Capítulo 48

Mientras, la patria emancipada, unida en hermandad, reclamaba desde los cientos de municipios aquella paz extraviada y la libertad herida con cientos, miles, millones de mensajes suplicando la entrega de cada guerrillero tras deponer las armas, la evangelización del padre Élfar, que no se había detenido desde su intento por ocultar el embarazo de Lucía, daba jugosos frutos con la ayuda de Thomás, su leal discípulo. Pero ahora contaba con muchos otros seguidores.

Colombia, en toda su extensión, en cuestión de minutos y bajo un despliegue de seguridad inimaginable, se convirtió en un río blanco de facinerosos caminantes por la paz, ante el llamado público de Lucía y el apoyo de la bancada de mujeres políticas con Nairobi y Débora a la cabeza que, emancipados en un único grito de: «muerte al secuestro para recuperar la libertad», el eco con alma, cobraba vida y se esparcía con las alas de la fe y la intención positiva de millones de creyentes del amor, de la libertad y de Dios, que aquellos incrédulos, aquellos, sometidos y los que aún permanecían en cautiverio, sintieron el eco hecho verbo por las bocas de toda una nación, cuando la fuerza de su melodía elevada a la enésima potencia, como la plaga que costó la vida de todos los primogénitos de Egipto, tocó los corazones de cientos de guerrilleros en cada campamento enclaustrado en la inmensidad de la selva, acorralados en una ideología traicionada por los comandantes de la cúpula del ERAL.

Fue así, que tras la notable debilidad de su imperio y el sufrimiento padecido soportando una vida que no tenía significado, sus cerebros lavados con el mágico detergente de la sumisión, experimentaron a través de las pantallas de la televisión la necesidad insaciable de sentirse diferentes, de sentirse libres. Era una infamia asegurar de que todos eran enemigos conviviendo y compartiendo angustias.

Jueves 22 de julio de 2004. Por orden del comandante Alejo Sonegal, segundo dirigente en la cúpula del ERAL, gran parte de los revoltosos habían viajado temprano en la mañana a una misión al sur del país con detalles que sólo conocían los comandantes. En tanto que, ellos, se congregaron secretamente para debatir sobre el destino del movimiento y el nombramiento de la nueva cúpula de mando. Un puñado de treinta hombres había quedado en el campamento bajo las órdenes del nuevo líder Vladimir. Algunos, entre ellos el líder, departían boquiabiertos la noticia de última hora, con ideas mudas en un silencio póstumo al frente del televisor ya traqueteado, que maldecían con la técnica del golpeteo para que la señal no se perdiera. Sin saberlo, estaban condenados por el furor asombroso con que los noticieros transmitían la jornada de paz, con motivo de haberse cumplido un año de la liberación de la congresista Lucía Cadenas, del policía Haider y de los militares Narciso y Justiniano. Era una fiesta nacional que artistas y razas celebraban, concordando corazones, risas y pensamientos con la firme intención de sincronizar sus peticiones para que el resto de los rehenes fueran liberados.

Aprovechando el momento, Thomás y algunos cuantos compañeros de la guerrilla, entre los que se encontraban dos guardianes encargados de controlar el ingreso y la salida de las prisiones, luego de planearlo cautelosamente por días enteros durante meses, alienados sanamente por la sagrada palabra de Dios en los lacerados labios de Élfar, se dieron a la tarea de liberar a los rehenes abriendo las puertas que los custodiaban, iniciando por la mazmorra donde convivían el presbítero, Carmen, Jacinto y cuarenta prisioneros más. Era la prisión donde permaneció la mayor parte del tiempo Lucía Cadenas, aquel último año antes de su liberación. Todo parecía estar previsto para lograr el cometido: darse a la fuga.

