Capítulo 44

Era martes 22 de julio del año 2003. El día esperado galopaba impaciente desde muy temprano; nadie quería perderse el acontecimiento. Curiosamente, era la fecha conmemorable de la Santa: María Magdalena, la testigo de la resurrección de Jesús y en cuyo lema que profesaba «No morir, sino sufrir», parecía encarnarse la analogía perfecta de la vida de Lucía durante el ciclo vivido del secuestro. Estaba a poco de terminar... Luego de una larga procesión de despedidas, los rehenes partieron hacia el sitio de encuentro en una caminata que les llevaría cerca de dos horas al paso de sus capacidades motoras. Lucía cargaba el anturio raro y esplendorosamente florecido que apegaba a su vientre.

El mandatario de Cuba madrugó a refrescar los lineamientos del acuerdo humanitario. Todo estaba preparado, previsto con suficiente tiempo, casi desde el mismo día del secuestro de la Congresista. Más de cuatro años soportando una intensa y violenta pena que tuvo la osadía de retoñar. Una fatalidad que se tomó el vulgar atrevimiento de sentirse infante.

La aeronave cubana rondaba cerca del sitio acordado para el encuentro entre guerrilleros del ERAL y miembros de la cruz roja internacional, acompañados de asesores de paz de España y Suiza, en una zona de distinción mínima en territorio colombiano dentro del departamento de Guaviare, comprendida entre la cabecera del municipio de Miraflores y sus alrededores; tierras suavemente onduladas y cubiertas de espesa selva que parecía sonreír, sin el mayor logro en las pretensiones de despeje por parte de la fuerza rebelde, ni las complacencias del gobierno de Colombia para acceder a sus exigencias al pie de la letra cuando el canje no había sido producto de un negocio transparente y ortodoxo. No había duda que tenía las huellas de sus acciones ilícitas.

La hora citada era el más preciado de los amuletos. Se ocultaba en el silencio el nacimiento de un milagro que llegó con el revolotear de pájaros mecánicos. El primero que hizo su arribo fue el equipo periodístico autorizado para transmitir la noticia. El personal encargado de la misión humanitaria encabezada por el Comité Internacional de la Cruz Roja, descendió de otro de los helicópteros con el emblema totalmente visible y el entusiasmo reflejado en el rostro. De un tercer helicóptero descendieron los integrantes de la comisión humanitaria de paz, en tanto que, uno más robusto, aterrizó con una célula de fuerzas especiales del ejército colombiano, escoltando a los ocho rebeldes con sus cabezas cubiertas de pasamontañas camuflados para encubrir los rostros a la opinión pública y enclaustrar los pecados...

Debieron esperar pacientemente el arribo del grupo rebelde y los anhelados rehenes, sin los cuales, el proceso de negociación no tenía validez.

A esa altura del proceso de intercambio humanitario toda intención de rescate militar era inconcebible; sería tanto como desatar una guerra entre soldados armados y la población civil aferrada de sus rezos, donde el intercambio humanitario de rehenes, sería un intercambio deshumanizado de cadáveres.

Dos horas de espera ante la ansiedad se insinuaron como un día entero. El sacrificio valió la pena. Al fondo, entre la espesura de los árboles donde la mirada engañaba, enfilados uno tras otro que daba la impresión de un gigantesco gusano humano, hacía su aparición una célula del grupo terrorista entre los que se encontraban los sacrificados rehenes. Lucía, entre ellos, con el cuerpo desguarnecido y la mirada inerme, se esforzaba en llegar con su lerdo caminar soportando la carga de la cruenta enfermedad que llevaba consigo, haciendo más pesado el viaje. Pero el solo hecho de imaginarse saboreando un bocado de libertad con aspecto insalubre y nacida de los escombros de una guerra que jamás comprendió, le hizo olvidar que, en su estómago de apariencia vacía, también arrastraba un morrocotudo nido de huevos de alacranes, almidonado de muerte y sangre coagulada por años. Y olvidó que su mollera estaba hinchada por el peso de muchas vidas y mundos comprimidos en un largo espasmo de soledad y de rabia.

En un acto heroico, aprendido ciegamente durante los tortuosos años de soportar y padecer ante el salvajismo inmisericorde de sus opresores, no daría el brazo a torcer para aceptar el triste final con la derrota. Menos ahora, cuando estaba a un paso de devolverle a la boca lisiada, así le costara el resto de su vida, la risa extraviada en alguna parte. La ropa holgada escondía los músculos retraídos y disfrazaba la prepotencia del hambre. La edad del sufrimiento era notoria. Su rostro enjuto, donde la alegría nerviosa apenas cabía y el inevitable llanto emergía como una repentina fiebre emocional hasta cubrirlo, daba la impresión de ver a la muerte reflejada en un espejo de agua empañado.

