Capítulo 21
Nuestra corta aventura terminó al día siguiente. Desayunamos con Hugo y su amigo antes de que partiéramos no al pueblo, sino a la casa de mi papá. Los dos chicos que nos hospedaron en su pequeño departamento continuaron siendo amables conmigo e incluso Hugo actuó como si jamás hubiéramos conversado durante la madrugada.
Era lo mejor.
Hugo continuó acercándose a Áureo con una familiaridad que me incomodó, pero me fue más fácil tragarme los celos porque su cercanía era algo que no podía evitar. Tenía que respetarlos tanto como ellos me respetaban a mí.
Con esa idea en mente, nuestras últimas horas juntos fueron más llevaderas. Incluso dejé que se despidieran en la cocina y en privado antes de irnos. Era probable que tuvieran varias cosas qué decirse luego de tantos cambios en sus vidas.
Se abrazaron durante segundos interminables mientras yo ya esperaba en el Chevy. Prometieron verse pronto e incluso me dejaron ser parte de sus planes. Fui capaz de notar que entre ambos no solo quedaban los restos de un noviazgo que no pudo continuar, sino también de una amistad que jamás comprendería.
Hugo se acercó a la ventana para despedirse de mí. Me extendió el puño para que los chocáramos. Con una contagiosa sonrisa, volvió a pedirme lo mismo que en la madrugada: que cuidara a Áureo. Se lo prometí en voz baja para evitar que nos oyera.
—Confío en ti, niño. —dijo antes de separarse de la ventana.
Durante el trayecto me sentí inquieto por todo lo que aconteció el día anterior. Tendría mucho qué recordar, mucho de lo que arrepentirme y mucho qué explicar en cuanto volviera con mi familia. Los nervios tan característicos que sentía hicieron acto de presencia, pero traté de hacerlos desaparecer por medio de la conversación.
—¿Te divertiste? —pregunté, viéndolo fijamente mientras manejaba.
Él sonrió con amplitud y asintió con la cabeza.
—Más de lo que parece —Podía notarle animado—. Gracias por la idea de venir, Franco.
Formalizamos lo nuestro, tuvimos una noche de fiesta e intimidad muy interesantes, él pudo reencontrarse con Hugo, aunque en muy inesperadas circunstancias. Quizás lo último fue más un beneficio para él que para mí, pero de verdad Áureo agradecía a Dios o al destino por aquella coincidencia. Lo notaba en su rostro despierto, en su tono de voz, en cada una de sus palabras.
Al final no puedo impedir que lo extrañe.
Una vez que sentí cerca el final de nuestro viaje, tuve que pedirle a Áureo que no volviéramos juntos al pueblo para evitarle problemas. Yo era el que tenía que afrontarlos solo. Así que manejó hasta el fraccionamiento donde vivía con mis padres y me dejó en plena calle, justo por fuera del portón donde los guardias permitían el acceso. Antes de bajar del carro él me preguntó si realmente estaba seguro de lo que haría. Insistió un par de veces con que podía llevarme de regreso sin que nadie supiera que estuvimos juntos, pero me negué. Mis papás ya no podían esperar más por mí.
Me despedí de él con un beso en los labios. Le esperaba un largo y solitario camino que más tarde yo repetiría, por eso le pedí que manejara con cuidado hasta allá. Al final, ya sin nada más que nos detuviera, se fue.
Mi papá estaba bastante enojado, los motivos sobraban. No dejó de gritarme ni de decirme que por culpa mía los tres estábamos en una situación delicada que solo empeoraba. Yo solo pude encogerme de hombros y agachar la cabeza mientras Rafaela hablaba con mi mamá por teléfono para confirmarle que estaba bien.
Preguntó dónde estuve y con quiénes. Mentí con que fui a una fiesta en casa de un amigo que él no conocía y que me quedé a dormir ahí. Sonaba creíble porque era lo que un adolescente de mi tipo haría. No dudó mucho de aquella información.
Después quiso saber cómo fue que terminé en la ciudad. No supe muy bien qué inventar en ese caso porque yo solo sabía llegar en auto. Dije que había huido a la carretera y que pedí un aventón con unas personas que justo salían de uno de los restaurantes de la orilla. Di la menor cantidad de detalles posibles para no contradecirme.
Él contó que apenas pegó el ojo en la noche por estarme buscando. Mi mamá igual. Tuvieron que pedir ayuda extra con sus trabajadores para buscarme por toda la ciudad. Y aun así logré escabullirme bien.