Como cosa rara del destino el infortunio a veces llega cuando menos se espera. Uno de los rehenes debió excluir el menú de oraciones durante su estancia en el sagrado campamento donde el demonio profesaba. La supuesta libertad le cegó la orientación que, para su delirio, debió liberar los demonios que intentó dejar atrás dándose a la fuga, cuando la conciencia se hizo sorda y los susurros de sus compañeros intentando detenerlo, fueron en vano; bastó la pésima suerte de un tropiezo, para que una inhóspita mina explosiva esparciera su locura en todas las direcciones, comprometiendo las dos piernas y hasta sus genitales, quedando el alma fatigada de dolor y el cuerpo anclado en la tierra reacio a convertirse en nada.

El explosivo llamó la atención inmediata del clan terrorista, pero más inmediato, despertó la curiosidad de un desafortunado guerrillero que, a escasos metros del edificio carcelario, oculto entre la vegetación, aprovechaba un momento de lujuria; no dudó en averiguar lo que pasaba al levantar su cuerpo semidesnudo mimetizado por la noche. Bastó un golpe obligado y rígido con el fusil propiciado por Thomás a su cabeza, para acallar por largo rato la curiosidad de su dueño. El repentino acto sumado a la explosión, liberó un grito de pánico en la mujer guerrillera que era complacida por su compañero de combate, ahogando los gemidos mudos de la escena en un orgasmo frustrado, mutilado por el azar.

Siendo descubiertos, los rehenes liberados intentaron huir despavoridos como una manada de animales maltratados; la reacción de la mujer amante sacudió las entrañas de la noche ante el espanto de un par de disparos que rasgaron el aire sin dudarlo. La nueva alarma, como una sentencia repentina para que no hubiera dudas, agredió el silencio póstumo y la reacción del ERAL se hizo inmediata. Como hienas en la noche se abalanzaron sobre sus presas.

Los gritos humanos aún cautivos, que emergían salvajemente de las gargantas heridas de sus dueños, querían convertirse en proyectiles de todos los calibres y reventar los candados de las otras mazmorras, donde el destino pensó distinto. Sonaban como el compás melódico del terror con notas desafinadas que vertían de sus bocas angustiadas. La necesidad de una nueva vida en los linderos del amor, la justicia y la verdad, obligó a Thomás, ante su inquieta voluntad, a acallar las voces de los que ya eran sus enemigos, con el furor de las armas de las cuales se había contaminado.

La decisión estaba tomada. Una parte de los revoltosos fue dada de baja en el cruce del fuego. Ahora desertores, los aliados de Thomás propiciaron la más horrenda y desesperante respuesta de violencia, aquella que no puede obviarse cuando la duda hiere. ¿Cómo no revelarse? Basta con observar a uno de tantos guerrilleros, famélico, con varios kilos menos de peso por las atrocidades de una vida violenta y pervertida; harto del barro y la humedad, hastiado de experiencias salvajes al sentir el horror de la guerra lamiendo sus carnes. No hace falta repararlo en detalle para descubrir con suma facilidad la desgracia reflejada en el rostro, y si se pudieran leer sus pensamientos, el remordimiento y la putería hablarían por sus acciones; acciones sedimentadas entre la mierda de la violencia, y la pérdida irremediable de las cosas buenas a las que no tuvieron derecho.

El padre Élfar vio su obra sucumbir demasiado pronto con las heridas letales propiciadas en el pecho a su discípulo favorito. El grito desgarrador violentó las cuerdas vocales, reaccionando para ir en su búsqueda; no fue lo suficientemente rápido para evitar la violenta caída. Su alma debió estar en pena para que un error estúpido la bendijera de tal forma. Cegado e iracundo por lo acontecido, tomó desesperado el arma de Thomás, dejó de lado la fe, se olvidó de Dios y congenió nuevamente con el demonio para recordarle a la vida que es humano. Sin razón de momento y henchido de inconsciencia, respondió en la dirección de la amenaza.

