Capítulo 12
Fue mi primer beso con un chico. Bastante corto, frío y quieto. No sabía si llamarlo una decepción o un triunfo, pero estaba muy sorprendido de mí mismo al ver que finalmente me atreví a hacer algo con lo que fantaseaba desde hacía mucho tiempo.
Cerré los ojos para no ver nada, me dejé llevar por el contacto de nuestros labios y disfruté esos dos segundos creyendo que jamás podría tener una oportunidad igual. Ese impulso repentino me costó parte de la cordura, en especial después de que yo mismo nos separara. Casi no podía respirar por la sorpresa y los nervios de lo que ocurriría a continuación no dejaban de molestarme con fuerza en el pecho.
Solté las mejillas de Áureo con prisa y retrocedí unos cuantos centímetros, sin quitarle la vista de encima. Él estaba igual de sorprendido que yo, con los ojos y la boca bien abiertos. No pudimos decir nada en ese instante, así que preferimos tranquilizarnos en medio de la invasión de emociones y pensamientos imparables.
—¡Perdón! —Conseguí decir, alzando y sacudiendo los brazos—. Yo... no quería...
Pero se me iban el aire y las palabras. Él se mantuvo callado, pasmado y pensativo. Incluso se llevó la mano a los labios, sin creerlo como yo. Me cubrí la cara para ocultar mi vergüenza, respirando con mucha agitación. ¿Cómo iba a arreglar esto?
Apenas conocía a Áureo, apenas intercambiamos palabras. No sabía sus apellidos, su fecha de cumpleaños, ni conocía la música que le gustaba. Éramos totales extraños, por eso nos habíamos visto ese día; para conocernos mejor, como amigos. Pero en lugar de preguntarle por sus pasatiempos o qué carrera estudiaría, me lancé a besarlo. ¿Qué clase de urgido era?
—No te preo...
—Ya sé que estoy bien pendejo —exclamé, interrumpiéndole y revolviéndome el cabello—. Ya sé que no le voy a gustar a todos los gays que existen.
Afuera comenzaron a caer las primeras gotas de lluvia, grandes y pesadas. Dentro de unos minutos esa lluvia pasaría a ser larga e intensa; no volvería a mi casa con la facilidad que me gustaría.
—Perdón por besarte contra tu voluntad —No podía parar con mis disculpas.
Áureo solo me observó, juntando un poco las cejas y procesando todas mis oraciones. No estaba tan alterado como yo, cosa que no comprendí. Quizás yo era demasiado paranoico y esta experiencia nueva me tenía emocionado en exceso.
Me pegué con el puño en la frente mientras me llamaba estúpido.
—En realidad no...
—No volveré a hacerlo —Lo interrumpí de nuevo—. En serio per...
Pero no me dejó terminar, pues él hizo exactamente lo mismo que yo cuando me tomó de las mejillas y me besó de regreso. Ahogó todas mis disculpas y paró de golpe con mis parloteos. Con tres segundos de un beso quieto y frío, comprobó que mi reciente acción no lo había molestado.
—¿Ya te vas a callar? —dijo en cuanto nos separó, aunque sin soltar mi rostro.
Nos miramos fijamente. Yo me limité a asentir a su pregunta. Mi rostro hervía y mi cuerpo entero temblaba. Si me había sorprendido por mi propia acción, la suya me hizo perder por completo la cabeza.
Áureo me había besado. Nos habíamos besado otra vez. Y yo no tenía ni la más remota idea de qué significaba eso. Tiré un poco del cuello de mi suéter en cuanto él regresó a su posición original, recargado en la pared. Por primera vez sentía que hacía calor en el pueblo.
—Solo es un beso —Les restó importancia a sus actos.
Era probable que de forma indirecta me estuviera diciendo que me relajara y que no tomara muy en serio lo que acababa de pasar. Me dolió pensar en que podría ser cierto, en especial por la importancia que le daba al asunto y lo indiferente que parecía para él. De alguna u otra forma mi egoísmo me orilló a tratar de hacer que también fuera importante para Áureo.
—Es mi primer beso... —confesé. Áureo volteó al instante, asombrado—. Con un chico, quiero decir.
En las fiestas de mis amigos siempre jugábamos a la botella. Tuve que besar a varias chicas durante los juegos y esa era mi única experiencia, aunque no lo aparentara. Mis amigos creían que yo era todo un galán, en especial porque sabían que yo era el crush de muchas de mis compañeras.
Salí con varias creyendo que mis verdaderos intereses eran únicamente una confusión o faceta, pero mis fracasos en las citas rectificaron que yo no estaba hecho para las mujeres. Que si era mamón, poco afectivo o que nunca quería ir más allá de los besos, eran parte de las quejas de estas chicas. Y yo las entendía completamente porque tenían razón.
