Capítulo 10
Abandonaron mi casa justo después de contarme el chisme que más curiosidad me causaba, pues escuchamos un trueno a lo lejos, notamos que el viento incrementó y que en el ambiente ya se respiraba la humedad de la tierra. No querían que les agarrara la lluvia como la última vez que todos salimos al cerro.
Los despedí desde la cama, pues no tenía ni una pizca de ganas por acompañarlos hasta la puerta. Para eso estaban mi mamá o mi tía. Les dije que los vería en la escuela, como siempre, y les pedí que no le contaran nada a Joel sobre nuestra conversación. De lo contrario, yo delataría que me visitaron en secreto porque a veces se hartaban de él. Fue una negociación muy conveniente para todos, así que, sin más impedimentos, partieron.
Tras volver a mi acostumbrado silencio, me di cuenta de que pasaba mucho tiempo a solas cuando estaba en casa, encerrado en la habitación. Tenía tiempo de sobra, el internet apestaba y mis supuestos amigos me invitaban más a salir de lo que me visitaban. Mi tiempo siempre era mal aprovechado para pensar de más, cosa que jamás había hecho hasta mi mudanza a aquel pueblo. Pero al menos me volví más consciente de un montón de cosas que en la ciudad no notaba.
Como, por ejemplo, que le importaba a mi mamá. O que podía gustarme alguien en el lugar menos esperado del mundo.
Sin embargo, mis propias reflexiones también me hicieron ver todos los beneficios que yo tenía al vivir en la zona más urbanizada del país y que en este otro sitio no existían. Como, por ejemplo, no sufrir de tantos señalamientos únicamente por ser yo. Tenía miedo de hablar sobre ello con mi familia, sí, pero estaba casi seguro de que no me iba a enfrentar a las mismas cosas negativas por las que seguramente Áureo pasó.
A mí no me esperaban golpizas, amenazas ni insultos constantes. ¿Desaprobación? Tal vez, aunque no de todos a mi alrededor. Porque el mundo estaba cambiando, pero no de forma pareja.
Me dejé caer en la almohada, ignorando casi hasta mi existencia. Mantuve el brazo lastimado sobre mi pecho y el otro a un costado. La cobija permaneció a medio estómago para calentarme únicamente los pies.
Repasé lentamente la breve historia de Edwin y Omar para que terminara de entrarme en la cabeza. Me inquietó con creces todo lo que mencionaron, no solo por la gravedad del tema, sino por desconocer cuál era la verdad. No quería creerles. Principalmente porque ellos tampoco estuvieron ahí y se limitaron a creer en Joel.
Había detalles que coincidían con la historia de mi prima, como el acoso y un chico llamado Hugo que se fue poco antes de que yo llegara en su reemplazo.
Reemplazo...
No quería llamarme ni sentirme así, pero incluso terminé metido en el mismo círculo de amigos que él. Cobró un poco de sentido que esos chicos tan problemáticos fueran los primeros en hablarme sin trabas, pues acababan de pasar por una ausencia importante como lo era la de su pobre amigo acosado.
A pesar de que conocía a Áureo muy poco, lo creía incapaz de hostigar a alguien por sus propios intereses. Era demasiado retraído como para atreverse, estaba seguro. Porque incluso estando a solas conmigo nunca se comportó mal ni invadió mi espacio. Más bien, yo invadí el suyo y le arrebaté parte de su poca tranquilidad aún por encima del acoso escolar que él realmente sí enfrentaba.
El sábado en la mañana —luego de terminar con mis escasos dos días de asistencia a la escuela—, desperté al mismo tiempo que mi mamá. Ella se quedó varios minutos sentada, de espaldas a mí, observando en total calma hacia las cortinas entreabiertas y lo que se proyectaba detrás de ellas.
Yo apenas la miré, un poco atontado por el sueño que aún no desaparecía. Seguía debatiéndome entre seguir dormido o levantarme temprano por primera vez en semanas y hacer algo con mi vida, tan limitada en aquel lugar.
Un pequeño movimiento para acomodarme mejor en el colchón causó que mi madre volteara hacia mí, seria. Fijamos los ojos en el otro solo por un instante, pues yo volví a cerrarlos para quedarme dormido otra vez. Lo había decidido en ese preciso instante.
De repente, sentí su mano sobre mi hombro, agitándome con un poco de brusquedad. Junté las cejas, tensé los labios y dejé escapar una queja ligera.
—Ya vi que estás despierto —habló en voz baja—. Levántate.
Tomé las cobijas y me cubrí la cara antes de tratar de voltearme en dirección opuesta. Sentí que tiraba de ellas en dirección contraria; mi mamá deseaba evitar que cerrara los ojos otra vez quitándomelas de encima. Una súbita molestia se manifestó en mis adentros.