Pedí disculpas pese a no sonar muy sincero. No me arrepentí de haber salido con Áureo, pero sí de causar preocupación. Mis acciones perjudicaron a varias personas que pudieron tener una noche tranquila si tan solo no se me hubiera ocurrido fugarme.
Rafaela interrumpió los regaños al pasarme el teléfono. Mi mamá también quería hablar conmigo. Fueron alrededor de tres minutos del mismo discurso, solo que con llanto adicional. Confesó que lo pasó mal por mi culpa y que en serio no sabía por qué yo me estaba comportando así.
Nunca fui tan desastroso como en el último par de meses, donde solo me metí en problemas. Ella insistió en saber qué me pasaba porque tenía la teoría de que algo paralelo a mis acciones estaba ocurriendo. Y tenía razón, solo que yo no fui lo suficientemente valiente para decírselo.
Me encontraba en una etapa nueva en donde cada vez era más difícil ocultar quién era yo. Sin embargo, vivir en el sitio incorrecto era el contraste que me volvía una constante bomba emocional. Tenía unas inmensas ganas de salir y ya no contenerme, pero ese maldito pueblo que de por sí ya me odiaba era bastante cruel al respecto.
Al final, después de los regaños y de otra plática privada entre mis padres, él volvió para decirme que yo regresaría con mi mamá esa misma tarde y que me llevaría un conocido suyo al que el pueblo le quedaba de paso. No renegué por la paz, aunque quisiera quedarme en la ciudad para siempre.
De nuevo quise aislarme en el baño para evitar cualquier tipo de conversación y regaño, pero mi mamá lo impidió poniéndose justo contra la puerta. Dijo casi las mismas palabras que mi papá, pero ella estuvo al borde del llanto todo el tiempo.
Me culpó de todos sus males sin tener ni una pizca de tacto.
Durante unos diez minutos de reproches mi mamá dejó en claro que mi existencia no le gustaba. Sabía que soltaba todas esas palabras porque estaba enojada, triste y frustrada, pero eran ciertas. ¿De qué le servía herirme con mentiras?
Yo no fui capaz de decirle nada, dejé que se desquitara conmigo. Las peleas con ella tenían que parar y fuerzas para defenderme ya no me quedaban. Me sentía demasiado mal por todo lo que hice y por no ser lo suficientemente honesto con mis propias emociones. Quería pedirle que me comprendiera, pero nunca nos tuvimos confianza. Éramos desconocidos.
Esperó a que le dijera algo después de que paró con sus reprimendas y frustraciones. Ni siquiera me atreví a mirarla cuando nos quedamos en silencio. Tenía un dolor muy desagradable en el pecho y un nudo espantoso en la garganta, producto de todo su odio. Su regaño fue el peor reclamo que recibí, pero no lo pude procesar adecuadamente.
—¿Por qué no dices nada? —Me empujó por el hombro.
Era casi una cabeza más alto que ella y aun así no me moví porque mi mente se hallaba hecha un desmadre. En ese momento solo pensaba en desaparecer de nuevo porque justo cuando ella no estaba —como en casi toda mi vida— yo me sentía mejor. No estábamos hechos el uno para el otro y aún no estábamos listos para hacer las pases y seguir como una familia común.
—Quería ir al baño desde hace rato —murmuré.
Y ahí fue cuando ella se dio cuenta de que era inútil que siguiéramos discutiendo. Trató de relajarse, asintió con la cabeza y se quitó de la puerta casi en ese momento. Lo peor había pasado y ya nada más quedaba esperar a sus reflexiones, disculpas y peticiones para una mejor convivencia.
Ese día descubrí que lo mejor era no contestarle con la misma intensidad para que pudiera callarse más rápido. Quizás también se daba cuenta de lo mal que sonaba y se excedía. Eso sí, no pude aprender a diferenciar entre su regaño y sus hirientes impulsos. Para mí todos eran ciertos.
Justo como lo predije, mi mamá me obligó a volver a la prepa tras ver que ya era capaz de fugarme y hacer mi desmadrito. Si tenía ganas para eso, seguramente para la escuela también. Traté de impedirlo casi entre lágrimas, pero por primera vez en mi vida no me dio otra opción. Estaba harta de mí y de que me quedara en la cama todo el día.
No pude escribirle a ninguno de mis contactos para avisar que volvería a clases, ni siquiera a Áureo. El mejor castigo que pudieron darme mis papás fue el de no comprarme ningún teléfono después de que boté el mío. Lo merecía, pero me inquietaba no estar conectado aunque fuera una vez.
