Capítulo 5

Viernes en la tarde... el tedio amenazaba seriamente a Lucía. Fue necesario un minuto para cambiar su alterado estado de ánimo que le dificultaba pensar con prudencia. El celular fue la solución. Un cerebro vegetante que tiene la capacidad de acercar clamores. Los milagros de la tecnología.

—Hola, mamá, te extrañaba. ¿Cómo estás?

Expresó con el fervor del amor en los labios. Al otro lado, una voz anciana con la piel de la tonalidad reseca, pero con la nitidez que le proporcionaba la alegría dio su respuesta, y a la vez, concluyó con la misma pregunta de Lucía.

—Estoy bien, aunque un poco cansada, pero no te preocupes, mamá, sólo será un día más, viajaré el domingo en la mañana. ¿Está bien? Sabes que no me agrada para nada dejarte sola un fin de semana. No puedo soportarlo, pero el trabajo ahora está creciendo y no tiene intención de detenerse. ¿Sabes?... —detiene la conversación por unos segundos, que reanuda luego de ingerir un bocado de aire robado al viento—, a veces pienso que me extralimité al aceptar tanto compromiso social. Este tipo de sacrificio me aturde. Me habría bastado con ser abogada y atender casos sin fondo político. Y lo mejor, estaría cerca de ti para que compartiéramos más tiempo juntas. ¿Sabes lo que he aprendido de la política? Es una selva con demasiados caciques que se acuerda casualmente de sus indios... Ya sabes a que me refiero. No te rías, mamá.

Del otro lado de la línea, Leonor se adaptaba a la conversación de su hija con aire de nobleza y un espasmo de felicidad abrumadora, que el rostro le quedaba pequeño para reflejar el efecto de las palabras persuasivas y amorosas, enmarañando una leve sonrisa entre los onerosos pliegues de los años, algunos demarcados suavemente, pero otros, ramificados con la textura de un sufrimiento no olvidado. La ausencia del amor de su esposo era parte de esa marca.

—El sacrificio —dijo sabiamente Leonor—, no es algo majestuoso a menos de que valga la pena. Si le preguntaras a Dios, te diría lo mismo. Pero lo que sin duda no debes olvidar es lo que decía tu padre:

«Más vale un beso a tiempo que un sacrificio en vano para deber el beso».

Sonrieron añorando aquellas sabias palabras que se convirtieron en voces fantasmas.

—Una terrible enfermedad se lo llevó —prosiguió Leonor—, pero siempre tuvimos sus besos a tiempo. Jamás gastó el tiempo en vano con sacrificios innecesarios; ni siquiera el día de su muerte.

Un leve sollozo pareció escucharse.

—No te pongas nostálgica, mamá, eres sabia, tanto como lo fue papá. Somos afortunadas por tener todavía tus enseñanzas y tus ganas de vivir.

—Parte de ellas se marcharon con él. Mi entusiasmo ya no es el mismo cuando hay un agujero en el corazón que no lo tapa nada y que no cesa de martirizar; tú y tu hermana son el motivo real para que no desfallezca. Pero tú, mi pequeña, tienes la entereza de tu padre; así que... no te preocupes por nada, tómate el tiempo que necesites que todo estará bien. Te estaré esperando sin afanes. Ahora que lo recuerdo tu hermana vendrá de visita. Cuento con la gran fortuna de su compañía por unos días, por lo que no estaré sola. Recuerda que te amo... ¡Ah!, y procura no quedarte hasta tarde en la oficina. Los espantos políticos deben ser horrorosos.

—No seas chistosa mamá, te confieso, que les temo más a los políticos de carne y hueso, esos espantan antes y después de su muerte. —Leonor sonrió burlonamente dándole a entender que formaba parte de la última lista.

—No te rías, mamá; ya sé que soy una de ellos. Pero sabes perfectamente, que no tengo las características ni las agallas para espantar a nadie. Y sabes que soy buena para hacer amigos, los espantos, no.

Un breve silencio bastó para recordar que igual era buena para hacer enemigos, ya había algunos en el Congreso.

—Y hablando de política, ¿cómo está mi Política? —se refería a la french poodle, su mascota—. Alcanzo a escucharla, mamá. ¡Parece histérica!

—Ha ladrado como una loca todo el día. Al parecer, su olfato identifica los viernes porque ladra más que de costumbre; ya sabes, inicia la celebración de tu llegada horas antes y no termina hasta que llegas. Creo que le quedó perfecto el nombre que le diste. Pero hoy, le tocará aguantarse. Un día más no creo que la infarte.