—Se nota —Áureo sonrió, cabizbajo.
Morí de vergüenza, en especial cuando recordé que de los dos yo era el más inexperto. Sabía que besar a un chico no era tan diferente que besar a una chica, pero sin dudas las sensaciones internas eran incomparables. Y estando enamorado, justo como lo estaba de Áureo, mi poca experiencia en la vida amorosa era un simple y absurdo juego.
—Pero estuvo bien —siguió para que la lluvia no fuese lo único audible en el lugar—. No es algo que no puedas aprender.
Su comentario me hizo recuperar la confianza en mí mismo. Le devolví la sonrisa, busqué su rostro de nuevo para recordar que en esa construcción en obra negra no estaba solo. Justo como días atrás en el receso de la escuela, me dejé llevar por el instinto y mis sentimientos.
—¿Tú podrías enseñarme? —Entrecerré los ojos, mantuve la curva de mis labios.
—¿Qué quieres que te enseñe? —Él también se inclinó un poco hacia mí.
La distancia disminuyó, igual que mi valentía. Áureo se mostraba cada vez más seguro de sí mismo. Me impactaba lo mucho que cambiaba cuando no estábamos en la escuela o cerca de sus bullies. Era más platicador, sincero, profundo y, a mi percepción, también era más atrevido.
—Todo lo que sabes.
Sus ojos resplandecieron, seguramente los míos también. Al contemplar su rostro tan de cerca noté el rubor en sus mejillas, el brillo de su frente y el nerviosismo de sus gestos. No parecía tan alterado como yo, pero era innegable el hecho de que esto le emocionara de igual forma. Tragué saliva, nos seguimos mirando por un segundo más antes de que él decidiera pasear la mano por mi nuca en una suave caricia.
Se me enchinó la piel, mis piernas continuaron temblando en el suelo y mi corazón seguía bombeando como si le hiciera falta oxígeno. No podía retractarme de lo que estábamos por hacer. No después de que mis esfuerzos por conocerlo mejor hubieran resultado.
Fui yo el que se atrevió a juntar nuestros labios de nuevo para acallar todos esos gritos internos que exigían que me apresurara. Cerré los ojos, dejé que el destino decidiera por ambos lo que ocurriría a continuación. Iba a aceptar cualquier cosa mientras fuera buena.
Nuestro beso comenzó igual que los dos primeros, quietos y fríos por el nerviosismo que aún no disminuía. Áureo intentó eliminar la tensión de mi cuerpo acariciándome la mejilla con el pulgar. Traté de relajarme para seguirle el ritmo que quería que lleváramos. Lento y dulce.
Yo no dejaba de exhalar con pesadez ni de apretar los párpados. Quería que esto ocurriera, pero no podía dejar de pensar en la situación incluso estando inmerso en ella.
Estoy besando a alguien. Estoy besando a otro chico. Estoy besando a Áureo.
Y no podía negar lo bien que se sentía pese a ser la primera vez. Su boca tenía un sabor nuevo e indescriptible, atrayente y hasta adictivo. Quise probar más en ese instante porque la ternura no me bastaba, así que me dejé llevar más de lo que hubiese esperado en mí. Me volví un ser irreconocible, aunque no indecente.
Lo rodeé por el cuello con ambos brazos, me pegué más a su cuerpo. Sus rizos me hicieron cosquillas en las orejas, su mano en mi rostro provocó que la temperatura de mi cuerpo aumentara con lentitud.
Poco a poco el beso se intensificó. Ya no solo movíamos nuestros labios o escuchábamos el ligero chasquido de ellos al separarse, sino que saboreamos detenidamente la boca del otro con un delicado atrevimiento. Lo disfrutamos bastante.
Tras un par de intensos minutos donde yo de plano no podría enfriarme, paramos. Los labios me palpitaban; podía sentir la hinchazón. Áureo también parecía estar haciendo un recuento de los daños, pues tiraba de la parte baja de su larga sudadera para esconder la reacción natural de su cuerpo. Lo imité en cuanto me di cuenta de que me enfrentaba las mismas circunstancias, todavía rojo de pena y calentura.
—Nada mal —Fue lo único que dijo.
—Yo tampoco me lo esperaba —admití.
Ni siquiera desperté aquella mañana con la idea de que podría terminar haciendo algo como esto. Sin dudas el día resultó mucho mejor de lo que hubiera esperado, superando con creces todas mis expectativas. Estaba muy feliz, un poco insatisfecho y menos ansioso. Acababa de tener mi primera experiencia gay en el lugar menos pensado del mundo y justo con la persona que quería. Sin malentendidos, incomodidades o tormentos.