Los días previos a mi regreso lo pasé muy mal. Quería hablar con alguien, pero no encontraba a nadie de confianza con el que pudiera desahogarme. Tenía muchas inquietudes; podían molestarme por haber robado, habría muchos ojos sobre mí y lo peor de todo es que vería de nuevo a Joel.
Talía trató de devolverme la confianza diciéndome que en la escuela ya todos lo habían olvidado, aunque sí admitió que los primeros días yo fui el tema más discutido. Como si de algo sirviera, también mencionó que seguía gustándole a sus amigas. Prometió ayudarme si me sentía mal, gesto que agradecí.
Al no poder sacar mis inquietudes, acudí a la escuela con mucha ansiedad, miedo y enojo. Mi susceptibilidad podía hacerme estallar en cualquier momento con metidas de pata propias o ajenas, así que traté de evitar contacto con cualquiera que se me cruzara. Si me mantenía con perfil bajo, podría sobrevivir.
Todos los que estaban en mi salón esperando a que el timbre de entrada sonara se callaron de golpe cuando me vieron aparecer. Clavaron sus miradas ya no para admirarme, sino para juzgar en sus mentes y con murmullos. Intenté ignorarlos, aunque fue difícil porque ninguno de mis compañeros fue discreto. Al menos los había sorprendido.
Escuché mi nombre varias veces, también que hablaban del linchamiento de hace tres semanas. Mantuve la seriedad en mi cara, pero las manos no dejaron de temblarme por debajo de la butaca, en especial cuando noté que Joel estaba muy sonriente a mi lado.
Edwin y Omar fueron un poco más distantes. Apenas y me saludaron por encima de su asombro, respetando mi espacio. Posiblemente notaron que yo estaba indispuesto a conversar y que ya no era el mismo chico de antes.
Vi hacia el lugar de Áureo con cierto cuidado. Estaba ahí con la cara hundida en los brazos, tal vez dormitando o pensando. No me vio llegar, de eso no hubo dudas. Tampoco tuvo mucha curiosidad por mirar a sus alrededores y descubrir mi presencia.
—Pensé que ya no ibas a volver, cabrón —Sentí la mano de Joel palmeándome la espalda.
Respiré con lentitud, traté de no mostrarme muy molesto aunque por dentro solo quisiera lanzarme a golpearlo. Ganas no me faltaban. Seguí mirando hacia la madera desgastada de mi butaca, apretando los dientes.
—¿Se les perdió algo por acá? —Joel se dirigió al resto de nuestros compañeros, que probablemente estaban esperando a que dijera mis primeras palabras.
Dejaron de voltear y murmurar, cosa que me alivió. Solté un suspiro, entrecerré los párpados. Los tres chicos a mi alrededor fueron los únicos que siguieron mirándome sin pena ni curiosidad. Después de todo, creían que éramos cercanos.
—¿Dónde andabas, güey? —preguntó Edwin—. Te desapareciste mucho rato.
—En mi casa. —Finalmente abrí la boca, aunque con una muy limitada cantidad de palabras.
—¿Ya te curaste? —Esta vez fue Omar el de la curiosidad.
Asentí. Las cicatrices se quedaron en mi espalda y dentro de mi ser, pero al menos ya no había dolor físico. Solo algunos recuerdos abrumadores y traumáticos que jamás iba a contar en voz alta. Los tres parecieron contentos por eso, aunque a Joel más bien le diera lo mismo. En ningún momento recibí una disculpa, pero tampoco la esperaba. Joel no iba a aceptar que todo era su culpa porque el máximo tonto fui yo al hacerle caso.
—Entonces ya estuvo que hoy nos vamos a dar una vuelta por ahí —dijo él, animado.
—Ya no me dejan salir... —Y eso no era mentira.
Antes de que él pudiera salir con alguna tontería usual, el timbre sonó mientras la profesora iba entrando. Mis compañeros se fueron a sus lugares e incluso Áureo se sentó bien en su lugar. Notó mi presencia en ese instante, pero apenas y volteó. Fue bueno ocultando su asombro.
Vernos a la cara después de una semana de total aislamiento me reconfortó bastante. Quería abalanzarme sobre él, besarlo, decirle que lo extrañaba, contarle del regaño de mis padres y explicarle en breves por qué regresé a la escuela tras haberme ausentado casi por un mes completo.