Ya cerca, demasiado cerca, no había duda sobre la edad del sufrimiento. Cada rehén sentía vergüenza de mostrar a la supuesta libertad, su dignidad y su cuerpo alterados por los traumas desatados por el secuestro. Definitivamente, llegaban con sus corazones marchitos veteados de hongo y musgo de violencia.

Nairobi estaba impaciente, cojeaba con su ansiedad como su amiga Lucía con sus pies. Luego de que sus ojos llorosos la advirtieron, no pudo evitar que se acercara totalmente y salió a su encuentro; la abrazó con tal ovación que el anturio estuvo a punto de deshojarse. Sus espíritus se conjugaron en uno solo, igual que las lágrimas. Se dijeron todo con el abrazo que las palabras quedaron para después.

El regocijo les llegó a todos: rehenes, negociadores, personal de apoyo y rebeldes con abrazos y emociones repentinas sin juicio, que no valía la pena pensar en los detalles. El milagro estaba dando la cara en nombre de la fe. Como alguien dijera: «Un paso esperanzador para la paz herida». Los saludos, abrazos y gestos nerviosos de todo tipo, llegaron como aleluya en una fiesta de reinsertados a la sociedad. La despedida cálida con sus opresores cualquiera la definiría como un modesto acto de camaradas que daría qué decir, pero la manifestación fraternal de despedida, estuvo encaminada desde tempranas horas del día en el campamento, muy especialmente, a los carceleros hombres y mujeres que vivieron de cerca durante el último año, el torrencial drama del secuestro, casi conviviendo en las ropas de los rehenes y sintiéndose parte de su dolor. A lucía le habría encantado despedirse de Yanida como debió ser, pero le madrugó el destino como no debía ser.

La congresista Lucía Cadenas, el policía Haider y los militares Narciso y Justiniano que conformaban el cuarteto del canje bajo el privilegio del delicado estado de salud, por fin daban alas a su alegría compartiendo el venerado momento, emocionados sin emociones y en acción de gracias, departían abrazos a diestra y siniestra sin escatimar en cuantos; a cada quien le llegó el suyo: asesores de paz externos de España y Suiza, asesores de paz por parte del gobierno colombiano, delegados del comité internacional de la Cruz Roja y demás... Aquellos que realmente los merecían esperaban su turno con la paciencia de varios años de emociones ocultas y reservadas.

La segunda parte del milagro estaba dada en el aeropuerto El Dorado de la ciudad de Bogotá. Los recién liberados debieron soportar tres horas más desde el canje en el municipio de Miraflores con los actos protocolarios simples y el desplazamiento a la capital, para sentir en sus cerebros un aire distinto y menos pecaminoso; así igual, tuviera sus culpas citadinas. La compleja logística que involucraba el traslado de los familiares desde distintas ciudades del país, el despeje del aeropuerto internacional con la cancelación de vuelos, los distintos medios de comunicación, los invitados especiales y las estrictas medidas de seguridad, ya era un problema resuelto.

Las naves se hicieron visibles en el espacio tetradimensional con el tiempo acechando sin ojos, donde las miradas de todos los presentes especulaban creando pensamientos. Como un ritual de libélulas, uno a uno los helicópteros fueron llegando, y luego de quedar suspendidos en el aire lo que dura un sensato pensamiento, descendieron sigilosos para posar los patines de aterrizaje sobre la pista. Tras las puertas abiertas, el verdadero espectáculo inició.

Las emotivas familias de los liberados, en una escena conmovedora, reclamaban el triunfo con los brazos abiertos y las bocas dilatadas por las palabras que atropellaban para salir. Pero fueron los abrazos y los besos desaforados, los que indujeron arritmias para complacer los corazones que querían fatigarse de amor, de ese elixir que estuvieron privados por largo y cesante tiempo. Era evidente que actos representativos de locura, comportamientos extraños, malestares, culpa y pánico, se ocultaran tras la verdad de los rostros asustados y los pensamientos incrédulos. Sensaciones peligrosas que los marcarían por largo tiempo; un tiempo sin regreso, así estuvieran de regreso en casa.

