Capítulo 2
Mi madre se sintió feliz por mí cuando le dije que mi primer día de clases no había sido tan terrible. Creyó que lo odiaría y que no pararía de quejarme. Incluso planificó una charla para convencerme de todo lo que estábamos viviendo, pero no tuvo que utilizarla.
Prefirió hacerme las típicas preguntas de un primer día. Estaba más emocionada que yo. Se sentó en el sillón junto al ropero para escucharme atentamente. Yo me quedé recostado sobre la cama, cobijado como si estuviésemos por dormir. El día tan nublado y frío logró que me adormeciera sobre mi cómodo lugar.
—Las personas de ahí son extrañas —comenté sin mucha sorpresa—. Querían saber todo de mí.
—No suele llegar gente nueva, por eso les provocas curiosidad —Parecía muy relajada, más que en los últimos días.
Abandoné mi celular y pasé las manos por detrás de mi nuca. Cerré los ojos, exhalé con pesadez.
—Es porque nadie quiere vivir aquí —contesté a su comentario.
Fingió no oírme, pero su silencio delató que analizaba mis palabras. Al menos no sonaba tan irritado como cuando quería iniciar con alguna innecesaria discusión. Yo quería irme, ella quería irse. Finalmente teníamos algo en común. El apoyo mutuo serviría para que los siguientes meses marcharan más rápido, así que mantenernos en paz era lo mejor que podíamos hacer.
Preguntó si había hecho amigos. Lo negué de inmediato porque estaba indispuesto a tenerlos. No me gustaba la gente del pueblo, aunque yo les fascinara. Le comenté que un chico que se sentaba al lado de mí en el salón me acompañó todo el día e invitó a sus dos amigos a que también pasaran el rato conmigo.
Fueron los que menos me desagradaron y los que menos comentarios absurdos me hicieron. Tampoco me miraron ni trataron como si fuese un nuevo descubrimiento. Eso sí, me llamaron por cuanto apodo se les ocurrió. Al parecer Franco era un nombre muy difícil de recordar para ellos.
—¿Alguna niña linda? —Se atrevió a preguntar.
Suspiré. Si hubiese tenido los ojos abiertos, los habría rodado con enfado.
—Mamá...
Pero me detuve. Ese era un tema que ni siquiera podía tocar conmigo mismo a causa de la confusión y el miedo. Llevaba tres años reprimiendo mis emociones en silencio y nadie podía saberlo, al menos no todavía.
—No se comparan con las de mi otra escuela —completé la oración.
Apreté las cobijas con suavidad. Escuché el chasquido de sus dientes en el fondo.
—Nunca vas a encontrar novia si sigues siendo tan exigente —bromeó antes de levantarse, dispuesta a salir para buscar a mi tía.
Forcé una media sonrisa y la dejé ir sin una respuesta. Tensé un poco los labios; yo no era exigente, solo no quería una novia.
Fueron dos días de sentirme muy observado y hasta hostigado. En clases no era tanta la incomodidad como en el par de recesos donde grupos mayormente de chicas se acercaron a preguntar cuál era mi nombre y cómo podían encontrarme en redes sociales.
Incluso mi prima Talía vino a presentarme a varias de sus amigas, que no creían que éramos familiares. Compartir el mismo segundo apellido y al mismo abuelo materno fueron las pruebas que dio. Dejé que siguiera presumiéndome como parte de su familia. De todas maneras, no iban a volver a verme en unos meses.
Recibía mensajes en las tardes e incluso durante las horas de escuela, saludándome. Archivé casi a todos sin responderles, salvo a Joel. Mi madre recomendó que no añadiera a nadie y que solo platicara con personasque sí conocía, lo que me resultó muy sencillo. No vinimos al pueblo a hacer amigos.
La temperatura bajó considerablemente durante la madrugada del tercer día, así que tuve que levantarme al armario en busca de más cobijas empolvadas para que durmiéramos mejor. De rato en rato mamá intentó abrazarme, pero me resistí. Preferí dormir a la orilla de la cama y sin almohada para que ella tuviese algo qué sujetar. No me gustaba tenerla tan cerca.
Esa noche no pude dormir muy bien. Los pensamientos repentinos hicieron que me detuviera en ellos por momentos. Debido a la situación en la que nos encontrábamos, mi cabeza no produjo ideas positivas. Tenía miedo de lo que pudiera sucedernos si aquellas personas daban con nosotros. Vi videos grotescos en lugares recónditos de internet que me produjeron muchas náuseas y miedo. Esas personas podíamos ser mis padres y yo.
