Capítulo 14

Mi ojo derecho estaba hinchado a reventar y me dolía demasiado. El mismo sujeto que me derribó en la calle me golpeó justo en la cara cuando traté de liberarme de sus grandes brazos para escapar de nuevo. Fue tanta su fuerza y brutalidad, que mi cuerpo dejó de resistirse en automático, sin que pudiera controlarlo.

No podía oír ni ver bien. Los ruidos tapados iban y venían, las pocas imágenes que logré percibir ondeaban sin parar a mi alrededor. Mis pensamientos estaban hechos un lío, producto de la seminconsciencia.

Nadie me levantó del suelo. Me quitaron la sudadera y la camiseta antes de arrastrarme de los pies hasta quién sabe qué lugar. Hacía frío, pero no lo podía sentir. Las piedras, la tierra y la suciedad se me pegaron a la espalda, algunas causando cortes o golpes que después me provocaron un insoportable dolor.

A mi lado caminaban otros hombres, llevando consigo palos, sogas y hasta pistolas en el cinturón. No tenía ni la más remota idea de lo graves que eran las cosas, mi cerebro era incapaz de procesarlo. Yo me sentía como en un sueño, flotando, creyendo que lo que ocurría no era más que producto de mi imaginación.

Pero estaba en el pueblo, justo en ese donde la gente tomaba acción por cuenta propia porque no había policía y estaban hartos de las injusticias. Podía notar la furia en sus facciones y en sus palabras. Cada tantos metros alguien me insultaba o me escupía, incluso me tiraban alguna patada.

Estar casi desmayado sirvió para que la situación y ese corto trayecto no me estresaran más de lo que ya lo hacían. Aunque lastimosamente esos efectos poco a poco desaparecieron, trayendo consigo un montón de sensaciones indescriptibles, tanto físicas como mentales. Mi cuerpo se encontraba rígido, tembloroso y sangraba. Mi mente estaba sumergida en miedo, volviéndome incapaz de gritar por perdón.

Había visto linchamientos en internet. Ciudadanos comunes matando a palos, pedradas o a golpes a ladrones o violadores. Era común e incluso legal en sitios como este pueblo por los usos y costumbres. La gente aplaudía, la gente grababa, la gente estaba de acuerdo y hasta yo, por encima de la brutalidad, creía que se lo merecían.

Nunca pensé que me encontraría en una situación similar, todavía sin saber si acabaría muerto o solamente apaleado hasta la parálisis, el coma o ambos.

Finalmente me soltaron en el pequeño zócalo del pueblo, justo a una cuadra de la tienda donde me atreví estúpidamente a robar. Ahí me esperaban un montón de curiosos y otros hombres serios. Dejaron de agredirme físicamente y me rodearon, todavía sin parar sus majaderías.

Algunos sacaron los celulares y me grabaron tirado en el suelo, débil, golpeado y semidesnudo. Respiraba con fuerza, como un pez fuera del agua, mientras escuchaba cómo algunos documentaban las cosas, llamándome rata y diciendo en voz alta lo que hice.

Moría de vergüenza. Me sentía asqueroso y merecedor de toda esa humillación pública, pero porque creí que solo se quedaría en eso.

Fueron aproximadamente tres minutos así que se percibieron eternos. Ese tiempo bastó para que recuperara un poco la consciencia, pero no el movimiento. Solo deseaba que todo terminara pronto y que el asunto se olvidara, pero eso no iba a pasar. El inicio de mi tortura apenas estaba comenzando.

Un sujeto que cargaba un galón lleno de agua amarillenta se me acercó. Todos comenzaron a gritar, aplaudir y hasta celebrar cuando el hombre abrió la tapadera y derramó sobre mí todo el líquido.

—¡Rata! —Me gritó, rodeándome para humedecer bien todo mi cuerpo—. ¡Ahora sí ya te cargó la chingada!

Cubrí mi cara por reflejo, logré elevar un poco las piernas hasta mi pecho y hacerme un ovillo, tembloroso. El líquido se veía brillante y se sentía ligeramente aceitoso, pero fue el intenso olor el que hizo que me diera cuenta de lo que era.

Me estaban echando gasolina.

Fue entonces cuando por fin reaccioné, aunque no de la manera que hubiera deseado. Abrí el ojo sano lo más que pude y comencé a llorar. El pánico provocó que soltara un par de gritos ahogados de los que solo se burlaron, pues el pueblo entero quería celebrar que, por unos cuantos billetes, iban a poder quemar vivo a alguien.

—No... —La voz ni siquiera me salía para pedir que por favor no me mataran.