Sintió el fuego del pecado quemar con furor la palma de sus manos, cuando sus ojos presenciaron con tristeza infinita por su furia humana, como se derrumbaba el cuerpo sin vida de la agresora. La amante guerrillera no contó con la misma suerte de su compañero, pero le arrancó el alma a Thomás cobrándole la ruptura de un orgasmo. El arma homicida en las manos del sacerdote resbaló intencionadamente. Sintió que no debía sujetarla más... Inclinado, cerca al cuerpo de su discípulo, el tiempo alcanzó en medio de la agitación y la súbita guerra, para escuchar las palabras pausadas y ahogadas en sangre que salían dolidas de su boca.

Era un ruego lastimero para que Dios se apiadara de su vida. Le suplicó al sacerdote que lo perdonara y que implorara por él. Pero la respuesta no fue tan comprometida como debiera, cuando nuevamente incumplía el quinto mandamiento: «No matarás». A secas se le ocurrió decir lo que ya se había convertido en una frase evangelizadora: «No olvides a Dios en tu corazón que él sabe quién eres y exonerará tus culpas». Fue suficiente para su discípulo que, tras perder el alma, alcanzó a esquematizar una sonrisa como si hubiera visto el ángel de la guarda. «Ve tranquilo que ya estás perdonado», dijo el sacerdote al reconocer el gesto como una evidencia.

El padre Élfar, sollozante, le aseguró la entrada al reino de Dios con la seguridad de haber recuperado la fe, en el preciso instante en que el alma de Thomás batía las alas para ausentarse. Sujetándolo fuerte contra su pecho, dramatizó mudamente la escena cuando Dios le negó a Moisés la entrada a Canaán porque había pecado contra el Señor. Sólo que acá, tenía la marca de la violencia. La muerte fortaleció el valor del párroco que no estaba dispuesto al arrepentimiento. Se dirigió rápidamente a la salida seguido de cerca por sus compañeros de prisión y escoltados por los guerrilleros desertores que continuaban en combate.

En medio de la huida Carmen tropezó levantándose veloz, sin percatarse que el tirante del bolso cruzado alrededor de la espalda sobre el hombro izquierdo, se había reventado. Había sido elaborado a mano en lana de borrego, fabricado por una artesana indígena y obsequiado por Yanida, dos meses antes de su muerte. En él, guardaba algunos accesorios de uso personal y la trajinada agenda del año 1997 que ya presentaba algunas desgarraduras en las esquinas a punto de mostrar las vísceras de cartón, con la que llegó al primer campamento del ERAL luego de su secuestro, y que, por años, se convirtió en su preciado tesoro literario. Todo estaba previsto, las puertas abiertas y sin guardias los esperaban. Al cruzar la salida, Carmen se enteró de la pérdida al presentir que algo le faltaba.

—!Oh, por Dios!, el bolso —se detuvo y miró hacia atrás con la intención de recuperarlo en caso de verlo, pero la arremetida de los guerrilleros con sus armas no lo permitieron.

—!¿Qué haces, Carmen?! —cuestionó agitado el padre Élfar—. ¡¡No te detengas!! ¡¡Corre!!

La decisión correcta era precisamente esa, correr... Y Carmen no tuvo otra opción más convincente y menos riesgosa que cumplir la orden del sacerdote. Mientras lo hacía, debió experimentar algún tipo de dolor por la valiosa pérdida.

Secuestradores reinsertados a la vida por la fuerza de la palabra y la experiencia de la muerte y la mentira, espoleados como animales con el instinto piloteando desde la punta de la nariz, se daban a la fuga al lado de rehenes enzarzados por circunstancias peores; todos, compartiendo el mismo miedo; desbocados en la búsqueda de la libertad y una vida decente. La insurrección era el pasaporte y el padrenuestro a la libertad. Y el padre Élfar, era el cabecilla de una nueva cruzada, la de la esperanza. Con el pectoral colgando de su cuello, la barba tupida y el rostro agitado era bendecido como el nuevo líder cuando sentía que todos le depositaban su confianza. No hacía falta mencionarlo, pero convenía seguirlo. Bastaba mirar la osadía de Jacinto encerrada en su discapacidad física, que no era impedimento para marchar a las exigencias de la fuga, rengueando con ritmo al lado izquierdo del párroco; así tendría la bendición muy cerca si fuera a necesitarla. A su derecha, Carmen lo seguía, sacudiendo con la prisa la cadena pendiendo del cuello con la imagen de Santa Lucía, que expelía destellos inocentes en la amplitud de la oscuridad que les llegaba con la selva.