Las pesadillas no se hicieron de esperar. Tal vez por mi reacción en sueños fue que mi mamá trató de consolarme con una cercanía que rechacé. Tuve que calmarme en silencio, sin respirar con agitación. Y aunque mi boca pidiera agua, seguí en cama porque a oscuras la casa de mi abuelo Franco lucía tenebrosa.
En la mañana, ya para partir a la escuela, descubrí a través del cristal empañado que afuera el clima estaba horrible. No se podía ver absolutamente nada por la densa neblina en toda la ciudad. Mientras me quejaba en mis adentros, mis primos pequeños se asomaron por las ventanas con grandes sonrisas y emoción.
Mi tía tuvo que pararse en la puerta más cercana para impedir que salieran a "tocar las nubes" sin cubrirse adecuadamente.
El abuelo, que era todo un madrugador, se ofreció a llevarnos a Talía y a mí hasta la entrada de la escuela para que no tuviésemos ninguna dificultad en el camino. Yo temí por algún accidente en los cruces de calles, pero nada malo ocurrió. Llegamos a tiempo y anduvimos rumbo a nuestros salones con calma.
La gente estaba un poco más cubierta que los días anteriores, así que ya no me sentí tan desadaptado. Aun así, ya era reconocido por ser el niño rubio y bonito que usaba una gran chamarra a todas horas.
Tan pronto entré al salón, Joel y los otros me saludaron con una gran sonrisa desde su esquina junto a la ventana. Se burlaron de mí por notar que incluso bajo mis pesadas ropas seguía tiritando por el frío. Era verano, de piscinas y sol, no de una posible nevada. Decirme que tendría que vivir eso con más frecuencia de la que creía tampoco fue de mucha ayuda.
En los últimos quince minutos para que dieran las ocho, el aula cobró vida tras la llegada de mis compañeros. Se reunían en sus respectivos grupos para reír, conversar y chismear sobre el día anterior. Joel y sus amigos hacían exactamente lo mismo. No entendía la mitad de su conversación, pero al menos no me excluían.
Sus temas no eran demasiado relevantes. Hablaban de compañeras y otras chicas que conocían basándose solo en la apariencia de ellas y alguno que otro rumor. Mientras más platicaban de eso, más perdía el interés.
Todavía con un oído en la charla, me giré un poco en mi asiento para curiosear. Era el tercer día y únicamente conocía el nombre de Joel. Recargué la mejilla sobre mi mano, miré hacia el frente y moví los ojos para detenerme de cuando en cuando sobre alguien. Pero ninguno llamaba mi atención con la fuerza suficiente para que le observara con detalle.
Y justo cuando seguía paseando la vista por el salón, me detuve por fin en una persona que se sentaba dos filas a mi derecha, en el antepenúltimo asiento. Un chico moreno, encorvado, callado y principalmente, solo. En los pocos días que llevaba asistiendo a esa escuela, nunca lo vi intercambiar palabra con alguien, participar en clase o confirmar su asistencia durante el pase de lista.
Arqueé una ceja, forcé un poco la mirada. Tenía las manos vacías sobre la mesa de su butaca, se mantuvo en total quietud, como si viera algo interesante en su celular invisible. Estaba despierto, sin dudas, pero ausente de nuestro mundo.
Un repentino empujón a mi izquierda causó que desviara la vista de inmediato y la devolviera hacia el pequeño grupo de Joel.
—¿A quién miras? —preguntó, sonriendo a medias.
—Al chico de ahí —Señalé con el pulgar—. Se ve un poco raro y siempre está callado.
Los tres miraron en su dirección, sin eliminar la curvatura de sus labios.
—No le hagas caso, güey —dijo uno de ellos, con tono un poco alto—. Está mal de su cabeza.
Miré de nuevo por encima del hombro, buscando el problema que mencionaban. El chico me parecía físicamente normal, pero no me sentí muy seguro de decirles que fuesen más específicos. Aquel chico no estaba nada lejos de nosotros; no me pareció adecuado hablar de él pudiendo escucharnos.
El tema cambió casi al instante gracias a uno de ellos, que tenía otro tema trivial. Me distraje con eso por el siguiente par de minutos para que no volviese a mirar a mi espalda. Saludé a otros compañeros con un choque de puños e inclinaciones de cabeza en los últimos minutos previos a la primera clase.
Joel interrumpió nuestra charla con brusquedad cuando alzó la voz y golpeó un poco su pupitre. Los tres que estábamos junto a él respingamos por el susto. Miró en mi dirección, pero buscaba a alguien más.