—Déjame en paz. —exclamé con más brusquedad de la que debí, quitándome su mano de encima.
Paró justo en ese momento, tal y como se lo pedí. Dejé escapar el aire en un pesado suspiro, todavía con las mejillas rojas, los puños apretados y una pequeña sensación de culpa en el pecho. Me daba más en el orgullo admitir casi en el instante que no era mi intención sonar tan grosero. Dejé que a mis palabras se las comiera la afonía que siempre estaba en medio de los dos, separándonos más de lo que ella deseaba.
—¿Por qué siempre me tratas así? —preguntó en un susurro.
La presión sobre mi pecho se intensificó. Bastó solo esa pequeña interrogante para replantearme toda mi existencia. Comenzaba el día con el pie izquierdo y era demasiado temprano.
Traté de no hacerme un lío mental. Solo quería descansar, estar tranquilo como cuando no nos hablábamos.
Era mejor cuando se iba todo el día a comprar con sus amigas.
Porque me dejaba solo y en paz, en mis cosas. Mi vida le interesaba muy poco y eso estaba excelente, en comparación con la actualidad. Aquella presencia tan cercana y repentina hacia mí no me agradaba ni un poco por la falta de costumbre. Nuestra relación era terrible, por eso estar siempre lejos el uno del otro apaciguaba las tensiones. Pero como en ese momento compartíamos habitación y hasta cama, estábamos obligados a convivir.
Me hubiera encantado echarle en cara que le hablaba de esa manera porque ella también solía responderme así cuando, de niño, quería que me hiciera caso por encima de sus inexistentes responsabilidades. Si de alguien heredé el ser rencoroso, justamente fue de ella.
—Porque no me dejas dormir —bajé la voz, portándome lo más sereno posible.
Pero no iba a poder recuperar el sueño, de cualquier modo. Se esfumó casi en el instante en que me enojé por sus jalones de cobijas. Ya solo me quedaba fingir que dormiría por los minutos siguientes, invadido de coraje y orgullo.
Ella salió de la habitación, no sin antes decirme con cierto tono autoritario que me levantara en diez minutos para desayunar con los demás. Yo no dije nada, ni siquiera me moví.
Una vez que me quedé solo y descubrí que no podría dormir de nuevo, me quité las cobijas de la cara y me alcé un poco en la comodidad de mi sitio para alcanzar el celular en el buró. Al tantear un poco a ciegas, golpeé el bote de yogurt con lavandas varias veces, provocando que las plantas, ya secas, dejaran caer pequeñas flores y hojas sobre mi brazo.
Desconecté el celular del cargador y lo desbloqueé para revisar si había algo nuevo entre mis notificaciones. Eliminé las menos importantes, como promociones de Amazon que me interesarían si tan solo pudieran hacer envíos a sitios en medio de la nada.
Terminé muy rápido con eso, pues no tenía redes sociales que me distrajeran. Fui directo a los mensajes. Más saludos qué archivar de chicas que no conocía, menos conversaciones importantes. O eso pensé hasta que vi que, a las dos y media de la madrugada, Áureo me mandó el mensaje que tanto esperaba. Sabía que era él porque tenía como foto de perfil una de las cabras con las que yo conviví en su terreno. El impacto y los nervios me hicieron tirar el celular de repente, como si hubiese saltado un screamer en la pantalla.
Me dejé caer en la cama nuevamente, lastimándome un poco el brazo por la brusquedad. Igual que el jueves anterior, rodé en la cama, rojo de pena. Ni siquiera leí lo que mandó, pero imaginé decenas de posibilidades interesantes. "Hay que vernos", "Ven a mi casa", "Acepto ser tu amigo".
Sin pensármelo dos veces, abrí el chat. El corazón no dejaba de latirme con fuerza y mi respiración tampoco podía calmarse. Grande fue mi decepción cuando, al querer leer su mensaje, descubrí que solo había mandado un punto. Un punto. Cero palabras o emojis. Un simple e insignificante punto.
¿Cómo carajos respondo a eso?
Todas mis fantasías se cayeron al suelo. De nuevo me invadió la angustia y la inseguridad. Hundí la cara en la almohada, solté una pequeña exclamación, golpeé el colchón con el puño un par de veces al no saber qué hacer. ¿Acaso me invitaba a que yo iniciara la conversación? ¿O solo me mandó ese punto para que registrara su número también? Si me atrevía a escribirle, podía quedar en ridículo por mis excesivas suposiciones y era lo que menos quería.