Cada pensamiento de cada rehén estaba sincronizado con el objetivo, hasta Carmen sabía perfectamente que el fugarse en las precarias condiciones de salud, con tantos fantasmas y enemigos asediando, no era nada favorable ni benéfico para sus atormentadas vidas. Pero, el quedarse, no significaba alguna diferencia, menos ahora, cuando la llaga había sido removida. Al menos, guardaban en la memoria como incentivo, la hazaña del policía y ex compañero de cautiverio Marlon Cevallos.

El líder guerrillero Vladimir, ordenó la persecución al imaginar que su vida estaba en juego con la fuga de los rehenes, que por la cantidad y los atributos que ostentaban, eran representativos para los intereses del ERAL. Se acercó al cuerpo vencido de Thomás y lo pateó, espantando moscas y bichos que ya comenzaban a posarse sobre la sangre caliente.

—!Maldito traidor!— refunfuñó molesto, desahogando el nudo atascado en la garganta con un nuevo disparo al pecho que no hacía falta. Con la preocupación brillando en sus facciones bruscas marchó hacia la puerta de salida, y a un lado, entre la hierba y el camino, encontró el bolso de Carmen que no dudó en inspeccionar. Desde adentro, se asomaba temerosa la punta de la agenda. La tomó y abrió con brusquedad. La primera página estaba marcada con el nombre de Carmen Celina Arigona. Repasó rápidamente el contenido de la agenda como si estuviera haciendo el recorrido de un mazo de cartas con los dedos. Al final de ésta, las hojas en blanco se podían contar en los dedos de una sola mano. Se había cumplido lo que pronosticó su amiga Lucía: «Antes que se agoten las páginas en blanco, ya estarás libre». Terminó de hurgar en el fondo del bolso que, ante el desespero, prefirió vaciarlo al piso, hallando simplemente accesorios de aseo.

—!Recoge esa basura! —ordenó a uno de los rebeldes bajo su mando.

Vladimir le quitó el seguro a una granada y la lanzó con furia, sin rumbo, en dirección a la vía fuera del campamento y sin objetivo alguno para que cumpliera con su tarea básica: detonar. Intentaba desahogarse. La selva atrapó el impacto de la explosión y lo convirtió en un eco ahogado entre los árboles que duraría casi una hora. Cerró el diario que probablemente le sirviera de evidencia y lo llevó consigo para hurgarlo más tarde, igual le provocaría un fuerte dolor de cabeza cuando se enterara que se trataba de memorias y pensamientos de su dueña, pero nunca, de planes de fuga. Por lo menos, el cuerpo de Thomás, podría ser una salida ante la cúpula del ERAL, al armar una explicación lógica que confirmara un acto de traición. Los rehenes que no pudieron darse a la fuga estaban en graves aprietos... sin que ello significara su fusilamiento.

Mientras marchaban unidos con la disciplina de controlar el miedo y el ímpetu de la libertad colándose entre sus fosas nasales, el regocijo profundo en medio de la desesperación, el difícil camino y la tortuosa noche, les hacía pensar en lo que quedaba al otro lado de la paz donde no alcanzaba la nobleza de sus intenciones, allí, en el campamento que fue su asilo y sirvió para ocultar su tristeza y la tristeza de todos sus compañeros, así como la vergüenza del padre Élfar y su endeble fe cada vez que sintió el miedo como una profecía del final de los tiempos, entorpecer su misión evangelizadora y apabullar su espíritu. Para los nuevos liberados, imaginar la suerte de sus compañeros rehenes que quedaron en el campamento bajo el sometimiento de nuevas culpas, era un enigma que no se atrevían a descifrar.