Desgraciadamente no podía hacer nada de eso. Estábamos en el pueblo, no en la ciudad que por un rato nos liberó. Allá podíamos andar en público sin tantas inquietudes, pero no aquí. Solo podía verlo por las mañanas y ni siquiera nos hablábamos en ese rato. Dolía que otra vez tuviera que esconderlo por encima de las peticiones de Hugo por protegerlo y hacerle compañía.
Preferí concentrarme en las clases durante las horas posteriores. No tenía celular y mis pensamientos estaban demasiado dispersos como para hacerles caso. Los otros tres trataron de distraerme en más de una ocasión, pero no les resultó. Tomé y tomé notas como si los profesores estuvieran dictando.
Me dolió la mano, pero no quise parar. Tenía los ojos bien puestos sobre las hojas de mi cuaderno y sobre el pizarrón lleno de palabras clave, aunque también percibiera rostros mirándome por la curiosidad de saber qué hacía.
Percibí una inexplicable frustración en mis adentros que se hallaba muy cerca de estallar y que no sabía cómo reducir. Quería irme de allí, sentirme más seguro en el cuarto de mi abuela, no tener que hablar ni verle la cara a nadie.
El nudo en mi garganta fue intenso y apenas controlable. Iba a darme una vergüenza horrible ponerme a llorar de la nada, a mitad de la clase. Seguí escribiendo y rayando garabatos entre las pausas de mis profesores para no detenerme en mis emociones.
Logré sobrevivir hasta el receso. Sentí una calma muy grande cuando vi que todos comenzaron a salir después de escuchar el timbre, ignorándome. Solo nos quedamos Joel, sus amigos, Áureo y yo.
—Vamos a las canchas, gringo —dijo Joel, levantándose de su asiento.
Me negué casi al instante, con la voz y la cabeza bajas.
—Todavía tengo una lesión en el tobillo —Fue la mejor excusa que se me ocurrió.
Él se burló de mí diciendo que no podía ser tan princesa. Esa última palabra me trajo a Hugo a la mente. Creía entender de quién había sacado aquel apodo.
—¿Al menos mi vestido es lindo? —contesté a su intento de insulto.
Volvió a reírse, palmeándome de nuevo la espalda. Después de su "pinche güero" me dejó tranquilo. No insistieron más en que los acompañara, pero sí me recordaron que podía alcanzarlos después porque no se moverían de las canchas.
No tomaron el mismo camino que los demás para salir. Rodearon el salón por la parte trasera y se detuvieron justo al lado de Áureo, que no hacía nada más que recargarse contra la pared en silencio. Volteé casi al instante.
—¿Qué tanto mirabas, putito? —Joel parecía muy irritado.
Edwin y Omar lo esperaban un poco más cerca de la entrada, mirando con inquietud hacia ellos dos. Yo apreté los puños y tensé los labios. Mi respiración se agitó tanto como los latidos de mi corazón.
En el ambiente la tensión incrementó. Lentamente me hice hacia atrás para salir de mi lugar. No dejé de observar cada uno de sus movimientos. Áureo se mantuvo serio, ya no tan atemorizado como en meses anteriores.
—Di algo. —Joel se atrevió a tomarlo del cabello, tiró de su cabeza hacia atrás. Escuché cómo se quejó por la brusquedad de su jaloneo.
Esa fue la gota que derramó el vaso, la excusa perfecta para que yo explotara. Corrí hasta Joel y me le lancé encima lo más rápido que pude, con toda la adrenalina recorriéndome el cuerpo. No escuché a nadie, aunque gritaran que me detuviera.
Solté el primer golpe en su cara lo más fuerte que me permití. El sonido de los huesos chocando fue hasta placentero de escuchar.
—¡Me tienes hasta la madre! —grité.
Sentí los brazos de Áureo bajo los míos, tratando de quitarme. Yo me sacudí para librarme y hasta lo empujé para que no impidiera que me desahogara. Joel se sentó en el piso aún conmigo forcejeando muy cerca. Se limpió la sangre del labio y se empezó a reír. Eso me calentó todavía más.
—Vaya, vaya. Tenemos a otro puto —Fue como si hubiera hecho el mejor descubrimiento del mundo.
Esa palabra, esa maldita palabra...
Me safé de Áureo con violencia. Volví a derribarlo para borrarle esa estúpida sonrisa de la cara.
—Seré puto, pero sí te ando metiendo unos vergazos. —Lo golpeé otras dos veces sin que él pudiera esquivarme.
Tremenda salida del clóset...
Edwin y Omar buscaron separarnos sin mucho éxito. Toda la ira que desquité en ese momento me impidió sentir el dolor de los golpes y patadas de Joel. Pero al menos él sangraba más que yo.
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