Pero si no aceptaba el sacrificio de pasar por alguna vergüenza, no iba a llegar a ninguna parte. Después de calmarme, tomé el celular nuevamente. Vi con detenimiento ese mensaje tan intimidante, recuperando el aliento. Junté un poco las cejas, sostuve el dispositivo con ambas manos y, sin detenerme tanto en que algo podría salir mal, escribí lo primero que se me vino a la cabeza:
"¿Puedo pasar por mi suéter hoy?"
De este modo obtenía varias cosas buenas como, por ejemplo, mi suéter, confirmar que no se equivocó de número y, principalmente, la posibilidad de verlo. No me despegué de la pantalla por el rato siguiente, esperanzado de que respondiera rápido. Pasados ya tres minutos que se sintieron como una eternidad, bajé ambas manos, rodé por la cama unas cuantas veces y me relajé.
Fue entonces cuando la notificación sonó, acompañada de un flash parpadeante. Me lancé nuevamente al celular y leí a toda velocidad su respuesta. Sonreí de oreja a oreja, sin poder controlar mi instantánea felicidad. Áureo dijo que sí, que podíamos vernos para eso. El chico añadió muy en breves que nos encontráramos justo en el mismo sitio que la primera vez que cruzamos palabra; por donde crecían los grandes matorrales de lavandas silvestres.
Era un buen punto de referencia, ya que ninguno sabía dónde vivía el otro. Quedamos de vernos dentro de dos horas, justo al mediodía.
Desayuné con mi familia y estuve casi todo el rato al pendiente del teléfono por si Áureo mandaba más mensajes, aguardando también con impaciencia a que llegara la hora de encontrarnos. Incluso cuando creí haber recibido una notificación en la mesa y revisé el celular, mis tíos hicieron el típico comentario de que seguramente me mensajeaba con la novia y por eso andaba tan sonriente.
Me reí por obligación para no causar ningún tipo de silencio incómodo ni comportarme como un mamón. Ya al final del almuerzo, cuando iba a dejar mi plato a la cocina, me crucé con mi mamá y le avisé que saldría con uno de los chicos que vino días atrás. Ella se negó al principio, alegando preocupación por mí. No quería que el incidente de la semana anterior se repitiera y terminara lastimado otra vez.
Traté de tranquilizarla diciendo que no me pondría bajo ningún riesgo y que andaría muy cerca de la casa. Que me llevaría el celular y que le llamaría si ocurría algo, aunque la señal estuviera del asco. Tampoco estimaba tardar demasiado porque solo iría por mi suéter.
Finalmente, cuando la hora estuvo demasiado cerca, salí corriendo hacia el cerro, sin despedirme de nadie. La emoción y las ganas de verle a solas eran muy fuertes. Subí unos cuántos metros por la calle y más pronto que tarde seguí el camino de tierra que ya empezaba a saberme de memoria.
Mientras andaba, revisé el celular en repetidas ocasiones. Iba varios minutos adelantado a la hora de encuentro, seguramente por la prisa y la creencia de que, si yo me apresuraba, él también lo haría o incluso ya aguardaba por mí.
Cuando me hallé bastante cerca de aquel matorral que Áureo olió en el pasado, noté que él aún no llegaba y que me tocaría esperar por aproximadamente quince minutos, eso mientras el otro fuera un chico muy puntual.
Me senté en la tierra con bastante cuidado, junto a las lavandas. Crucé las piernas y aguardé. El silencio del bosque fue en verdad relajante y el sol que apareció aquella mañana, una inmensa ayuda para que el frío se fuera de mi cuerpo.
Así pues, faltando tan solo dos minutos para que dieran las doce en punto, Áureo apareció a lo lejos, caminando con lentitud. Saludó apenas con un movimiento de mano, sin cambiar la seriedad de su expresión. Yo me levanté casi de golpe, sacudiéndome la tierra del trasero y las piernas. Sonreí un poco para disimular mi emoción; le dije hola en un murmullo.
Nos quedamos de pie, uno frente a otro, callados. Evadimos la mirada por un corto instante antes de que él decidiera sacar mi suéter de su morral de lana café. Me lo tendió con una mano, queriendo que lo tomara cuanto antes. Yo se lo recibí con un agradecimiento sincero, especialmente porque ya no estaba lleno de lodo y plantas.
Luego recordé que ese suéter debía lavarse de forma especial. La Señora Rafaela era la única que sabía cómo no estropearlo. Era muy probable que esa prenda ya estuviera perdida para siempre, pero aprecié mucho su gesto. Ya me compraría otro después.
—De nada —Retrocedió un paso, muy dispuesto a regresar por el mismo camino.
Yo no lo había esperado en la tierra húmeda por quince minutos para que nuestra reunión solo durara unos pocos segundos. Quería pasar más tiempo con él, aprovechar la oportunidad de estar solos y fuera de la escuela para conocernos, para ser amigos, justo como él accedió.
Lo detuve a tiempo, mencionando su nombre por primera vez.