Leonor no resistió la espera. Su delicado corazón que lo había soportado todo, ahora entraba en caos, esparciendo con furor todas las emociones a través de sus ojos encharcados. La tragedia de la década de los setenta había terminado. ¿En verdad, había terminado? Intentaba pronunciar una palabra, pero la voz chirriante de metal oxidado que la severa tos sedimentada en gripe, la bruñía, logró arrancarle una prolongada nota taciturna y parapléjica de dolor, al lastimar las cuerdas vocales que le hacían juego con la vejez de su rostro enjuto, amargamente precipitado por los pasos prestados, cuando varios años atrás, lucía ecuánime entre quebrantos y privilegios. Pero muy cerca para sentirla y compartir el dolor de madre, estaba Lucía, temerosa, acobardada, incrédula aún, olfateando el aroma de tantas cosas bellas extraviadas, imaginadas y casi que perdidas. No podía evitar contagiarse de un dolor amargo, por aquel que ya era pánico en la expresión del rostro de su madre; un rostro que reclamaba la necesidad del tacto para sentir que era su hija, su pequeña que regresaba para nunca más marcharse. La nostalgia no soportó tanta emoción atiborrada en tan poco momento y el llanto se hizo uno. La dimensión de lo vivido era suficiente para muchas vidas.

Leonor balbuceaba sin dejar de repetir: «Mi pequeña está libre, mi pequeña está libre...» El tiempo en su papel de espectador, disfrutaba de toda la pasión honesta en un momento histórico que nacía de un abrazo extraviado. Y allí estaban ellas: Leonor y Lucía, nuevamente encadenadas, pero esta vez, por los eslabones del amor para la vida, con un universo como testigo y los ojos de Dios ocultos en la inmensidad de su abrazo. El anturio fue testigo.

Karen, acompañada de su esposo Luis Ángel y su pequeño hijo Marcus, próximo a cumplir los cuatro años de edad, esperaba impacientemente el turno de compartir la felicidad con su hermana sin atreverse a importunar el flamante momento maternal. Su corazón la percibió, su mirada la ubicó y una mano extendida la atrajo hacia ella y su madre para que la felicidad fuera una sola. Karen respondió al llamado acercándose con la premura de no perderse el encantamiento y se entrelazó con ellas.

El alma de Lorenzo debió abrazarlas para que se sintieran plácidas y completas, convirtiendo la expresión de la palabra libertad, en un verbo conjugado y sin escrúpulos. Dios debió tomar la fotografía celestial que quedaría como recuerdo.

Minutos después, fue necesario suspender el trance para atender a Marcus que llamó la atención, solicitando con desespero la presencia de su madre. La mirada de Lucía interrogó a Karen, quien asintió entendiendo la pregunta formulada con los gestos.

—Dios, no puedo creerlo. —Lucía deshizo el abrazo y se acercó, todavía flaqueando de sus piernas tras el cansancio, la debilidad y la enfermedad, pero fortalecida por la emoción.

—Hola, Luis ángel —dijo a su cuñado.

—Hola Lucía, bienvenida a casa —se dieron un afectuoso abrazo que traslapó el cuerpo de su sobrino cargado en los brazos de su padre.

—Y tú, pequeño. ¿Cómo te llamas? —dijo sollozante recordando a su hijo.

—Marcus —respondió seguro con la expresión de querer iniciar un diálogo. No había porqué temer, su padre lo protegía.

—!Marcus! ¡Qué bello nombre!

—Mi abuela dice que Marcus es un nombre especial y que quien se llame así, no le tiene miedo a nada y es muy inteligente.

—Si tu abuela lo dice, ¡créelo! Es una experta en el significado de los nombres. Y ahora que te escucho, estoy segura que tiene la razón —le dio un beso en la frente mientras imaginó a Santiago.

Acorralados en el mismo tiempo y espacio el drama de Lucía y su madre se repetía con los demás protagonistas: Haider, Narciso y Justiniano; cada quien dopando su dolor con el analgésico de sus seres queridos. Un amor profundo, puro y extraño que perduró sin la luz del sol, aprisionado entre los barrotes de las tinieblas. Hijos hechos hombres que no comprendieron la ausencia de sus padres, que laureados de dolor les tocó aprender de esa ausencia y olvidarse de los detalles pecaminosos, contando con la suerte de no ignorar su amor porque había quienes, a sus lados, eran constantes en alimentarlo y enseñarles de la fe, que igual les fue revelada en forma atropellada sin comprender su sentido, fortaleciéndolos para ese momento que jamás dejaron de soñar.

Las caricias y los abrazos de los hijos niños que no vieron crecer, ya eran de adultos, pero su poder infinito encerraba la ternura tímida que quedó oculta en el pasado y que, como sedante mágico, debió permanecer largo tiempo a la espera de un nuevo despertar. Ya era la hora, y cada secuestrado liberado, ahora convertido en ídolo desde el seno familiar, se esforzaba por mostrar el ser humano que todavía era sin expresar lo que le había tocado vivir. El llanto fue inevitable y lastimero.