—Le llevaré una galleta doble.

—Eso debe ser lo que extraña —lo dijo en tono socarrón—. Creo que de ahora en adelante usaré la misma estrategia; quizá se te enrede algo entre las manos para mí.

—Estás de buen humor, mamá; eso me alegra, guarda un poco para mi regreso. Bueno... Dame la bendición que me hace falta.

Lucía se santiguó cuando el humo benevolente de una bendición humedecida de alivio y felicidad, la de su madre, surcaba el espacio a través de las neuronas de la tecnología. El santo remedio para dormitar placenteramente. Su madre se despidió con el sagrado recordatorio del amor.

—También te amo, mamá. Dios te proteja. Salúdame a Karen cuando hables con ella.

El diálogo con su hija fue suficiente para fortalecer el espíritu y continuar a la espera de verla pronto, ante sus ajados años. Para Lucía, escuchar a su madre, le significó el doble de fortaleza con la que podía encarar los compromisos del gobierno. Doña Leonor contaba con cerca de sesenta y cinco años, y una salud caprichosa que se afectaba o mejoraba con la ausencia o presencia de su hija. La razón desalentadora por la que a ella le preocupaba postergar un viaje, así fuera por unas cuantas horas del mismo día. No ocurría lo mismo con Karen —su hija mayor—, cuando ya se había acostumbrado a su ausencia desde el matrimonio. La muerte de su esposo Lorenzo, dieciséis años atrás, Le dejó el corazón arrítmico que entonaba canciones en bradicardia o taquicardia, deslumbrado por las emociones de dolor alojadas en su espíritu. Se esmeraba por mantenerlo saludable con solamente escuchar las voces de sus hijas, y procuraba no desbordarlo en emociones cuando era complacida con su presencia.

Era consciente de que la prolongación de una arritmia, culminaría en el albor de la muerte. Irradiaba energía por ellas que se habían convertido en sus latidos, especialmente Lucía, cuando su hija mayor, por causa inevitable del enamoramiento, deshizo en burbujas de aire el acostumbrado vínculo maternal con la facilidad con que el gusano de seda se despoja del capullo, para vivir la independencia atrapada en el amor.

Leonor era una mujer de piel blanca y ojos amarillosos que daban la impresión de estar aceitados de trementina. Aquellos colores que enamoraron a Lorenzo, para armonizar con su piel morena suave y sus ojos color marrón. La sinfonía que consideró perfecta para las características de sus dos hijas. Una frondosidad de canas por la avalancha del tiempo y sus sinsabores, ocultaban vestigios de lo que alguna vez fue una exuberante cabellera con pinceladas de oscuridad. De alma sensible tejida con hebras voluntariosas de aura y paz, y empaquetadas en una estructura de roble que ya había experimentado algunos sucesos trágicos de la vida desde el transcurrir de sus primeros años, con la sístole y la diástole armonizando los toques de un tambor sobrenatural. Las casi siete décadas de su cuerpo con seis tribulaciones, una por cada década, evidenciaban menos pesadumbres que otras mujeres de menor edad. Su vía crucis comenzó desde la primera década de vida con la pérdida de su hermano menor Heriberto, a causa de un tumor en la cabeza; en la segunda década, la muerte inesperada y natural de su madre Isabel, la obligó a cargar la cruz del tormento al sentirse prematuramente arrancada del útero del amor; en la tercera década, la muerte fetal de su primer hijo, le causó una severa conmoción que sintió por largo tiempo su corazón dopado de escalofrío; en la cuarta década, fue la muerte accidental de su sobrino Eladio, hijo de su hermana Antonia —la menor—, lo que le produjo un desvarío emocional al imaginarlo propio; en la quinta década, el dolor por el fallecimiento de su esposo la dejó suspendida en un trance de inexistencia, a la espera de que las manos largas de la muerte recuperaran su cuerpo hacia el olvido; la sexta década, aullaría aterradora como una onda explosiva en su conciencia con la marca registrada del secuestro. Era un evento por pasar.

De todas las tribulaciones ocurridas, la mortificación más relevante siempre la consideró la pérdida de su amado esposo Lorenzo, lejos de imaginar que otro flagelo aún no padecido, el de la sexta década, pudiera ser peor de mortificante. Las dolencias corporales eran mínimas con el tic tac del reloj recordando cada día el medicamento para la presión. Pero la fortaleza estaba allí, gozando de buena salud y rejuvenecida en sus ansias de vivir con la sana intención de disfrutar en el futuro cercano de los nietos tan ansiados por su esposo, que ahora con su ausencia, eran doblemente ansiados por ella. Lo que menos quería, era convertirse en una viejecilla sola y enferma ajusticiada por el calvario y conviviendo con una ringlera de gatos o de perros.