De fondo la gente exclamaba con una increíble insensibilidad que ya me prendieran fuego. Los celulares estaban más fijos en mí que nunca. ¿Era realmente necesario tener eso en video? Siempre pensé que en este país el morbo era mucho más fuerte que la misma humanidad de la gente.

Estaba enojado conmigo mismo por dejar que las cosas terminaran de esa manera, por no haberle hecho caso a Edwin y a Omar, que seguramente ya estaban en sus casas sanos y salvos. Pero principalmente, estaba enojado por ceder tan fácilmente ante Joel pese a saber que nada bueno podría salir de eso.

El sujeto que me roció con gasolina sacó de uno de sus bolsillos una caja de cerillos. Los agitó para comprobar que hubiera los suficientes para llevar a cabo la parte final de mi linchamiento. Cuando la gente los vio, volvieron las exclamaciones y las insistencias para que se apresurara.

Pero cuando yo los vi, me dieron unas fuertes ganas de vomitar. Mi corazón no podía dejar de latir con potencia y mi respiración acelerada era imparable, justo como mis lágrimas. Apreté los dientes y los párpados porque no quería ver ni siquiera el momento en que el hombre prendiera el cerillo y sintiera más cerca mi final.

—¡Alto! —gritaron a lo lejos no una, sino dos voces—. ¡Paren con esto!

Las ovaciones comenzaron a callarse, la gente volteó a todas partes para saber de dónde provenían aquellas voces gruesas, potentes y seguras. Yo las reconocí al instante; eran mi abuelo y el esposo de mi tía.

Pronto mi llanto pasó a ser de alivio. Lloré como un niño cuando su madre descubre que se hizo daño. Era la única forma que tenía para pedirles ayuda y que hicieran algo pronto. Se abrieron paso de entre la gente hasta estar en el mismo lugar que el hombre de los cerillos. Mi abuelo se quedó con él mientras mi tío corría para revisarme. Me pidió en voz baja que me tranquilizara, que todo estaría bien y que me iban a ayudar.

Algunas personas no pudieron evitar soltar exclamaciones diciendo que me lo merecía, que yo era una rata, que dejaran que me quemara y que no era justo lo que estaba sucediendo. Los sujetos de los celulares no dejaron de grabar, pues la situación se había transformado en algo muy telenovelezco y eso también les gustaba.

—Por favor, no lo quemen —Escuché a mi abuelo hablando con los hombres de los palos y sogas—. Él no es de aquí, no sabe cómo son las cosas.

—Le robó dinero a Don Jacinto —dijo uno de ellos—. Y se quiso dar a la fuga como si nada.

Mi abuelo volteó a verme en ese estado tan lamentable solo para verificar aquella información. Yo no pude negar nada, porque era cierto todo lo que decían. Volví a apretar los párpados y a llorar, muy avergonzado por lo que le estaban diciendo a mi abuelo. Mi tío tampoco pareció contento por la situación. Se despegó de mi lado y se acercó a las otras personas. Volví a quedarme solo en el suelo, en mitad de la gente, sin escuchar casi nada de lo que decían.

—Perdóneme por lo que voy a decir, Don Franco —dijo el hombre—, pero su nieto es una rata y tiene que pagar.

Mi abuelo asintió con pesadez. Podía notar en su cara la decepción, el enojo y la incertidumbre. Estaba tenso, contra la espada y la pared. La gente de ahí lo respetaba mucho por ser un hombre recio, justo y franco como nuestro nombre, pero conmigo y la situación no estaba siendo nada de eso.

Soltó un pesado suspiro antes de volver a hablar.

—Yo voy a hacer que pague —dijo.

Lentamente se giró en mi dirección y se acercó junto con el señor de los cerillos. A la distancia podía escuchar a mi tío diciéndole que esperara, que se detuviera, pero él lo mandó a callar por encima de todo el bullicio que regresó en cuanto tomó una decisión.

Se paró junto a mí, apretando los puños. Yo me atreví a observarlo, quizás aliviado, quizás un poco temeroso de lo que pudiera pasar. Estaba enojado, podía notarlo muy bien. Su acompañante también me miró en silencio, todavía más enfurecido que mi abuelo.

—¿Verdad que no lo volverás a hacer, Franco? —Me dijo.

Pero no pude responderle en el instante, pues me pegó una patada directo al estómago. Todo el aire salió expulsado de mis pulmones, causándome un sofoco instantáneo. Me doblé en el piso y solté una queja de dolor como pude, igual de ahogada que mi propia respiración. Puse mis manos justo en donde mi propio abuelo me golpeó.

Vi que mientras me retorcía de dolor y trataba de recuperar el aire, le arrebataba la soga al otro tipo, la doblaba en dos y alzaba el brazo.

—¿Verdad? —preguntó de nuevo antes de dejarme caer la soga con toda la fuerza que pudo.