—El principio forzoso del milagro —indicó críticamente uno de los noticieros—, hoy exhibe sus manifestaciones para la luz del día. Toda Colombia, luce redimida con el interés de verle la cola al conflicto; un final esperado con vehemencia al que se le ha insistido, pero que todavía hay que esperar; hoy, limitadamente, son cuatro los rehenes que comparten al menos, una mínima y endulzante alegría libertaria que hace tiempo no sentían. No diremos lo mismo de los ocho rebeldes que fueron canjeados y que retornan a una vida de incertidumbres, cuando sus voluntades beligerantes habían sido aplacadas con la prisión... —algo más se dijo.

Nadie en el universo quería perderse el acontecimiento. Detrás de las cámaras se observaban las distintas escenas grabadas. Las imágenes mostraban a los revolucionarios retornando a su mundo, con el desgano con que saludaban a sus compañeros.

Una soberbia actitud de sus camaradas que los recibían con un mal presentimiento, olfateó sus cuerpos para reconocer el aroma de la causa revolucionaria que debían expeler con el sudor. ¿Cuál causa revolucionaria? Luego de una larga ausencia, se presume como una controversia entre el rechazo de una nueva esperanza de vida y la inconsciencia de un pasado turbio que amenazaba con recuperarlos.

La prensa, la radio y la televisión, se esmeraban por recopilar cada gesto, cada expresión, hasta las más escasas; cada comentario, cada pensamiento y cada desahogo, hasta el más inocente e intrépido que se escapó tartamudeando de los labios de Lucía para decirle a los medios: «El milagro se dio... y hoy... volvemos a nacer para la vida».

La vida, aquella nueva a la que se refería Lucía, era sin duda un difícil comienzo. Por más que cueste entenderlo, una corta ausencia para ciertos asuntos... suele ser inmensamente larga. Cerca de cinco años de prisión llevados a la libertad, es como una incansable tortura cinco veces. Lo que se había extraviado en el tiempo, era necesario otra vida para recuperarlo. Hasta la inofensiva suavidad de una cómoda cama sería un fastidio. El más sano murmullo crearía aturdimiento. La más honesta sonrisa expresaría repudio. La mano amiga insinuaría amenaza. Una voz de aliento fatigaría el alma. La sensualidad de un beso causaría náuseas y el olor a amor, amansaría las pasiones despertando los miedos que fueran sus inseparables amigos por tanto tiempo.

¿Las palabras de Lucía tendrían el mismo efecto y significado en el grupo de rebeldes del ERAL beneficiados con la excarcelación como parte del canje, cuando emprendían nuevamente el camino hacia una libertad extraña, perversa e injusta, sin alcanzar a comprenderlo? ¿Era ese el milagro para sus vidas? ¿Estarían dispuestos a asumir nuevamente las cadenas de la perversión y regresar al tenebroso mundo del terrorismo que dejaba inconscientes y agonizantes, tanto a las víctimas como a sus familiares?

No era un secreto que muchos de ellos habían sido forzados a la ignominia de una vida silvestre y sus oscuras intenciones. Bastarían los ojos para juzgar si dentro del acuerdo humanitario, sumado a los beneficios de la suspensión condicional de la pena para los miembros del grupo guerrillero acordado dentro del marco jurídico del canje, la calidad de vida futura, fuera igual, un elemento complaciente de juicio y consentimiento para los elegidos. No hay que olvidar que la ceguera ronda, cuando la mente olvida y los conflictos resucitan.

Con sus miradas clavadas en la tierra de la violencia, del viaje sin retorno y del nunca jamás para un amor extraviado, no era difícil imaginar que la complacencia de los guerrilleros tenía límites. Eran seres humanos que retornaban al hábitat donde pertenecían, como bestias mansas que pronto habrían de recuperar la ira, o simplemente, perecerían en el intento. Pero si así lo habían permitido, el regreso al infierno no era responsabilidad de nadie más que su vocación por jugar al malo. Sabido fue por los medios, que guerrilleros presos se declararon en rebeldía frente al Secretariado del ERAL, pidiendo no ser incluidos en una lista de canjeables por rehenes. Solo ansiaban recuperar la libertad, pero nunca, de retornar al paraíso de la muerte, al infierno de las armas, al estómago del ERAL para su satisfacción y necesidades. Respirar sin miedo, ya era una bendición y un principio valioso que, durante su estadía en la prisión, se enteraron que existía en la vida de los seres humanos. El gobierno como una ofrenda a su compromiso de cambio, les ofreció el programa de reinserción que les permitía acceder a una vida normal, la de otros peligros menos inminentes.

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