Y tristemente, padeciendo en el polo opuesto, a merced de la ignorancia e inconsciencia ajena, se veía un pedazo de patria humillado y las vidas de los secuestrados que no pudieron darse a la fuga... Quedaban nuevamente dolidos, vivos, pero sin alma y todavía con precio.

Las neuronas del tiempo revelarían la verdad y la suerte de los nuevos liberados por la necedad de seguir viviendo; todavía les quedaban batallas por enfrentar que costarían sacrificio antes de olfatear y sentir la victoria al lado de sus seres queridos. Y sólo los días revelarían la verdad y la suerte de los prisioneros activos en los campamentos del ERAL a lo largo del territorio colombiano. Y se esperaría que el mismo tiempo, onerosamente, revelara la verdad, la suerte y la realidad del imperio del ERAL y de sus nuevos próceres. Lucía ya había sido enterada de la odisea de sus amigos, y una nueva tribulación rondaba en sus entrañas que no terminaría hasta no verlos libres.

«No sé cómo es que Dios lo soporta, padre Élfar. Eres un bendito desgraciado. Y claro que le perdono lo que sucedió». Lo dijo antes de concebir el sueño. ¿Cuál sueño?

Por carta anónima y video que llegó a los medios de comunicación, se supo que el comandante: Alejo Sonegal, el hombre rudo, estilizado y amarilloso como el alacrán de color miel, era el nuevo cabecilla del movimiento sucediendo en el trono a Sadúl Vargas. Igual de indocto que él, por más que la evidencia de algún título profesional colgara de su cráneo. Lo cierto era, que cada suceso desfavorable al interior de la organización, concluía con una certera posibilidad de incrementar las listas de desmovilizados.

En tanto, Colombia, sus mandatarios y su gente, continuarían la ardua tarea de descifrar los códigos humanos de la paz esquiva, rogando a Dios, que la fortaleza de los secuestrados se fortifique y que la gloria del ejército nacional en una actitud milagrosa y sana, actúe para vacunar el tormento del secuestro y liberar del mal al país del sagrado corazón, fundamentalmente, cuando las fuerzas armadas han logrado desarticular un imperio indigno y despojarlo de gran parte de su terreno y de sus actividades ilícitas. Pero igual que los alacranes, el ERAL estaría al acecho de cualquier oportunidad con forma de la que pudiera aferrarse y echar nuevas raíces. De seguro, intentaría para sus intereses, hallar los sucesores en el congreso de Yesid Gobayel y Rufino Fazola al aprovechar el nomadismo del sistema político y los errores del Estado. Cosa que no sería imposible cuando la apetitosa fruta política está plagada de corrupción que, como cualquier vicio, crea adicción y en su condición de poder, abusa con exprimir hasta el zumo de la cáscara. ¿Hasta cuándo?, el tiempo lo dirá.

La costumbre de la maldad les hace falta a los grupos insurgentes; tanto, que consumir la carne pulpa del perdón, los atragantaría más que la espina del pecado.

Ayúdate que yo te ayudaré nos hará pensar que el milagro está cerca. Las bocas recuperarán su risa y la violencia será desarticulada, de forma que la muerte, no se desboque prematura en busca de súbditos para afinar las notas agudas del último suspiro. En tanto, los ojos de los habitantes del territorio colombiano, cerrarán el telón sin la necesidad de ocultar su miedo, porque éste, se quedará sin protagonistas.

Solamente resta comprender que, en el horizonte de la vida, somos quienes permitimos toda clase de sufrimientos, y por eso, somos los llamados a pregonarlo en busca de una solución efectiva y esperanzadora por más estólida y esquiva que parezca, siendo conscientes, que cuando el dolor se apega al alma y la somete luego de aguijonear las carnes sin que el cuerpo logre sobreponerse, después de eso, se siente inútil para jinetear la vida.


EL FIN

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