—Áureo... —El chico volteó casi al instante, prestándome atención. Oculté un poco el rostro, viendo hacia el matorral de lavandas junto a mí—. ¿No quieres hacer otra cosa? No sé, ir a platicar a algún lado.
No contestó de inmediato. Igual que yo, miró en otra dirección. Se rascó la nuca y tensó un poco los labios. Su indecisión causó cierta desesperación en mí, así que volví a tomar la palabra tan solo diez segundos después.
—Pues ya estamos aquí, ¿no? —Alcé los hombros, busqué su mirada para que el ambiente se sintiera menos pesado.
—Bueno... —accedió en voz baja—. ¿Pero a dónde vamos?
Lo hubiera invitado a mi casa si tan solo no estuviera toda mi familia, en especial Talía, que conocía los rumores sobre Áureo. Temía que sacara conclusiones muy rápido, creara en su mente otro chisme como los que ya circulaban y nos metiera en un problema. Y como era sábado, seguramente otros miembros de su familia también estarían en su casa.
No tuve que pensarlo demasiado. Podíamos tener privacidad suficiente en aquel terreno de su familia donde abundaban las lavandas y a donde nadie iba porque era propiedad privada. Se lo comenté con cierta pena, pues no quería sonar a que yo mismo me invitaba a su propio espacio.
Alzó un poco las cejas, asintió ligeramente.
—Está bien —comentó a la brevedad—. Vamos.
Seguimos el camino de tierra por un buen rato, yo por detrás, observando con curiosidad a mis alrededores. Muchos árboles frondosos, muchas plantas coloridas que en la ciudad no se verían más que en lujosos jardines. De fondo el sonido de los pájaros, las ramas meciéndose, y a Áureo explicando en pocas palabras el camino que estábamos tomando. Me gustaba su voz tan tranquila, uniforme y un poco grave. Hacía un juego excelente con el entorno.
Le presté atención durante todo el trayecto. Observé sus puntos de referencia, como un tronco caído, piedras enormes con formas específicas, manchas rojas en los árboles. Pronto dejamos atrás el camino que tanto me sugerían no perder de vista. Me pegué un poco más a él para evitar perderlo y con ello, perderme.
—¿Ya estamos cerca? —pregunté, mirando hacia mi espalda. Ya no tenía ni idea de dónde estábamos.
Áureo asintió, confiado.
—En cuanto empieces a percibir el fuerte aroma a lavanda, por ahí es —Estaba seguro de eso.
Caminamos solo unos metros más. Yo miraba hacia otra parte justo cuando él se detuvo de golpe. Se giró un poco para hablar conmigo, pero no pudo decir nada porque justo choqué con la parte lateral de su cuerpo. Áureo alcanzó a sostenerme ágilmente por los hombros y a plantar firmemente sus pies sobre la tierra, impidiendo que los dos cayéramos cuesta abajo por la pérdida de equilibrio.
—Creí que habías entendido lo peligroso que es caerte en una bajada así —Me llamó la atención.
Observó mi brazo, todavía vendado. Encogido de hombros, me disculpé por mi descuido. Incluso sentí el ardor en las mejillas, producto de la vergüenza.
Antes de soltarme para que siguiéramos caminando, me dio un pequeño coscorrón en la cabeza, curvando muy poco los labios. El gesto más inesperado del mundo. Mi rostro no pudo contener la sorpresa. El pecho me ardió, mis mejillas estuvieron cerca de explotar, las piernas me temblaron de forma incontrolable.
—Solo estate atento al camino, güero —dijo ya más relajado antes de dar media vuelta y seguir por delante de mí.
Le obedecí en silencio, por encima de mis emociones. Me gustaba la forma en la que hablaba, sobre todo cuando solo estábamos nosotros dos porque parecía un poco menos vacilante. Aunque, en realidad, todo en él me gustaba. Su apariencia, su actitud, su inteligencia. Era misterioso, pero no muy cerrado. De pocas palabras, pero frases atrapantes. Y con un rostro tal vez muy oculto por sus inseguridades, pero lo suficientemente guapo para llenar mis expectativas.
Por los siguientes dos minutos le admiré de cerca y en silencio, pero atento al camino también. Una vez más se detuvo, pero hizo una seña previa con la mano para evitar otro tropiezo. Por esta ocasión me quedé de pie a su lado, aguardando por sus siguientes comentarios.
—Presta atención al aroma —Alzó el índice junto a su cara, cerró los ojos e inhaló con profundidad.
Lo imité, creyendo que con sus movimientos me pedía hacer lo mismo. Justo como él comentó un rato atrás, el aroma a lavanda se hizo presente. Un aroma fuerte, fresco y embriagante, como mis sentimientos por él.
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