Sentí que la piel desnuda de mi espalda se agrietó al instante. Un indescriptible dolor y ardor se manifestó por todo mi cuerpo, provocando que gritara con la misma intensidad del primer latigazo.

No me insultó como los otros hombres mientras me agredía. Me golpeó en silencio otras diez veces mientras los demás aprobaban sus actos y se emocionaban con mi sangre. Lentamente me volví inmune al dolor y mis fuerzas para quejarme se redujeron hasta el punto de desaparecer. Mi cuerpo permaneció inmóvil, los párpados se me cerraron lentamente. Respirar me resultó cada vez más pesado, pero al menos ya no temblaba.

Podía ver la soga ensangrentada, los puños de mi abuelo bien apretados y, a lo lejos, a mi tío pasándose la mano por la cara para no tener que verme. Yo me encontraba tan agotado física y mentalmente, que ni siquiera podía pensar. Mi cabeza solo me permitió procesar las pocas imágenes del presente, hasta que llovieron estrellas imaginarias y al final, me sumergí en una total oscuridad.

Cuando desperté no podía moverme por culpa del intenso dolor que invadía todo mi cuerpo. Jamás había experimentado semejantes sensaciones tan indescriptiblemente insoportables. Mis brazos estaban entumecidos a los costados, como mis piernas. Tenía una venda rodeándome la parte alta de la cabeza y podía sentir pegados a mi espalda un montón de parches.

Me encontraba en un lugar bastante tranquilo, silencioso y muy iluminado. Olía a limpio, o mejor dicho a hospital. Para mí el olor de sitios como este era inconfundible. Abrí el único ojo que podía con cierta dificultad. Me pesaba como si no hubiese dormido en días.

Respirar incluso era un martirio, pues estaba recostado bocabajo en una camilla para que las heridas de mi espalda no se aplastaran contra el delgado colchón. Sentía que toda mi piel hervía con potencia; era probable que tuviera temperatura. Aún me encontraba mareado y aturdido, tembloroso. Los recuerdos de lo que me llevó a estar postrado en cama se hallaban difusos, pero emocionalmente también me lastimaban.

Traté de hacer un esfuerzo para visualizar mejor mi entorno. Había otras camas junto a mí, con personas que también dormían profundamente. No había enfermeras cerca ni podía saber si alguno de mis familiares se hallaba conmigo, pues estaba casi obligado a mantenerme en la misma posición. Ni siquiera pude meditar como me gustaría, pues aunque ya había recuperado gran parte de mi consciencia, el dolor no me permitía pensar en otra cosa. Apreté los párpados y los puños como pude, pues nuevamente el ardor regresó a mi espalda. Me encorvé un poco como parte de un reflejo, tensé la boca, respiré con agitación. Sin que pudiera controlarlo, solté quejas entremezcladas con llanto.

En serio dolía.

Alguien se dio cuenta de mi sufrimiento con rapidez, pues en menos de dos minutos llegaron mi mamá y mi abuelo. Ella, con sumo cuidado, me sujetó por los hombros y me pidió —también entre lágrimas— que me calmara. Verla llorar hizo que yo llorara aún más.

—¿Qué te hicieron, mi niño? —decía, acariciándome la cabeza y pegando su frente con la mía.

Era muy probable que ya lo supiera, como todos en el pueblo, pero que no lo aceptara. Yo solo podía revolcarme de vergüenza y sufrimiento. No la miré más para que la tortura emocional no fuese tan profunda. Quería disculparme por todo, pero no me salían las palabras.

—¿Por qué le hiciste daño, papá? —Se dirigió a mi abuelo, hecha una furia—. Mira cómo lo dejaste.

Se apartó de mí, todavía con las lágrimas invadiéndola.

—¿Querías que te lo mataran, pendeja? —exclamó él—. Le salvé la vida.

Comenzaron a discutir en mitad de la sala. Ella le echaba toda la culpa, reclamándole por no haber tomado una decisión diferente y menos perjudicial para mí. Él le explicó con impaciencia que tuvo que hacerlo porque no quería que nadie más tocara a su nieto. Podía escuchar en su voz que era sincero y que le dolía la situación tanto como a mi mamá, pese a no exteriorizarlo de igual manera.

Yo no lo odiaba, pero era inevitable no sentir un incontrolable terror hacia él, producto del trauma. Si antes mi abuelo Franco ya me resultaba intimidante y serio, acababa de convertirse en una de mis peores pesadillas. Sus exclamaciones y defensas me doblegaron en la cama. Intenté pegar las piernas a mi pecho, como si después de alzarle la voz a mi mamá supiera que pasaría a desquitarse conmigo.

Dejé de llorar por dolor y comencé a llorar de miedo. No me gustaban las voces tan fuertes ni recordar lo que pasó. Me torturaban.

