a mis amigos y porque mi vida en general no tenía conflictos lejos de los secretos que tanto enterraba.
Sin embargo, mi escape a la ciudad con Áureo sirvió para que me sintiera menos abrumado por mi identidad en general. Ni él ni yo éramos los únicos que sufrían o que sufrieron en algún momento. En la ciudad se podía ser feliz. Y si existían tantas personas como él y yo viviendo con tranquilidad allá, ¿por qué nosotros no podíamos estar en paz donde nos encontrábamos?
Fue entonces cuando me percaté de que ni Áureo ni yo éramos el verdadero problema como tanto nos lo hicieron creer.
—Somos normales. —Me apretó la mano.
Quise romper a llorar en ese preciso momento pero la lluvia se me adelantó, pues diez segundos después de que nos quedáramos en silencio millones de gotas pesadas y frías aterrizaron sobre nosotros. Pronto lo que parecería una pequeña chispeada se transformó en el inicio de una tormenta que lentamente se agravó. No tuve tiempo suficiente para lamentarme.
Nos sentamos con dificultad, quejándonos y ayudándonos justo cuando ya goteábamos del cabello. Sin vergüenza alguna aproveché el agua para enjuagarme la sangre de la cara, los brazos y la ropa. Después de que me viera hacerlo, Áureo me imitó sin decir nada. Incluso logró reducir la mancha roja de su camisa.
El lodo se nos pegó a los pantalones y a los zapatos, por eso tomamos fuerzas y nos pusimos de pie.
—Vamos a mi casa —Volvió a tomarme de la mano—. Está muy cerca de aquí.
Yo acepté sin problemas. No quería volver con mi familia y lidiar con mi mamá después de la confesión que le hice. Necesitaba paz y el hogar de Áureo era el único sitio que me la podía brindar en ese momento.
Lo seguí muy de cerca, despacio. Él pidió que fuéramos lento porque el suelo estaba resbaloso y un accidente después de tantos golpes no iba a venir para nada bien. Nos sostuvimos de los troncos e incluso de las plantas más altas. Todo el tiempo miramos hacia el piso, aunque yo no fuera muy capaz de distinguirlo porque tenía un ojo morado e hinchado.
Me impresionó su habilidad para ubicarse en medio de la nada y de una tormenta. No dudó en ningún momento del camino que tomamos.
Pensé que recorreríamos ese gran campo de lavandas otra vez, pero Áureo me dijo que la lluvia despertaba a las víboras y que en ese terreno había muchas. Tomamos otro camino que incluso era más corto, así que en cuestión de minutos llegamos a su casa.
Tuve un déjà vu cuando entramos por la parte de atrás. Agua, silencio, el mismo auto y basura oxidados, los animales resguardados en sus corrales. Hasta los temblores de mi cuerpo estuvieron ahí.
—No hay nadie hoy —dijo mientras entrábamos y nos sacudíamos un poco sobre el trapeador que estaba pegado a la puerta—. Todos andan trabajando, no te preocupes.
Lo seguí hasta las escaleras y me detuve, pues creí que iría por una toalla como la última vez y que nos quedaríamos en la sala de su casa hasta que el mal tiempo pasara. Sin embargo, Áureo me hizo señas para que subiera con él.
Una pena repentina me invadió, pues nunca estuvo en mis planes invadir su espacio más personal. Las visitas casi nunca subían al segundo piso, era ley. Dudé al principio, pero él me apresuró porque estábamos mojando todo el suelo, así que lo obedecí.
Ya en el pasillo pude distinguir tres puertas. Una al fondo y dos del lado izquierdo. Áureo rápidamente abrió la que se encontraba más cerca de él, que era justo la del baño. Sacó una toalla de la parte de abajo del lavabo y me la lanzó.
—Está limpia, eh —mencionó antes de correr las cortinas con estampado de corales y peces.
Se metió a la regadera de inmediato, sacándose la camisa para exprimirla. Dejé de sentir frío en ese instante. Yo fingí que no lo miraba secándome con la toalla que me prestó. Me la pasé por el cabello y la cara, aunque de la ropa siguiera escurriendo.
—Nos tenemos que bañar con agua caliente para no enfermarnos —habló de nuevo, sacándose los zapatos y lanzándolos cerca del inodoro—. Vente.
Se me subió todo el calor a la cara; Áureo lo notó de inmediato, sobresaltado.
—Con ropa —aclaró al instante—. Total, ya está mojada.
Yo no quise quitarme la camisa ni porque las heridas de mi cara fueran peores que las de la espalda. Solo me saqué los zapatos y las calcetas para meterme. Cerré la cortina y esperé muy cerca de él a que abriera la llave caliente.
—Franco... —murmuró—, ¿podrías abrirle tú? Es que me duelen las muñecas.
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