Capítulo 40

Santiago, era un dolor de pocas carnes que daba lástima. La forma escuálida de su diminuto cuerpo de escasos dos años y algunos meses, ingerido cobardemente por la desnutrición severa daba ganas de llorar. Se evidenciaba el maltrato a la vida en un acto inhumano, sacrílego y sin escrúpulos. Si la senadora Lucía hubiera podido oler su estado, no existirían palabras para describirlo, ni en su prodigioso cerebro habría pensamientos sanos para referirse al enemigo:

«Síndromes de estiércol paridos de la violencia a través de la abertura por donde la paz defeca».

No puede haber pundonor cuando el pecado es salvaje, sabe lo que hace, no es invidente, ni padece de locura. No era complejo imaginarlo sin infancia, pero cada enfermedad concebida había sido juguete de su cuerpo. No era fácil imaginarlo saboreando la violencia, refugiado en su absurda y nociva realidad, como quien batalla por el alimento materno en medio de la inmensidad de la selva sin un espacio dispuesto para su niñez. Santiago era una víctima del mezquino poder y del entretenimiento de un sádico con credencial en la política, para cometer sus fechorías detrás de la cortina del Estado. ¿Hasta cuándo?

No estará lejos el día, en que labios inocentes, apenas aflorando de su mundo acuático a través de la compuerta natural de una madre que simboliza el amor y el nacimiento, brinden su concepto pernicioso de cómo se percibe la violencia dentro del vientre como una ofrenda para la nueva vida. Ese día será una vergüenza para la humanidad.

Entretanto, mientras el suceso de Santiago quedaba en el aire, las extrañas incidencias de la vida se encargaban de forjarle otro camino; uno más alentador.

Nuevas noticias sobre la violencia y los secuestrados replicaban en los medios con una resonancia devastadora y suplicante que, detenerlas, era imposible. Su fuerza interina desplegaba una tormenta psicológica que departía golpizas a diestra y siniestra sobre los millones de cerebros alienados con el aroma de la violencia. Hombres y mujeres, niños, adolescentes, jóvenes y ancianos de todas las clases eran deleitados con dosis efectivas creando una adicción enfermiza que no toleraba su abstinencia, en especial, a aquellos adictos a su lenguaje. Su efecto sin tapujos, obraba rápido, sigiloso y auténtico. Se trataba de un menú exquisito para darle de comer a un mundo hambriento. Fue así, como llegó la primicia a mediodía:

«Del último ataque propiciado hace dos semanas por el ejército colombiano a uno de los campamentos clandestinos del ERAL, interceptado en las profundidades de la selva en la zona del Guaviare, se tuvo información valiosísima de Marlon, el policía secuestrado que se dio a la fuga luego de los cruentos y furtivos ataques, cuando fue Dios, quien le mostró la oportunidad y el camino de regreso a su familia, según lo manifestó el mismo, impulsado por una fuerza, que dijo no saber explicar, pero que sintió en el instante mismo de la fuga. Fueron siete años de cautiverio, dolor y sufrimiento en manos del enemigo. Y que luego de más de doce días, padeciendo todo tipo de adversidades y sintiendo los delirios de la muerte que fue su lazarillo en la osada aventura por la selva, logró ponerse a salvo en manos de las autoridades, a quienes les reveló, que al menos una docena de guerrilleros murieron y otra cantidad similar resultaron heridos en aquel enfrentamiento que propició su huida. Entre los muertos, aseguró, pudo haber rehenes indefensos y sacrificados que involucraban en medio del combate como escudos humanos».

Daba escalofrío imaginar lo que con dolor se escuchaba. La noticia invadió el corazón y el alma de Leonor, que empezó a fibrilar cuando pensó en la fragilidad de las personas que estaban a la despensa de las voluntades asesinas donde moraba su hija. Los periodistas no cesaban en su tarea y se jactaban con la búsqueda de la información de moda y, probablemente, primicias que significaran el rating en la información. Colombia a través de los medios de comunicación, continuaba irradiando al mundo de rumores sobre la violencia interna generada por el conflicto con los grupos armados ilegales, particularmente con el ERAL, que lograba reconocimiento internacional por sus proezas de terrorismo, vandalismo y narcotráfico creando una fuerza de atracción única que fortalecía su imagen negativa.

El mundo entero se condolía con las anécdotas de guerra, como cuando Marlon Cevallos, el cabo de la policía que logró zafarse de la guerrilla en medio de un enfrentamiento con el ejército, reveló a los medios cómo la congresista Lucía Cadenas, embarazada y en estado deplorable de salud, fue marginada del grupo al cuidado de nativos para el alumbramiento, con la suerte de dar a luz por la misericordia de Dios, a un hijo varón que llamó Santiago. El mismo que la guerrilla le había quitado y regalado. ¡Vaya noticia! Era el plato apetecido del día. Por fortuna no mencionó al segundo hijo, no dio detalles de Santiago, ni describió el cuerpo enfermizo y atribulado de su madre que todavía permanecía bajo el yugo del grupo revolucionario.

Marlon supo de las enfermedades padecidas, pero desconocía que estuvo bajo la supervisión de la partera Felisea, que controló sus depresiones con infusiones de hierbas medicinales al rito de los conjuros, así meses después, hayan revivido con la separación de su hijo. Un hijo del que nadie tenía conocimiento luego de más de tres años a la espera de pruebas de subsistencia. La noticia desató un clímax de desorden en el país del que no se escapó nadie, ni su traumada madre Leonor. Imaginar su suerte en medio de los alacranes humanos del ERAL, fue suficiente para la salud de ella. Pero lidiar con la existencia de aquel hijo tristemente arrancado de sus entrañas como un castigo, removió sus creencias, todas las dolencias anestesiadas sabiamente por el dolor y aquellas enfermedades enclaustradas como pasivas que, de seguro, tomarían la libertad a sus ansias.

De sólo pensarlo, comenzaba a empeorar. Ahora Leonor tenía noticias de algo o alguien que tuviera relación con su hija, pero el poder de la incredulidad se mantenía por encima de su fe. Sólo eran vestigios de rumores que no debían ser aceptados; así lo entendió... porque así el dolor, sería más soportable.

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