—¿Qué ves, joto? —Su pregunta llamó un poco la atención de los compañeros cercanos—. ¿Te gusta mucho el güerito o qué?
Volteé justo en el momento en que el mismo chico de antes giraba la cabeza de vuelta a sus manos, en silencio. Percibí un repentino y desagradable regocijo en el estómago, sobre todo por la forma tan agresiva y grosera con la que Joel se refirió al tipo. Las risas de fondo solo causaron que, al regresar a mi posición, permaneciera encogido de hombros.
Si alguien en mi vieja escuela hubiera dicho esto, las reacciones serían muy diferentes. Negativas para Joel, claro. Pero en este pueblo nadie reaccionó con negatividad, salvo yo y muy poco. El debate que no quería tener conmigo mismo regresó en el momento menos adecuado, como un recordatorio de algo que no quería ser.
Uno de los tipos me palmeó la espalda, burlándose de la situación. No pudimos continuar con la charla porque segundos más tarde apareció la profesora, pidiéndonos orden y silencio.
La escuela no quedaba lejos de la casa de mi abuelo. Caminando podía demorarme no más de quince minutos. Regresaba con Talía porque salíamos al mismo tiempo, pero esta vez le pedí que me acompañara a conocer los alrededores. Ella le llamó a mi tía para avisar que estaríamos fuera por un rato y por fortuna no se opusieron bajo la condición de que no nos demorásemos tanto. El pueblo era pequeño, así que no me preocupé.
No conversamos mucho hasta que estuvimos lo suficientemente alejados de la escuela y de los otros alumnos que salían. Hasta que Talía volteó y verificó que nadie nos viera, abrió la boca.
—¿Te puedo decir algo? —Sonreía con mucha calidez. Yo asentí, sin mucho entusiasmo ni curiosidad—. Le gustas a todas mis amigas.
Alcé las cejas, fingiendo sorpresa. No es que realmente me esperara un comentario como el suyo, pero mi interés hacia la situación que me comentó era casi nulo. Dejé que siguiera hablando por un par de cuadras más, de cómo les gustaba por mi físico y porque parecía un sujeto muy misterioso.
No las culpaba por creer lo último. Después de todo, Talía tampoco podía darles explicaciones de mi situación porque no la conocía. Y era mejor así.
—Quieren hablarte y eso, pero no saben cómo —Me tomó por el brazo—. Les das miedo.
Sonreí por reflejo, negué con la cabeza.
—Diles que no estoy interesado de todos modos —contesté—, porque soy gay.
Talía se detuvo de golpe, tirando de mi brazo, arrugando la nariz.
—¡Franco, cállate! —Me regañó—. Dios no lo quiera.
Alcé las cejas, esta vez sorprendido en serio.
—Era broma —dije con rapidez. Otra desagradable punzada en mis adentros.
Tuve que aclararlo con tono alto por si alguien a los alrededores escuchó nuestra conversación. Incluso, después de un buen tiempo sin hacerlo, me reí. Mi prima rio conmigo, brindándome un buen empujón y pidiendo que no bromeara con ella así.
—¿En serio te lo creíste? —pregunté.
Poco a poco las calles principales fueron desapareciendo, igual que la gente y el ruido. Pude divisar las montañas llenas de neblina y los campos no muy lejos de nosotros. Espacios más despejados y casas más distanciadas entre sí.
—Claro que no, tú no te ves como ellos —Aceleró el paso—. No te crees mujer.
No consiste en eso...
Pero no quise entrar en debate tan pronto sobre ese tema, menos en un lugar donde no tenía ninguna posibilidad de ganar. Pensé en la crianza tan diferente que tuvimos y el entorno en el que crecimos para entender por qué pensaba así. Hacer ese breve ejercicio siempre ayudaba a que juzgara menos.
Talía continuó hablándome de sus amigas y señalando algún puesto donde la comida sabía bien. Le pedí que me llevara luego para verificar si era cierto lo que me contaba, obvio que a escondidas de mamá para evitar su reprimenda sobre los peligros de comer en la calle.
Canchas de futbol se extendieron a mi derecha. Varios niños jugaban incluso sin camisa pese a las temperaturas tan desagradables, sin miedo. Y un poco más hacia adentro del terreno, divisé la única iglesia católica del pueblo. Grande, de paredes amarillas, cúpulas anaranjadas y torres puntiagudas.
—¿Podemos ir? —Señalé a la iglesia con el índice.
De inmediato nos encaminamos hacia allá. Abandonamos la orilla de la carretera y bajamos directo al pasto húmedo. Nuestros pies se mojaron un poco, pero logramos evitar empaparnos cuando nos fuimos por el camino de tierra y lodo que los autos y las personas trazaron con el tiempo.