Una persona que también venía a visitar a otro paciente salió a buscar a una enfermera para que calmara la situación. Tuvieron que venir tres para poder sacarlos de ahí y parar con el escándalo. Una de ellas se quedó conmigo para pedir que me tranquilizara, pero no funcionó. Tuvieron que ponerme a dormir de nuevo.

—Franco, hijo, despiértate —susurraron cerca de mi cara—. Tienes que comer.

Mamá me agitó con cuidado por el hombro. Apreté los párpados con fuerza y me negué en apenas un murmullo. No quería hacer nada, solo morirme para ya no tener que sentirme tan mal. La existencia entera me dolía y no podía soportarlo. Dormir sin interrupciones era lo único que quería hacer para aliviarme, estar solo, quedarme quieto.

—Te tienen que revisar, por favor hazme caso —insistió, queriendo alzarme por su cuenta.

La enfermera que se hacía cargo de mí también me lo pidió con amabilidad, corroborando las palabras de mi mamá. Dijo que me ayudaría a sentarme para que mis heridas no se reabrieran ni me molestaran. Yo obedecí, solo abriendo la boca para quejarme. Ambas me tomaron con cuidado por los brazos y me sentaron en la orilla.

Todo ese esfuerzo volvió a sacarme un par de lágrimas que mi mamá secó con el pulgar. Ella aún tenía los ojos húmedos y enrojecidos, los labios tensos. Le pesaba verme en esa condición, más de lo que yo hubiera esperado.

—¿Te duele mucho? —preguntó la enfermera mientras me pasaba los dedos por la espalda.

Cuando asentí, mi mamá se secó las lágrimas con el dorso de la mano. Evadí cualquier mirada con ella, pues era incómodo verla así. Me sentía muy culpable, aunque casi no recordara lo que pasó. Mi mente tenía bloqueada una parte de los hechos a causa del trauma.

—Todavía hueles mucho a gasolina —comentó la mujer—. ¿Quieres que te vuelva a bañar?

Me había acostumbrado al olor, pues yo no lo noté. Me negué casi en ese momento, ya que no me molestaba. Mamá quiso hacerme cambiar de opinión, pero yo insistí en quedarme de esa manera, después de todo sabía que no se iría con uno o dos baños. Cuando volviera a casa de mi abuelo, yo mismo intentaría quitármelo.

La enfermera le dio indicaciones a ella para que me tomara unas pastillas para el dolor, la inflamación y los hematomas. No quería que mis heridas pudieran causar otros daños más severos por no saberme cuidar bien. Después nos dejó a solas.

Paciencia, paciencia...

No me gustaba estar con ella, pero no tenía alternativas porque se quedaría conmigo toda la noche. Tenía que estar tranquilo por nuestra paz, aunque supiera que eso significaba platicar y contestar a todas sus preguntas incómodas.

Comí en silencio, rechazando su ayuda. Se limitó a observarme con cuidado y a decirme qué era lo siguiente que debía comer. Todo me sabría terrible si tan solo no tuviera tanta hambre. Lo devoré todo de inmediato, algo de lo que me arrepentí porque eso me daba más tiempo libre para conversar. Al final, cuando quise volver a recostarme y dormir, abrió la boca.

—Por favor perdona a tu abuelo —habló en voz baja—. Él lo hizo para que las cosas no terminaran peor.

Asentí con seriedad. No lo culpaba por tratar de arreglar mis propias equivocaciones. Sabía que incluso tenía que agradecerle, pero la violencia con la que me trató todavía me atormentaba y me quería mantener lejos de él. Tuve que decirle que no tenía problemas con él y que entendía por qué me había golpeado hasta dejarme inconsciente, por más amargas que se sintieran esas palabras. El pecho me dolió, tragué saliva con dificultad.

—Quiero irme de aquí, mamá —susurré, con la voz temblorosa—. ¿Podemos volver a Ciudad de México?

Me tomó de la mano, bajó el rostro y lentamente hizo una negación de cabeza.

—Las cosas están complicadas, Franco —Lo decía en serio—. Tu papá todavía no puede solucionar eso.

Suspiré con pesadez. Me sentía desesperado, en especial por saber que mis días en el pueblo continuaban siendo inciertos y no tan contados como quería. No podía ofrecer ningún tipo de solución, por eso también me frustré. Yo era el niño al que tenían que proteger. Por mí estábamos en ese pueblo y por mí nos íbamos a quedar el tiempo que fuera necesario, quisiera o no.

—Pero también necesito que tú dejes de hacer tantas tonterías, por el amor de Dios —Apretó un poco mi mano—. Estamos aquí para protegernos y casi haces que te maten. 



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