—Pensé que solo querías que fuéramos amigos —murmuró, apoyando el puño sobre sus labios.
Dejé escapar una pequeña risa, burlándome de su comentario. Era cierto que al principio deseaba ser su amigo, pero siempre estuvo a la par esa intención de acercarme a él porque me llamaba la atención. Me producía interés genuino y quería llegar a él por el camino amistoso e inofensivo.
Cosa que no sucedió porque nos saltamos de golpe todo el proceso de confianza y amistad para seguir nuestros instintos y nada exteriorizados intereses. Fluyó con una naturalidad impensable que quisimos aprovechar.
—En realidad quería conocerte antes de admitir que... —Me retracté, pues no sentía que fuera el momento correcto.
De nuevo me precipitaba con mis sentimientos, sin medir repercusiones o pensar en los obstáculos. Volví a hacerme pequeño en mi lugar, deseando que no me preguntara por lo que iba a decir. Sin embargo, yo no podía eliminar la curiosidad de la gente, por más que lo deseara.
—¿Eres gay? —Trató de completar.
En realidad, iba a decir que me gustó casi desde el primer momento en que lo vi. Era un chico misterioso, reservado, intimidado y con un secreto que se contaba a voces; obviamente iba a sentir curiosidad.
—Eso yo ya lo sabía desde hace mucho —Volví a recargarme contra la pared—. Y ahora lo sabes tú.
Era el único, de hecho. Nunca me atreví a decírselo a alguien más por culpa de mis excesivas preocupaciones. Tarde o temprano tendría que hablarlo con personas como mis padres, pero no en ese momento. Ellos debían atender otros asuntos que requerían de su preocupación y tiempo y que eran más importantes.
El asunto de las amenazas de muerte, el narco, nuestra seguridad.
Me acordé de que debía escribirle a mi mamá y decirle que estaba bien aún con la lluvia. Interrumpí nuestra conversación solo un minuto para sacar el teléfono y verificar si no me había llamado o mensajeado.
Había unos quince mensajes de ella en mis notificaciones preguntando dónde y cómo estaba. También insistía en saber por qué no contestaba el celular. Mi iPhone nunca sonó en todo el tiempo que estuve con Áureo por culpa de la mala señal telefónica. Tomé un screen para probarle que no existía registro alguno de sus llamadas y se la envié antes de escribirle que me encontraba sano y salvo en la casa de un amigo.
Yo estoy bien, bastante bien. Me hubiera encantado escribirle eso también.
Respondió casi al instante, después de todo su drama, con un sencillo "ok". Añadí que llegaría dentro de una hora por si las dudas.
Aunque los mensajes con mi mamá interrumpieran nuestra charla, estaba agradecido de que al menos no tendría que aceptar en frente de Áureo que me gustaba y que por eso me quería acercar a él, aunque ya lo hubiéramos hecho. Tenía la libertad de comenzar con un tema nuevo que pudiera interesarnos a los dos, pero él se me adelantó.
—¿Cómo supiste que eras gay? —Recargó la cabeza en los ladrillos grisáceos, mantuvo la vista al frente.
Era una pregunta compleja, en especial porque yo no tenía un momento exacto en mi vida que pudiera definir como "el momento". Quizás fue en la pubertad, cuando en las regaderas tras el entrenamiento me distraía viendo el cuerpo de mis compañeros de la misma forma que ellos veían el de las chicas.
O tal vez cuando me ponía nervioso por estar a solas con algún amigo y pensaba en que podría pasar algo tan inesperado como un beso o una confesión que al final jamás ocurría. Y si eso no era suficiente para saberlo, entonces el tiempo que me la pasaba pensando en lo bien que se veía un compañero mientras me daba un vuelco al estómago, sí.
Tenía como trece y la idea me asustaba. Nadie me había hablado nunca de lo que significaba que me gustara otro hombre y por eso pensé que estaba mal. Internet fue mi única fuente de respuestas, como seguramente lo era para muchas otras personas cuando tenían alguna inquietud. Solo bastó con googlear lo que me pasaba y descubrir que no era el único.
No era muy capaz de procesar adecuadamente la información ni de tomar alguna postura madura, pero al menos comenzaba a tener consciencia de que las cosas no estaban tan mal como pronosticaba ni que yo estaba completamente equivocado con mis sentimientos. Incluso me familiaricé lentamente con series o películas que retrataban a chicos como yo, que gustaban de otros chicos mientras iban a colegios con casilleros, salían a fiestas alocadas o tenían problemas consigo mismos.
Pude identificarme varias veces con aquellos personajes, pero no tanto como me hubiera gustado. Yo no vivía en el extranjero, sino en México. Y si bien pertenecía a un escaso porcentaje de personas que podían costearse una buena vida, las experiencias y la gente seguían siendo distintas.