Más que la necesidad de amor, no hay nada como el capricho por un pedazo de tierra, aquella que nos vio nacer y que nos hace suspirar, con la idea perpetua de habitar en su memoria hasta que la hora del llamado celestial toque en los confines del alma.

Para doña Leonor, ninguna maravilla la alejaría de su preciado terruño, donde junto a su esposo, vieron crecer a sus dos hijas; un caserón enorme con un historial sagrado de varias generaciones ubicado en el barrio Laureles, a un costado de la ciudad de la «Eterna Primavera», la gloriosa y pujante Medellín de siempre. Comenzó siendo una casa hecha de tapia que su esposo heredó de sus padres, con un solar en la parte trasera que tenía sembrados: un árbol de naranjo, un árbol de guayaba fresa, un limonero, una variedad de macetas con cultivos de cebolla en rama y tomates cherry para el gasto, y cercando el muro, un agraciado cultivo de plantas medicinales y aromáticas: tomillo, romero, toronjil, ruda, perejil, menta y orégano, que extasiaban las emociones purificándolas de cualquier malestar y embelesaban los rincones de la casa. Contaba con dos patios aireados por donde volaba parte del incienso medicinal, y un enorme jardín interno laureado con una colección de anturios, que se habían convertido en una esplendorosa joya botánica, a los que les acicalaba las acorazonadas alas coloridas donde relumbraba el vistoso metal de su hombría. Con la faena del tiempo, se multiplicaron en una variedad de flores, de espata: amarilla, roja, verde, azul, naranja, rosa, violeta y otros, armonizando con el jaspeado de los espádices en un concierto de: colores, mezclas y brillos, para reparar las aflicciones del espíritu y fabricar nuevas emociones para el alma. Una hazaña difícil de lograr cuando su amor carnoso y cítrico perdió la mitad de su endocarpio, quedando desprovista la desnudez de una media naranja, que Lorenzo se complació en cuidar con la prudencia que toda flor humana necesita. Leonor, Karen y Lucía sintieron el hervor y la fatiga emocional con que podó las imperfecciones de su entrega. Las distintas estancias de la casa y el recibidor ornamentado con bifloras agrupadas en vistosas inflorescencias, radiaban con un toque de frescura y color que parecía inexplicable.

Después de la muerte de Lorenzo, Leonor no perdió la costumbre de regar las plantas dos veces a la semana con agua, y al menos una vez más, con agua de cocer verduras; pero con amor, todos los días. Lucía la ayudaba en esta tarea los fines de semana a su regreso de la capital. Sentía una gran admiración por los anturios, especialmente por el anturio negro que su padre le obsequió a su madre un día cualquiera, y que resplandecía entre todos con una felicidad hecha tristeza; tenía la espata de un color litúrgico morado y el espádice de color negro, del más negro que pudiera existir.

«La muerte debió acariciarlo hondamente —decía Lorenzo— que jamás pudo reponerse de su pena, por lo que le toca nacer y vivir en penitencia».

A veces lo relacionaba con el recuerdo de su padre. Con los años, la casa de tapia fue mudando sus partes sin perder el encanto de su arquitectura original.

Levantarse temprano cada día antes de las seis para saborear la primera luz virginal del alba, se había convertido en costumbre; igual que preparar un exquisito chocolate con canela y moler el maíz blanco hidratado y cocido para preparar las arepas de maíz con queso, algo que jamás dejaría de hacer por más que las facilidades de las épocas venideras, así lo insinuaran. Leonor disfrutaba de hacerlo, especialmente los lunes, cuando Lucía viajaba hacia la capital para emprender su jornada de trabajo. En el bolso de mano no faltaban las arepas bien empacadas para la semana. Otra parte del tiempo la invertía en las actividades de la tercera edad, la eucaristía de cada día, las caminatas con Política, los canales de entretenimiento o las series de comedias de la televisión para evitar el quebrantamiento esporádico de su corazón, y las llamadas telefónicas de sus hijas. Algo de tiempo quedaba para platicar con las vecinas, aunque no era demasiado amante de los comentarios. Estaba cerca el día que, con todo el tiempo disponible, no tuviera tiempo...

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