—¿Quieres hablar con Dios? —Más curiosidad de su parte.
No había escuchado una pregunta o frase similar desde que era un niño, cuando creía que en serio se podía tener una charla recíproca y ordinaria con una gran deidad. Al crecer preferí llamarlo meditación, aunque no fuese muy creyente. Servía para hallar calma y era justo lo que necesitaba en días recientes.
Se lo dije así a mi prima, quien lo entendió mejor de lo que pensaba.
—También entro en las iglesias para ver si me quemo vivo algún día —bromeé de nuevo, en un inicio—. Quizás me lo merezca.
Mi prima afirmó que yo era una buena persona y que obviamente no tenía motivos para terminar en el infierno. Aquello me consoló un poco. Tal vez estaba a tiempo de eliminar la confusión de mi persona y llevar una buena vida.
Nos quedamos de pie en la entrada de la iglesia, pues le dije a Talía que quería examinarla un poco por fuera. Alcé el rostro, miré arriba, hasta donde las torres terminaban. De fondo solo escuché a los niños jugando futbol y los cánticos bajos dentro del gran recinto.
Cuando me sentí lo suficientemente tranquilo, regresé la vista al frente y me dirigí al interior, sin decir nada. Mi prima se persignó antes, pero yo no deseé hacerlo. En su lugar, me adelanté y caminé hasta una de las bancas vacías, esperando arder por mi indeseada presencia. No sucedió.
Ella se hincó, juntó sus manos frente a su rostro, cerró los ojos y meditó en silencio. Yo me quedé sentado, admirando el interior descuidado y las grandes figuras que representaban a Jesús y otros Santos de los que no tenía ni el mínimo conocimiento. Algunas lucían terroríficas, otras más tenían a sus alrededores monedas y billetes.
Respiré con profundidad, comencé a pensar, acompañado de las mujeres que cantaban hasta adelante.
Pedí por el bienestar de mis padres y por el mío en un momento tan complicado como este. Lo que menos quería era que la muerte nos separase tan pronto. Pedí paciencia para aguantar este pueblo y rogué casi de manera indirecta que por favor me ayudara a descubrir quién era yo en realidad y qué quería.
Solo no me eches si lo descubro y no te gusta...
Aun así, era poco probable que en este pueblo de lavandas y encinos lo averiguara. No tenía interés por nada ni nadie. El riesgo de ser totalmente rechazado era casi inexistente para mí.
Pensé en mi compañero de clase, ese al que Joel llamó joto y que trató de una manera muy desagradable sin que nadie se opusiera. Las risas en el fondo justificando los actos de Joel, su forma de involucrarme para respaldar su actitud. Y claro, lo aislado que estaba el otro chico del grupo.
No me pasará como a ese sujeto...
Oré pidiendo que no me ocurriera lo mismo, aunque también debí hacerlo más por este compañero al que molestaban e ignoraban.
Antes de que siguiera meditando en silencio, mi celular vibró en uno de mis bolsillos. Me puse de pie y le hice una seña a Talía para indicarle que la esperaría afuera porque debía atender la llamada. Ella se levantó, admitiendo que justo acababa de terminar. Salimos con prisa antes de que la persona en cuestión colgara el teléfono.
Alcancé a contestarle a Joel justo en el último momento.
—Qué onda, niño bonito —habló con cierto entusiasmo—. Oye, mañana iremos a mi casa saliendo de la escuela, ¿jalas?
—Claro —contesté—. Nos vemos mañana.
Y colgué sin añadir más. Talía comentó lo cortante que era antes de preguntar quién me llamó. Pude ver que no le gustó mucho oír el nombre de Joel saliendo de mis labios.
—No seas su amigo —mencionó con cierta seriedad—, es mala gente.
—¿Por qué? —cuestioné.
La poca niebla que quedaba en el ambiente se dispersó con lentitud. Y aunque el cielo continuase nublado e hiciera frío, algunos rayos de sol atravesaron las nubes y nos pegaron directo en el rostro. Suspiré de alivio. Llevaba un buen rato sin sentir calor sobre la piel.
—Es medio malandro —afirmó—. Ya luego lo verás.
Él y sus amigos eran los únicos chicos con los que hablaba en el pueblo y que no me hacían sentir como el artículo más exclusivo a la venta. Que yo fuera el nuevo les venía dando igual y eso me servía para no sentirme tan desadaptado.
Sin embargo, más pronto que tarde descubrí que Talía se equivocaba. No era "medio" malandro como decía, lo era totalmente.
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