Si yo no podía sentirme completamente representado pese a tener las facilidades de estar en otra parte viviendo como en las series, no quería imaginarme cómo se sentirían Áureo o Hugo. Si es que se detenían a pensar en eso, claro. Hasta para reflexionar no todos tenían el mismo tiempo que yo.
Áureo lo comprendió de inmediato, sin cuestionarme nada. No era una historia de descubrimiento tan complicada como sonaba en mis pensamientos. Porque yo amaba crear dramas de manera inconsciente, sin pensar mucho en que otros la pasaban peor.
—¿Y tú? —Áureo me producía mucha más curiosidad que cualquier otra persona.
Estuvo buscando recuerdos en su memoria durante un rato. Yo me mantuve a la expectativa de sus palabras, creyendo que me esperaba una historia llena de tragedia.
—Me pasó como les pasa a todos con la comida —comenzó—. No sabía que me gustaba hasta que lo probé.
Y se comenzó a reír. A él realmente nunca se le pasó por la mente cuestionar qué era lo que le gustaba hasta que Hugo apareció con su confesión. Antes no sabía qué significaba el tiempo que pasaban juntos, las miradas que mantenían ni la tensión que siempre se sentía en el ambiente. Pero ese otro sujeto se lo explicó con sus acciones, que fueron bien correspondidas después de una larga meditación e investigación.
Fue más fácil para él aceptarse, que aceptar las circunstancias en las que viviría por el resto de su vida si se quedaba en aquel pueblo que jamás entendería el significado de sus sentimientos.
—¿Se lo has contado a alguien más? —pregunté con cierto temor.
Asintió. Si bien su caso con Hugo era uno de los rumores más populares de la escuela, casi nadie había confirmado del propio Áureo cuál era la verdad tras ese incidente ni lo que él era. Lo asumían y para él eso era suficiente.
—A Joana, a sus amigas, a ti —Hacía el conteo mental, mirando hacia el techo—. A mi mamá.
Una vez más, Áureo me sorprendió con sus palabras.
—¿A tu mamá? —Mis gestos parecieron decirle que había cometido un error.
Su mamá era la persona a la que más confianza le tenía en el mundo. Podía contarle cualquier cosa sin temor a ser juzgado ni reprendido. Ella hacía todo lo posible por entenderlo encima de sus prejuicios y por eso la amaba. Fue justamente su mamá la que le ayudó a reflexionar sobre quién era y la que le brindó la confianza suficiente para mantener el secreto entre ambos. Ni su papá ni su hermano tenían que saberlo o podría ser doloroso para él.
Le tuve envidia. Mucha. Hasta el rostro se me enrojeció, aunque no hiciera ninguna mueca que me delatara.
Yo no era cercano a ninguno de mis padres, incluso bajo las circunstancias en las que nos encontrábamos. No tenían tiempo para mí porque siempre había algo que se necesitara organizar, arreglar, comprar o visitar. Y yo estaba bien con eso.
A veces bromeaba en mi imaginación con que Rafaela era mi verdadera madre y Juan, el chofer que me llevaba al colegio, a los entrenamientos, o a mis salidas con amigos, mi papá. Pasaban más tiempo conmigo y eran mucho más amables y afectivos. Nunca me sentí culpable por haberle quitado a otros niños a sus padres para que me cuidaran a mí. Pero ahora que ya no estaba con ellos, deseaba que en serio pudieran aprovechar bien el tiempo con sus hijos.
Ya no tenían que limpiar mis desastres ni llevarme a ningún lado. Mi papá era el único en la casa y seguramente llegaba bien entrada la noche. Todavía tenía el pendiente sobre mi perro, pero a veces Rafaela le tomaba fotos cuando lo sacaba a pasear y me las enviaba cuando yo todavía seguía dormido.
A todo esto, yo confiaba más en Rafaela o Juan que en mi propia madre incluso cuando en el presente compartíamos habitación. No podía entender por qué tuvieron que pasar estas amenazas para que ella decidiera fijarse en mi existencia. Yo llevaba más de la mitad de mi vida acostumbrado a no necesitarla y que las cosas cambiaran tanto me resultó incómodo. Por eso me quedaba en cama, por eso me rehusaba a hablar.
Tenía que admitir que también admiraba la cercanía de Áureo con su mamá. Yo no estaba ni cerca de atreverme a superar mis miedos para decirle a la mía lo que me pasaba. Y claro, no dejaba de creer que tampoco lo entendería. Quizás, si hubiera sido una madre común, habría notado y sabido desde hace mucho tiempo quién era su propio hijo sin que yo tuviera que explicárselo.
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